5

Si se pudiera eliminar la atmósfera de la tierra y contemplar el cielo, se verían las estrellas tal como realmente son: unos puntos fijos e inmóviles de fría luz. Es muy posible en tal caso que se perdiera buena parte de su mística y su atractivo. Así veía la vida la pequeña Jennifer, con un alma pura, no manchada por los prejuicios, los temores, las mentiras y las ilusiones. Jennifer, que jamás había oído una mentira, una frase de falso halago, palabras engañosas o presuntuosas, no sabía que la gente utilizaba el habla para esconderse. Y de ese modo, cuando Dahlia Mason subió al cuarto de los niños y empezó a hacer aspavientos, comentando que el pequeño Robert sólo quería dormir y que le dejaran en paz, Jenny no supo, desde su rincón, que la boca de la señora decía una cosa y sus ojos otra. La niñera oyó:

—¡Qué habitación tan bonita! ¡Ojalá mi pequeño Robert fuera tan afortunado como Merry Gant!

En cambio, la mirada de soslayo de la señora Mason dijo: ¡A mi Robert nadie le verá jamás tan escandalosamente mimado!

La boca era el foco del disfraz y apartaba la atención de la verdad que decían los ojos y de otros pequeños signos reveladores; la persona que hablaba con rapidez, la que hablaba con suavidad, la aduladora, la mentirosa eran vistas por el mundo tal como ellas deseaban ser vistas, a través de la voz, el tono y el giro ingenioso de la frase. Jennifer Hargrave jamás había aprendido a dejarse engañar por la boca: veía a la gente tal como era en realidad, y muy a menudo no le gustaba lo que veía. Dahlia Mason era una de las personas que no le gustaban, pero Jenny sabía que era inofensiva y no constituía ninguna amenaza. Sin embargo, había personas más peligrosas, y éstas la asustaban. Aquella noche había en la planta baja un hombre en quien Jenny tenía que pensar.

Al dar a luz a su hija diez años atrás, Megan O’Hanrahan había echado un vistazo a la apática niña e inmediatamente la había rechazado. Como consecuencia de ello, Jenny comía sólo cuando alguien se acordaba de darle la comida y los demás sólo la tocaban para empujarla. La consideraban una imbécil y nadie trataba de establecer comunicación con ella. Después empezó a cubrirla la suciedad, y los objetos sucios se convierten a menudo en objetos despreciados. Jenny nunca supo lo que era el amor porque, si los niños aprenden a través de la imitación, también aprenden a través de la reciprocidad: nadie le daba nada a Jenny ni esperaba nada de ella. La niña no sabía lo que era el amor, pero tampoco conocía la tristeza, por lo cual, cuando murió su madre, Jenny no se conmovió.

Y entonces apareció como llovida del cielo aquella señora y se la llevó consigo.

Jenny estudió su nuevo ambiente con mirada perspicaz y sin el menor temor, y sobre todo contempló a la señora, una hermosa mujer que se parecía a aquellas señoras tan guapas de las pinturas que había en las mugrientas paredes de la otra casa. Unas señoras que llevaban cruces y flores y que debían haber sufrido muchísimo. Y aquella señora también debía de sufrir mucho, porque a menudo se quedaba mirando a Jenny con unos ojos muy tristes.

Jenny no amaba a la señora porque ese sentimiento no era en ella más que un germen; pese a ello, la niña tenía instintos y estaba gobernada por dos que ejercían un gran poder sobre ella: la lealtad y el sentido del peligro. Aunque no amara a la señora, experimentaba una profunda lealtad, análoga a la de un animal al que se rescata de un trance apurado y se alimenta. Y su sentido del peligro se había agudizado muchísimo en la jungla de aquella casa de vecindad. Aquella noche su pequeño cuerpo estaba dominado por estos dos instintos.

La niñera acompañó a las pequeñas hasta la mitad de la escalera, para que pudieran ver a hurtadillas la fiesta de abajo, y Jenny distinguió al hombre de cabello plateado cuyos ojos seguían a la señora por todo el salón. Jenny desconfiaba de él instintivamente.

Samantha saludó junto a la puerta del salón de baile a una invitada que había llegado con retraso: la señora Beauchamp, una viuda cincuentona que, además, era paciente suya. Vestida de negro pese a que su marido había muerto hacía veinte años, la señora Beauchamp estrechó con fuerza la mano de Samantha.

—¡Querida mía, no sabe usted lo feliz que me hace estar aquí esta noche!

Samantha sonrió. Hasta ese momento llevaba estrechadas trescientas manos, pero estaba tan fresca como si la de la señora Beauchamp fuera la primera. Samantha hubiera tenido que estar agotada, pero se sentía, en cambio, invadida por ese vigor especial que procede de un espíritu alegre. Todos habían acudido aquella noche a festejar la inauguración del hospital; era inconcebible que Samantha pudiera estar cansada.

Miró más allá de la señora Beauchamp y, al ver a Hilary cruzando el vasto salón de baile, tuvo que sonreír ante la energía de su amiga. Hilary, embarazada de cuatro meses y escandalizando a la alta sociedad por el hecho de no ocultarlo, estaba dirigiendo aquella espectacular fiesta como si fuera una simple merienda. Fría y eficiente, con su vestido de raso blanco adornado de piel de armiño (un poco vulgar, pero lo había elegido Darius), Hilary daba órdenes a los cocineros, dirigía al ejército de criados y conseguía atender amablemente a cada uno de los invitados, sintiéndose tan a sus anchas con la princesa de Hawaii como con sus antiguas compañeras de escuela. Estaba en el apogeo de su gloria, una graciosa reina de arreboladas mejillas pero sin un solo rizo despeinado. Cuando miró al otro lado del salón y sus ojos se cruzaron con los de Samantha, sonrió con aire de secreta complicidad, enviándole a su amiga un mensaje particular. Aquélla era su noche.

La señora Beauchamp estaba diciendo algo acerca del color de los uniformes de las enfermeras —¿no sería más adecuado un color más oscuro, en lugar de aquel azul pálido tan poco práctico?— y Samantha contestó amablemente:

—Bastante triste resulta un hospital de por sí para que encima lo hagamos todavía más triste, señora Beauchamp. Los colores alegres pueden animar a la gente y, cuando el espíritu está alegre, el cuerpo sana con más facilidad. ¿No está de acuerdo?

—Pues, sí. ¡Claro que sí!

La señora Beauchamp miró rápidamente a su alrededor en busca de los personajes famosos que le habían prometido; Samantha se percató de que su invitada había ingerido una considerable dosis de elixir del Dr. Morton antes de acudir a la fiesta. La señora Beauchamp había acudido a Samantha a causa de las varices, y aunque generalmente seguía los consejos de Samantha, en la cuestión del elixir del Dr. Morton se había mantenido en sus trece. Eso la ayudaba a superar los días «biliosos», decía ella, negando que pudiera ser tan perjudicial como Samantha afirmaba. Al fin y al cabo, se podía adquirir en las mejores farmacias; si fuera tan nocivo, no lo venderían, ¿verdad? Samantha trató de explicarle que el elixir contenía mucho opio y que ella se estaba convirtiendo rápidamente en una adicta, pero eso ofendía por demás a aquella mujer, la cual consideraba que sólo las clases más bajas de la sociedad eran aficionadas a las drogas. Si una lavandera tomaba cada día una cucharada de elixir del Dr. Morton, era una drogada; en cambio, si una dama de la alta sociedad hacía lo mismo, se trataba de una medicación necesaria.

Aparecieron a continuación el señor Charles Havens y su esposa, expresándole sus mejores deseos de éxito para la Enfermería; ellos habían sufragado los gastos de la sala de operaciones. Rosemary Havens también era paciente de Samantha. Consumía arsénico desde hacía varios años, tomando dosis diarias de Solución Fowler’s para dar esplendor a su tez. No obstante, a diferencia de la señora Beauchamp, Rosemary Havens había seguido el consejo de Samantha, había abandonado la Solución Fowler’s y ahora se cuidaba la tez con leche de pepinos.

Mientras los Havens se dirigían a saludar a la princesa Liliuokalani de Hawaii, Samantha se preguntó si podría aprovechar la ocasión para salir a tomar un poco el aire.

Aquel acontecimiento era equiparable al baile de la señora Astor; la aristocracia de San Francisco, olvidando su inicial resistencia de hacía un año, estaba festejando el triunfo de Samantha y Hilary. Mezclados con dignatarios extranjeros, políticos y nombres famosos de las artes, se podía ver a los Crocker, los Stanford y los De Young. Bebían champán Mumm y conversaban acerca de las minas de plata y las peleas de gallos de Marin. Los hombres vestían de frac y las damas lucían adornos de encajes duquesa y de Esmirna. Sin embargo, la diferencia entre aquel baile y el celebrado en las Navidades de hacía ocho años estribaba en el hecho de que Samantha era esa noche la invitada de honor: todos estaban allí por ella. Y que en aquel otro baile estaba presente Mark Rawlins.

Era el mes de julio y en el jardín de los Gant se aspiraba la fragancia de los nuevos capullos y de la hierba recién cortada. Algunos invitados habían salido también a tomar el aire, conversando suavemente bajo la luz de las lámparas del jardín y sirviéndose de las bandejas de los camareros que pasaban. Para aquella ocasión de gala, Hilary había contratado a los mejores cocineros de San Francisco, ofreciendo a sus trescientos invitados tripes à la mode de Caen, filetes de tortuga verde, ragout de pato de primavera, gambas en salsa y patas de cangrejo con salsa de jerez a la crema; las bandejas de caviar, salmón ahumado, quesos variados, fruta y nueces circulaban pródigamente entre los invitados y, según la costumbre de San Francisco, sólo se servían vinos californianos, en sus garrafillas de origen. Se acercó una camarera con una bandeja llena de copas de champán y Samantha sacudió la cabeza con una sonrisa. No había vuelto a probar el champán desde su última cena en casa de Mark, hacía cinco años, y jamás volvería a hacerlo; algunas cosas tenían que considerarse especiales y quedar reservadas para el valioso pasado.

Se aproximó a un apartado banco de mármol y se sentó; sus pensamientos no estaban en el hospital ni en la fiesta que en aquellos momentos se estaba celebrando sino que, abrumada por una inmensa satisfacción nacida de su hazaña, Samantha se permitió un insólito lujo: pensar en Mark.

¡Hubiera tenido que estar allí, con ella!

—Disculpe, doctora Hargrave.

Ella levantó la mirada.

—He estado esperando el momento adecuado. ¿He elegido mal?

—¿El momento adecuado para qué, señor?

—Para presentarle mis respetos. Cuando llegué, estaba usted rodeada por un montón de gente. Yo prefiero las audiencias en solitario. Warren Dunwich, para servirle, señora.

Ella le miró intrigada. Era demasiado elegante y refinado para ser de San Francisco y, sin embargo, su acento era, sin la menor duda de la Costa Oeste. Aunque le calculó unos cincuenta y tantos años, su aspecto era muy juvenil; el hermoso cabello plateado no le envejecía sino que más bien parecía acentuar una impresión de fuerza y vigor.

—Encantada de conocerle, señor Dunwich. ¿Es usted nuevo en San Francisco?

Él esbozó una sonrisa extraña, fría. Poseía una apostura severamente áspera, su mandíbula, sus mejillas hundidas, su fina nariz aguileña eran propias de la antigua aristocracia europea y Samantha se lo imaginó fugazmente como el dueño de un castillo en ruinas, rodeado por la lenta decadencia de la antigua nobleza.

—Soy nuevo en San Francisco cada año, señora, aunque considere que esta ciudad es mi hogar. Tengo que viajar mucho.

Warren Dunwich tenía unos ojos increíblemente azules. Eran agudos e intensos, al igual que todo su porte y, cuando se inclinaba doblando la cintura, mantenía la espalda rígida. Samantha tuvo la impresión de estar hablando con un conde.

—¿Le puedo traer algo de la mesa, doctora?

—No, muchas gracias, señor Dunwich. Tengo que regresar junto a mis invitados.

—¿Me permite entonces que la acompañe?

—¿Qué negocios le mantienen lejos tanto tiempo, señor? —preguntó ella, tomándole del brazo.

—Me dedico a muchas actividades, doctora. Pero me gustaría muchísimo oír hablar de ese extraordinario hospital, y más todavía de su fundadora.

Hilary estaba conversando con Lily Hitchcock Coit, la legendaria mascota de los Pantalones Bombachos n.º 5, cuando miró hacia el otro lado del salón. Al ver entrar a Samantha del brazo de un desconocido y riéndose como si se encontrara muy a gusto con él, arqueó levemente las cejas.

Hilary frunció los labios. ¿Cómo se llamaba aquel hombre? El cortés desconocido, socio del club privado de Darius, le causaba una impresión positiva y negativa a un tiempo: era extremadamente apuesto y ella pensaba que rico y sin compromiso; pero había algo más, algo frío y distante, que la repelía.

Se disculpó ante su interlocutora y se acercó a ellos, abriéndose paso por entre los invitados. Pudo oír algunos fragmentos de conversación y no le sorprendió que la controversia acerca de si admitir o no a pacientes de dudosa moralidad aún estuviera en pleno apogeo. Hilary no pudo por menos que esbozar una sonrisa. Por mucho que discutieran, Samantha se mantendría en sus trece. Algunos donantes habían impuesto la condición de que la Enfermería no admitiera a prostitutas ni casos de enfermedades venéreas; otro, la de que no se atendiera a las chinas ni a las mexicanas; y Samantha les había devuelto el dinero: la Enfermería estaría abierta a todas las mujeres.

—Pero bueno, Samantha Hargrave, ¡creo que estás en compañía de la única persona de este salón a la que tú conoces y yo no!

Samantha presentó a su acompañante y descubrió un brillo especial en los ojos de su amiga.

—Si no me equivoco, es usted socio del mismo club que mi esposo, señor. Es un placer conocerle. ¿Tendré el gusto de conocer también a la señora Dunwich esta noche?

Samantha miró a su amiga con expresión de reproche, pero ella no hizo caso. Ambas habían discutido más de una vez la soltería de Samantha. Hilary, que era una casamentera por naturaleza, insistía en que Samantha necesitaba a un hombre en su vida, y ella afirmaba serenamente que no.

—Mi esposa murió, señora —contestó el señor Dunwich—. Hace ocho años.

—¿Vive usted en San Francisco, señor Dunwich?

—Resido en Marin, pero visito con frecuencia la ciudad.

—Bien, pues, en tal caso tiene usted que venir a cenar alguna…

—Hilary querida, creo que Darius te está buscando.

—Ah, ¿sí? —dijo Hilary, volviéndose para mirar.

En aquel momento, Samantha experimentó una repentina sensación de vértigo. Y, curiosamente, lo mismo le ocurrió a Hilary. Mientras ambas se acercaban la mano a la frente, surgió de la tierra un sordo rumor, como el de los truenos cuando estallaban sobre la bahía, y el aire se llenó en seguida del tintineo del cristal. La orquesta dejó de tocar y cesaron todas las conversaciones. El temblor pasó rápidamente, dejando en pos de sí un pavoroso silencio; ninguno de los trescientos invitados se movió ni habló. Después se oyó un suspiro colectivo de alivio, seguido de risas nerviosas. Mientras los demás invitados reanudaban sus conversaciones, Hilary, evidentemente nerviosa se dirigió a Samantha:

—Válgame Dios, qué fuerte ha…

La sacudida que conmovió la casa a continuación, estuvo a punto de hacerla caer de rodillas. Esa vez el estruendo fue ensordecedor y los invitados no se limitaron a permanecer inmóviles, contemplando cómo oscilaban las arañas de cristal, sino que corrieron a buscar cobijo donde pudieron. Samantha se tambaleó, pero el señor Dunwich la sostuvo firmemente por la cintura, evitando que se cayera. Pareció durar una eternidad, pero, en realidad fue un temblor muy breve: los samovares cayeron de las mesas del bufet, el contenido de los cubos del champán se derramó en el suelo, las damas gritaron o se desmayaron.

Cuando todo hubo terminado, nadie se movió, nadie respiró, pareció como si buscaran algún signo en la atmósfera; y después con aquel instinto tan peculiar de los habitantes de San Francisco, los invitados se animaron, sabiendo que el terremoto ya quedaba atrás.

Warren Dunwich, sosteniendo todavía a Samantha por la cintura, abrió la boca para preguntarle si se encontraba bien, pero, para leve asombro suyo, ella se lo preguntó primero a él y después miró rápidamente a su alrededor. Se oyó un repentino gemido procedente del piso superior.

—¡Los niños! —exclamó Samantha, y se alejó a toda prisa.

Varias personas subieron presurosas la escalera, para dirigirse al cuarto de los niños, pero Samantha llegó primero. Merry Christmas estaba chillando en brazos de la niñera y el pequeño Robert berreaba a pleno pulmón junto al pecho de su madre. Jennifer se encontraba sentada en un rincón, con los ojos muy abiertos y el rostro impasible.

Samantha se arrodilló y estudió la cara de la niña.

—¿Estás bien, cariño? —le preguntó por costumbre.

Examinó las pupilas y el color de Jenny, buscando indicios de temor, pero no había ninguno, como si nada hubiera ocurrido.

Lo que nadie podía saber era que Jenny, en su mundo de silencio, poseía los mismos agudos instintos que los perros de los Gant, que en ese momento estaban ladrando; había percibido la llegada del terremoto y éste no la había pillado por sorpresa. Samantha acarició los abundantes rizos de Jenny.

—No pasa nada, cariño, ha sido un simple temblor.

En aquel momento, Jenny levantó la cabeza y sus pupilas se encendieron al ver algo por encima de la cabeza de la señora. Samantha leyó una expresión de pánico en los ojos de la niña, se volvió y miró hacia arriba. Warren Dunwich acababa de entrar y se encontraba de pie a su espalda, mirando a Jenny. Samantha desvió la mirada y descubrió con horror una monstruosa grieta en el techo del cuarto de los niños.

—No te asustes, cariño —dijo, tomando a la niña en brazos—. El techo no se va a caer, te lo prometo.

Sin embargo, no era la grieta lo que había asustado repentinamente a la niña y, mientras permanecía pasivamente en brazos de Samantha, Jenny miró a Warren Dunwich con expresión recelosa y él, que también era un ser perceptivo, la miró a su vez y comprendió lo que había visto.