El coche era demasiado elegante para ella, pero Samantha no había podido rechazarlo. La señora Bethenia Taylor, esposa del magnate de los ferrocarriles, sufría, hacía años, una hernia femoral y Samantha se la había podido eliminar mediante una técnica aprendida de Landon Fremont. En prueba de gratitud, la mujer le había regalado una elegante berlina con faroles de queroseno, de plata y cristal biselado, y fuertes llantas de goma que le permitían deslizarse con toda suavidad. Samantha expresó el deseo de vender el vehículo, pero Hilary no quiso ni hablar de ello. Un médico necesitaba un vehículo, le dijo; no estaba bien que Samantha acudiera a visitar a los enfermos en tranvía. Sin embargo, Samantha se sentía cohibida cuando se desplazaba en el coche y se alegraba muchísimo cuando lo veía entrar en el garaje alquilado de la acera de enfrente.
Subió los peldaños con aire abatido, sin el menor deseo de salir con Warren Dunwich aquella noche; lo único que le apetecía era pasar la velada a solas con Jenny, su hija, su niña…
En los tres años que llevaba viviendo con ella, Samantha jamás había perdido la esperanza de que un día la niña saliera a su encuentro corriendo y la abrazara al entrar ella en la casa. Pero aquella noche, mientras se detenía a la puerta, atenta a un posible rumor de acelerados pasos, lo único que alcanzó a oír fue el piano de la señorita Seagram, su vecina, que estaba tocando villancicos, y el bullicio del denso tráfico navideño.
Samantha lanzó un suspiro y cerró la puerta.
La señorita Peoples, la criada, le salió al encuentro secándose las manos en el delantal.
—¿Se encuentra bien, doctora Hargrave? No le veo buena cara.
—Estoy cansada, señorita Peoples. Hemos tenido un día espantoso.
Los ojos de la mujer, que había aprendido a descifrar el rostro de la señora, captaron la tensión, la palidez y la tristeza. Y ella pensó; Otro que se ha perdido.
—Siento decírselo —le anunció a Samantha en voz baja mientras recogía su abrigo y su bolso—. El señor Dunwich está aquí.
—¿Cómo? ¡Ha llegado muy temprano!
La criada extendió las manos en ademán de impotencia.
—Muy bien, señorita Peoples. Ofrézcale un brandy y dígale que me reuniré con él dentro de unos minutos.
Samantha subió al piso superior, perpleja ante la llegada del señor Dunwich, insólita por lo temprana, y se sintió un poco molesta. Le hubiera convenido mucho descansar y pensar un poco.
¿Por qué? ¿Por qué había muerto el pequeño? Pese a los grandes progresos de la medicina, seguían muriendo muchos niños. ¡No era justo!
Sin embargo, la muerte de aquel niño anónimo no era el único motivo de la tristeza que experimentaba Samantha aquella Nochebuena; tenía otras cosas en la cabeza, y una de las más preocupantes era el problema de la señora Cruikshank.
Tras permanecer sentada un rato en su despacho, con ánimo de recuperarse de la tragedia, Samantha se había dirigido a la sala, para hablar con la mujer.
Una vez le hubo explicado por qué se había anulado la operación —«No podíamos correr ese riesgo: el éter no surtía efecto»—, Samantha le formuló algunas preguntas que no le había hecho anteriormente. Pero no pudo averiguar nada. No, la mujer no fumaba; no, no ingería bebidas alcohólicas, ni siquiera algún que otro vaso de vino; no, no había antecedentes familiares de problemas respiratorios. Samantha estaba totalmente desconcertada, hasta que la mujer dijo:
—He estado más sana que un caballo toda mi vida, doctora, exceptuando este quiste. Y la anemia, claro.
—¿La anemia?
—La tuve hace años. Pero me curé, por eso no me tomé la molestia de comentarlo. Ahora tengo la sangre maravillosamente sana.
—¿Y cómo se curó de la anemia, señora Cruikshank?
—Mi médico me dijo que tomara un tónico para la sangre. Acudí al farmacéutico y él me recomendó el Tónico Sanguíneo de Johnston. Y en cuanto empecé a tomarlo, me sentí mejor.
—¿Cuánto tiempo hace de eso?
—Diecisiete o dieciocho años.
Samantha sacudió la cabeza. No podía haber relación.
—Claro que, como la etiqueta decía que, si se dejaba de tomar el tónico, volvía a presentarse la anemia —añadió la señora Cruikshank—, yo lo seguí usando.
—¿Ha estado usando el Tónico Johnston durante dieciocho años?
—Como un reloj. —La mujer extendió el brazo hacia el armario que había entre su cama y la vecina y sacó un frasco—. No voy a ninguna parte sin él. Lo llevo en el bolso.
Samantha tomó el frasco y leyó la etiqueta. Lo prometía todo, desde evitar la caída del cabello hasta curar la impotencia, pero su principal virtud era la de «espesar y vigorizar la sangre». No se especificaba la composición.
—¿Qué cantidad toma, señora Cruikshank?
—Verá, doctora, hace dieciocho años una cucharada por la mañana y otra por la noche era suficiente, pero al cabo de algún tiempo noté que necesitaba aumentar la dosis. Me imagino que una acaba acostumbrándose a las medicinas. Ahora tomo un vaso por la mañana, otro al mediodía, otro con la cena y otro a la hora de acostarme.
—Pero, señora Cruikshank, eso es todo un frasco.
—Exactamente, doctora, un frasco al día. Pero es una buena medicina. Me mantiene en muy buena forma. Si se me termina, noto en seguida lo mala que se me pone la sangre. Me debilito, empiezo a temblar y me trastorno mucho.
Samantha destapó el frasco y aspiró. El olor a alcohol era tan fuerte como el del whisky. Ahí estaba el problema: había, aparte del tabaco, otro agente que dificultaba la anestesia: el alcoholismo. La señora Cruikshank estaba alcoholizada y no lo sabía.
Mientras, sentada ante el tocador, se soltaba el cabello para cepillárselo, Samantha se sintió invadida por el desaliento. La Enfermería le había deparado muchísimas satisfacciones, pero también numerosos desengaños. Se podía construir el mejor hospital del mundo y contratar al personal más capacitado, pero subsistía el problema inicial: la ignorancia. Samantha estaba empezando a comprender que no bastaba proporcionar cuidados médicos una vez ocurrido el hecho, sino que era preciso instruir a las mujeres de antemano, antes de que se produjeran los accidentes, los fenómenos de habituación y las situaciones lesivas.
Pero no era fácil. Había que superar no sólo la ignorancia pública sino también los prejuicios de las personas instruidas. Hacía apenas una semana, un editorial del Chronicle había criticado la costumbre de la Enfermería de administrar a los niños leche esterilizada. «Al hervir la leche —decía el editorial—, se eliminan todas sus buenas propiedades. Es como si se administrara al niño agua del grifo». El nuevo procedimiento del señor Pasteur para la purificación de la leche y el vino estaba teniendo muy poca aceptación en Norteamérica y, hasta que no se demostrara de forma concluyente la teoría de los gérmenes, la pasteurización se consideraría cosa propia de simples charlatanes.
¿En qué estribaba la responsabilidad de un médico y cuáles eran sus límites? Los centenares de casos que pasaban por la Enfermería habían despertado en Samantha la conciencia de que muchos de ellos, rebasando el estricto campo de la medicina, tocaban cuestiones morales y sociales. ¿Hasta dónde tenía ella que llegar en su calidad de médico?
Primero habían sido los problemas íntimos, mujeres que pedían consejo sobre la forma de soportar el acto sexual para no tener que rechazar a los maridos. Después aparecieron las esposas que no podían o no querían tolerar otro embarazo (impidiéndoles a sus maridos la entrada en el dormitorio) y pedían asesoramiento para controlar la natalidad. Después acudieron a la Enfermería las prostitutas, las mujeres a quienes acudían los maridos rechazados. Aquellos casos escapaban del ámbito de la medicina y constituían cuestiones sociales. Por desgracia, Samantha no disponía de ningún remedio, pese a conocer la causa. Uno de los problemas más importantes era el de la anticoncepción: si las mujeres pudieran entregarse al marido sin temor al embarazo, ello las ayudaría a mostrarse más cariñosas y bien dispuestas y a conservar al hombre a su lado. Habría menos niños abandonados a la puerta de la Enfermería, menos intentos de aborto, menos mujeres muertas a los treinta años a causa del decimosegundo embarazo, y sin duda, también mucho menos vicio en la ciudad de San Francisco. Pero la ley estaba muy clara: la administración de anticonceptivos era ilegal.
Samantha se asombraba de lo poco que sabían las mujeres acerca de su cuerpo y de su salud. Como la señora Cruikshank, que inocentemente se bebía el equivalente a casi un litro de whisky y estaba alcoholizada. Mujeres que fregaban los platos con la misma agua que había utilizado la familia para bañarse el sábado por la noche. Mujeres que creían que los días «seguros» eran los de la mitad del ciclo, o que pensaban que orinar inmediatamente después del acto sexual impedía el embarazo, o que una pulsera de dientes de ajo era un eficaz remedio anticonceptivo. Desde las mujeres de la clase alta, que se apretaban excesivamente el corsé y se deformaban de ese modo la caja torácica, Hasta las madres de la clase trabajadora, que administraban a sus niños llorones el Jarabe Tranquilizante de Winslow, sin saber que contenía morfina… Samantha era testigo de males que hubieran podido prevenirse con unos cuantos conocimientos y un poco de prudencia.
Se percató de que estaba contemplando fijamente su propia imagen en el espejo y que el cepillo había quedado olvidado en su mano. La señorita Peoples estaba en lo cierto, no tenía buena cara.
Cada mujer que muere me destruye un poco. Y cada niño…
Notó que los ojos le escocían a causa de las lágrimas. Se perdían tantas y tantas vidas. Niños que nacían con anomalías cardíacas y pulmonares, niños que nacían ciegos, niños que nacían tullidos… Infinidad de defectos debidos a negligencias durante el embarazo porque las madres no sabían hacer mejor las cosas. No era justo. Todos aquellos pálidos cuerpecillos que venían al mundo y que luchaban por sobrevivir sin ninguna posibilidad. En la Enfermería se registraba un índice de mortalidad infantil inferior a la media nacional, pero no era suficiente. Se producían todavía demasiadas muertes en la sala de partos, también morían niños que ya estaban aprendiendo a andar y a comprender la vida, a causa de enfermedades que se difundían invisiblemente por la ciudad.
Samantha inclinó la cabeza y la apresó entre las manos.
Una suave llamada a la puerta la distrajo de sus pensamientos.
Samantha se miró el reloj. ¿Cómo había pasado el tiempo? Llevaba en casa una hora. ¡El señor Dunwich!
La criada abrió la puerta y asomó la cabeza.
—Ah, está usted aquí, doctora. Pensaba que se había echado un rato.
—Lo siento, señorita Peoples. He perdido la noción del tiempo. Espero que el señor Dunwich no esté muy molesto.
—Está sentado tranquilamente en el salón, con su brandy. Le he explicado que tenía usted que cambiarse y todo eso. Es muy comprensivo el señor Dunwich.
—Sí que lo es. Voy a darme prisa.
—Quería preguntarle algo sobre la señorita Jenny, doctora. —La criada entró en la habitación, tomando a Jennifer de la muñeca—. ¿Le doy la cena ahora?
Las inquietudes y frustraciones de Samantha se desvanecieron como por ensalmo; aquélla era su niña. Samantha se arrodilló, le tendió los brazos y dijo:
—Ven aquí, cariño.
Empujada por la señorita Peoples, Jenny se acercó a Samantha con actitud pasiva.
—Me parece que, llegando tan temprano, el señor Dunwich ha trastornado las cosas —dijo Samantha a la criada mientras acariciaba el cabello de la niña—. Tampoco voy a disponer de mucho tiempo para ella.
Jenny tenía once años, pero era todavía muy bajita. Su cuerpecito parecía muy frágil entre los brazos de Samantha.
—Lo siento, cariño —musitó Samantha—. Pero te prometo que lo compensaré. Mañana tendremos todo el día para nosotras. Cuando hayamos abierto los regalos, daremos un estupendo paseo en coche…
La señorita Peoples, una anciana de dulce corazón, contempló tristemente la escena. La conmovía casi hasta las lágrimas la forma en que la pobre doctora hablaba con la chiquilla como si ésta fuera normal. ¿Por qué no podía aceptar a la niña tal como era?
El verano anterior, tras haber decidido no enviar a Jenny a la escuela especial de Berkeley, Samantha decidió hacer alguna averiguación acerca de los antecedentes de la niña, en un intento de averiguar la causa de su sordera. Pero la señorita Peoples sabía que, al regresar a aquel barrio de mala muerte, la pobre doctora había descubierto que la casa de vecindad había sido derribada y su solar ocupado por un almacén; todos los irlandeses que vivieron allí se habían dispersado. El anciano cura de la iglesia católica tenía presentes a los O’Hanrahan y a su extraña hija, pero lo único que pudo decirle a Samantha fue que recordaba una epidemia de escarlatina ocurrida hacía años, cuando la niña debía tener unos dos. En caso de ser ello cierto y de que Jennifer hubiera contraído la enfermedad, aquélla podría ser la causa de su sordera. Sin embargo, no explicaría el hecho de que fuera muda ni tampoco su extraño y retraído comportamiento.
Samantha mantuvo a Jenny abrazada largo rato, esperando de la niña el abrazo que nunca se producía, y después volvió a levantarse.
—Por favor, dígale al señor Dunwich que bajaré dentro de cinco minutos —pidió Samantha a la criada, dirigiéndose hacia el tocador.
Mientras la señorita Peoples abandonaba la estancia acompañada de Jenny, ni la criada ni Samantha observaron con qué anhelo se volvía la niña a mirar a la hermosa señora cuyo cabello negro se derramaba en cascada sobre su espalda.
Warren Dunwich miró el reloj de la repisa de la chimenea y lo confrontó con el suyo. Había una discrepancia de tres minutos. Cerró la tapa del reloj y se lo volvió a guardar en el bolsillo del chaleco. El reloj de la repisa estaba atrasado; si de algo se enorgullecía Warren Dunwich era de su agudo sentido del tiempo. Su anticipada visita de aquella noche había sido algo muy impropio de él, pero también necesario. Tras varios días de reflexión había decidido que aquélla sería una noche muy adecuada para hacer una importante pregunta que le exigía estar a solas con Samantha.
Estudió el salón con mirada crítica. Era deplorable que una mujer del prestigio y la posición social de Samantha Hargrave viviera en un lugar semejante. La casa era pulcra y estaba amueblada con buen gusto, pero carecía de categoría y estilo. Últimamente ella había comentado que deseaba buscarse alojamiento en otro barrio. Bien, pues, Warren Dunwich tenía una idea mucho mejor. Iba a comprar la antigua mansión Harrod y le iba a pedir a Samantha que la compartiera con él como esposa suya.
Eso no significaba que Warren Dunwich estuviera enamorado de Samantha, pues siendo un hombre muy frío, era incapaz de experimentar esa dulce emoción. Lo que Warren sentía por Samantha era una inefable fascinación, una atracción casi irresistible por sus cualidades.
Cinco meses antes, Warren Dunwich había aceptado la invitación al baile organizado para festejar la inauguración del hospital sólo con el fin de renovar antiguas amistades, dado que sus frecuentes viajes le impedían el contacto con el mundo social, y pensaba quedarse poco rato. Sin embargo, al ver a aquella encantadora criatura, a la doctora Hargrave que había imaginado hombrunamente repulsiva, se sintió cautivado de inmediato. Nada interesaba más a Warren Dunwich que una mujer misteriosa; elegía a una y empezaba a explorarla como si fuera un continente desconocido, y una vez totalmente familiarizado con ella, la apartaba a un lado y buscaba un nuevo reto. Sólo en una ocasión no pudo desentrañar los secretos de una mujer y ésta estimuló su amor propio hasta el punto de inducirle a casarse con ella, ya que nunca abandonaba las investigaciones hasta haber conseguido averiguar todos los detalles de la dama. De esa mujer, que fue la primera señora Dunwich, Warren se cansó en seguida y el matrimonio se convirtió en un cortés diálogo entre dos desconocidos. Ahora había encontrado un nuevo misterio y, entre todos los que había conocido a lo largo de sus muchos años de actividades galantes, reconocía que Samantha Hargrave era el más deliciosamente desconcertante.
Decidió inmediatamente explorarla y averiguar cuanto pudiera, pero descubrió, para su inmenso asombro y su gran curiosidad, que ella guardaba celosamente un secreto. Como si adivinara su intención, Samantha levantó intrigantes barreras, permitiéndole tan sólo vislumbrar algunos tentadores retazos de su verdadera personalidad. En lugar de desanimarle, aquella mujer estimulaba su interés.
Poco a poco, Warren pensó que los tibios galanteos, las ocasiones veladas en la ópera o los paseos por el parque de la Golden Gate jamás le permitirían conocer a la verdadera Samantha. Lo que hacía falta para el logro de su objetivo era un paso más drástico. A diferencia de algunos hombres, Warren no consideraba que el matrimonio fuera un sacrificio, sino el medio de alcanzar una meta deseada, y pese a ser un hombre frío, no carecía de pasiones: el matrimonio con Samantha Hargrave no sólo le permitiría explorarla por entero; le ofrecería, además, el aliciente del lecho matrimonial.
—Señor Dunwich, le ruego que me disculpe.
Él se levantó y se adelantó para saludarla.
—Soy yo quien debe pedir disculpas, señora. Mi imprevista llegada le habrá producido, sin duda, algún trastorno. Pero le aseguro, querida doctora Hargrave, que no he actuado por simple impulso.
No podía negarse que Warren Dunwich tenía un aspecto muy agradable: el hermoso cabello plateado peinado hacia atrás sobre la elegante cabeza brillaba a la luz del fuego de la chimenea; sus mejillas hundidas y su pronunciada mandíbula formaban planos perfectamente esculpidos. ¡Si su personalidad estuviera en consonancia con su apostura! Además, había algo en él que no alcanzaba a descifrar.
—Siéntese, por favor, señor Dunwich. ¿Puedo ofrecerle otra copa?
Cuando Samantha se acercó al carrito del servicio, situado en la curva que formaba el mirador, vio que la calzada de la calle brillaba en la oscuridad. Se sorprendió. El día había sido muy soleado, pero unas pesadas nubes se habían desplazado de improviso desde el océano y la ligera llovizna anunciaba tormenta.
Se instalaron en los dos sillones de orejas, de cara a la chimenea.
—¿Qué tal va la Enfermería, doctora? —le preguntó él, como tenía por costumbre.
Ella vaciló.
—Bastante ajetreada, pero bien, gracias. ¿Y el negocio de la madera?
—Viento en popa —contestó Warren, tomando un sorbo de brandy—. ¿Cómo está Jenny?
—Sigue siendo mi alegría y mi dolor.
—Los cuidados que usted prodiga a la niña son admirables, querida señora, sobre todo teniendo en cuenta que no es su hija.
Samantha le miró con dureza y después apartó los ojos, recordando que no todo el mundo compartía sus ideas acerca de la universalidad del Niño. Recordó también que, a pesar de haberse pasado cinco meses intentándolo y de ofrecerle constantemente pequeños regalos, Warren tampoco había logrado ganarse el cariño de la niña. Jenny no hacía ningún gesto externo y tampoco modificaba la expresión de su rostro claro, pero Samantha intuía el temor y la desconfianza que le inspiraba el señor Dunwich, y eso la desconcertaba.
—Tiene once años, dentro de unos cuantos más será una jovencita. Temo por ella, señor Dunwich. No está preparada, es como un gatito totalmente indefenso.
Warren guardó silencio, pero no estaba de acuerdo. Aquellos grandes ojos negros le habían mirado lo suficiente para que él hubiera percibido vibraciones: la niña no estaba tan desvalida como Samantha pensaba. Y era lista…, demasiado lista. Warren tenía la sensación de que la chiquilla le atravesaba con la mirada, y eso no le gustaba ni un pelo.
—Tal vez debiera usted reconsiderar el asunto de esa escuela especial.
—No, he adoptado la decisión definitiva de no enviar allí a Jenny. Dicen que el señor Wolff, el preceptor especial que he contratado, ha obtenido éxitos extraordinarios.
—¿No me dijo usted que también era sordo?
—Perdió el oído en no sé qué accidente, pero puede hablar con normalidad.
—¿Cuándo llegará?
—El mes que viene. Ocupará el dormitorio de la planta baja, y lo que antes era mi sala de reconocimientos lo he convertido en cuarto de estudios para ellos. Rezo para que Jenny le acoja con simpatía.
A Warren le desencantó comprobar que no podía convencer a Samantha de que enviara a la niña a la escuela, pero eso añadía un nuevo motivo de fascinación: la negativa de Samantha a dejarse dominar…
—Jenny será una joven muy guapa —dijo Samantha—. Los hombres ya la miran incluso ahora. Yo no estaré siempre a su lado para protegerla. Si el señor Wolff puede enseñarle los rudimentos de la comunicación, me daré por muy satisfecha.
—Parece, querida señora, que la niña necesita un protector.
—Me tiene a mí. Y, cuando yo no estoy, tiene a la señorita Peoples.
—Me refiero a algo más sólido y seguro que una criada. La niña necesita un padre.
—Por desgracia, se desconoce quién es el padre de Jenny, señor Dunwich.
—Me estaba refiriendo a mi persona, señora.
—¿Qué está usted diciendo, señor Dunwich? —preguntó ella, volviéndose para mirarle—. ¿Me está proponiendo matrimonio?
—En efecto.
Samantha no supo la razón, pero, de repente, se sintió muy triste.
—Es usted muy amable, señor Dunwich, al preocuparse tanto por Jenny…
—Mi preocupación se extiende también a usted, querida amiga.
—¿Cree usted que yo necesito un protector?
—De ningún modo. Yo pensaba en la compañía.
Ella apartó la mirada y su tristeza se intensificó.
—Pero yo no estoy enamorada de usted, señor Dunwich.
—Ni yo de usted. Pero no cabe duda de que un matrimonio sólido puede basarse en otras cosas. Respeto mutuo, intereses compartidos…
—Ha habido otros hombres en mi vida.
—Mi querida doctora Hargrave, soy un hombre de cincuenta y dos años. Me hago pocas ilusiones.
Ella contempló el fuego de la chimenea, recordando otra proposición de hacía mucho tiempo… Mark irrumpiendo en su habitación, abrazándola y besándola, la pasión y la intensidad del momento. Y aquí estaba el señor Dunwich, haciéndole la misma proposición con la indiferencia con que hubiera podido hablar de la lluvia que en ese momento azotaba las ventanas.
—Bendito sea Dios —dijo él en tono pausado—. Me temo que la he trastornado.
—Debo confesarle que sí, señor Dunwich pero la culpa no es suya. No he regresado a casa de muy buen humor, porque hoy se ha registrado una muerte en la Enfermería. Un niño.
—Cuánto lo siento.
—Y su proposición me ha revivido un antiguo recuerdo…
Él apenas podía contener la emoción. ¡Conque la indomable doctora Hargrave tenía secretos románticos!
—He cometido un error —dijo, haciendo ademán de tomarle la mano—. En mi creciente admiración por usted, señora, abrigué la loca esperanza de que usted me correspondiera. Ahora me temo que me equivoqué.
—Por favor, señor Dunwich, no se lo reproche. Si yo le induje a creer que mis intenciones eran de carácter más serio, le pido disculpas.
Él le apretó la mano antes de soltarla.
—Por favor, no me rechace en seguida, querida señora; téngame por lo menos la atención de considerar mi proposición.
—Señor Dunwich, nunca he pensado casarme. No se trata de usted; estoy demasiado entregada a mi trabajo, no le podría dedicar el tiempo y la atención que usted se merece de una esposa.
—Mi querida doctora Hargrave, soy muy consciente de sus grandes responsabilidades como médico y jamás se me ocurriría robarle ni un solo minuto. La nuestra no sería la habitual unión doméstica, sino más bien una compañía y una amistad. Y en caso de que usted lo deseara, aunque le prometo que no le impondría mis derechos de esposo en esa esfera tan delicada, podríamos tener hijos algún día…
Samantha se levantó del sillón, se detuvo frente a la chimenea en actitud vacilante y después se volvió para dirigirse al carrito del servicio, donde se llenó una pequeña copa de brandy, y observó que estaba cayendo un aguacero.
Sin saberlo, Warren Dunwich había tocado una fibra muy sensible. Mientras contemplaba el tráfico de caballos y carruajes empapados por la lluvia, recordó otra noche de tormenta de hacía cuatro años, la noche en que nació Clair.
Las contracciones aparecieron tan de repente que Samantha no tuvo tiempo de llamar a una comadrona. Y trajo a Clair al mundo sola, en el dormitorio de arriba. Ella misma cortó el cordón umbilical y se acercó la niña al pecho, para aguardar la expulsión de la placenta. Fue el momento más maravilloso de su vida.
Tener otro hijo…
Samantha tomó un sorbo de brandy y notó una sensación de calor mientras el líquido le bajaba por la garganta.
La proposición de Warren no había constituido una sorpresa, y Samantha sospechaba que Stanton Weatherby iba a plantearle la misma cuestión, A primera vista, no parecía que hubiera nada que pensar: no amaba a ninguno de los dos hombres, estaba entregada a su carrera, no necesitaba casarse. Muchas mujeres se casaban sin amor, por huir del estigma de la soltería; muchas se casaban por soledad. No era ése el caso de Samantha.
La copa se detuvo junto a sus labios. ¿O sí estoy sola?, se preguntó mentalmente. La respuesta le produjo un escalofrío: Sí… a veces. Pero ¿acaso es razón suficiente para casarse?
Samantha estudió su imagen en el espejo y vio en segundo plano al señor Dunwich, elegante pero sin atractivo para ella, sentado frente a la chimenea, esperando pacientemente su respuesta.
¡No tenía la menor razón para casarse con él!
Los dedos de Samantha apretaron la copa. Entonces, ¿por qué no le rechazo ahora mismo? ¿Por qué vacilo?
Qué maravilloso, tener otro hijo…
Pero después pensó en Mark y, de repente, experimentó el angustiado deseo de estar sola.
En el pasillo, la señorita Peoples estaba acompañando a Jennifer, después de cenar, y hablándole por costumbre, tal como solía hacer todo el mundo.
—Muy bien, señorita. Ahora vamos a darle las buenas noches a tu mamá y después te meteré en la cama. Esta noche San Nicolás bajará por la chimenea.
Al llegar al salón, la señorita Peoples pensaba llamar a la puerta, pero, viéndola abierta, le dio a Jenny un suave empujón para que entrara. Estaba a punto de hablar, cuando vio que el señor Dunwich, sin percatarse de aquella presencia en la puerta, se levantaba súbitamente de su sillón, se acercaba a la ventana, donde se encontraba la doctora Hargrave, le rodeaba los hombros y volvía su rostro hacia él. Comprendiendo que había cometido una indiscreción, la criada quiso llevarse a la niña.
Pero, para su asombro, Jenny opuso resistencia y permaneció rígidamente de pie, contemplando cómo el hombre del cabello plateado rodeaba con los brazos los hombros de la señora y movía rápidamente los labios.
La señora tenía el rostro apenado.
Cuando Warren inclinó la cabeza y cubrió la boca de Samantha con la suya, Jennifer se soltó de la mano de la criada y corrió hacia él, lanzando un grito. Warren giró en redondo. Jenny aulló, le golpeó con sus pequeños puños y después rodeó con sus brazos la cintura de Samantha.
—¿Qué demonios ocurre? —gritó él.
Sorprendida, Samantha trató de apartar los brazos de la niña pero ésta siguió aferrada a ella con increíble fuerza. De su garganta se escapaba un extraño sonido agudo.
—¡Lo siento, doctora! —dijo la señorita Peoples, acercándose a toda prisa—. Bajamos para dar las buenas noches. No tenía idea de que estábamos interrumpiendo…
—¿Jenny? —dijo Samantha, contemplando la cabeza que se había hundido en su falda. Después soltó suavemente las manos de la niña y se arrodilló para que sus ojos estuvieran al mismo nivel que los de Jenny. Le sorprendió la expresión de miedo que brillaba en ellos, el temblor de sus labios y la profunda emoción del pálido rostro—. Jenny —murmuró en tono admirativo, al tiempo que le acariciaba el cabello.
—Pero ¿qué demonios ocurre? —preguntó Warren.
—Creía que me estaba usted haciendo daño —contestó Samantha serenamente. Las lágrimas asomaron a sus ojos—. Resulta que tiene sentimientos. Y fíjese, está intentando hablar.
La mandíbula de Jenny se movía con torpeza arriba y abajo; sus ojos contemplaban atentamente la boca de Samantha, como si tratara de hablar.
—También te hace falta la voz, cariño —le dijo Samantha suavemente—. Oh, Jenny, ¿cómo podría llegar a ti? —Las lágrimas empezaron a rodar por las mejillas de Samantha—. Fíjese cómo mueve la boca. Ella no sabe… ¡Dios mío, dale voz, te lo suplico!
Desde el lugar en que se encontraba en pie, observando la escena, Warren vio una manecita que se levantaba y acariciaba la mejilla de Samantha. Las yemas de los dedos de Jenny recorrieron el camino de una lágrima y después se apartaron y trazaron el mismo camino en su propia mejilla.
—Quiere llorar —dijo Samantha suavemente—. Anda, Jenny, llora.
Nuevas lágrimas asomaron a sus ojos y la niña volvió a recogerlas en las yemas de sus dedos, trasladándolas a su propia mejilla.
—Ojalá supiera cómo llegar a ti —dijo Samantha con voz tensa—. Ojalá pudiera entrar en tu pequeña prisión cerrada. ¿Cómo puedo llegar a ti, Jenny?
—Samantha.
Samantha levantó la mirada y vio a Warren mirándola desapasionadamente.
—Creo que será mejor que se vaya, Warren —le dijo.
Él abrió la boca para decir algo, pero después, cambiando de idea, se acercó a la mesa donde había dejado los guantes y el sombrero.
—Señor Dunwich —dijo Samantha—, está claro que Jenny le tiene miedo. Creo que será mejor que no volvamos a vernos.
Él asintió brevemente, demasiado orgulloso para dar a entender su indignación. Pero, mientras la señorita Peoples le acompañaba a la puerta, su cólera se transformó en hastío y, al cabo de unos minutos, mientras se alejaba en su carruaje, ya empezó a pensar en la cena.
Samantha se levantó, le pidió a la señorita Peoples que preparara un poco de té y se acercó con Jennifer a la chimenea. Sentándose y colocando a la niña delante de ella, Samantha contempló el ansioso rostro, observando cómo subía y bajaba la mandíbula.
—Dulce chiquilla —murmuró—, yo tenía razón y todos los demás estaban equivocados. Tienes sentimientos y puedes emitir sonidos. Pero ¿cómo conseguir que lo hagas? ¿Hace falta el miedo? ¿O la amenaza de un peligro? Jenny, oh, Jenny. ¿Cómo puedo llegar a ti?
Jennifer tocó con las yemas de los dedos los labios de Samantha y después se palpó los suyos. Samantha tomó la mano de la niña y la apoyó en su garganta.
—Mira, ¿lo notas? Tienes que emitir sonidos, Jenny. Tienes cuerdas vocales. No hay razón para que no hables.
Los grandes ojos parpadearon con expresión asombrada. Jenny apartó la mano y la apoyó en su propia garganta. Sus labios formaron una «o», una «a» y una «i», pero era inútil porque la niña no comprendía.
—Jenny, ya has empezado. Has dado el primer paso. ¿Cómo podría lograr que sigas adelante? La imitación no es suficiente, tú no comprendes. Dios mío, ayúdame a llegar a ella.
Cuando sonó el timbre de la puerta, Samantha creyó que Warren había regresado. Puesto que la señorita Peoples se encontraba en la cocina, ella misma fue a abrir; se mostraría firme con él. Todo había terminado entre ambos. No podía seguir viendo a un hombre que asustaba a su hija.
Pero, en lugar de Warren, Samantha se encontró en la puerta, de pie bajo el aguacero y portando una maleta empapada de agua, a un joven cuyo largo cabello se le había pegado al cráneo y cuyo traje era pequeño en varias tallas para su delgada figura.
El joven parpadeó para sacudirse las gotas de lluvia de los ojos y dijo torpemente:
—¿Doctora Hargrave? Soy Adam Wolff, de la Escuela de Sordos. ¿Llego puntual?