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Reprimiendo las lágrimas, Hilary besó a sus hijos en la frente y después los envió a la niñera que estaba aguardando. Merry Christmas, que ahora contaba once años, recibió el beso sin la empalagosa reacción de sus hermanos; ella era toda una señorita, y las señoritas, aunque en el fondo de su corazón estuvieran deseando hacer demostraciones de afecto, tenían que ser comedidas. Recibió fríamente el beso y dio media vuelta. Eve, en cambio, que tenía ocho años, arrojó los brazos alrededor del cuello de su madre y estampó en su mejilla sus húmedos labios. Después vino Julius, un chiquillo muy serio, de siete años. A éste le pareció más digno estrechar la mano de Hilary, pero después, en el último momento, la abrazó con desesperación, como solía hacer siempre, con aquel curioso amor de hijo que tenía regusto del amor de un amo y amante.

Las lágrimas que Hilary estaba reprimiendo no eran por aquellos tres hijos, que constituían su orgullo y habían sido concebidos y traídos al mundo con alegría. Las motivaban los que venían después: la pequeña y dulce Myrtile, que fue un embarazo molesto y un nacimiento difícil; Peony, de cuatro años, cuya concepción no había sido deseada, ya que, tras el nacimiento de Myrtile, Hilary había tratado de limitarse a los días «seguros» en sus relaciones con Darius; y finalmente Cornelius, de dos años, con sus frágiles piernas, cuya concepción resultó una angustiosa sorpresa, dado que Hilary había estado practicando en secreto el control de la natalidad.

Mientras los niños se iban a sus dormitorios, Hilary se irguió, se apoyó las manos en el vientre y notó una vez más que las lágrimas afloraban a sus ojos y amenazaban con rodar por sus mejillas. Seis hijos en nueve años, pensó con desolación. Y ahora ya estaba en camino el séptimo…

—Recuerde esterilizar el biberón de Cornelius, Griselda —le dijo a la almidonada niñera mientras ésta tomaba en brazos al niño.

—Sí, señora.

Griselda, de sesenta y tantos años, pensaba en su fuero interno que aquella manía de los gérmenes que estaba azotando la nación era una soberana idiotez. En los cuarenta años que llevaba de niñera, jamás había tenido que habérselas con los estúpidos temores y las exigencias que ahora le imponía la señora Gant. Y no eran solamente los Gant. Cuando Griselda se reunía, una tarde a la semana, con otras niñeras, todas se quejaban de aquella nueva moda antigérmenes que les estaba amargando la vida. Hacía apenas unos años, nadie sabía lo que era un germen y ahora, de repente, todo el mundo gritaba «¡Cuidado con las bacterias!». Y a las niñeras y criadas del país entero se les exigía que esterilizaran toda la casa. Ellas chascaban la lengua y se mostraban de acuerdo en que los tiempos pasados habían sido mucho mejores.

—¡Fijaos! —gritó un día Griselda, sosteniendo en la mano su copita de jerez vacía—. ¡Un germen!

Después lo pisó en la alfombra con el pie y todas sus compañeras estallaron en carcajadas.

Hilary avanzó por el pasillo y, en determinado momento, se detuvo para prestar atención al inmenso silencio de la casa. Reprimiendo un sollozo —la servidumbre no tenía que verla en aquel estado—, pensó en Darius, que pasaba el fin de semana en el barco de un amigo (el deporte de la vela, otra manía que se había puesto de moda), e inmediatamente sintió que la dominaba el resentimiento. Por primera vez en los quince años que llevaban casados, Hilary odió a su marido por ser un hombre y por ser libre, y después le odió por obligarla a odiarle.

Por fin, comprendiendo lo retorcido de sus pensamientos, Hilary empezó a sollozar y aceleró el paso hacia el final del corredor. Entró en su dormitorio, cerró la puerta con furia y dio rienda suelta a sus lágrimas. Te odio, Darius Gant, por haberme vuelto a hacer esto. ¡Y te odio por obligarme a no desear a este niño!

¡Oh, era todo tan confuso, tan complicado! Hilary amaba a Darius tanto como el día de su boda, pero era muy fácil cruzar la fina línea divisoria.

Una vez se hubo desahogado, se secó el rostro con un pañuelo e inició el aburrido proceso de desnudarse. Por regla general, la ayudaba Elsie, pero últimamente Hilary había empezado a mostrarse reacia a que los demás hicieran por ella hasta la más mínima cosa. En sus treinta y tres años de vida jamás se había opuesto a que le sirvieran constantemente, pero en el transcurso de estos últimos meses, se había ido sintiendo cada vez más molesta ante el hecho de que los mayordomos le abrieran las puertas, los hombres la ayudaran a subir los peldaños y las criadas la vistieran y la desnudaran.

Hizo una pausa. Las sienes habían empezado a latirle. Llevaba dos meses encinta y ya se sentía tal mal con aquel embarazo como con en el de Myrtile. Otros siete meses de náuseas, dolor, letargo. Y aquel abultamiento tan deplorable. Hilary se dirigió al cuarto de baño adyacente, abrió un armario y sacó un frasco. El Amigo Femenino de Farmer. Se lo había recomendado Dahlia Mason porque su segundo y tercer embarazos habían sido muy molestos.

—Obra auténticas maravillas —le había dicho Dahlia a Hilary.

Hilary lo había usado durante su última gestación y después lo había seguido tomando porque aliviaba los dolores de espalda y los calambres menstruales. La etiqueta decía que el tónico estaba especial y «científicamente» destinado a las futuras madres. «Si Vd. sufre cualquiera de estos síntomas —decía—, letargo, languidez, apatía, náuseas, mal sabor de boca, deficiente estado general de salud, sequedad de la piel, micción frecuente, sensibilidad del busto, sensación de temor y de peligro inminente, pulsación de las sienes, insomnio, palpitaciones, depresión, o cualquier otro de los síntomas que acompañan normalmente el estado de buena esperanza, el Amigo Femenino de Farmer los eliminará inmediatamente y con toda seguridad, o le devolverá el dinero».

Hilary no experimentaba algunos de aquellos síntomas, pero sí otros. Sobre todo, apatía y depresión. Y la medicina daba resultado; siempre la libraba de la melancolía.

Ingirió una cucharada, esperó un momento y tomó otra.

No era sólo el embarazo; aquella vez había algo más. Últimamente Hilary había empezado a sentirse inquieta y aburrida, abrumada por una sensación de inutilidad. Su labor en la Enfermería había sido muy satisfactoria durante los últimos siete años, pero sólo se había podido dedicar a ella parcialmente debido a sus constantes embarazos. Tras el nacimiento de Cornelius, abrigó la esperanza de verse libre de aquel opresivo estado y se entregó en cuerpo y alma al Comité Femenino. Ahora su esperanza se había esfumado.

La semana anterior, mientras pensaba sombríamente en los siete meses que la aguardaban, Hilary había reflexionado que, si pudiera ser más útil en el gobierno de la casa, si pudiera compartir las responsabilidades, quizá tendría la sensación de ser necesaria. Le pidió a Darius que le explicara cuál era su situación económica y él se limitó a reír; cuando le pidió que le mostrara el talonario de cheques, la miró con expresión inquisitiva; y, al rogarle que le explicara cuáles eran sus deudas y bienes personales, Darius se indignó y le ordenó que se dejara de tonterías.

Fue entonces cuando Hilary tuvo una estremecedora revelación: ¡No soy necesaria!

En ese momento, sentada frente a la mesita del tocador mientras aguardaba a que la medicina hiciera efecto, tuvo la sensación de que su vida se estaba desmoronando y de que la situación se le escapaba de las manos.

Lo que a Hilary le hacía falta era hablar con Samantha. Pero últimamente no era fácil verla.

El hospital se había ampliado más de lo previsto; dos años atrás, se había añadido y reformado un segundo edificio, instalado cincuenta nuevas camas y trasladado la escuela de enfermeras a un edificio de la acera opuesta. Las nuevas instalaciones, la contratación de personal, los problemas del presupuesto y toda una serie de nuevos descubrimientos en el campo de la medicina, le habían arrebatado a Samantha buena parte de su tiempo libre. Exceptuando las reuniones relacionadas con el Comité Femenino y los donativos, parecía que Samantha no tenía un minuto para su amiga. Habían transcurrido seis semanas desde el último almuerzo compartido en Chez Pierre.

Hilary empezó a pensar. Necesitaba hablar con Samantha. Miró el reloj de la mesilla y se preguntó dónde estaría Samantha a esa hora: en casa o, más probablemente, en la Enfermería. Hilary había acudido aquella mañana al hospital y descubierto que Samantha estaba practicando una operación; luego, como se presentara en casa de Dahlia Mason, le había dicho que ésta había salido a montar.

Ellas son libres y yo no.

Hilary volvió a mirarse al espejo, pensando que aparentaba más edad de la que tenía, y súbitamente se sintió muy sola. Se inclinó y abrió un cajón. Sacó un joyero chino lacado que, cuando se abría, tocaba las notas de Para Elisa mediante un mecanismo oculto. En su interior había una cajita de cartón que parecía contener una chuchería de Chinatown. Si Darius hubiera examinado alguna vez accidentalmente aquel joyero, no hubiera prestado la menor atención a la cajita.

Y, sin embargo, la pequeña caja contenía un instrumento de vida y de muerte.

Samantha se reclinó en su asiento y se quitó las gafas; aquella noche le pesaban extrañamente en la nariz. No obstante, ella sabía que lo que verdaderamente le pesaba no eran las gafas, sino el caso legal que tenía delante: la doctora Willella Canby había sido acusada de practicar una operación ilegal —un aborto— en la Enfermería.

Levantó los ojos y se asombró al ver que ya había anochecido. Cuando se sentó, era de día. Se levantó para encender la luz eléctrica, y después, al acercarse a las puertas vidrieras vio en el cristal a una mujer alta y graciosa que avanzaba hacia ella desde el otro lado. No aparentaba sus treinta y cinco años, aunque las gafas le añadieran un poco de edad, y apenas difería de la joven que trece años antes había llegado a San Francisco resuelta a convertir su sueño en realidad. La imagen reflejada en el cristal parecía la de una paseante en la noche de septiembre. Samantha pensó que ojalá pudiera dar un paseo, distraerse un poco; pero la causa se iba a ver la mañana siguiente y ella tenía que estar preparada.

Willella estaba muy trastornada. La paciente había echado mano de un viejo truco: compró una gallina viva, le cortó el cuello, empapó un trapo en la sangre y después, con el trapo metido en la ropa interior, llegó tambaleándose al hospital, afirmando que estaba sufriendo un aborto. El procedimiento habitual consistía en trasladar a la chica a la sala de operaciones. Técnicamente, Willella había practicado un aborto; éticamente, se había limitado a llevar a cabo un procedimiento quirúrgico habitual.

Con la mirada clavada en las puertas vidrieras, Samantha prestó atención al silencio de la casa. Darius y Hilary le habían regalado un fonógrafo Edison Standard, uno de los primeros de la ciudad, para compensar un poco el silencio que perpetuamente reinaba en la vivienda, pero Samantha jamás lo utilizaba. Se había acostumbrado al constante silencio e incluso lo apreciaba.

Consultó su pequeño reloj de pulsera (otra invención moderna, regalo de Darius) y pensó que los niños debían de estar durmiendo.

Aquella idea siempre ponía una sonrisa en los labios de Samantha. Tenía edad suficiente para ser la madre de Jenny, pero en modo alguno la de Adam. Y, sin embargo, no podía evitar considerarles cariñosamente sus hijos. Desde aquella Nochebuena en que se presentó ante su puerta, empapado por la lluvia y con aire desvalido, Adam Wolff fue para Samantha como un hijo. A pesar de que ella sólo le llevaba seis años.

La atracción del jardín era demasiado fuerte. Samantha decidió dar un paseo antes de regresar al escritorio.

La casa de tres pisos de Jackson Street, en la zona de Pacific Heights, era un refugio perfecto, lejos del ajetreo y el bullicio de la Enfermería. Siete años antes, cuando decidió comprar una casa en la ciudad, Samantha quiso algo que fuera cómodo y estuviera cerca del hospital y de sus amigos, una casa no tan grande como la de Hilary, pero lo bastante espaciosa para poder disfrutar de libertad e intimidad individual, una casa desde la cual, a ser posible, se viera la bahía y que estuviera rodeada por un jardín. La encontró en su primer recorrido. Se levantaba en lo alto de una colina, no lejos del Divisadero, y se podían contemplar desde allí la Marina, la isla de Alcatraz y la Golden Gate. No era una casa muy grande, lo justo para que Samantha tuviera sus propias habitaciones y un estudio junto al jardín, para que Adam y Jenny dispusieran de dormitorios individuales y de un cuarto de estudios y para que en el piso superior pudieran alojarse las dos criadas y la señorita Peoples. La escalinata de la puerta de entrada daba a la acera, pero a un lado de la casa había una franja de césped que la separaba de la finca vecina; al otro, una cochera para la berlina y los dos caballos; y en la parte de atrás, un jardín con bancales y un mirador.

Samantha levantó el rostro a la brisa, aspirando el penetrante aire salobre mientras contemplaba con deleite las luces que parpadeaban en los muelles, abajo. Tenía el tiempo tan ocupado últimamente que, cuando disponía de algún momento de ocio, lo disfrutaba por entero.

Y durante esos momentos jamás dejaba de asombrarse del sesgo que había adquirido su vida. Muchos de sus sueños se habían convertido en realidad, se sentía profesionalmente colmada; su hospital estaba prosperando; tenía queridos y maravillosos amigos; vivía cómodamente y con tranquilidad; y tenía a sus dos «hijos».

El milagro de aquellas Navidades de hacía nueve años seguía estando vivo. Fue una noche afortunada: la liberación de Jenny de las ataduras que la tenían presa coincidió con la llegada de Adam. Sí, estaba escrito que así ocurriera.

Samantha estaba firmemente convencida de que Adam Wolff le había sido enviado por Dios. Cuando apenas llevaba en la casa una hora, él consiguió establecer con Jenny aquellos singulares y especiales lazos que, intensificados con el paso de los años, habían dado tan prodigiosos frutos y le habían ganado la admiración y los elogios de todos hasta el punto de que quienes le amaban, ya no veían su fealdad.

Adam Wolff hubiera podido ser un apuesto joven. El accidente ocurrió en mil ochocientos setenta y seis, cuando él tenía diez años y trabajaba con su padre en la explotación de la cantera de la Telegraph Hill junto con otros obreros. El pequeño Adam, un muchacho fuerte y bien parecido que ganaba diez centavos diarios empujando una carretilla, estaba demasiado cerca de la explosión del barreno. Perdió el oído, su rostro quedó muy desfigurado y su padre resultó muerto. Por medio de los frailes de la Misión, pudo ingresar, en calidad de estudiante menesteroso, en la Escuela de Sordos donde, durante seis años, aprendió el alfabeto manual de los sordos y la lectura de los labios; los últimos seis años había hecho de profesor en casa de Samantha.

El acuerdo con la doctora Hargrave fue inicialmente a corto plazo. Adam Wolff se quedaría tan sólo el tiempo que tardara Jenny en aprender los métodos básicos de comunicación; sin embargo, ocurrió algo asombroso. En determinado momento, mientras instruía pacientemente a la niña en el alfabeto digital, Adam Wolff liberó, sin saberlo, el hermoso y etéreo espíritu de Jennifer Hargrave.

No había ocurrido de golpe, sino gradualmente, hasta que un día todo el mundo olvidó que el chico tenía que marchar. Se quedó, se convirtió en un miembro de la familia y recuperó de nuevo, tras el endurecimiento que había experimentado su corazón como consecuencia del accidente, la capacidad de amar.

Samantha se preguntó al principio si se podría hacer algo para mejorar el aspecto del muchacho. Pero, tras examinarle con detenimiento, observó que la cicatriz era demasiado profunda y permanente; en realidad, podía dar gracias de no haber quedado ciego. De todos modos, la desfiguración de su rostro sólo causaba asombro al principio. Al ver por primera vez al muchacho, la reacción inicial de la gente era de espanto; después, el espanto se transformaba en compasión, y más adelante, ante su simpatía y sensibilidad, olvidaban las cicatrices y sólo veían a un amable joven de temperamento poético.

Juntos formaban una extraordinaria pareja.

Jennifer tenía diecinueve años y se había convertido en una joven muy hermosa cuya belleza resultaba acrecentada por su silencio, su encanto y aquella mirada especial de sus ojos, Jennifer miraba y «escuchaba» a las personas de tal manera, que daba la impresión de captar algo más que palabras: parecía establecer una comunicación mucho más sutil. Al lado de Adam, su belleza destacaba todavía más. Cuando salían a dar un paseo en coche o a pie, siempre atraían la atención de los viandantes. Sumergidos en su propio mundo, hablando con las manos en su propio lenguaje, Jenny y Adam formaban una extraña pareja: la deformidad al lado de la hermosura.

Se habían producido muchos milagros a lo largo de aquellos siete años, pensó Samantha en ese momento. El descubrimiento de los profundos sentimientos de Jennifer atrapados en el interior de su cuerpo sin habla. El joven Adam, solitario y esquivo, amargado y arisco, había aprendido a ser amable y cariñoso. Samantha había visto emerger a su hija y la había visto decir «madre» con los dedos por vez primera.

Samantha contempló la bahía con los ojos empañados y sonrió al recordar un dulce momento. Tras darle a conocer el alfabeto digital, Adam había enseñado a Jenny a leer. Le enseñó una palabra y después le mostró el significado con lápiz y papel. Pero después Jenny leyó en su cartilla la misma palabra con otro significado y se quedó perpleja. Más adelante, leyó una frase del Chronicle en la que el vocablo significaba otra cosa, y su perplejidad fue en aumento. Al término de la jornada, viendo que el desconcierto de Jenny estaba volviendo loco a Adam, Samantha no tuvo más remedio que echarse a reír.

Cuántas alegrías en el transcurso de los últimos siete años…

Samantha se acomodó en un banco entre las flores, y sus pensamientos volvieron a centrarse en Mark. Él seguía acompañándola, jamás se había apartado de su lado, era el único hombre de su vida. Desde que rechazara a Warren Dunwich, Samantha había llegado a un entendimiento consigo misma: no quería casarse porque Mark sería siempre su marido; y no necesitaba tener hijos propios…, aparte de Jenny y Adam, tenía a todos los niños de la Enfermería, los cuales, aunque de manera transitoria, también eran suyos durante algún tiempo. Como consecuencia de ello, había rechazado los galanteos formales de Stanton Weatherby (que ahora era su abogado y su amigo), había rechazado las actividades casamenteras de Hilary y rechazaba todas las proposiciones serias que pudiera hacerle cualquier caballero.

Desde donde se encontraba sentada, al fondo del jardín en pendiente sobre la ladera de la colina, Samantha no oyó el timbre del teléfono que sonaba en la casa. La señorita Peoples había salido a dar un paseo. Era la noche que tenía libre la otra sirvienta, y los otros dos moradores de la vivienda no podían oírlo. Y, de ese modo, nadie atendió la llamada.

Samantha contempló las luces de posición de un yate particular amarrado a la dársena y recordó que Darius se encontraba a bordo de un barco como aquél. Hilary le había expresado a Samantha el temor que le inspiraba aquel nuevo deporte, pero no había forma de convencer a su esposo. Todo lo que era nuevo, moderno y elegante, le gustaba. Samantha recordó que, habiendo comprobado en cierta ocasión una cámara fotográfica manual George Eastman, les obligó a todos a posar en el jardín en actitudes muy poco naturales, para aprender a tomar «instantáneas». Samantha se preguntaba de dónde debía sacar Darius tanta energía e imaginación. Ahora se había metido de lleno en el negocio de las naranjas…, una aventura que todo el mundo condenaba al fracaso, pero él estaba seguro de que sería rentable con tal de encontrar la forma de transportarlas sin que se produjeran mermas. Repartía su tiempo entre Los Ángeles, donde estaban las cosechas, y Sacramento, donde se dedicaba a estudiar los proyectos de un nuevo vagón experimental refrigerado.

Estamos todos tan ocupados últimamente, pensó Samantha mientras se levantaba del banco. Apenas tenemos tiempo de ser, simplemente, personas.

Mientras subía a la casa por el camino embaldosado, los pensamientos de Samantha regresaron a la Enfermería. Una y otra vez el dinero. La calefacción de vapor que tanto necesitaban, aún no la podían instalar; siempre que se recibían fondos, había que destinarlos a algo más urgente. Y ahora estaban ejerciendo presión desde fuera para que se inaugurara un servicio de oftalmología.

De nuevo en el estudio, Samantha se fue directamente al escritorio, se puso las gafas y volvió a leer las notas que había preparado en defensa de Willella Canby. Stanton Weatherby le había asegurado que el querellante (el enfurecido padre de la paciente) retiraría las acusaciones en cuanto tuviera conocimiento de todas las circunstancias (el engaño puesto en práctica por su hija). Pero Samantha quería evitar que se repitieran tales contratiempos en el futuro.

Había leído que los abortos simulados eran tan frecuentes en los hospitales, que un médico de otro centro había recomendado que, antes de trasladar automáticamente a la enferma a la sala de operaciones, se examinara la sangre bajo el microscopio, para establecer de manera concluyente que no se trataba de una simulación: los glóbulos rojos de una gallina tienen un núcleo, mientras que los humanos carecen de él. Samantha tomó la pluma y empezó a escribir.

Hilary contempló el teléfono y pensó: Ya nunca estás en casa, Sam. Para poder verte, se tiene una que poner enferma.

Hilary se levantó del sillón del escritorio y se puso el camisón. Su imagen reflejada en el espejo se movió con ella y le mostró el cuerpo de una joven que ya no era tan esbelta como en otros tiempos. Contempló con tristeza los redondeados contornos de su figura. Hacía años que no montaba, el tiro con arco lo practicaba una vez cada pocos meses. Se estaba convirtiendo en una vaca; Hilary se sentía asqueada.

Las personas insatisfechas ven las cosas con ojos deformantes; la creciente desilusión que experimentaba Hilary en lo referente a su propia vida le había alterado la realidad, pues lo cierto era que seguía siendo tan encantadora y atractiva como siempre. Es más, el aumento de peso le daba un aspecto más infantil, en sus mejillas se formaban hoyuelos cuando reía y todo el mundo decía que estaba preciosa. Pero era inútil…, Hilary ya no se gustaba.

Se dejó caer en la silla del tocador y contempló la cajita.

Levantó la tapa y miró con furia el odioso objeto que había en su interior. En otros tiempos, aquel instrumento la había entusiasmado y emocionado; ahora lo despreciaba. La falsa seguridad es peor que la ausencia de seguridad. En su opinión, era aquel artilugio el culpable de su embarazo no deseado.

La anticoncepción, tan antigua como la humanidad, en Estados Unidos era, además, ilegal. Mientras que las mujeres europeas tenían fácil acceso a populares y seguros recursos como el diafragma y el tapón Cervical, las norteamericanas habían de recurrir a los ciegos e inseguros métodos anticonceptivos que sus madres y abuelas habían utilizado: esponjas empapadas en quinina, tapones de cera de abejas, collares de ajos. Las noticias referentes a esos adminículos europeos habían llegado a Norteamérica, e inmediatamente se había producido una gran demanda; los pocos diafragmas que se introducían ilegalmente en los Estados Unidos se vendían a precios muy elevados. En la Enfermería de Mujeres de San Francisco se recibían todos los meses centenares de peticiones en ese sentido, pero no se podía hacer nada; la ley estaba muy clara: al médico que facilitara semejantes objetos se le retiraría inmediatamente la licencia para ejercer la medicina.

Samantha se había tenido que enfrentar a ese dilema. Por una parte, hubiera deseado ayudar, pero por otra temía poner en peligro la Enfermería, por lo cual ella y sus compañeras habían burlado en algunas ocasiones la ley recetando tampones e irrigaciones para el tratamiento de infecciones vaginales. En realidad, se trataba de productos espermicidas. Era una actuación muy arriesgada y todas vivían en el temor de ser descubiertas, pero no se podía desatender a la pobre mujer que acudía a la Enfermería con el cuerpo destrozado, jurando que su próximo embarazo acabaría en suicidio. Cuando Hilary le pidió ayuda, Samantha no dudó en facilitar a su amiga una esponja y un producto gelatinoso.

La esponja había dado resultado durante seis meses, sin que Darius se enterara. Pero bastó que fallara una noche: el resultado fue Cornelius.

Por mediación de una amiga Hilary pudo conseguir ilegalmente un diafragma. Samantha se lo colocó y le enseñó cómo utilizarlo, sabiendo que, si se llegaba a descubrir, ambas serían detenidas. El maravilloso aparatito francés dio resultado durante dos años deliciosos…, pero ahora también había fallado. Y Hilary tenía la sensación de haber llegado al final del camino.

Volvió a cerrar la caja con gesto cansado, la guardó en su cajón secreto y se levantó. Las sienes le seguían latiendo.

Regresó al cuarto de baño y tomó el frasco de Farmer.