Samantha había visto la mansión desde la calle en el transcurso de uno de sus paseos por la ciudad. Deteniéndose a contemplar aquel palacio que se elevaba entre verdes extensiones de césped, se había preguntado quién lo habitaría. Pero en ese momento, mientras atravesaba la verja de hierro forjado en el vehículo de los Gant, y viendo de cerca los altos gabletes y torrecillas y los recargados adornos de las numerosas ventanas y hornacinas, tuvo la impresión de estar visitando un nido de soberanos.
En cierto modo, así era. Los Gant de California Street pertenecían a una de las familias más antiguas y acaudaladas de San Francisco.
Un criado chino la acompañó a través de un pasillo de vidrieras de colores, espejos de marcos de doradas cornucopias, muebles de oscuras maderas de importación, alfombras orientales, helechos y estatuas; después se abrieron las puertas correderas del salón y apareció ante los ojos de Samantha una increíble muestra de opulencia y derroche.
Cuatro impresionantes miradores, de cristales tan limpios que parecían invisibles, permitían que el sol de la tarde llenara toda la estancia subrayando la belleza de la araña de cristal, las relucientes superficies de las mesas con incrustaciones de mosaico, los objetos de oro y plata, la cerámica vidriada china, los cortinajes de terciopelo rojo, las tapicerías doradas y los jarrones de rosas y lilas. Era un escaparate de ostentación y esnobismo, obra de gente interesada sobre todo en exhibir su riqueza, sin preocuparse demasiado de la forma en que ello se hiciera.
En el centro de aquel escenario, como una reina en el salón del trono, Hilary Gant se levantó graciosamente, haciendo crujir los veinte metros de seda de su vestido. Por un instante Samantha no la reconoció. Durante los diez días de su permanencia en casa de Samantha, la señora Gant no había dado la menor indicación de cuál pudiera ser su posición social o económica, se había presentado sobriamente y en la cama había usado un sencillo camisón.
Pero allí, rodeada por aquel esplendor palaciego, Hilary Gant deslumbraba con su hermoso cabello castaño rojizo peinado hacia arriba y sujeto por horquillas de diamantes, su vestido de seda color canela, que reflejaba la luz del sol, y los brillantes que centelleaban como estrellas en los lóbulos de sus orejas y en sus dedos. Se deslizó hacia Samantha con las manos extendidas, se detuvo ante ella y le dirigió en silencio una sonrisa mientras las lágrimas asomaban a sus ojos. Samantha le tendió las manos y ella se las estrechó, al tiempo que murmuraba:
—Doctora Hargrave…
Se miraron un instante; hubieran podido ser dos mujeres en cualquier lugar, en un lavadero, en medio de los pastizales de una alquería, porque no había diferencia entre ellas y ambas estaban unidas por una fundamental consideración recíproca que no admitía ninguna barrera social. La tácita gratitud que brillaba en los azules ojos de Hilary le recordó a Samantha que aquello era exactamente la razón de su vida: no hubiera podido desear nada mejor.
—Me alegro mucho de que haya podido venir —musitó Hilary.
—El honor y el placer son míos, señora Gant.
Los ojos color zafiro siguieron mirando a Samantha, infinitamente más expresivos que las palabras, y a través de los guantes Samantha percibió la cordialidad y la firmeza del saludo de Hilary.
—Para agradecerle lo que usted hizo por mí, doctora Hargrave, tendría que arrodillarme a sus pies.
—Me pone en un apuro, señora Gant.
Hilary apretó una vez más las manos de Samantha y después retrocedió un paso.
—Siéntese por favor, doctora, y tome el té conmigo.
Lo sirvieron en un samovar de plata tan bruñida que todo el salón se reflejaba en él en miniatura. Samantha se sentó en un contiguo sillón Biedermeier y aceptó la taza de porcelana de Sèvres.
—Su hija —dijo la señora Gant en tono meditabundo—, ¡debió tenerla usted muy joven, doctora!
—Me halaga usted, porque le aseguro que tengo edad suficiente como para tener una hija de nueve años —contestó Samantha, riendo—. Pero es adoptada y vive conmigo hace un año. Tenía una hija, pero murió durante la epidemia de difteria…
—Oh, cuánto lo lamento. Comprendo lo que debe sentir. Mi pequeña Merry Christmas es lo más valioso que tengo en el mundo. No sé qué…
Hilary guardó silencio y posó la mirada en su taza de té, de modo que por un instante sólo fue audible en el salón el tic tac del reloj mientras ambas mujeres pensaban fugazmente en los niños pequeños, la vida y la muerte. Después Hilary volvió a mostrarse hábil anfitriona y consiguió aligerar el ambiente.
—Mi alegría al volver a verla, querida doctora Hargrave, me ha hecho olvidar el propósito de mi invitación.
Tomó un sobre de papel gofrado y se lo entregó. Samantha descansó la taza, tomó el sobre y lo abrió. Contenía un cheque por valor de mil dólares.
Sorprendida, Samantha se quedó mirando fijamente el trozo de papel. Los honorarios percibidos por la operación habían sido cincuenta dólares. Por un instante Samantha pensó en la posibilidad de rechazar el cheque, pero entonces recordó el precio de la matrícula de la Escuela de Sordos de Berkeley, donde ingresaría Jenny al año siguiente.
—Gracias, señora Gant —murmuró Samantha, doblando cuidadosamente el sobre y guardándolo con parsimonia en su ridículo.
—No es suficiente, doctora. Si le pudiera entregar un millón de dólares, lo haría y aún no sería bastante. Usted me salvó la vida. Y salvó mi matrimonio. —Los ojos azules brillaron—. Mi esposo ha vuelto a mi alcoba…
Samantha desplazó los ojos hacia los miradores y contempló la impresionante vista de la bahía de San Francisco. Por encima de los tejados de gabletes, vio la extensión de agua azul punteada de embarcaciones con diminutas estelas y, al otro lado, las colinas verde aceituna elevándose hacia el cielo azul. Pensamos que estos dioses y diosas de los palacios de la colina no tienen la menor preocupación, pero en el fondo son humanos y sufren las mismas angustias que la más humilde de las mujeres…
Se abrieron las puertas correderas y entró una pulcra niñera enfundada en un almidonado uniforme con una chiquilla de pelirrojos bucles. Samantha experimentó una punzada en el corazón: la pequeña Merry Christmas no era mucho mayor que Clair en el momento de su muerte.
Hilary se levantó y, tomando al querubín en sus brazos, le habló en tono infantil mientras Samantha sonreía recordando el día en que un año atrás, se llevó a casa a la silenciosa Jenny. Ésta fue una maravilla desde un principio. Una vez lavada, la belleza natural de la niña surgió como una luna de primavera. Su cabello parecía un esponjoso gorro de lana de oveja; su piel era morena y perfecta; y su rostro resultaba de lo más exótico. El dócil carácter de la niña intrigaba y desconcertaba a Samantha porque, por regla general, los chiquillos de los barrios bajos se criaban muy indómitos; en cambio, Jenny era dulce y sumisa, y no sonreía jamás.
En Navidad la pequeña no supo qué hacer con la muñeca que Samantha le regaló, y en abril acogió con absoluta pasividad el huevo de Pascua. Cierta vez Samantha llevó a Jenny a ver el mar; tomaron el tranvía de mulas hasta Seal Point y contemplaron el romper de las olas contra las rocas al pie de la Cliff House; Jenny no se emocionó. Pero sus ojos, de mirada aguda y curiosa, lo asimilaron todo —las focas, las gaviotas, la extensión del océano— y, cuando Samantha la tomó de la mano para regresar a casa, Jenny se volvió humildemente y se encaminó hacia el tranvía sin mirar hacia atrás.
Era una niña extraña y retraída, protegida por una barrera de silencio, confiada y mansa, pero vigilante, siempre vigilante. Samantha había tratado de enseñarle el alfabeto y las operaciones aritméticas más sencillas, pero fracasó en el intento, y tampoco logró llegar al corazón de la niña. Jenny era como una pizarra en blanco a la espera de que alguien escribiera algo en ella.
Merry Christmas se puso a llorar y distrajo a Samantha de sus pensamientos. La niñera tomó de nuevo a la chiquilla en brazos, sonaron besos y palabras cariñosas y, una vez ambas se hubieron retirado, Hilary se reclinó en su sillón y rió alegremente.
—¡Qué agotadores resultan los niños, Dios mío!
Hubo un momento de silencio mientras ambas tomaban unos sorbos de té, sintiéndose a gusto y en paz en su mutua compañía, y durante aquella pausa Samantha recordó algunos rostros del pasado —Elizabeth Blackwell, Louisa, Estelle Masefield, Hannah— y notó que su alma se estremecía un poco tal como ella había sentido estremecerse en dos ocasiones la ciudad de San Francisco; un temblor, un pequeño terremoto del corazón, al recordar con afecto a aquellas queridas amigas que habían recorrido un trecho del camino a su lado, acompañándola durante algún tiempo para marcharse después. Y entonces Samantha empezó a desear súbitamente que alguien la acompañara a lo largo de aquel camino. Estudió los suaves rasgos de Hilary Gant, una mujer que, a pesar de toda su riqueza, estaba libre de presunción y esnobismo, una joven sencilla y honrada que no parecía experimentar la necesidad de recordarle al mundo su posición. De repente Samantha sintió curiosidad, quiso saberlo todo acerca de ella, y en aquel instante experimentó el deseo de ser amiga de Hilary.
Para protegerse tras la muerte de Mark y los incidentes del St. Brigid’s, Samantha había aprendido a mantenerse a distancia y sólo en contadas ocasiones se abría a los demás. Pero ahora, por primera vez en cuatro años, sintió que su alma y su corazón experimentaban ansia de compañía y, por una milagrosa coincidencia, resultó que había elegido bien, pues Hilary Gant, un poco cohibida ante aquella doctora sencillamente vestida, estaba deseando lo mismo.
Pero, puesto que no es fácil decir «Por favor, quiero que seas mi amiga», dio primero unos pequeños pasos. Hilary carraspeó y dijo:
—Creo que lo peor de mis males del año pasado, doctora Hargrave, fue la vergüenza mortal que pasaba cuando tenía que someterme a la despectiva mirada de los médicos varones. No me mostraban la menor consideración. Fueron ellos quienes me destrozaron y después me abandonaron.
Lo dijo sin amargura, como una simple afirmación. Samantha se sorprendió de la compasiva naturaleza de aquella joven que había sufrido tanto en su cuerpo y en su espíritu sin albergar el menor rencor en su corazón.
—Elsie me habló de usted hace un mes, doctora Hargrave, y yo tardé todo ese tiempo en decidirme. Jamás había conocido a una doctora, y la única de quien he oído hablar en esta ciudad tiene una fama digamos dudosa. Si he de serle sincera, me daba usted miedo. Pero después llegué al límite de mi resistencia; ya no podía seguir soportando los tratamientos del doctor Roberts. Me aplicaba sanguijuelas en la vagina y las dejaba allí hasta que le imploraba que me las quitase. Llegué a la conclusión de que prefería la muerte a permitir que me volviera a tocar. Por último, Elsie me convenció de que acudiera a usted. Y usted obró el milagro.
—Mi único milagro, señora Gant, ha consistido en el hecho de ser mujer.
—Poder hacer lo que usted ha hecho, doctora, es un don extraordinario. Cuando yo era más joven, antes de casarme, hubiera deseado hacer lo que usted, pero todo se quedó en un sueño porque en mi mundo sólo había un camino para mí. —La tristeza de su voz confirió al momento un tono de intimidad; Samantha intuyó que aquella joven le estaba confesando algo que jamás había revelado a nadie—. Por favor, no me interprete erróneamente, doctora, quiero mucho a mi marido y tengo una vida maravillosamente colmada. Pero a veces, cuando me siento a contemplar la bruma que desciende sobre la bahía, me pregunto…
Las sombras se estaban alargando sobre la alfombra, Samantha miró el reloj que estaba dando la hora en la repisa de la chimenea.
Hilary captó el gesto.
—La estoy entreteniendo, doctora.
—Estoy preocupada por mi hija. La he dejado al cuidado de una mujer que sólo disponía de una hora y Jenny no puede cuidar de sí misma. Me encantaría poderme quedar más tiempo. ¡La verdad es que podría pasarme horas y horas a su lado, señora Gant!
Los ojos de Hilary se iluminaron de gratitud.
—Pues eso es lo que vamos a hacer. Y a partir de ahora le enviaré a todas mis amigas. Conozco a una que sufre terriblemente porque se niega a que la examine un médico varón. Creo, doctora Hargrave, que con usted se sentiría a gusto. Como yo me sentí —añadió.
Ambas se levantaron y Hilary preguntó ansiosamente:
—¿Podría usted venir a comer el domingo? Le he hablado a mi marido de usted y, al contarle lo que hizo por mí, expresó el deseo de conocerla.
—Me encantaría.
Hilary la acompañó hasta la puerta principal, donde ambas se estrecharon nuevamente la mano entre las macetas de palmas y los muebles de madera oscura, sonriendo en silencio, a modo de confirmación de lo que había ocurrido y, sobre todo, de lo que ambas intuían que iba a ocurrir en lo venidero.
Así empezó todo. Al día siguiente Kearny Street fue visitada por otro impresionante carruaje, y una elegante dama vestida de terciopelo carmesí subió apresuradamente la escalinata del consultorio de Samantha, con el rostro discretamente protegido por un velo.
Dahlia Mason contaba veintiocho años y, al cabo de siete de matrimonio, seguía sin tener hijos. La habían examinado los mejores médicos de San Francisco, y como declararan que era estéril, el ardor de su marido se había enfriado y ella tenía los nervios destrozados. Recelaba mucho de aquella doctora y temía que fuera una matasanos, pero la curación de Hilary había sido tan extraordinaria que Dahlia Mason hizo acopio de todo su valor y acudió al consultorio.
Lo primero que descubrió Samantha fue que ninguno de aquellos médicos había procedido a un examen físico, y lo segundo fue la total ignorancia de la señora Mason en lo referente a la mecánica de la concepción. Tras examinarla y descubrir que tenía desviada la matriz —hecho que los demás médicos desconocían porque no la habían reconocido—, Samantha trazó un sencillo diagrama y le explicó por qué impedía la fecundación aquella anomalía. Su consejo fue muy sencillo:
—Permanezca tendida boca arriba por lo menos media hora tras haber mantenido relaciones íntimas con su marido y no se haga ninguna irrigación, como tiene por costumbre. No puedo garantizarle que con eso quede embarazada, porque su infertilidad puede deberse a otras causas, pero si ése fuera el único problema, no hay razón para que no pueda usted tener hijos.
Dahlia Mason se marchó muy poco convencida, porque la doctora Hargrave no le había recetado ni medicinas amargas ni hecho nada que atestiguase una intervención tangible, y la idea de que algo tan serio se pudiera resolver de una manera tan simple le indujo a pensar que aquella visita había sido una pérdida de tiempo. Aun así, Dahlia siguió el consejo de Samantha en su próximo contacto íntimo con su marido, pensando que no tenía nada que perder, y después lo siguió practicando, hasta descubrir que estaba encinta.
La noticia se publicó en las páginas de sociedad de los periódicos y Samantha Hargrave se vio nuevamente convertida en un personaje célebre.
Sin embargo, no fue el humilde milagro que había obrado en Dahlia Mason lo que catapultó a Samantha, casi de la noche a la mañana, hasta la alta sociedad de San Francisco, sino que ello se debió más bien a su amistad con Hilary Gant. Unidas por una mutua necesidad y una innegable atracción, cada una de ellas suplía una ausencia en la vida de la otra, de modo que Samantha acudía a menudo a la mansión de Nob Hill, donde acabó por familiarizarse con la curiosa aristocracia de San Francisco.
Era gente que carecía de finura y elegancia innatas y sus alardes de riqueza resultaban vulgares por más que trataran de imitar a una clase social de la que nada sabían. La alta sociedad de San Francisco era advenediza, entusiasta y flexible, ágil, proyectada hacia el futuro y orgullosa de sus humildes orígenes. Darius Gant, el marido de Hilary, constituía un prototipo: una especie de enorme oso rudo y simpático que había hecho su fortuna en las mismas Con-Virginia y en las mesas de juego. El padre de Hilary, un emigrante que había llegado en el vapor California, era uno de los fundadores de la aristocracia de San Francisco, tenía puestas muchas esperanzas en su hija mayor, pero, cuando ella se enamoró de aquel ostentoso y vulgar millonario, se dio por vencido, admirando a regañadientes la sencilla honradez de aquel hombre. También a Samantha le resultó simpático desde un principio. Darius tenía inversiones en todos los campos de la prosperidad californiana: viñedos, tabaco, ostras, ferrocarriles y, últimamente, las naranjas de Los Ángeles. Era un hombre fascinante, llamativo y generoso que protegía las artes y gustaba de exhibir su interés por las tendencias más recientes. Pero, en su fuero interno, Darius Gant seguía siendo un pobre campesino que había acudido a California con un sueño y aún seguía riéndose en voz alta durante la representación de Las bodas de Fígaro.
Samantha procuraba ver a Hilary cada semana y con ella disfrutaba de unos ratos de ocio que no conocía desde su época de vagabundeos por el Crescent en compañía de Freddy. Juntas visitaron lugares de San Francisco cuya existencia Samantha ignoraba. Hilary, se desvivía por su nueva amiga: fueron a ver al señor Isaac Magnin y encargaron un nuevo vestuario para Samantha, y después visitaron la «City, of Paris» en busca de accesorios y ropa interior; sin embargo, cuando pasaron por Gump’s para comprar una vajilla de porcelana, y a Shreve y Compañía para adquirir una pluma estilográfica, Samantha decidió poner término a aquel derroche. Hilary iba con Samantha a montar a caballo al Golden Gate Park, donde cabalgaban alternando sillas —una con la perilla a la derecha y otra con la perilla a la izquierda— para adquirir un desarrollo muscular simétrico, tras lo cual Samantha trabó conocimiento con el nuevo y popular deporte del tiro con arco, que era la gran afición de Hilary. Y puesto que las nuevas amigas son a menudo como los nuevos amantes, ambas acabaron muy pronto por reunirse todos los lunes, y finalmente por almorzar en un discreto restaurante de Montgomery Street al que podían acudir damas solas.
En Chez Pierre Samantha aprendió a abrirle el corazón a su nueva compañera y a manifestarle sus inquietudes interiores y sus preocupaciones profesionales.
—Tus amigas, Hilary —dijo, mientras tomaban unos bocadillos de pepinos y saboreaban té Oolong—, insisten en que me mude de consultorio. Dicen que no les gusta visitar aquel barrio. Supongo que no se lo puedo reprochar, pero, si me mudo, ¿cómo podré atender a mis pacientes de la clase trabajadora? Si instalo el consultorio en la parte alta de la ciudad, tendrán gastos de transporte. Ahora estoy cerca de ellas y me tienen a mano. Yo opino que les resulta más fácil a tus amigas venir a verme que a mis pacientes más pobres acudir a un nuevo consultorio.
—Pues no te mudes —contestó Hilary sencillamente.
—Lo malo es que ése no es el único problema. La consulta ha aumentado tanto que apenas puedo atenderla. Tengo que rechazar muchas operaciones importantes. Las más sencillas las puedo practicar, pero los casos más delicados los tengo que confiar a otros médicos, porque carezco de certificado, y no sabes cuánto lo lamento.
Hilary asintió. Sabía que Samantha no había obtenido el certificado del St. Brigid’s y conocía la razón. Le parecía una estupidez que, por un puro trámite, una maravillosa cirujana no pudiera trabajar en los hospitales de San Francisco. Mientras ambas hablaban y comían, a Hilary se le empezó a ocurrir una idea.
Samantha añadió:
—¡Y la epidemia de ignorancia que sufren mis pacientes es terrible! Y no sólo entre las mujeres de la clase baja, Hilary, sino también entre tus amigas ¡Te sorprendería saber que muchas de ellas creen que un collar de dientes de ajo evita los embarazos! ¡Conozco a una mujer que piensa que si permanece absolutamente inmóvil durante el acto sexual y procura no gozar, no concebirá! —Samantha tomó un sorbo de té sin saborearlo—. No sé, Hilary, si habría algún medio de instruirlas. En estos momentos tengo tanto que hacer que sólo puedo examinar y recetar. No dispongo de tiempo para sentarme y hablar individualmente con ellas, como yo quisiera.
Hilary tomó otro bocado y dijo:
—Mi querida Samantha, la solución es muy sencilla y tan evidente como la nariz que tienes en la cara.
—¿Y cuál es esa solución?
—Funda un hospital.
—¿Que haga qué? —preguntó Samantha, parpadeando.
Emocionada por su súbita y brillante ocurrencia, Hilary empezó a hablar apresuradamente.
—Un hospital. Para mujeres y dirigido por mujeres. Podrías hacer todas las operaciones que quisieras, contratar a un equipo médico y disponer de tiempo para asesorar a las pacientes. En realidad es muy sencillo, querida. ¡Me asombra que no se nos haya ocurrido antes!
Samantha contempló el sonriente rostro de Hilary y, de repente, todo le pareció muy claro, como cuando se disipan las nubes y aparece el sol: la inquietud que había experimentado al abandonar la Misión para regresar a casa. Eso era lo que le faltaba en la vida: un nuevo paso, un nuevo reto que diera sentido a su existencia.
—¡Mi propio hospital!
—Podrías fijar tus propias normas, contratar a quien quisieras…
—Un programa de internos, preparación de enfermeras, vacunaciones gratuitas, asesoramiento. Oh, Hilary, ¿podemos hacerlo?
—¡Pues claro que podemos!
Ambas se estrecharon las manos sobre la mesa. La corriente que se transmitieron les produjo un sobresalto y, en aquel instante, Samantha y Hilary comprendieron por qué razón sus caminos se habían encontrado; ése era su objetivo mutuo, su razón de ser y, en aquella décima de segundo, ambas tuvieron la misma visión y también la certeza, sin necesidad de expresarlo con palabras, de que su plan alcanzaría el éxito, de que ellas alcanzarían el éxito.