Se detuvo junto a la entrada, para que sus ojos, después del intenso sol de la tarde, se adaptaran a la atmósfera del interior.
Era una tienda como tantas otras, con estanterías con tarros y botes, que llegaban hasta el techo, nuevos mostradores de cristal con artículos sanitarios y frascos de colonia, una barra para la venta de helados y refrescos y, detrás de ésta, un gran espejo con anuncios de la Coca-Cola y los refrescos Bromo-Selzer y Moxie. Aparte de los medicamentos, había en los mostradores un distribuidor automático de sellos de correo, un puesto destinado a la recepción de carretes de fotografías para revelar y un soporte giratorio con discos de fonógrafo. Algunos clientes estaban curioseando y otros retiraban compras de manos del propietario. Samantha decidió echar un vistazo.
Los productos se contaban por centenares y prometían curarlo todo, desde la rotura de una uña al cáncer cerebral. Un frasco de Gono afirmaba ser «un remedio incomparable contra todas las secreciones anormales y las inflamaciones, cura con toda seguridad la gonorrea y la blenorragia». Una caja de Polvos del Dr. Rose contra la Obesidad se dirigía a los «gordos» y garantizaba una pérdida de peso en «un tiempo relativamente breve». El Tricopherous de Barry prometía devolver el cabello perdido; el Sozodont aseguraba «endurecer y conservar los dientes». Las Gotas Amargas de Hierro Brown aseveraban detener «la degeneración del hígado, los riñones y los intestinos»; y el Compuesto Vegetal de Lydia Pinkham ofrecía «un hijo en cada frasco». Había tubos de ungüento de tártaro emético para que los padres preocupados frotaran con él los órganos genitales de sus hijos, evitando de ese modo que se masturbaran; un frasco del Amigo Desdichado garantizaba la curación de la sífilis; y había tampones vaginales que contenían un «maravilloso producto para la regularización del ciclo menstrual interrumpido por la ansiedad nerviosa u otras causas».
Samantha empezó a pasear despacio por entre los mostradores, deteniéndose para examinar las agujas y jeringuillas hipodérmicas que se exhibían; las jeringas para enemas acompañadas con frascos de «sedante de vino»; y copas que aseguraban «agrandar y embellecer el busto femenino». Mientras se iba acercando poco a poco a la caja registradora, donde el propietario estaba dando consejos con cara de trucha a una anciana, Samantha se detuvo ante una pirámide de frascos del Compuesto Milagroso de Sara Fenwick, colocada sobre el mostrador. Delante de la misma había un montón de folletos con un letrero que decía: «Totalmente gratuitos. Tome uno».
Samantha alcanzó un frasco y leyó la etiqueta. El compuesto de hierbas aseguraba curar, restablecer, revitalizar, rejuvenecer, vigorizar y remediar todas las posibles dolencias femeninas. Pero no se mencionaba la composición.
Tomó un folleto. «Toda mujer puede ser su propio médico —declaraba uno de los párrafos—. Ella misma se puede tratar sin tener que revelar a nadie su estado íntimo ni sacrificar su recato femenino a un innecesario examen por parte de un médico. ¿Quiere usted confesarle a un hombre desconocido sus dolencias íntimas? ¿Se sentiría a gusto revelándole a ese desconocido cosas tan sagradas que sólo la mujer debe conocerlas? Eso no es natural en la mujer, no está en consonancia con su profundo sentido de la delicadeza y el pudor. Toda verdadera mujer experimenta horror ante la idea de revelar sus trastornos privados a un hombre, tanto si se trata de un médico como si no. La señora Fenwick lo comprende porque es mujer. Escriba usted misma a la señora Fenwick, solicitando consejo libre y personal. Sus cartas en ningún caso son vistas por hombres. No los hay en nuestras oficinas. ¡Toda la correspondencia la atienden, leen y contestan únicamente mujeres!».
Después seguía una selección de cartas de «nuestra enorme correspondencia desde todos los lugares del país».
La señora G. V., de Scranton, escribía: «Durante años he sufrido constantes trastornos de la matriz. He tenido cinco tumores en cuatro años y acudí a los médicos, pero no consiguieron ayudarme: no fueron comprensivos conmigo y me recetaron morfina. Dijeron que me tendrían que operar para extirparme la matriz; pero entonces me hablaron de la señora Fenwick y le escribí pidiendo consejo. Me dijo que tomara una cucharada del Compuesto Milagroso después de cada comida y siempre que me sintiera nerviosa. Los tumores fueron expulsados inmediatamente. Ahora me siento fuerte y gozo de inmejorable salud. ¡Siempre estoy alegre y mi marido regresa feliz a casa todas las noches! Puedo afirmar sinceramente que hubiera podido morir de no haber sido por el Compuesto Milagroso de Sara Fenwick».
Samantha volvió a examinar el frasco. La etiqueta de la parte de atrás decía: «El sobresalto de una operación es demasiado grande para la mayoría de las mujeres. El Compuesto Milagroso disuelve los tumores de la matriz de forma limpia e indolora».
Mirando al propietario de la tienda, y al ver que estaba atendiendo a un cliente, destapó rápidamente el frasco y aspiró su olor. El contenido de alcohol era por lo menos de un treinta por ciento.
Volvió a dejar el frasco y el folleto en sus lugares correspondientes y los contempló con expresión pensativa. Disuelve los tumores de la matriz…
—¿En qué puedo servirle, señora?
Miró al dueño de la tienda.
—Verá, estoy buscando el Amigo Femenino de Farmer.
—En seguida, señora.
El hombre extendió la mano hacia un estante que había a su espalda y retiró un frasco. Samantha lo tomó, leyó la etiqueta y preguntó:
—¿Es seguro?
—Seguridad garantizada, señora.
—¿Para una mujer embarazada?
—Está hecho precisamente para eso, señora.
Mientras el hombre envolvía el frasco en un papel marrón, Samantha estudió con indiferencia las estanterías.
—Listerine —murmuró—. Supongo que el nombre se lo han puesto casualmente en honor del doctor Lister.
—No ha sido casualmente. Dos avispados vendedores de Missouri tuvieron esa idea. El doctor Lister les vendió el nombre, le pagan los derechos correspondientes y yo dispongo de un producto que es de los que más se venden en la tienda.
—Está usted muy bien surtido de todo.
—Procuro tener todo lo que el cuerpo necesita. —El hombre cortó un trozo de cordel de un ovillo y ató el paquete—. Ocurre lo siguiente. A la gente no le gusta ir a un médico y gastarse un par de dólares para que éste le diga que no puede ayudarla. Vienen aquí, me dicen cuál es su problema y yo les recomiendo algo. Es más barato, más rápido, hay menos trastornos y la curación está garantizada. ¿De qué médico se podría decir lo mismo?
Samantha introdujo la mano en su ridículo y dejó un dólar sobre el mostrador. Mientras marcaba en la caja registradora, el hombre añadió:
—Vendo lo que quiere la gente. Las damas de la Liga Antialcohólica, por ejemplo. Lanzan improperios contra la cerveza y pretenden que se declare ilegal, y vienen aquí a comprarme el Tónico Vegetal de Park. La cerveza contiene un ocho por ciento de alcohol, todo lo más. El Park contiene un cuarenta y uno por ciento. —Depositó el cambio en la palma de Samantha—. Hipócritas, eso es lo que son.
Samantha guardó las monedas en el bolso.
—A lo mejor, no lo saben —dijo, señalando un frasco de tónico en cuya etiqueta se afirmaba: «Absolutamente sin alcohol».
Después tomó el paquete.
—Ése de ahí —añadió él—. El Bálsamo de Gilead. Apoyado por los clérigos. Setenta por ciento de alcohol. El movimiento antialcohólico no me asusta, soy partidario de él. ¡Si cierran los bares, la gente acudirá en tropel a la farmacia!
Samantha asintió con interés.
—¿Asume usted la responsabilidad de todo lo que vende?
—Desde luego. Si no estoy convencido de que es bueno, no lo vendo.
—¿Sabía usted que la medicina que acabo de comprar tiene un elevado porcentaje de opio?
—¿Cómo? —dijo el hombre, parpadeando.
—El Amigo Femenino de Farmer. Contiene mucho opio. ¿No sabe usted que eso es perjudicial para una mujer embarazada y para su hijo no nacido?
—¿Quién ha dicho que contiene opio? —preguntó el hombre, cuya amabilidad se había esfumado.
—Creo que acabo de decirlo yo.
—No es lo que pone la etiqueta.
—Vamos, señor. Ambos sabemos qué son las etiquetas. Lo que a mí me asombra es que usted venda a sabiendas un producto perjudicial.
—No hay opio en ese compuesto, señora.
—Quisiera comprobarlo yo misma. ¿Quiere indicarme, por favor, la dirección del fabricante?
—Eso no se lo puedo decir.
—Tengo derecho a saber lo que tomo. Facilíteme, por favor, la dirección de Farmer.
—Señora —dijo él, mirándola con expresión gélida—, si no le gusta lo que hay en esa medicina, no la compre.
—¿Cómo puedo saber lo que hay si no se menciona en la etiqueta y usted mismo no lo sabe o no se lo quiere decir a los clientes? Me consta que estos frascos contienen un peligroso narcótico. Uno de ellos ha estado a punto de causarle la muerte a una amiga mía. Esta llamada medicina convierte a los confiados consumidores en adictos a una droga. Yo creo, señor, que tiene usted obligación de advertir a los clientes o de retirar esos frascos de sus estantes.
Él siguió mirándola con furia un instante, y después exclamó en voz baja y tono encolerizado:
—Mi única obligación en este momento, señora, es pedirle que se vaya. No me gusta lo que está insinuando.
Samantha le observó fríamente, y luego, mirando a los demás clientes, asió el frasco y abandonó sin prisa la tienda.
—¿Qué hiciste entonces?
—Efectué un análisis aquí, en la Enfermería. El Amigo Femenino de Farmer contiene más opio que el láudano.
—¿Quieres parar de una vez, querida?
Samantha estaba paseando arriba y abajo en su despacho y Stanton Weatherby, su viejo amigo, la observaba. Samantha se detuvo junto a la ventana, para mirar. La ciudad aparecía cubierta por una capa de niebla nocturna y Kearny Street había adquirido un fantasmagórico aspecto: las farolas brillaban como linternas suspendidas en el aire y los carruajes penetraban en la niebla y emergían de ella poco a poco, como monstruos prehistóricos; se oyó en el silencio el bocinazo de un automóvil invisible.
—Por favor, termina tu historia —dijo Stanton.
—Eso es todo —contestó ella, volviéndose para mirarle—. No hay más.
Stanton, que era uno de los miembros del consejo directivo y también el abogado de la Enfermería, acudía allí una vez a la semana para tratar asuntos pendientes con Samantha. Aquella tarde, en lugar de una agradable charla y una taza de té, se encontró sin té y con una Samantha muy nerviosa.
—Me quedé aterrada, Stanton, al ver tantos curalotodos en la farmacia —exclamó Samantha, reanudando su paseo por la estancia—. Y los propietarios de las tiendas o ignoran lo que venden o no les importa. En cualquier caso, el cliente carece de protección.
—No es ilegal.
Ella se detuvo para mirarle.
—No, no es ilegal, pero tendría que serlo. Cualquier sujeto puede engañar a inocentes con un poco de agua coloreada y una bonita etiqueta. E incluso puede causarles daño.
—El agua coloreada no hace daño.
—Sí lo hace, Stanton. Esas llamadas medicinas impiden que la gente busque el adecuado tratamiento médico.
Él estudió su hermoso rostro y lamentó que hubiera rechazado su galanteo.
—Tú no puedes hacer nada al respecto, Samantha.
—El público tiene derecho a ser informado, Stanton. Tiene derecho a saber lo que contienen esos frascos. Y quizá, cuando el público se entere, habrá alguien que trate de introducir reformas como, por ejemplo, una ley que exija indicar la composición exacta en las etiquetas.
Stanton sacudió la cabeza. Se levantó y se acercó a la ventana, donde el blanco muro de niebla le devolvió el reflejo de su imagen; su rostro mostraba una expresión escéptica.
—Es una lucha difícil, Samantha. La Asociación de Medicamentos Patentados tiene una camarilla política muy poderosa. Todos los años se presentan proyectos de ley en el Congreso y todos los años mueren sin pena ni gloria.
—Podemos buscar ayuda en los periódicos.
—No te la prestarán. Una parte considerable de sus ingresos procede de los anuncios de medicamentos.
—¡Tiene que haber algún medio!
Él se volvió y se balanceó sobre los talones.
—Samantha, ¿has oído hablar de Harvey Wiley?
—Sí, creo que sí. ¿No es el director de la Sección de Química del Departamento de Agricultura?
—Wiley está tratando de impedir que los fabricantes y los minoristas de productos alimenticios adulteren los alimentos para aumentar sus beneficios. Alumbre en el pan para que pese más, arena en el azúcar, polvos mezclados con el café, tiza en la leche, conservas de carne de vaca putrefacta…, atrocidades sin cuento. Tenderos y proveedores son libres de hacer lo que quieran con la comida sin informar al consumidor. Harvey Wiley ha estado haciendo campañas para que se exija de los proveedores informar al público sobre el empleo de aditivos, pero hasta hora todos sus proyectos de ley han sido derrotados en el Congreso. Y eso que Harvey Wiley es un hombre de cierta influencia.
—Stanton, tenemos que hacer algo.
Weatherby reflexionó un instante.
—Vivimos en un país libre, Samantha. Un fabricante tiene derecho a incluir lo que quiera en sus medicinas. El gobierno no puede decirle lo que tiene que hacer.
—Ni yo digo que deba hacerlo. Sólo señalo que, para protección del consumidor, se debiera exigir al fabricante que declarase cuál es el contenido del medicamento. El público tiene derecho a saber qué contienen los medicamentos que compra. El hombre que acude a la tienda tiene derecho a saber lo que compra con su dólar.
—Supongo que estás hablando de intervención gubernamental, Samantha.
—Al contrario, estoy hablando de dar más libertad a la gente. La libertad de saber lo que adquiere. Y la libertad de no ser defraudada.
Se unió a él junto a la ventana y contempló la calle.
—Stanton, llevo años con esta cólera dentro. Cada vez que una víctima de esos curalotodo viene a este hospital, me entran ganas de gritar. Ya es hora de que haga algo al respecto.
Él estudió su decidida expresión, que ya había visto otras veces, y comprendió que sería inútil discutir.
—¿Qué pretendes hacer?
—Ante todo, facilitaré información a las mujeres que acudan a este hospital. Después intentaré llegar al público norteamericano. Alguien me escuchará…