—Ocurre algo, doctora. No lo absorbe.
Samantha se apartó del esterilizador y se situó junto a la cabeza de la enferma.
—Pruebe otra vez —dijo mientras observaba cuidadosamente cómo la enfermera vertía unas gotas de éter en la mascarilla. La paciente se agitó bajo las sábanas y después se calmó—. Ya basta —dijo Samantha, regresando junto al esterilizador.
Era un aparato que ella misma se había inventado. Los cirujanos que practicaban algún tipo de asepsia utilizaban el ácido fénico, pero Samantha había observado que el ácido irritaba los tejidos sensibles de los pacientes. Había leído algo acerca de una nueva técnica de esterilización que estaba empezando a emplearse —el vapor— y, tras haber experimentado por su cuenta, Samantha ideó su propio esterilizador. Era el primero de su clase, al menos que ella supiera, y estaba suscitando muchas especulaciones. Se comentaba sobre todo que el nivel de infecciones en la Enfermería estaba por debajo del promedio nacional.
Mientras sacaba los ardientes instrumentos y los colocaba en una palangana, Samantha observó que las puertas de cristal del armario situado al lado del esterilizador se habían empañado con el vapor. Tomando mentalmente nota de la necesidad de cambiar el aparato de sitio, utilizó una toalla para limpiar suavemente los cristales. Era un armario muy especial.
En sus estantes se guardaba el instrumental de Joshua. Hacía mucho tiempo que éste no se utilizaba, y lo más probable era que nunca se volviera a utilizar, pues se había quedado anticuado; pero Samantha lo seguía conservando. Aquellos bonitos y antiguos instrumentos representaban para Samantha el futuro y el progreso. Le recordaban que estaba en una nueva era. En el esterilizador se encontraba todo el equipo que ella había encargado especialmente y que utilizaban sus cirujanas, los nuevos y suaves instrumentos totalmente metálicos que ya empleaban todos los operadores del país. A medida que se difundía la teoría de los gérmenes, se había tenido que prescindir de los antiguos instrumentos con mangos de hueso y madera, porque éstos no se podían esterilizar. Aquellas exquisitas obras de arte hermosamente adornadas en una época en que la calidad del material quirúrgico estaba determinada por su belleza y no ya por su utilidad, estaban ahora superadas. Samantha hubiera podido venderlos, pero prefería guardarlos como recordatorio de que todo tenía que seguir adelante, y también para recordar una antigua promesa.
Desde algún lugar de los pisos inferiores, llegaban los distantes y suaves acordes de «Noche de paz» mientras el Comité Femenino recorría las salas, distribuyendo tarta de fruta y ponche de leche y huevo y acompañaba a las pacientes en el canto de villancicos. Era la víspera de Navidad, un día frío y soleado en que la Enfermería resultaba un hervidero de actividad. Y no era que el hospital hubiera tenido ningún día flojo desde su inauguración de hacía cinco meses, pensó Samantha, esbozando una agotada sonrisa. Temían que no acudieran las pacientes, pero la mañana después del baile ella y sus nuevas doctoras encontraron a su llegada un pequeño grupo de pacientes aguardando junto a la entrada, y desde aquel día ni una sola cama había estado vacía.
Sin embargo, el éxito de la Enfermería estaba provocando paradójicamente su ruina: la gran cantidad de enfermas estaba convirtiendo en realidad la profecía de LeGrand Mason: al cabo de sólo seis meses, el dinero destinado a los gastos ya casi se había agotado.
—¡Doctora Hargrave!
Samantha levantó inmediatamente la cabeza. La enfermera Collins estaba forcejeando con la paciente bajo la mascarilla del éter. Samantha se acercó a toda prisa a la mesa, inmovilizó los hombros de la paciente y dijo:
—¡Más éter, enfermera!
—¡Es que ya estoy llegando a la dosis letal, doctora!
—¡Está claro que no le hace efecto! ¡Déle más!
La pálida joven cumplió la orden con temblorosas manos y, al cabo de apenas un minuto, la paciente volvió a dormirse tranquilamente.
En aquel momento entró en la estancia la doctora Canby, poniéndose una cofia.
—Siento llegar tarde, doctora. He tenido que efectuar una visita domiciliaria… Oh, aún no han empezado.
—La paciente no absorbe el éter. ¿Quiere usted vigilarla un momento, por favor?
Samantha tomó el historial que colgaba de un gancho, a los pies de la mesa, y leyó de nuevo los antecedentes de la señora Cruikshank y los resultados del examen. Samantha se quedó perpleja porque no había nada en sus datos ni en su actual estado de salud que explicara por qué no absorbía el éter.
Al ver que la paciente empezaba a agitarse de nuevo mientras la doctora Canby trataba de sujetarla, Samantha dijo:
—Bien, tendremos que aplazar la operación hasta que averigüemos qué es lo que ocurre.
—Qué extraño —dijo la doctora Canby—. ¡Jamás había visto nada parecido!
—Yo sí —contestó Samantha, frunciendo el ceño—. Una vez. Fue en Nueva York. Teníamos que practicarle una amputación a un estibador y, por mucho éter que le administráramos, no había modo de que permaneciera dormido el tiempo que requería la operación. Interrogándole más tarde, averiguamos que era un fumador empedernido. Estaba claro que no se producía ningún intercambio de gases en sus pulmones.
La doctora Canby contempló a la señora Cruikshank, una mujer de mediana edad a la que se tenía que extirpar un quiste ovárico.
—No será ésa la razón, ¿verdad?
—No lo considero probable. Sea como fuere, enfermera Collins, tenga la bondad de vigilarla hasta que haya despertado por completo y acompáñela después a su cama. Hablaré con ella más tarde.
La doctora Canby abandonó la sala de operaciones en compañía de Samantha.
—¡Tiene usted que bajar a la sala infantil, doctora Hargrave, para ver el árbol que ha instalado el Comité Femenino!
—¡Qué haríamos sin el comité! —murmuró Samantha, bajando a toda prisa la escalera—. Iré a verlo después.
La doctora Canby sacudió la cabeza y se quedó rezagada. En los cinco meses que llevaba en la Enfermería, no había visto a la doctora Hargrave moverse despacio ni una sola vez. La directora constituía un ejemplo para todas ellas… ¿quién hubiera podido desentenderse de su obligación, cuando la doctora Hargrave era capaz de seguir en la brecha después de toda una noche sin dormir? Sin embargo, Willella hubiera deseado, por el bien de Samantha, que ésta se tomara las cosas con un poco de calma de vez en cuando.
Willella acababa de regresar de una visita domiciliaria muy desagradable: una pobre anciana inválida había sido abandonada en su cama y se había llenado de llagas. Y lo peor era que la familia no se preocupaba y apenas había prestado atención a las instrucciones de la doctora Canby. Willella decidió ir a refrescarse un poco a su habitación.
Nadie se quejaba de la estrechez de los alojamientos. Las enfermeras, satisfechas por el hecho de haber sido elegidas (de cien aspirantes, sólo se habían aceptado quince), se alojaban gustosamente por parejas en las habitaciones a pesar de que éstas a duras penas eran suficientes para una sola persona, y las tres doctoras residentes, rechazadas en otros hospitales debido a su sexo, consideraban un lujo el pequeño apartamento que ocupaban al fondo del pasillo que daba acceso a la sala de operaciones. La mayor de las dos habitaciones contenía tres camas y, puesto que los turnos no coincidían, siempre había alguien durmiendo; la otra habitación era un salón con una estufa de carbón, sillones, una alfombra, libros y un infiernillo para preparar el té. Puesto que era Navidad, la suite estaba vacía: la doctora Bradshaw se había ido a visitar a su familia a Oakland y la doctora Lovejoy estaba en las salas. La doctora Canby se acercó al lavamanos.
Se inspeccionó el cabello en el espejo. La doctora Hargrave tenía establecidas normas muy estrictas en relación con el aspecto del personal: más de una enfermera había tenido que retirarse de una sala a causa de un mechón de cabello despeinado. Después la doctora Canby se estudió largamente el rostro.
Willella poseía por naturaleza esa gordura que en los primeros años de vida se llama «grasa infantil», y más tarde «obesidad», y que no se podía eliminar ni con ejercicios ni con dietas. Sus mejillas eran mofletudas y su rostro, redondo y bonito como el de una muñeca de porcelana; la doctora era bajita y rechoncha y no necesitaba utilizar polisón. Sus modales y su personalidad estaban en consonancia con su aspecto: era pragmática, honrada y sincera. El personal la apreciaba, las pacientes la adoraban y la doctora Hargrave abrigaba la esperanza de que, cuando finalizara su período de interna, la doctora Canby se quedara en la Enfermería.
Pero lo cierto era que, detrás de aquella fachada de realismo y seriedad, había otra Willella, romántica, idealista y desesperadamente deseosa de enamorarse. Debajo de su almohada guardaba La vida de Napoleón de Sara Mitchell, con sus preciosos grabados, y a juzgar por la forma en que estaba escrito el libro, Willella Canby tenía la certeza de que la señorita Mitchell estaba enamorada del «pequeño cabo», como también ella lo estaba secretamente.
Y he aquí la esencia de su dilema. Aunque Willella se alegraba de ser médico (desde su más tierna infancia, no recordaba haber deseado jamás otra cosa) y aunque le gustaba la Enfermería y se alegraba de estudiar a las órdenes de Samantha Hargrave y hubiera deseado quedarse allí más adelante, la doctora Canby era una joven que estaba deseando vivir un idilio, casarse y tener hijos. Sin embargo, a medida que iban pasando los días y las semanas entre aquellas paredes, tratando sólo con las pacientes y con un personal exclusivamente femenino, la doctora Canby empezó a pensar que estaba viviendo como una monja de clausura. No había hombres en su vida; no veía a ninguno en su horizonte. Tenía veinticinco años, ya era una solterona y estaba empezando a temer que sus esperanzas acabaran disolviéndose en un sueño vacío.
Pensó en la doctora Hargrave, a quien admiraba pero también envidiaba; a la directora no parecían faltarle cortejadores, sobre todo el simpático señor Weatherby, siempre con sus chistes, y el maravilloso y aristocrático señor Dunwich. ¡Qué suerte tenía Samantha Hargrave! El hecho de ser médico no parecía obstaculizar sus posibilidades de idílicas relaciones y no cabía duda de que se casaría muy pronto. En cambio, ¿qué posibilidades tenía Willella?
Bajita, gorda y médico… ¡en toda la ciudad de San Francisco no habría un hombre que pensara dos veces en ella!
Bien, no quería perder las esperanzas (Josefina tenía treinta y tres años cuando conoció a Napoleón). Pellizcándose las mejillas para darles color, la doctora Canby inspeccionó por última vez su uniforme y abandonó estoicamente la habitación.
¿Qué haríamos sin el Comité Femenino?, volvió a pensar Samantha mientras entraba en la sala general. Las cantoras de villancicos se estaban marchando. Eran elegantes jóvenes con blusas de holgadas mangas, largas faldas ajustadas y breves capas de piel a juego con los sombreros. Eran las amigas de Hilary, un pequeño ejército de energía e ideas, muy distintas del grupo de Janelle MacPherson que solía visitar el St. Brigid’s. El Comité Femenino de Hilary, que se estaba haciendo famoso en la ciudad, era algo más que un grupo de mujeres ociosas que acudían una vez a la semana con flores y Biblias; aquellas damas, a pesar de desplazarse en hermosos coches y de ser objeto de toda clase de atenciones por parte de los hombres que las rodeaban, eran una fuerza digna de ser tenida en cuenta. Sus servicios iban más allá de las flores y los pasteles e incluso más allá de su labor de recaudación de fondos (que en aquellos momentos era su función más importante). El Comité Femenino se hacía cargo de los niños abandonados a la puerta de la Enfermería y de los que quedaban huérfanos al morir de parto la madre, y cuidaba de que los adoptasen familias adecuadas. Localizaba en la ciudad los casos de personas desamparadas y se los exponía a Samantha, la cual enviaba entonces a una enfermera. Leían para las pacientes; dedicaban su atención a las enfermas que estaban asustadas, aconsejaban a las atribuladas y asistían a las moribundas. La Enfermería de Mujeres y Niños de San Francisco se estaba ganando rápidamente la fama de ser algo más que un hospital…, era un refugio de compasión y consuelo femeninos donde las mujeres ayudaban a las mujeres a superar las dificultades de la vida, y en el Comité Femenino de Hilary desempeñaba un destacado papel.
Bien, pensó Samantha mientras se detenía junto a una cama para examinar el vendaje de una paciente, en el nuevo año van a tener menos trabajo.
Los fondos se habían reducido tanto que Samantha ya estaba comprando el carbón y la leña de fiado. A finales de mes, habría que dar largas al carnicero. Como siempre, Hilary tenía ideas, pero, debido a sus limitaciones (le faltaba una semana para dar a luz), no podía participar activamente en la labor del comité. Sin embargo, había prometido que, una vez recuperada, convocaría a las damas a una reunión y juntas organizarían actos para allegar fondos. Uno de ellos iba a ser una «Feria del calendario». Cada caseta representaría un mes del año y la gente podría pasearse por las estaciones y comprar tarjetas de San Valentín, regalos nupciales de junio, centros de mesa de otoño hechos a mano, y así sucesivamente. Otra idea consistía en una carrera ciclista femenina a través del parque de la Golden Gate.
Samantha la echaba mucho de menos. Debido a su estado, habían quedado suspendidos los almuerzos semanales, las sesiones de tiro con arco hablan terminado y ni siquiera tomaban juntas una taza de té en el despacho de Samantha cuando Hilary se dejaba caer por allí. Samantha conseguía alguna vez abandonar la Enfermería y acudir a la casa de California Street, pero las conversaciones giraban invariablemente en torno al hospital y al dinero.
Al pasar a la cama siguiente, Samantha sonrió e intercambió unas palabras con la enferma, una joven que, incorporada en el lecho, bebía ponche de huevo y leche. Dos semanas antes, había ingresado inconsciente y con el apéndice reventado; Samantha y Willella la operaron y ahora la chica estaba totalmente recuperada. Mientras examinaba la sana cicatriz rosada, Samantha recordó los muchos casos de apendicitis que en el pasado habían tenido la muerte por final y pensó en Isaiah Hawksbill. En ese momento, y pese a que seguía siendo una operación peligrosa, el paciente tenía por lo menos una posibilidad de salvarse.
Cuando se abrió la puerta del fondo de la sala y entró una enfermera con un montón de sábanas, Samantha percibió fugazmente el aroma de ganso asado. Para las pacientes que estuvieran en condiciones de comer, habría una cena de Navidad a base de ganso asado relleno, boniatos y salsa de menudillos, pastel de fruta y té de limón. De pronto Samantha se percató de que tenía hambre. Era la tarde y, con las muchas ocupaciones, no había podido desayunar ni almorzar. Pero aquella noche lo iba a compensar. Aquella noche iría al Coppa’s en compañía de Warren Dunwich.
Las pocas veladas que tenía libres y que no dedicaba a Jennifer, las repartía entre Stanton Weatherby y Warren Dunwich, que la cortejaban con entusiasmo. Al principio Hilary se sintió muy esperanzada e instó cariñosamente a Samantha a que se casara, pero luego se dio por vencida. Samantha y Hilary habían aprendido a hablar con toda sinceridad, confesándose mutuamente muchas cosas que no revelaban a nadie más, por lo que, cuando Hilary le preguntó qué tal iban sus relaciones con ambos hombres, Samantha contestó con toda franqueza:
—Son muy amables, pero no hay chispa.
Pese a que no había chispa, estaba deseando que llegara la noche. Warren Dunwich era un acompañante muy simpático y le permitía distraerse del alocado ritmo de la Enfermería. Era cortés y caballeroso en extremo y se desvivía por agasajarla. Al expresar Samantha su deseo de ir al «Barrio del Mono», Warren quiso complacerla inmediatamente.
El Barrio del Mono era el distrito bohemio de San Francisco, donde solían reunirse los artistas y los escritores. Era un barrio de personajes pintorescos, en el que abundaban los restaurantes vascos y franceses y se había puesto de moda entre la alta sociedad, que lo visitaba tras una velada en la ópera. Con su sombrero de copa y su capa forrada de raso rojo, Warren acompañaba a Samantha al Coppa’s, donde saboreaban en una atmósfera asfixiante y cargada de humo el famoso pollo Portola: pollo desmenuzado, tocino frito, pimientos, cebolla, maíz, tomates, trozos de coco y una picante salsa «secreta», todo ello cocido a fuego lento durante una hora en el interior de una corteza de coco. La comida se acompañaba de una botella de Clos Vougeot que costaba la exorbitante suma de cuatro dólares.
Y conversaban. Warren le preguntaba por el hospital y la escuchaba con sincero interés, le hablaba de sus negocios madereros allá, en Seattle, y la halagaba con su cortesía europea. Pero después Samantha miraba el reloj, empezaba a preocuparse por Jenny, que estaba al cuidado de la criada, pensaba que tendría que madrugar para ir al hospital y le pedía a Warren Dunwich que la acompañara a casa. Así transcurrían siempre las veladas. Warren Dunwich, con su aristocrática apostura y su aire refinado, nunca conseguía encender la necesaria chispa.
Stanton Weatherby, en cambio, tenía un carácter típicamente sanfranciscano. La hacía reír con su rápido ingenio y su sentido del humor y la acompañaba a lugares divertidos: al parque de atracciones Woodward’s y a cenar al Caniche. Hablaba siempre en broma y tenía unos dichos muy graciosos («Una caña de pescar es un palo con un gancho en un extremo y un tonto en el otro»). Y, al igual que Warren, se desvivía por complacerla. Pero tampoco había chispa.
Samantha les apreciaba mucho, pero cuando no les veía, apenas pensaba en ellos y, cuando estaba en su compañía, no podía evitar compararles con Mark.
Mark Rawlins había sido y sería siempre su único amor. Cientos de cosas se lo recordaban todos los días. Cuando entraba una paciente, Samantha pensaba: Mark le recetaría esto o aquello. Durante una operación, tomaba el tenáculo y pensaba: Él me enseñó a sostenerlo de esta manera. Cuando la visitaba un médico: Mark llevaba un gabán como ése, pero a él le sentaba mucho mejor… Y por la noche, cuando apoyaba la cabeza en la almohada, nunca dejaba de pensar en él, de evocar su imagen, de hacer nuevamente el amor con él, trayéndolo otra vez a la vida junto con su calor, su vigoroso cuerpo, sus prolongados besos. A veces las fantasías la ayudaban y ella se alegraba de lo que había conocido en otros tiempos; otras veces, en cambio, se echaba a llorar, recordando tristemente lo que jamás podría volver a tener.
—¿Doctora Hargrave?
Samantha levantó la mirada mientras volvía a cubrir a la paciente con la manta. La enfermera Hampton, que aquel día estaba en el servicio de ingresos, se encontraba de pie junto a la cama.
—Hay una nueva paciente que desea verle.
—Gracias, voy en seguida —dijo Samantha y, dirigiéndose a su enferma, añadió—: Mañana podrás celebrar la Navidad con tu familia, Martha.
Después estrechó la mano de la chica y se alejó.
Mientras se encaminaba hacia la puerta, Samantha efectuó una inspección, según acostumbraba hacer y, como siempre, dio algunas órdenes a la enfermera:
—Por favor, ponga una manta sobre los pies de la señora Mayer. Recuerde que padece de gota. La señora Farber no puede alcanzar la cuerda de la campanilla. La señora de la cama seis tiene dificultades respiratorias. Haga el favor de ponerle otra almohada.
Tenía muchas cosas que hacer, que pensar y revisar. Cuando se inauguró la Enfermería, Samantha no sabía cuál iba a ser el alcance de sus responsabilidades. Sólo pensaba en las pacientes. Sin embargo, el hecho de ser la directora consistía en algo más que en sentar diagnósticos y fijar tratamientos. Charity Ziegler acudía a ella con los informes sobre las enfermeras; la señora Polanski tenía dificultades con la auxiliar de la lavandería; el portero señor Buchanan había vuelto a emborracharse, y había ratones en el sótano.
Antes de dirigirse a la sala de reconocimientos, Samantha echó un vistazo a su reloj de cadena. Se estaba haciendo tarde y quería dedicar un poco de tiempo a Jenny antes de que Warren pasara a recogerla.
La víspera, Samantha le había mostrado a Jenny un árbol de Navidad y le había enseñado la forma de adornarlo. La niña, imitándola a la perfección, empezó a hacer lazos y sartas de palomitas de maíz, observándolo todo con sus grandes ojos, sin cometer el menor error con sus ágiles dedos; pero Jennifer, como siempre, no ponía de manifiesto la menor curiosidad ni el menor asombro y, una vez el árbol estuvo listo y se hubieron encendido las velas, se limitó a mirarlo inexpresivamente.
Samantha había decidido meses atrás no enviar a Jenny a la Escuela de Sordos de Berkeley; prefería tenerla en casa en la esperanza de encontrar el medio de comunicarse con aquella niña tan especial. Pero, tal como Darius y Hilary le habían señalado, no disponía del tiempo necesario para una tarea que exigía plena dedicación. Por fin llegó a una solución de compromiso. A principios de año un tutor se instalaría en la casa. Se trataba del señor Adam Wolff, que le había sido recomendado por la escuela como un excelente profesor para niños sordos. El señor Wolff podía hablar, pero también era sordo.
Una vez adoptada esa decisión, a Samantha se le ocurrió otra cosa. Puesto que sólo deseaba lo mejor para Jenny, ahora que los pacientes acudían al hospital y ya no visitaban la casa de Kearny Street, Samantha pensó que sería conveniente buscar otra vivienda. Al fin y al cabo la Kearny era una calle muy bulliciosa, el tráfico era muy peligroso y algunos de sus habitantes, poco recomendables. Además la casa resultaba demasiado pequeña para ella, la niña, la criada y, en adelante, el señor Wolff. Darius le había recomendado la zona de Pacific Heights, un barrio tranquilo, de casas ni demasiado pequeñas ni muy grandes, todas ellas con su correspondiente jardín. Un patio en la parte de atrás sería muy útil para Jenny, y Samantha podría tener un despacho en casa. Quizá, pasadas las fiestas, le pidiera a Darius que le buscara algo.
Abrió la puerta de la sala de reconocimientos y dijo:
—Hola, soy la doctora Hargrave.
La joven, que no tendría más de diecisiete años, se levantó de golpe. Antes de acercarse a la pila para lavarse las manos, Samantha se fijó en sus dedos, que tiraban nerviosamente de los flecos del chal, en la piel, insólitamente pálida, y en la rigidez de los gestos.
—Estamos en Nochebuena —dijo Samantha, esbozando una sonrisa mientras se secaba las manos—. Se me ocurren cientos de sitios en los que preferiría estar, en lugar de encontrarme en este hospital, ¿a usted no?
—Sí, doctora…
Samantha invitó a la chica a sentarse y después, haciéndolo ella en la otra silla, preguntó amablemente:
—¿Qué le ocurre?
Hacía dos meses que no tenía el período y estaba mareada por las mañanas, explicó la muchacha con voz entrecortada. Mientras la escuchaba, Samantha volvió a fijarse en su nerviosismo, y en su ropa de obrera, y comprendió que algo pasaba. Las trabajadoras rara vez acudían al médico para que les confirmaran un embarazo, aprendían los hechos fundamentales de la vida a una edad muy temprana, y a menudo vivían en el seno de familias muy numerosas, en las cuales siempre había una madre o una tía que podía dar consejos. Pese a ello Samantha la examinó y le dijo:
—Felicidades, señora Montgomery, está usted embarazada.
La reacción de la chica no la sorprendió:
—Soy la señorita Montgomery y no he venido aquí para que me feliciten. Ya sabía que estaba embarazada.
—Entonces, ¿por qué ha venido?
La señorita Montgomery evitó mirar directamente a Samantha.
—No lo quiero.
—¿Al niño?
—Fue una equivocación, ¿sabe usted? Bueno, había bebido un poco de ginebra y aquel tipo se ofreció a acompañarme a casa. No es que yo vaya acostándome por ahí con cualquiera, doctora, pero él lo hizo antes de que yo me diera cuenta y no voy a volver a verle; por consiguiente, fue una equivocación.
—¿Y qué quiere usted de nosotras?
Samantha ya lo sabía, porque tales peticiones eran muy frecuentes, pero quería oírselo decir a la chica.
La señorita Montgomery miró al suelo.
—Quiero que usted me libre de él.
—¿Por qué no quiere tenerlo?
La chica levantó la cabeza y la miró con ojos llenos de pánico.
—No puedo quedarme en casa a cuidarlo. Mantengo a mi padre y a mis hermanos pequeños. Soy la única que trae dinero a casa y, si no lo hago, se morirán de hambre.
—¿Dónde trabaja?
—En la Lavandería Union de Mission Street. Podré durar allí mientras no se note… —las lágrimas asomaron a sus ojos—, después el señor Barnes me despedirá y mi padre y mis hermanos se morirán de hambre y todos iremos a la ruina. Mire, doctora, siento lo que hice, pero no puedo seguir adelante.
Samantha asintió, reflexionando en silencio. Al cabo de un minuto, dijo:
—Señorita Montgomery, creo que es usted la respuesta a una plegaria.
—¿De veras?
—Conozco a una mujer, una señora muy buena, que hace años intenta tener un hijo, pero no puede. Su marido ha decidido hace poco adoptar a un niño, pero hay un problema, señorita Montgomery. La señora quiere que el niño se parezca lo más posible a ella, y los únicos huérfanos que hemos tenido últimamente son mexicanos y orientales. Ahora resulta que usted tiene el mismo color de tez y las mismas facciones que esta señora. Yo digo que eso es la respuesta a una plegaria.
—Pero yo no le he pedido que me libre de él cuando ya haya nacido —dijo la muchacha, frunciendo el ceño—. Yo me refiero a ahora.
—Ya lo sé, señorita Montgomery, pero yo estaba pensando en lo felices que serían esa señora y su marido si pudieran quedarse con su hijo. Son buenas personas, se lo aseguro, y tienen una casa muy cómoda. Su hijo sería educado en…
—¡Pero es que no puedo tenerlo! —exclamó la muchacha en tono de súplica, inclinándose hacia adelante—. ¿Cómo puedo ir a la lavandería con una barriga así?
—Sí, no puede hacer eso —dijo Samantha—. Se me ocurre una idea. Resulta que necesitamos ayuda en la lavandería del hospital. Justamente esta mañana la señora Polanski me ha pedido que contrate a alguien. ¿Qué le parece si dejara su trabajo en la Union y viniera a trabajar aquí, señorita Montgomery? Podría quedarse hasta el momento del parto, yo me encargaría de que le encomendaran tareas fáciles, y después podría conservar el puesto, si le interesa. No la echaríamos a la calle. ¿Qué le parece?
—No sé —dijo la señorita Montgomery, secándose las lágrimas de las mejillas.
—Le pagaremos lo mismo que cobra en la Union.
La mente de Samantha empezó a moverse con rapidez. Tendría que reducir los gastos por otro lado para compensar el salario. Y tendría que explicarle a la señora Polanski por qué le había traído otra ayudante.
—¿Lo dice en serio?
—Pues claro que sí. Y puede empezar inmediatamente.
El rostro de la muchacha se iluminó y sus hombros se enderezaron como si alguien les hubiera quitado un enorme peso de encima.
—¡Muy bien, doctora! ¡Prefiero trabajar aquí, de todos modos!
Samantha se levantó y se encaminó hacia la puerta.
—Preséntese aquí pasadas las Navidades. La señora Polanski le enseñará lo que tiene que hacer.
—¡Gracias, doctora!
—Por cierto, señorita Montgomery. No está obligada a ceder el niño. Si, cuando haya nacido, decide usted quedarse con él…
—No, doctora, prefiero que se lo quede esa señora tan buena. ¡Gracias otra vez y que Dios la bendiga!
Mientras bajaba por el pasillo para dirigirse a su despacho, Samantha sacó del bolsillo un cuaderno de notas y un lápiz y escribió: Buscar a alguien que pueda adoptar al niño de la señorita Montgomery.
—¡Doctora! ¡Doctora Hargrave!
Samantha se detuvo y levantó la mirada. La enfermera Hampton se estaba acercando a toda prisa, recogiéndose la falda con una mano mientras con la otra le hacía señas.
—¡Doctora! ¡Un parto! ¡En la calle! ¡No la podemos sacar del coche!
Samantha echó a correr.
Junto al bordillo de la acera, delante del hospital, se hallaba estacionado un coche de punto cuyo caballo se agitaba nerviosamente bajo los arreos mientras el cochero mantenía la portezuela abierta y soltaba imprecaciones en rápido italiano.
—¡Doctora, tiene que sacarla de aquí! ¡Me va a dejar la tapicería perdida!
Sin prestarle atención, Samantha subió al vehículo y se arrodilló al lado de la mujer que, tendida en el asiento, se estaba comprimiendo el abultado vientre.
—Soy la doctora Hargrave —le dijo Samantha—. Permítame ayudarla a entrar en el hospital.
La mujer contrajo el rostro en una mueca de dolor, apretó los dientes mientras se le hinchaban las venas de las sienes y después dijo entre jadeos:
—¡No puedo! ¡Ya viene! ¡Oh, Dios mío!
—La llevaremos en brazos.
—¡No! —gritó la mujer, moviéndose de un lado para otro.
Samantha se volvió y dijo:
—Enfermera, tráigame el estetoscopio, una manta, toallas y los instrumentos de obstetricia. ¡Y una linterna!
—¡Oiga! —gritó el cochero—. ¡No puede tener el niño en mi coche!
—¡Haga el favor de cerrar la portezuela y respetar un poco la intimidad de esta señora!
Tras un rápido reconocimiento de las constantes vitales, Samantha levantó su gruesa falda de terciopelo.
—Voy a comprobar cómo está el niño. No le haré daño.
Samantha sabía que la mujer estaba sufriendo demasiado para preocuparse por eso…, las contracciones se producían a cada dos minutos y la mujer lanzaba un grito con cada una. Samantha buscó la cabeza del niño: se encontraba todavía en el cuello del útero, el cual se había dilatado hasta unos diez centímetros. Cuando se abrió la portezuela y le entregaron el estetoscopio, Samantha auscultó las pulsaciones cardíacas del feto. En la calle, la enfermera Hampton y un agente de policía estaban impidiendo que los mirones se acercaran. Samantha prestó atención y consultó su reloj. Sólo cien pulsaciones por minuto.
El niño estaba en peligro.
Abriendo rápidamente el atado de los instrumentos que le había traído la enfermera, Samantha dijo:
—Bueno, ahora voy a romper la membrana. No lo notará usted. Si pudiera permanecer inmóvil un minuto…
Guiando con firmeza el fórceps y las tijeras a la luz de la linterna colocada entre las piernas de la mujer, Samantha cortó la membrana y estudió el líquido que escapó de ella.
Sus peores temores quedaron confirmados. El líquido amniótico, normalmente claro, presentaba un color pardo verdoso, lo cual significaba que contenía meconio, la materia fecal del feto, prueba de que éste se encontraba en peligro.
Samantha volvió a auscultar las pulsaciones. Habían bajado a noventa.
Había que adoptar una rápida decisión: o bien perder algún tiempo trasladando a la mujer a la sala de operaciones, para la práctica de una cesárea, o bien tratar de que alumbrara en el coche.
Samantha adoptó la decisión: no había tiempo para trasladarla.
Entre el instrumental había unos fórceps franceses; Samantha deploraba su utilización en la práctica habitual, si bien en los casos de emergencia podían ser la salvación.
El feto estaba coronando, pero no avanzaba. A cada nueva contracción, la madre lanzaba un grito.
Sin saber si ella la oía o no, Samantha dijo:
—Ahora voy a extraer al niño. Cuando note que tiro, quiero que empuje hacia abajo con todas sus fuerzas.
—¡Déjeme descansar! —exclamó la mujer—. ¡Oh, Dios mío, quíteme este dolor! ¡Hágame dormir!
—No puedo. Necesito que usted me ayude. Ahora va a tener que trabajar duro.
Mientras introducía cuidadosamente las hojas del fórceps por el canal, Samantha cerró los ojos y, con los dedos de la otra mano, tocó la cabeza y el rostro del niño. El fórceps tenía que ser colocado de modo que no dañara el cráneo: justo en la mandíbula, delante de las orejas. Una vez colocado, Samantha dijo:
—Bien, vamos a sacarlo. Ayúdeme. ¡Empuje!
Samantha tiró, se detuvo y volvió a tirar, imitando el proceso natural del parto y, cuando la cabeza asomó al orificio, retiró el fórceps y la tomó suavemente en las manos.
—¡Oh, Jesús! —gimoteó la mujer—. ¡Ya basta!
—¡Vuelva a empujar! Ya casi hemos terminado. ¡Empuje!
Samantha imprimió un movimiento giratorio a la cabeza, para que saliera el hombro. Era el momento más difícil y el más peligroso para la madre. Para evitar un desgarro, Samantha apoyó firmemente las puntas de los dedos en el periné, levantó al niño y sacó el otro hombro. El resto del cuerpecillo salió de golpe.
Normalmente, no hubiera tenido que cortar el cordón en aquel momento. Hubiera envuelto al niño con la madre y los habría trasladado al interior del hospital, para una expulsión más higiénica y segura de la placenta. Pero ahora no había tiempo para eso.
El niño no respiraba.
Samantha lo agarró por los tobillos y le golpeó fuertemente las plantas de los pies. No hubo reacción. Le pellizcó las nalgas y después le dio una palmada.
Actuando con rapidez, Samantha intentó abrir con una jeringuilla de goma la nariz y la boca obstruidas. El niño estaba frío y pálido. Pero su corazoncito seguía latiendo débilmente. Por suerte, la madre se desmayó. No vio cómo la doctora Hargrave colocaba su boca sobre el rostro del niño e introducía aire en sus pulmones. No vio la palidez del rostro de la doctora mientras ésta trataba desesperadamente de infundir vida al niño moribundo. Ni las lágrimas que asomaron a sus ojos.
Vive, le suplicó Samantha en silencio… ¡Vive, por favor!
Sopló, vio que el tórax palpitaba y volvió a soplar. Después se detuvo, en la esperanza de que él empezara a respirar por su cuenta. Pero al comprobar que el cuerpecillo se iba enfriando, y que por fin el pulso se detenía, Samantha comprendió que sería inútil. Abrazó al niño con fuerza, inclinó la cabeza sobre él y lloró en silencio.