Samantha estaba furiosa.
No era el primer caso que se presentaba: en la Enfermería abundaban más de lo que ella hubiera deseado. Mientras contemplaba los pálidos párpados azulados y el rostro serenamente dormido, pensó: «Malditos».
Se apartó de la cama. Al parecer, la chica se iba a salvar, pese a que a primeras horas de la mañana se encontraba al borde de la muerte. Afortunadamente, Willella Canby había actuado con rapidez: su idea de lavar el estómago de la muchacha inconsciente le había salvado la vida. Ahora Samantha estaba aguardando a que la paciente despertara, ya que entonces tendría el doloroso deber de comunicarle que seguía estando embarazada. El «regulador del ciclo» que había comprado en la farmacia de la esquina no había dado resultado.
Samantha dobló el estetoscopio y se lo guardó en el ancho bolsillo de la falda. Las sobredosis accidentales de medicamentos estaban a la orden del día. Cada vez era mayor el número de mujeres y muchachas que acababan habituándose o, peor todavía, matándose con medicamentos que afirmaban ser saludables e inofensivos.
Samantha contempló con aire pensativo las hileras de camas. Doce de aquellas mujeres habían ingresado como consecuencia de la ingestión de específicos curalotodo. Otras diez estaban aquejadas de problemas ginecológicos naturales que, de momento, no tenían curación. Cuatro eran casos de histerismo: las razones de sus dolencias eran de tipo mental, no físico. Y en dos casos no se había podido sentar un diagnóstico. De entre las cuarenta, ocho morirían a causa de sus enfermedades. Diez tendrían que ser operadas y, de esas diez, sólo ocho sobrevivirían. Quince abandonarían el hospital sin estar completamente restablecidas y con la salud permanentemente deteriorada, y el resto, gracias a la buena suerte o a la intervención de la medicina, se curarían.
A Samantha no le gustaban aquellos porcentajes.
Se dirigió a su despacho, pero antes cambió unas palabras con algunas enfermas, consultó con la doctora Lovejoy a propósito de la paciente aquejada de fibromas, repasó los menús de Charity Ziegler y se enteró de que, una vez más, el portero había sido sorprendido durmiendo la borrachera en una mesa de autopsias. Al llegar a su despacho, decidió pedir una taza de té, pero la enfermera Constance le dijo que una nueva paciente la estaba aguardando en la sala de reconocimientos.
Samantha entró. La recién llegada era una rechoncha mujer que lucía un anticuado polisón y un sombrero que, adornado con plumas de avestruz, parecía llenar toda la pequeña estancia. Era jovial y robusta y no mostraba la timidez habitual en la mayoría de las pacientes. No tenía ningún problema, sino que deseaba hacer una consulta: tenía cincuenta y dos años y la menstruación se le había interrumpido hacía uno, pero de pronto había vuelto a sangrar y deseaba saber si podría quedar embarazada.
Samantha esbozó una sonrisa profesional. Los síntomas expuestos por la mujer no parecían indicar un retorno de la fertilidad sino todo lo contrario. Samantha la ayudó a tenderse en la mesa de reconocimiento, llevó a cabo una pequeña exploración y vio confirmado su temor. Cáncer.
Samantha hizo compañía durante un rato a la señora Paine, le ofreció sales y un pañuelo, y después tiró del cordón de la campanilla y rogó a la enfermera Hampton que acompañara a la paciente a uno de los saloncitos privados. Cuando se hubieron retirado, Samantha permaneció sentada en su taburete.
Era imposible extirpar una matriz cancerosa sin matar a la paciente. Otros órganos resultarían afectados y el tejido maligno sangraba profusamente. Incluso una histerectomía por un simple fibroma resultaba peligrosa: una de cada cinco mujeres no sobrevivía. La señora Paine acababa de recibir una sentencia de muerte.
Llamaron tímidamente a la puerta. Era la enfermera Constance.
—¿Doctora Hargrave?
—Sí, Constance.
—Hay un chino que quiere verla. Dice que es urgente.
Las urgencias no eran insólitas, pero sí lo era la raza del hombre; pocos eran los hijos del Celeste Imperio que acudían a Samantha. Resultó ser el criado de los Gant, que estaba muy aturdido.
—Señorita Gant muy enferma. ¡Venir ahora!
—¿Qué señorita Gant? —preguntó Samantha, levantándose de un salto.
—La señorita ama Gant. Venga ahora en seguida, por favor.
Mientras le seguía por el pasillo contemplando su larga coleta, recta e inmóvil sobre su espalda a pesar del rápido paso, Samantha se alarmó. Dejando el hospital al cuidado de la doctora Canby, subió al vehículo de los Gant y se alejó en la noche.
El ama de llaves la recibió en la puerta. La comedida señora Mainwaring estaba visiblemente trastornada y se retorcía las manos; acompañó a Samantha por la casa en silencio, subió con ella al piso superior y ambas avanzaron por el pasillo lujosamente alfombrado. El ama de llaves se detuvo al llegar al fondo, llamó con los nudillos y murmuró junto a la puerta:
—Está aquí la doctora Hargrave.
Elsie abrió la puerta. La palidez de su rostro asustó a Samantha.
—¿Qué ocurre, Elsie? —preguntó Samantha, quitándose rápidamente el abrigo.
Pero, antes de que la criada pudiera contestar, Samantha vio a Hilary tendida inconsciente en la cama.
—Oh, doctora Hargrave —dijo Elsie con voz estridente, siguiendo a Samantha mientras ésta se acercaba al lecho—. ¡Ha sido horrible! ¡Se cayó por la escalera!
Samantha comprobó las constantes vitales: el pulso de Hilary era débil y lento; tenía la piel pegajosa; manos y pies estaban fríos como el hielo y sus labios presentaban un color azulado. Samantha levantó los párpados y descubrió que las pupilas estaban inmóviles.
—¿Cuándo ocurrió, Elsie? —preguntó mientras seguía examinando el cuerpo de Hilary en busca de posibles fracturas óseas.
Elsie empezó a tirarse de los dedos como si quisiera descoyuntárselos.
—La señora Gant ha tenido un comportamiento muy raro esta mañana. Me ha costado mucho despertarla y después la he visto como… aturdida. Se ha quedado todo el día en su habitación. Después, hace un rato, oí un estrépito, ¡y allí estaba, al pie de la escalera!
—¿Qué quiere usted decir con eso de que estaba aturdida, Elsie? —preguntó Samantha, frunciendo el ceño—. ¿Puede describirme su estado con más exactitud?
—Bueno, estaba como adormilada. Me dijo que tenía un terrible dolor de cabeza. Y mucha sed. Le tuve que llenar la jarra varias veces. Oh, doctora Hargrave, ¿se va a morir?
—Necesito saber si ha tomado algo. Píldoras, medicamentos…
—Ha tomado esto.
Elsie acercó un frasco vacío a la nariz de Samantha. El Amigo Femenino de Farmer.
Samantha frunció el ceño mientras leía el texto de la etiqueta. «Se garantiza el alivio de la depresión, la tristeza y los sentimientos de temor propios de la mujer embarazada».
—¿Qué cantidad ha tomado, Elsie?
—Anoche el frasco estaba lleno, doctora.
Los ojos de Samantha contemplaron con furia la etiqueta. El Amigo Femenino. Sentimientos de temor…
—¿Sabe usted cuándo lo compró?
—¿Este frasco? Ayer, creo. Cuando se le terminó el otro.
—¿El otro? —preguntó Samantha, levantando la cabeza—. ¿Quiere decir que la señora Gant ya había tomado anteriormente esta medicina?
—Ya hace tiempo que la usa, doctora. Creo que empezó a hacerlo cuando estaba embarazada del señorito Cornelius. ¿Se pondrá bien?
—Sí, Elsie —contestó Samantha serenamente—. Se pondrá bien. Vamos a necesitar mucho café. Muy cargado. —Miró a la atemorizada sirvienta—. ¿Elsie?
—¡Oh! ¡Sí, doctora Hargrave!
Elsie abandonó la estancia a toda prisa, alegrándose de tener algo que hacer, y Samantha volvió a contemplar el frasco. Ya había tenido que tratar en ocasiones anteriores a otras víctimas del Farmer. El preparado contenía mucho opio, aunque ello no se especificara en la etiqueta; de la misma manera que tampoco se hacía ninguna advertencia sobre la necesidad de limitar las dosis.
Contempló el rostro dormido de su amiga y le dio un vuelco el corazón. Oh, Hilary…
Samantha y Elsie se pasaron una hora reanimando a Hilary, practicándole masajes en manos y pies, moviéndole los brazos y las piernas, dándole palmadas en las mejillas para despertarla. Hilary recuperó brevemente el conocimiento y volvió a hundirse en la inconsciencia; sus párpados se movieron; emitió un gemido. Samantha sólo se detenía para vigilar el pulso, que ya empezaba a normalizarse. Paulatinamente también la respiración lo hizo, y desapareció el morado de los labios.
Cuando Hilary estuvo semidespierta, Samantha le rodeó la espalda con un brazo y, poco a poco, le dio a beber el café cargado.
Tosió y escupió.
—Oh, qué mal me encuentro. ¿Qué ha sucedido?
—Te has caído por la escalera.
—¿De veras? No lo recuerdo…
—Afortunadamente, estabas tan drogada que te debes haber caído como una muñeca de goma. Te hubieras podido desnucar.
—¿Drogada yo? —Hilary trató de enfocar el rostro de Samantha. Se sentía anquilosada y confusa—. ¿Drogada? —repitió.
—El Farmer. Te debes haber bebido todo el frasco.
—Me desperté con un espantoso dolor de cabeza. Creo que no me he dado cuenta de lo que bebía…
—Anda, bebe el café. Te estimulará. Tenemos que contrarrestar los efectos del opio.
—¿El opio? Pero si yo no he tomado… Oh, no, jamás hubiera…
—No, ya sé que no. Deliberadamente, no. Pero es que el Farmer contiene una elevada cantidad de opio.
Hilary parpadeó, confusa. Tomó un sorbo de café y se pasó la lengua por los labios.
—No, te equivocas. Es simplemente un tónico vegetal. Es lo que dice, Samantha, me encuentro muy mal. ¿He perdido al niño?
Samantha miró a su amiga. Hilary no le había dicho que estuviera embarazada.
—No, el niño está perfectamente bien, cariño.
Hilary apoyó la cabeza en el pecho de Samantha y ésta posó la taza y acarició sus bucles cobrizos, tan suaves como los de un niño. Y mantuvo abrazada a su amiga largo rato.
La llamada a la puerta la sobresaltó. Samantha se levantó de la silla que había ocupado durante dos horas, fue a abrir y se encontró con Darius. Éste lucía una chaqueta marinera, pantalones blancos y gorra de capitán de navío.
—¡Samantha! La señora Mainwaring me ha dicho…
Ella se acercó un dedo a los labios.
—Bajemos.
—¿Está bien? La señora Mainwaring me ha dicho que se cayó por la escalera.
Samantha apoyó suavemente la mano en su brazo.
—No debemos molestarla. Hablemos abajo, Darius.
En el salón, Darius se situó delante de la chimenea y su sombra ocupó toda la estancia, danzando con las llamas. Samantha se sentó frente a él, entrelazó las manos y empezó a hablar suavemente.
—Hilary tomó una medicina que la aturdió. Perdió el equilibrio y se cayó.
—¿Qué clase de medicina?
—Dicen que es para la depresión. ¿Sabías tú que Hilary estaba deprimida?
—No, yo no sabía… —Darius se acercó al sillón—. No he estado mucho en casa últimamente, pero, de haber estado deprimida, me lo hubiera dicho, ¿no crees?
—Yo soy su mejor amiga, Darius —contestó Samantha, lanzando un suspiro—, y no sabía que tuviera problemas. Darius, esa medicina está destinada específicamente a las mujeres encinta. ¿Está molesta Hilary por ese embarazo?
—No sabía que estuviera embarazada —contestó él, mirando fijamente a Samantha.
Samantha reflexionó un instante y entonces recordó que la otra mañana Hilary había acudido a verla al hospital cuando ella estaba operando. Samantha tenía intención de llamar a Hilary aquella noche, pero entonces surgió el problema de la doctora Canby. Samantha empezó a recordar de golpe otras cosas: el diafragma adquirido en secreto, el deseo que ella le había manifestado de acabar con todas aquellas cosas. Y, de repente, Samantha lo comprendió todo.
Experimentó una punzada de remordimiento. ¡Hilary me necesitaba y yo le fallé!
—Darius —dijo en voz baja—, le hemos fallado. Tú estabas ocupado con tus naranjas y yo lo estaba con la Enfermería.
—¡Pero si Hilary está muy ocupada! ¡Tiene el Comité Femenino, seis hijos, una casa que gobernar!
—Tal vez no sea suficiente, Darius. O, a lo mejor, no es lo que ella quiere. Hace tiempo que Hilary se siente desdichada y nosotros no nos habíamos dado cuenta.
—No lo entiendo. ¿Cómo puede ser desdichada? Sobre todo, ahora que está nuevamente embarazada. ¡Tendría que estar contenta!
—Puede ser que no quiera más hijos, Darius.
—Eso es ridículo.
—¿Sabías que estaba, practicando la anticoncepción?
Él se la quedó mirando con expresión perpleja.
Entonces se le ocurrió a Samantha un pensamiento más sombrío. La caída por la escalera. ¿Habría sido accidental?
—Pero ¿por qué? —dijo él en un tenso susurro—. ¿Por qué no iba a querer más hijos?
—Darius. —Samantha extendió el brazo para tomarle la mano—. Hilary es una buena esposa y madre, pero quiere algo más. Desde que la conozco, se ha pasado media vida embarazada. Como una prisionera. Y ha llegado al límite, Darius. Quiere ser libre.
—¿Libre? ¿Libre de qué?
—De los constantes embarazos.
—Pero si ésa es la finalidad de una mujer.
—Tiene seis hijos, Darius. Ya ha cumplido esa finalidad.
—No es justo —dijo él, sacudiendo la cabeza—. Utilizar la anticoncepción sin que yo lo supiera. ¡Yo tengo mis derechos!
—Hilary también tiene derechos, Darius. Tiene derecho a ser una mujer libre. En eso consiste la anticoncepción, y ésa es la razón de que haya recurrido a ella.
—No lo entiendo, Sam.
—La anticoncepción es el acto definitivo de independencia de la mujer. Mientras tú puedas seguir dejándola embarazada, Hilary te estará sometida. Privándote de esa tiranía, proclama su independencia de ti.
Y supongo, pensó Samantha tristemente, que, recurriendo al consuelo del frasco de la farmacia, ha proclamado también su independencia de mí.
Él la miró angustiado.
—Entonces, ¿la he perdido?
Samantha experimentó dolor porque también a ella se le había ocurrido la misma idea; sin embargo, dijo:
—No, no la has perdido. Aún tienes tu matrimonio y el amor que compartes con ella, Darius.
—Si ella no quiere mis hijos, no.
—Aquí no se trata de los hijos, Darius. Es algo más profundo. Se remonta al día en que acudió tímidamente a mi consultorio, hace nueve años, sin revelarte lo que había hecho hasta que todo hubo pasado. Desde entonces, ha estado intentando alcanzar la independencia, Darius. Hilary quiere un poco de libertad, pero quiere alcanzarla honradamente.
—No lo entiendo. ¿Acaso quiere el divorcio?
—Una mujer puede estar casada y ser libre.
Darius se limitó a fruncir el ceño. Era algo así como afirmar que la sopa podía estar fría y caliente a un tiempo.
—Ya no me quiere.
—Habla con ella, Darius. Hilary no te quiere menos por el hecho de querer un poco de libertad. Habla con ella, Darius, y escúchala.
Él asintió con expresión dubitativa.
—Haré cualquier cosa con tal que sea feliz.
Samantha esbozó una leve sonrisa y se levantó del sillón. Mientras se alisaba la larga falda, pensó: Y yo ya sé lo que debo hacer.