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—Jamás lo conseguirá, doctora Hargrave. Todo ese plan es infactible.

Samantha miró fijamente al hombre que le estaba hablando. LeGrand Mason, el marido banquero de Dahlia, era un hombre rechoncho como un tonel muy aficionado a hacer afirmaciones capaces de demostrar que él era la autoridad última en todas las cosas. Sin embargo, lo que molestaba a Samantha en aquellos momentos no eran sus modales sino el hecho de que le estuviera repitiendo lo que ya le habían dicho Darius y también Stanton Weatherby, el abogado de los Gant. Los tres expertos financieros habían estudiado por separado su plan y decretado que era inviable.

Samantha se levantó del sillón, cruzó la estancia y se acercó al mirador. Era tarde y la ciudad se hallaba envuelta en la niebla; a través de la bruma y desde su invisible lugar de origen, se oía el doliente mugido de la sirena de aviso de Fort Point. Prestando cuidadosa atención durante un minuto, se podía adivinar, por la duración de sus silbidos, la posición del banco de niebla. Samantha se estremeció y se frotó los brazos, a pesar de que en el salón de los Gant ardía alegremente el fuego de la chimenea.

Ella sabía que el frío le nacía de dentro. Del temor de que su sueño tan reciente estuviera a punto de morir.

Desde el instante de su concepción en Chez Pierre, el hospital había estado luchando por sobrevivir. Samantha y Hilary, tras estudiar la estructura y modalidad de gestión de varios hospitales del país, habían preparado un estudio financiero. Pero sus cálculos resultaron excesivamente desequilibrados: demasiados gastos y muy pocos ingresos. LeGrand Mason le había demostrado con cifras que, en menos de seis meses, la Enfermería para Mujeres y Niños de San Francisco iría a la bancarrota.

—Nadie va a invertir en un negocio abocado al fracaso —dijo ahora a su espalda—. Si cobra las visitas a los pacientes, tendrá todos los inversores que quiera.

—Señor Mason —contestó ella, volviéndose para mirarle—, es ridículo esperar que un hospital benéfico obtenga beneficios. Nuestro respaldo económico, señor, tiene que proceder no de los inversores sino de los donantes.

—Eso no es posible. Conseguirá usted sin duda que los Crocker y los Stanford entreguen sumas de dinero para la fundación del hospital, pero no puede esperar que sigan entregando dinero con regularidad. Ese hospital es una carga económica insoportable, doctora. Tiene usted que obtener beneficios.

—Los beneficios, señor Mason, serán vidas humanas.

Mason miró a Darius en busca de apoyo y éste dijo:

—Samantha, podrías reunir el dinero que hace falta para poner en marcha el hospital, pero jamás conseguirás mantenerlo en funcionamiento. Y entonces ni siquiera tendrás los beneficios de las vidas humanas:

—Se puede hacer, Darius. Yo administraré el dinero.

—¿Cómo?

—Hilary y yo tenemos algunas ideas. Bazares benéficos, rifas, campañas de suscripción. Y como es lógico, pensamos pedir una subvención al Estado.

—Con eso no cubrirás más que los gastos de un mes.

—Muy bien, ya nos ocuparemos después de los once restantes.

Darius sacudió la cabeza y clavó de nuevo los ojos en el fuego de la chimenea. Le gustaba Samantha Hargrave, admiraba su ánimo y su optimismo (en privado, le había dirigido su mejor cumplido: estaba tan capacitada como un hombre), pero su obstinación le irritaba. Y, además, se la había contagiado a su mujer. Desde que ambas eran amigas, también Hilary se había vuelto un poco terca.

El silencio llenó la estancia mientras sus cinco ocupantes se sumían en sus propias reflexiones sobre el fondo de las sirenas que con sus avisos mantenían alejados a los barcos de las rocas de la bahía. LeGrand Mason se encontraba de pie junto a la chimenea, tabaleando impaciente en la repisa. No era contrario a la idea de la Enfermería es más, desde que la doctora Hargrave había obrado el milagro del embarazo de Dahlia, LeGrand se desvivía por ayudarla en su maravillosa labor. Pero lo malo era que Samantha no estaba haciendo las cosas como era debido. Él era el banquero, el experto. ¡Nada menos que un hospital benéfico! A los Stanford y a los Crocker ya acudían en demanda de ayuda todas las organizaciones benéficas de San Francisco —refugios para animales, residencias para marineros ancianos, orfanatos— y ahora aquello. Si por lo menos pudiera convencerla de cobrar las visitas a los pacientes…

El tercer caballero presente en el salón estaba absolutamente encantado con Samantha. Stanton Weatherby, abogado de los Gant, era un cortés y encantador viudo de cincuenta años que, al morir su esposa, quince años antes, había llegado al convencimiento de que nunca podría haber otra mujer para él. Pero, tras haber conocido a la doctora Hargrave unas semanas atrás, no había tenido más remedio que revisar aquel convencimiento.

—En cualquier caso —dijo Darius, agitándose en su asiento—, aún no disponemos de un lugar donde construir la Enfermería, y en tanto no lo hayamos encontrado, todas las discusiones acerca del dinero serán ociosas.

—Pero si ya lo hemos encontrado —dijo Hilary alegremente.

Los tres hombres se volvieron hacia ella. Hilary miró primero a Samantha con cierto nerviosismo (ambas estaban ya preparadas para aquel momento) y después añadió rápidamente:

—En realidad no sólo hemos encontrado un lugar sino también un edificio tan perfecto que cualquiera diría que fue construido pensando en la Enfermería. Y está muy bien situado, muy cerca de las líneas de tranvías, en el mismo centro de la ciudad y, por consiguiente, de fácil acceso para los enfermos.

—¿Dónde está? —preguntó LeGrand.

—En Kearny Street.

Los tres hombres guardaron silencio. Después Darius preguntó:

—¿A qué altura de Kearny?

—No lejos de Portsmouth Square.

—¿De qué edificio se trata? —insistió él, arqueando las cejas.

—De la Jaula de Oro —contestó ella, entrelazando firmemente las manos sobre el regazo.

—La Jaula… —balbució Darius, levantándose de golpe—. Dios bendito, ¡no hablarás en serio!

LeGrand, pensando que las damas les estaban gastando una broma, se echó a reír; pero su expresión se modificó en seguida. Hablaban en serio.

—Señora —rugió Darius—, ¿acaso se ha vuelto usted loca?

—Por favor, no grites, querido. La Jaula de Oro es un edificio perfecto para nuestro hospital —prosiguió muy tranquila—. Samantha y yo lo hemos visitado con mucho detenimiento. El piso superior será estupendo para alojar a las enfermeras, y hay montacargas para subir la comida desde la cocina…

—¡Señora Gant! —exclamó Darius—. ¿Quiere decir que ha pisado usted ese lugar?

—Íbamos acompañadas, Darius.

—¿Por quién?

—Por el corredor de fincas.

Darius descargó un puño sobre la repisa de la chimenea, haciendo brincar el reloj de similor.

—¿Ha perdido usted el juicio, señora?

LeGrand apoyó una mano en el brazo de Darius, para calmarle, y dijo serenamente:

—Un momento. Vamos a ver si las entiendo a ustedes correctamente, señoras. La Jaula de Oro está en venta y ustedes dos, acompañadas por el corredor de fincas, acudieron a verla, ¿no es así?

—En efecto.

—Pero, mis queridas señoras, ¿se dan ustedes cuenta de que…?

—Señor Mason —terció Samantha muy tranquila—, sabemos lo que es la Jaula de Oro, pero no podemos permitir que ello influya en nuestros planes. El caso es que el edificio está en venta y que resulta muy adecuado para la Enfermería.

—No —dijo Darius.

Todo el mundo le miró.

Él se volvió despacio, con expresión decidida.

—Está fuera de toda discusión.

—Pero, Darius querido…

—El tema está cerrado, señora.

Samantha se mantuvo perfectamente inmóvil en su sillón, sabiendo que el menor movimiento traicionaría su contrariedad. Ella y Hilary ya habían previsto aquella posibilidad. Es más, habían estado aplazando el momento de anunciárselo a los hombres, que iban a ser los miembros del consejo de administración de la Enfermería, hasta que se les presentara una ocasión favorable. Pero la verdad es que nunca había una ocasión favorable para comunicar una noticia como aquélla. La propia Hilary, hacía apenas una semana, mientras ambas almorzaban en Chez Pierre, se había escandalizado ante la sugerencia de Samantha de convertir en hospital una conocida casa de lenocinio. Pero Hilary se dejó convencer. Con aquellos hombres, en cambio, no habría manera.

Samantha ya se estaba acostumbrando a ver expresiones escandalizadas. Cuando al acudir a su despacho habían dicho al corredor de fincas que deseaban examinar el edificio: sorpresa por parte de éste, de sus socios y de su secretario. Después, el cochero que les había conducido hasta allí y había ayudado a las damas a descender del vehículo. Y más tarde, el portero (porque la Jaula de Oro aún estaba en funcionamiento); los hombres sentados alrededor de las mesas de juego; los camareros; el pianista; y finalmente, Choppy Johnson, el propietario.

Samantha y Hilary lo pasaron muy mal bajo las groseras miradas (¿acaso pensaban que eran futuras «anfitrionas»?), pero Choppy Johnson, a pesar de su mala fama y de sus siniestras amistades, se comportó como un caballero y procuró que la reunión tuviera un aire puramente comercial. No pudieron efectuar una visita completa porque muchas de las habitaciones estaban ocupadas, pero Samantha lo examinó todo con ojo profesional. Las habitaciones que ahora ocupaban las chicas serían perfectas para las enfermeras y los médicos residentes; el trastero de arriba, lleno de ruedas de ruleta, descoloridos cuadros de desnudos y sillas rotas, podría convertirse en una estupenda sala de operaciones. La Jaula de Oro era un establecimiento de lujo; Choppy Johnson había procurado que sus clientes gozaran de toda clase de comodidades: tenía las más modernas instalaciones sanitarias; instalación de gas por todas partes, cocinas económicas niqueladas y un depósito para agua caliente. Los ojos de Samantha lo recorrieron todo sin ver a las mujeres con vestidos de lentejuelas y medias de malla, la barra de caoba y latón, los cortinajes de terciopelo rojo, los hombres que las miraban con lascivia; en lugar de todo eso, sus ojos vieron hileras de pulcras camas, almidonadas enfermeras, carritos de ruedas con suministros. Las obras de acondicionamiento serían bastante sencillas. Un equipo de mujeres armadas de cubos y de productos de limpieza…

—¿Cuál es el precio? —preguntó LeGrand—. No sabía que Choppy Johnson hubiera puesto a la venta su establecimiento.

—Pide veinte mil.

—Parece un precio muy alto —dijo LeGrand, cuya analítica mente efectuó una rápida evaluación.

—Es que incluye en ello el «fondo de negocio» —señaló Samantha con una sonrisa.

—Pues claro. Choppy puede garantizar la existencia de una asidua clientela…

—¡Maldita sea! —exclamó Darius—. ¡No quiero seguir hablando de semejante establecimiento en presencia de señoras!

—Piensa en él como si fuera un hospital, querido —dijo Hilary.

Al ver que su marido le dirigía una mirada de reproche, Hilary se ruborizó.

Se había pasado de la raya y, una vez los invitados se hubieran marchado, recibiría una regañina.

—Un hospital tendría que levantarse en una zona de aire puro —dijo LeGrand—. Yo pensaba que elegirían ustedes el sector de Richmond.

—Señor Mason —dijo Samantha—, un hospital tiene que estar en un lugar que resulte cómodo para los pacientes. Muchas de las mujeres que acuden a mi consultorio no pueden pagar un billete de tranvía, y tampoco pueden abandonar su trabajo tanto tiempo. Por eso resulta ideal la Jaula de Oro.

—Tiene razón, Darius.

Todo el mundo se volvió para mirar a Stanton Weatherby, que hasta ese momento no había abierto la boca. Él le dirigió una amable sonrisa a Samantha.

—Creo que su propuesta es muy razonable, doctora.

—Gracias, señor —dijo ella, devolviéndole la sonrisa—. Si pudiera usted convencer a estos caballeros de que, por lo menos, examinaran…

—¡De ninguna manera! —exclamó Darius.

—Me pregunto por qué vende Choppy —dijo LeGrand.

—Nos explicó que quiere retirarse. Va a irse a vivir con su hermano, a Arizona.

—¿Retirarse? Pero si Choppy no tendrá más allá de cincuenta años.

Eso pensó también Samantha hasta que Choppy se acercó a la luz que penetraba por las ventanas de su despacho y vio la increíble palidez de su semblante, sus ojeras, las mejillas chupadas y la forma en que se frotaba el estómago con aire distraído. Choppy Johnson estaba muy enfermo.

—Jamás conseguirá usted reunir los veinte mil dólares —dijo LeGrand.

—Creo que podré conseguir que lo deje en dieciocho mil.

—No veo por qué. Hay en esta ciudad muchos… mmm… hombres de negocios que gustosamente le pagarían los veinte. ¿Por qué iba a vendérselo por menos a una persona que piensa clausurar el establecimiento?

Samantha también lo había pensado. Sobre el escritorio de tapa corredera de Johnson, Samantha había visto varios opúsculos en los que se invitaba a los pecadores al arrepentimiento. Sospechaba que la cercanía de la enfermedad y, por consiguiente, de su comparecencia ante el Sumo Hacedor, le habrían inducido a arrepentirse.

—Cuando le expusimos nuestras intenciones —replicó Samantha—, nos dijo que esperaría una semana antes de estudiar otras ofertas.

—¿Y que lo dejaría en dieciocho mil?

—Bueno, eso no llegó a decirlo.

—Mmmm.

—Es inútil seguir discutiendo —terció Darius—. ¡Me niego a mantener tratos con un hombre como Choppy Johnson, aunque sea en nombre de una buena causa, y a que mi dinero vaya a parar a unos bolsillos corruptos!

—Es usted un poco testarudo —dijo Stanton—. A mí me parece una digna inversión. Y creo que lo menos que podríamos hacer es echar un vistazo al edificio.

—Desde luego, sería fácil convertirlo en hospital —dijo LeGrand y enrojeciendo inmediatamente, se apresuró a añadir—: Bueno, a juzgar por lo que nos han dicho las damas.

Al finalizar la reunión, algunos minutos más tarde, Stanton Weatherby se ofreció a acompañar a Samantha en su coche. Mientras el vehículo avanzaba lentamente entre la niebla, Samantha se sumergió en sus pensamientos y su acompañante tuvo ocasión de observarla. Cada vez que veía a Samantha, pensó Stanton, la admiraba un poco más.

Stanton Weatherby, que no aparentaba sus cincuenta años, era elegante y apuesto y lucía bigotes y una cuidada barba. Resultaba, además, un hombre de gran encanto e ingenio.

—Un viejo dicho afirma, doctora Hargrave —expresó por fin—, que un comité es un grupo de hombres que individualmente no pueden hacer nada, pero que se reúnen y llegan colectivamente a la conclusión de que nada puede hacerse.

Ella dejó a un lado sus pensamientos.

—¿Decía usted? Oh, discúlpeme, señor Weatherby. Tenía grandes esperanzas de que esta velada resultara más positiva. No sabe usted lo bien que se adaptaría la Jaula de Oro a nuestros propósitos.

Él parpadeó complacido. Semejante determinación resultaba de lo más atractiva en una mujer tan joven y agraciada. Se sentía cautivado por ella.

—No tema, querida señora. Yo hablaré con Darius. Y entretanto le aconsejo que siga adelante y trate de reunir el dinero.

—Gracias, eso voy a hacer después. —Samantha añadió con una sonrisa—: Le agradezco su apoyo.

Él le devolvió la sonrisa, pensando: ¿Por qué demonios no está casada? Después carraspeó y preguntó con aire indiferente:

—¿Me permite el atrevimiento de preguntarle si ya ha visto usted la Victoria Regina en el parque Golden Gate? Dicen que es la flor más grande del mundo: mide casi un metro y medio de diámetro.

—Lo siento, no he tenido ocasión de ello, señor Weatherby.

—En tal caso, tal vez me conceda usted el honor de permitirme acompañarla alguna tarde, ¿un domingo quizá?

—Por desgracia, señor, el domingo es mi día más ocupado. Muchas de mis pacientes son trabajadoras y tengo que atenderlas en sus horas libres.

—Ya veo. Sí, bueno —dijo él, tirando de sus guantes de cabritilla—. En cualquier caso, doctora Hargrave, le ruego que no se preocupe por la Jaula de Oro. Puedo casi garantizarle que lograré convencer a Darius.

Darius se mantuvo en sus trece. Le echó un severo sermón a Hilary y acabó prohibiéndole participar en el plan de compra de la Jaula de Oro. Como consecuencia de ello, Hilary decidió desafiar a Darius y en ese momento se encontraba en compañía de Samantha frente a la impresionante mansión de piedra arenisca de James Flood. Era la segunda vez en su vida que Hilary desobedecía las órdenes de su marido; y tenía el presentimiento de que no iba a ser la última.

—Bien —dijo Samantha, tachando a los Flood de la lista de su cuaderno—. Nos falta mucho todavía.

Hilary frunció el ceño. En tres días, habían visitado a casi todos los representantes de la aristocracia de Nob Hill, y hasta el momento casi nadie había querido intervenir para nada en la compra de uno de los más célebres establecimientos de San Francisco. A pesar de su amistad con Hilary, no podían aprobar su proyecto; la mala fama que tenía la Jaula de Oro desde hacía cincuenta años, resultaría perjudicial para la Enfermería, dijeron, y, además, el barrio era malo y casi todas las pacientes serían, sin duda, mujeres de dudosa moralidad. Ninguna mujer que se respetara, por pobre que fuese o por enferma que estuviera, querría ir a la Enfermería, añadieron.

—Dentro de tres días Johnson venderá el edificio a otra persona —dijo Hilary, enfurecida—. Ojalá yo dispusiera de dinero, Samantha. Mi padre me dejó una herencia muy cuantiosa, pero todo está a nombre de Darius.

—Todavía no podemos darnos por vencidas, Hilary. Bueno, ¿te parece que vayamos a visitar a la señora Elliott?

Hilary miró al otro lado de la calle y contempló la especie de castillo con torrecillas que se levantaba al otro lado de una valla de noventa metros de longitud. La mansión de los Elliott era la primera y la más antigua de Nob Hill, y se elevaba al final de California Street como una fortaleza medieval. Sin embargo, se hallaba envuelta en el misterio y el silencio. Era la única casa que Hilary no había visitado jamás, y pocas eran las personas de la alta sociedad de San Francisco que lo habían hecho. Su única moradora era la señora Lydia Elliott, una mujer muy anciana que se había trasladado a San Francisco, procedente de Boston, hacía varias décadas, cuando era esposa de un buscador de oro analfabeto. James Elliott, una legendaria figura de San Francisco, había muerto hacía veinticinco años en el transcurso de un duelo a orillas del lago Merced, no sin antes haber dejado en herencia a su viuda e hijo una considerable cantidad de acciones de los ferrocarriles. El día del duelo la señora Elliott había mandado colgar una corona negra en la puerta principal y nunca había vuelto a salir. Acerca de su único hijo corrían vagos rumores, pero nadie sabía a ciencia cierta qué había sido de él.

—Dudo que nos reciba, Samantha. Dicen que no le gustan las visitas.

—Podemos intentarlo.

Mientras avanzaban por la empinada calzada —dos elegantes jóvenes con capelinas de nutria y largas faldas rectas ajustadas a la cintura—, Samantha y Hilary experimentaron la extraña sensación de que alguien las estaba observando. Pero las cortinas, corridas sobre las ventanas desde hacía veinticinco años, no se movieron y la casa ofrecía un aspecto extrañamente desolado. No había jardineros ni coches e incluso los pájaros parecían mantenerse alejados de la finca.

—Es posible que ni siquiera esté viva —murmuró Hilary.

Samantha levantó el pesado picaporte y lo dejó caer. El polvo de la vieja corona cayó como una lluvia sobre el umbral. Mientras Hilary decía en voz baja: «Vámonos», se abrió la puerta y, para su inmenso asombro, apareció ante ellas un majestuoso mayordomo impecablemente vestido.

—¿Qué desean?

Hilary le explicó brevemente el propósito de su visita y después le entregó su tarjeta. Mientras tomaban asiento en el espacioso vestíbulo, observando cómo el mayordomo se retiraba con la tarjeta depositada en una bandeja de plata, Samantha y Hilary miraron a su alrededor con ojos muy abiertos.

—Es… precioso —murmuró Hilary—. Y todo está muy limpio.

Samantha contempló las relucientes arañas de cristal, las superficies de las mesas, los espejos y los jarrones.

Regresó el mayordomo y, para su mayor asombro, las acompañó a un pequeño salón amueblado con mucha elegancia y exquisito gusto. Se sentaron y esperaron; minutos más tarde apareció la señora Elliott.

Caminaba encorvada, con ayuda de un bastón, y su rostro era todo un mapa de arrugas; parecía muy vieja, pero sus ojos revelaban una mente ágil y despierta. Llevaba el blanco cabello meticulosamente peinado con raya en medio, cubriéndole los oídos y recogido en un moño en la nuca y, mientras cruzaba la estancia, se escuchó un crujido procedente no de sus articulaciones, sino del miriñaque que abombaba su vestido negro. Al igual que su peinado, su atuendo era anticuado y seguía un estilo que no se llevaba desde la guerra civil, pese a resultar claro que había sido confeccionado recientemente, como si la señora Elliott estuviera desafiando el paso del tiempo y tratara de detenerlo.

Una vez hechas las presentaciones (los ojillos parpadearon al oír la palabra «doctora»), la señora Elliott dijo:

—Rara vez recibo visitas, ¿saben?, pero eso se debe a que vienen muy pocas personas últimamente. El mayordomo me ha dicho que quieren hablarme de un hospital benéfico, ¿verdad?

Hilary empezó a exponerle el proyecto y la señora Elliott pareció escucharla con interés; sin embargo, cuando Hilary se refirió a la compra de la Jaula de Oro, la anciana palideció.

—Deténgase —dijo—. No siga. Deseo que se vayan. Charney las acompañará.

—Pero, señora Elliott… —balbució Hilary mientras la anciana se levantaba.

—Joven —contestó ella, golpeando el suelo con el bastón—, ¿cómo se atreve a venir a mi casa y hablarme de ese lugar? Cuando Charney me informó del propósito de su visita, les abrí mis puertas. Ahora ustedes han traicionado esa confianza. Deseo que se vayan inmediatamente.

—Señora Elliott —terció Samantha rápidamente—, siento que la hayamos ofendido, pero la Jaula de Oro es tan perfecta para nuestro…

—¿Ofenderme? —gritó la anciana—. ¡Me han abierto una herida y le han echado sal!

Samantha y Hilary la miraron fijamente.

—¡Ahí tienen! —gritó la anciana con voz trémula, señalando un retrato colgado sobre la chimenea—. Mi marido. Abatido por el disparo del propietario de un establecimiento como la Jaula de Oro. Era la época de la milicia civil, pero aquel hombre jamás compareció ante la justicia. ¡Dijeron que fue un duelo en el campo del honor!

—Lo lamento, señora Elliott.

—¿Que lo lamenta? Eso no me devolverá a mi pobre marido. Ni a mi hijo. Y ahora váyanse inmediatamente, por favor.

Hilary se dispuso a obedecer, pero Samantha se quedó en su sitio.

—¿Qué le ocurrió a su hijo, señora Elliott? —preguntó suavemente.

Las lágrimas asomaron a los inquietos ojos y la anciana volvió a hundirse en su sillón. Su voz sonó como de lejos.

—Solía acudir allí. Yo lo ignoraba. No fue fácil educar sola a mi hijo tras la desaparición de mi marido. Philip acudía allí casi todas las noches. Y entonces conoció a aquella pelandusca y ella trastornó su ingenua cabeza.

Samantha y Hilary permanecieron inmóviles y en silencio.

—La Jaula de Oro mató a mi Philip —añadió la mujer en tono distante—. Era un buen chico, pero se dejaba arrastrar con facilidad. Le enseñaron a jugar y a beber. Después una de aquellas mujeres le dijo que estaba esperando un hijo suyo. Philip hizo lo correcto y se casó con ella. Pero no hubo ningún hijo. Ella se gastó su dinero y después se fue con otro hombre. Philip se pegó un tiro.

Samantha y Hilary se la quedaron mirando un instante, y después Hilary dijo suavemente:

—Lamentamos haberla molestado, señora Elliott.

—Señora Elliott —agregó Samantha—, ésta es su ocasión de vengar a Philip.

La anciana levantó la cabeza y dijo en tono fatigado:

—Váyanse, por favor. Lo hecho, hecho está. Nada puede cambiar el pasado.

—Lo sé, señora Elliott, pero, si compramos la Jaula de Oro y la convertimos en hospital, podremos evitar que ocurran semejantes tragedias en el futuro.

—No quiero tener nada que ver con ese despreciable lugar. No le daré dinero al hombre que es su propietario. —Se levantó con gesto comedido, se acercó renqueando al cordón de la campanilla y, tirando de él, añadió—: Han exhumado ustedes recuerdos dolorosos y me han traído unos desdichados fantasmas. En adelante seré más cuidadosa con las personas que acudan a esta casa.

—Señora Elliott —dijo Samantha casi en tono suplicante—, si nosotras no compramos la Jaula de Oro, se encargará de hacerlo otro Choppy Johnson y otros Philip Elliott sufrirán como su hijo. Ésta es su oportunidad de librar a San Francisco de un mal que la agota desde hace demasiado tiempo. ¿Qué mejor justicia que tomar un lugar en el que las mujeres son humilladas y convertirlo en un lugar para curarlas?

—Salgan de mi casa inmediatamente —replicó la señora Elliott, mirándola con dureza.

Mientras bajaban por el camino particular de la mansión, Hilary dijo:

—No hubiéramos tenido que insistir, Samantha. La pobrecilla hubiera podido sufrir un ataque.

Samantha estaba trémula y su temblor se había transmitido incluso a la larga pluma de su sombrero. Se detuvo junto a la verja de cara al viento, mirando, sin verlas, el agua cubierta de cabrillas de la bahía y las esponjosas nubes que coronaban las verdes colinas de Marin.

—Tiene que haber algún medio de hacerles entrar en razón.

—Samantha, desistamos de comprar la Jaula de Oro. Ya encontraremos otro edificio. Tal vez convendría seguir el consejo de LeGrand y edificar el hospital en la zona de Richmond.

Pero Samantha se mostraba reacia a abandonar un proyecto que le parecía ideal. Al entrar en el salón de baile, había imaginado la sala de obstetricia; en la cocina se había representado cientos de comidas; en las habitaciones de arriba había visto los pulcros dormitorios de los médicos. Y, en la parte exterior, en lugar de la llamativa marquesina donde se anunciaba a las «anfitrionas» más bellas y complacientes de la ciudad, una sencilla placa, indicando que aquello era la Enfermería para Mujeres y Niños de San Francisco. Lo había sentido con demasiada fuerza y le había parecido demasiado perfecto para abandonarlo ahora.

—¡Señora Gant! —llamó una voz a su espalda.

Hilary y Samantha se volvieron y vieron a una criada con cofia y delantal corriendo por el camino. La muchacha se acercó jadeando y les entregó un sobre.

—La señora me ha pedido que les dé esto.

Hilary abrió el sobre. Contenía dos cosas: un cheque por veinte mil dólares y una nota en la que, en temblorosa y nítida caligrafía, se rogaba que una de las salas de la Enfermería llevara el nombre de Philip Elliott.

Con el dinero de la señora Elliott pudieron comprar el edificio, pero aún necesitaban fondos para el mobiliario, el equipo y el personal.

Se sentaron a estudiar los detalles con LeGrand Mason y Stanton Weatherby (Darius se encontraba en Los Ángeles intentando rescatar unas partidas de naranjas que se estaban pudriendo en un tren descarrilado). Esbozando un plan económico, llegaron a la conclusión de que se necesitarían diez mil dólares para cubrir los gastos iniciales y para mantener la Enfermería en funcionamiento durante doce meses, transcurridos los cuales deberían efectuarse nuevas colectas. De los diez mil, sólo tenían cuatro.

Samantha y Hilary se dispusieron con gran entusiasmo a reunir los restantes seis mil dólares y, puesto que la alta sociedad seguía censurando, en su mayor parte, la compra de la Jaula de Oro, decidieron recabar la ayuda del pueblo llano.

A pesar de su confinamiento, Dahlia Mason quería ayudarlas. Al enterarse de que tenía muy buena mano para pintar exquisitas violetas, le encargaron la tarea de dibujar y escribir tarjetas de agradecimiento destinadas a las personas que entregaran donativos, tanto en dinero como en especie (un carnicero prometió una docena de pavos desplumados). Las tarjetas se pusieron muy pronto de moda y se podían ver por toda la ciudad, orgullosamente exhibidas en los salones (sobre todo, teniendo en cuenta que en ellas no se especificaba la cuantía ni la naturaleza de la donación), hasta tal punto que empezó a resultar de buen tono efectuar un regalo a la nueva Enfermería (un reloj, un vestido viejo, veinticinco kilos de sábanas usadas) y exhibir una de las tarjetas de Dahlia Mason.

Al ver que la corriente de regalos empezaba a disminuir, Samantha consiguió utilizar el espacio libre de un periódico local para la publicación de una lista de nombres de donantes, grandes y pequeños, y de ese modo las donaciones empezaron a aumentar de nuevo, obedeciendo al deseo de la gente de ver su nombre en letra impresa. Para los óbolos de cien dólares o más, se destinó una pared del vestíbulo recientemente reformado (donde los antiguos clientes solían dejar sus bastones y sombreros) y un cantero grabó gratuitamente los nombres de los benefactores. No obstante, algunos de los regalos más apreciados fueron los que se consideraban de lujo, objetos muy bonitos, pero que nunca se hubieran podido incluir en el presupuesto de la Enfermería: alfombras de nudo para los salones, jarrones para las habitaciones de las enfermeras, libros para la biblioteca y un precioso piano de cola para la sala común, regalo de Stanton Weatherby.

Mientras los obreros y los equipos de limpieza se afanaban día y noche en conferir a la Jaula de Oro un aspecto respetable, pequeños grupos de curiosos empezaron a congregarse en la acera para mirar y hacer comentarios, y Hilary nunca desaprovechaba la ocasión de pasar el platillo. Y cuando, poco a poco, fue desapareciendo el aspecto de casa de trato que había tenido el edificio, los representantes de la alta sociedad empezaron a acercarse.

A Hilary se le ocurrió entonces otra idea para allegar fondos. El plan consistía en la «ayuda a una cama», por la cual un benefactor se comprometía a costear durante un año los gastos de atención a los pacientes que ocuparan una determinada cama. LeGrand calculó los gastos: el lavado de la ropa blanca costaría treinta dólares al año; las comidas, cuarenta y ocho dólares; los servicios diarios de las enfermeras, doce centavos; y así sucesivamente. A ello había que añadir los gastos quirúrgicos y de medicamentos. Finalmente se determinó que el coste anual de mantenimiento de una cama había de fijarse en setenta y cinco dólares. Dahlia Mason, utilizando su exquisita caligrafía y pintura dorada, confeccionó rótulos que se colgarían sobre las cabeceras y en los cuales figurarían los nombres de los protectores. La idea alcanzó un gran éxito: antes de que les pusieran los colchones, las cincuenta camas ya tenían padrinos.

Hilary y Samantha dedicaban largas horas a forjar planes. Aparte de la organización del Comité Femenino, que sería un grupo especial responsable de muchas funciones de gran importancia, Hilary se hallaba ocupada en la organización de un impresionante baile para celebrar la inauguración de la Enfermería; Samantha, por su parte, se pasaba casi todo el día en la Enfermería, dirigiendo a los obreros, discutiendo con el arquitecto (éste insistía en que la sala de autopsias estuviera situada junto a la de operaciones, tal como se había hecho durante siglos, mientras que Samantha quería que estuviera en el sótano). Samantha se dedicaba, además, a entrevistar a las aspirantes a los distintos puestos de trabajo.

La primera empleada contratada fue una antigua inquilina de la Jaula de Oro, una mujer de cuarenta y tantos años unida sentimentalmente a Choppy y que ya no encontraba trabajo. Samantha la contrató para la cocina. La segunda empleada fue Charity Ziegler («Enviada por el cielo, te lo juro», le dijo Samantha a Hilary), que se había trasladado recientemente a San Francisco en compañía de su marido. La señora Ziegler había sido enfermera jefe en el Hospital General de Buffalo durante seis años y no sólo era una experta en la dirección de un equipo de enfermeras y en la preparación de las empleadas en período de prueba, sino que además estaba familiarizada con la «comida para enfermos» y sabía organizar los menús. Charity Ziegler fue contratada con el astronómico sueldo de seiscientos dólares anuales.

La primera interna de Samantha fue Willella Canby, una bajita y rechoncha joven que se había graduado hacía muy poco en la Facultad de Medicina Toland de la Universidad de California. Tenía muy buenas referencias, era lista y enérgica y no se echó atrás ante la idea de tener que trabajar sin paga, a cambio de comida y alojamiento.

Poco a poco, la Enfermería empezó a adquirir forma. Hilary organizó su Comité Femenino, Stanton Weatherby redactó los estatutos, se obtuvieron los permisos municipales y estatales, se completó el personal y, en julio de mil ochocientos ochenta y siete, casi un año después de haber sido concebida la idea en Chez Pierre, la Enfermería para Mujeres y Niños de San Francisco estaba a punto de entrar en funcionamiento.

Lo único que necesitaban ya eran pacientes.

El último obrero se había marchado, los últimos cubos y escobas habían desaparecido de la vista; todas las salas olían a pintura reciente y a pulimento. Había una estufa de carbón en cada planta (Samantha quería instalar calefacción a vapor, pero eso hubiera costado otros cinco mil dólares). Junto a cada cama había un cordón para llamar a la enfermera por medio de una campanilla y, a lo largo de todo el edificio se había instalado una ingeniosa cadena de tubos acústicos, como los de los barcos. Las habitaciones del piso superior estaban a punto de ser ocupadas: cada una contenía dos camas, una alfombra, un lavamanos, un tocador y un escritorio. Iban a ser ocupadas muy pronto por quince enfermeras y aspirantes a enfermeras y por las doctoras Willella Canby, Mary Bradshaw, de la Facultad de Medicina Cooper, y la doctora Hortense Lovejoy, de la Facultad Femenina de Pennsylvania, que serían las médicos residentes. Abajo, la cocina estaba limpia y a punto. En la sala común destinada a pacientes que podían levantarse había un piano, cómodas sillas, una chimenea y estanterías con libros. Al fondo del pasillo estaban las salas de exploración, la Clínica de Accidentes y el despacho particular de Samantha. Y finalmente, en el vestíbulo, por encima del mostrador de la enfermera de recepción, un gran letrero recién pintado prohibía fumar a los médicos y a los visitantes varones en cualquier zona del hospital.

La deshabitada Enfermería estaba esperando. Samantha también esperaba. Tras haberlo inspeccionado todo por última vez antes de cerrar la puerta y regresar a casa para vestirse con vistas al baile de Hilary, Samantha se detuvo en el vestíbulo. Estaba anocheciendo y el rumor del tráfico penetraba a través de la puerta abierta. Samantha se volvió lentamente, contemplando los relucientes bancos, las flores, y el cepillo de donativos, y se llenó de asombro, emoción y un poco de temor. Habían llegado hasta allí, habían alcanzado aquel extraordinario objetivo, pero no tenían garantizado el éxito. ¿Había hecho lo adecuado? ¿Olvidarían las mujeres que aquello había sido la Jaula de Oro y acudirían a ella?

Acarició la pulida superficie del mostrador y pensó en Mark. Si él pudiera estar allí en aquel momento…

Oyó un rumor a su espalda, se dio la vuelta y vio en la puerta a una mujercilla que carraspeaba tímidamente. Iba sencillamente vestida, ofrecía un aspecto cansado y se cubría la cabeza con un chal.

—¿Es usted la doctora? —preguntó.

Samantha se acercó a ella.

—El hospital se inaugura mañana. ¿En qué puedo servirle?

—Verá, doctora, yo trabajo en el mercado de las flores. No he podido venir antes.

—¿Tiene algún problema?

—Unos terribles dolores de cabeza. Desde hace un mes.

—¿Con cuánta frecuencia?

—Una vez al día. Siempre a mediodía.

—El hospital se inaugura mañana —dijo Samantha amablemente—. Si vuelve usted entonces y le dice a la enfermera lo que le ocurre, ella la acompañará a una doctora.

La mujer le devolvió la sonrisa con cierta vacilación, se inclinó en una leve reverencia y se alejó.

Samantha apoyó la mano en el picaporte y cerró los ojos. Mañana…, mañana.