A pesar de la calurosa temperatura de julio, la dama iba envuelta en una lujosa capa de lana que la cubría de pies a cabeza y cuya capucha caía hacia adelante, ocultándole el rostro. Mientras la ayudaban a descender del vehículo y a subir con gran dificultad los peldaños, como si padeciera fuertes dolores, fue imposible adivinar su edad; pero de una cosa no cabía duda: la misteriosa visitante era muy rica.
Samantha la acompañó al pequeño salón contiguo al consultorio, donde habitualmente entrevistaba a sus pacientes: las cortinas de encaje y los jarrones con flores solían tranquilizar a la más inquieta de las mujeres. La extraña señora tomó asiento en un pequeño sillón tapizado de brocado y, al ver que se sentaba con muchas precauciones, Samantha comprendió de inmediato la razón de su visita.
Cerró la puerta y se acomodó en el otro sillón, mientras la doncella permanecía de pie detrás de su ama. Entonces surgió de bajo la capucha una voz culta y refinada cuyo timbre juvenil asombró a Samantha.
—¿Es usted la doctora Hargrave?
—En efecto.
Unas manos enguantadas aparecieron por debajo de la capa, desataron las cintas y apartaron la prenda de los hombros, dejando al descubierto un exquisito vestido de raso azul pálido con botones de nácar. El capuchón cayó hacia atrás y reveló un hermoso rostro joven y suave, si bien marcado por el dolor y el agotamiento; prematuras arrugas, oscuras sombras bajo los ojos azules y una palidez impropia indicaban hasta qué extremo estaba enferma aquella joven.
—Doctora Hargrave, tengo un problema íntimo y he acudido a varios médicos, los cuales me han dicho que no me pueden ayudar. Mi doncella personal me habló de usted. Sufría calambres tan terribles que a veces no podía levantarse de la cama y, cuando le envié a mi médico, éste le dijo que todo eran figuraciones suyas. Había oído hablar de usted, doctora, a través de una de mis costureras, y entonces vino aquí y usted la curó. Se llama Elsie Withers.
Samantha recordaba el caso. Un simple raspado de la matriz había resuelto buena parte del problema y Samantha había añadido un régimen de ejercicios e infusiones diarias de manzanilla.
—Me hizo muchos elogios de usted, doctora, por eso yo…
Samantha le habló con mucha delicadeza, porque resultaba evidente que su visitante sufría una gran tensión.
—Si me permite que la examine, al momento podré decirle si puedo ayudarla o no.
—Sí… claro…
En el St. Brigid’s Samantha había visto muchos casos como aquél, y hasta que Landon Fremont no se incorporó al equipo médico del centro e introdujo la técnica Sims perfeccionada, las infelices que lo padecían estaban condenadas a sufrir lacerantes dolores durante el resto de su vida. Se trataba de la llamada fístula vesicovaginal, provocada generalmente por un parto difícil, y era una de las peores calamidades que podían ocurrirle a una mujer. Un orificio en la pared vaginal daba lugar a un constante trasvase de orina a la vagina, lo cual producía una inflamación insoportable, sin posibilidad de tratamiento; muy pronto empezaban a aparecer erupciones pustulosas que despedían un desagradable olor imposible de eliminar por mucho que la afectada se lavara. Como consecuencia de ello, la infeliz no se atrevía a salir a la calle, pues sus enaguas quedaban inmediatamente empapadas y el hedor alejaba a la gente de su lado. Por último, las pacientes de fístula vesicovaginal tenían que permanecer en cama porque no podían sentarse siquiera en una silla, ya que mojaban en seguida el asiento, y en el lecho las sábanas quedaban muy pronto traspasadas de orina. Les salían llagas en las partes más delicadas y el dolor y el constante goteo les producía una tortura que nadie podía imaginar; nadie visitaba a la pobre mujer, porque permanecer en su habitación resultaba insoportable, y lo peor de su tragedia era que ella se sabía condenada a sufrir de aquella manera de por vida…, convertida en una inválida, aislada de sus amigos y de su familia, odiosa incluso para sí misma. Muchos casos acababan en suicidio.
Cuando Samantha vio hasta qué extremo había progresado la erosión en aquella pobre joven, sintió deseos de echarse a llorar; de nuevo en el salón y sentadas ya, Samantha la interrogó discretamente.
—¿Cuándo ocurrió?
—Hace ahora un año y medio, cuando di a luz a mi hija. Fue culpa del fórceps; me desgarraron.
Samantha asintió con gesto comprensivo, procurando disimular su enojo. Muchos tocólogos habían adquirido la costumbre de utilizar el fórceps para acelerar los partos, sin contentarse con esperar a que la naturaleza siguiera su curso y precipitando el proceso con el fin de ganarse unos honorarios. Aquella pobre mujer no era la única víctima de esa innecesaria intervención.
—¿Qué edad tiene usted?
—Veinticuatro.
—¿Tiene otros hijos?
Las lágrimas asomaron a los suaves ojos azules y los labios temblaron.
—Merry fue la primera. Y será la última…
—¿Ha dicho usted que la han visitado otros médicos?
—Me dijeron que no podían hacer nada. —La joven se inclinó hacia adelante y habló en tono muy serio—. Doctora Hargrave, no tiene usted idea de la pesadilla que vivo. Me paso todo el día en mi habitación porque no puedo salir ni siquiera a las demás habitaciones de la casa, por temor a ensuciar los muebles. Mi marido duerme en otra habitación y hemos dejado de mantener relaciones íntimas. Elsie es mi única acompañante, me niego a recibir a mis amigos, pues sé que resulto repugnante. Tengo que cambiarme la falda varias veces al día y por muchos baños que tome y muchas irrigaciones que me haga, no puedo librarme de este olor. ¡Y la sensación de ardor, doctora! ¡Me tiene despierta toda la noche y pienso que me voy a volver loca o que me mataré!
Samantha estudió su angustiado rostro y sus ojos desesperados, y se conmovió.
—Creo que puedo ayudarla —dijo suavemente—. Pero tendré que practicar una intervención quirúrgica.
—Una intervención… —En la tersa frente se formó una arruga—. Preferiría no ir al hospital, doctora, pero si ése es el único medio…
—Lo haré aquí, en mi consultorio.
—¿De veras, doctora? ¿Y en qué consistirá la intervención?
Samantha le describió brevemente el procedimiento que le había enseñado el doctor Fremont, el cual lo había aprendido de su inventor, el gran doctor Sims.
Por tratarse de una nueva y revolucionaria operación y porque Sims no gozaba de muchas simpatías entre la clase médica más conservadora, sus métodos habían tenido muy poca aceptación en el país, lo cual explicaba el que los facultativos a quienes consultó la enferma no hubieran considerado la posibilidad de practicársela. O bien desconocían su existencia o bien no estaban preparados para llevarla a cabo.
—No obstante, no puedo garantizarle el éxito. La erosión ha alcanzado una fase muy crítica. Cabe incluso la posibilidad de que la situación se agrave.
—Correré el riesgo, doctora. ¿Cuándo lo podrá hacer?
—Dado que se requiere el empleo de éter y que las suturas son muy delicadas, tendrá usted que pasar aquí el período de convalecencia. Creo que unos diez días. ¿Está de acuerdo?
—Le diré a mi marido que tengo que visitar a mi hermana de Sacramento.
Al ver la perpleja expresión de Samantha, la joven bajó la mirada.
—Doctora Hargrave, le confesaré una cosa. Mi marido no sabe que estoy aquí. Y en caso de que lo averiguara, se pondría furioso. Piensa que las doctoras son unas matasanos y que usted me destrozaría.
—Y usted, ¿qué piensa?
Ella levantó la cabeza y miró fijamente a Samantha.
—Creo que usted puede ayudarme.
—En tal caso, venga cuando esté preparada. Y, por favor, traiga a Elsie. Mi hija Jenny también nos ayudará.
Se llamaba Hilary Gant y las últimas palabras que dirigió a Samantha poco antes de que Elsie le aplicara el cono de éter sobre el rostro, fueron:
—Si me ocurriera algo, mi doncella ha recibido instrucciones. No se verá usted en dificultades, doctora, nadie le hará ningún reproche, se lo prometo.
Samantha sonrió y mantuvo la mano apoyada en el hombro de la señora Gant hasta que ésta se quedó dormida. No se preocupe por mí, pensó, sin apartar la mirada de Elsie y del éter. He capeado otros temporales. Ahora nos vamos a ocupar de usted y de su curación.
—Sólo unas cuantas gotas, Elsie. Ahora deténgase y vigile los párpados. Si ve que los mueve, eche un poquito más.
Elsie estaba pálida y temblorosa, pero la serenidad de Samantha le infundía confianza. Sonrió con valentía y sostuvo el frasco junto al rostro de Hilary; su ama ya no habría de sufrir ni un segundo más de dolor.
Jennifer sostuvo obediente los retractores vaginales mientras Samantha trabajaba. La niña estaba acostumbrada a prestar ayuda en el consultorio; bastaba enseñarle las cosas una sola vez para que no las olvidara ya. Sin hacer preguntas ni mostrar curiosidad, Jenny no retrocedía ante ninguna tarea, sino que se entregaba a su cometido con diligencia y entusiasmo, como hacía en ese instante, permaneciendo de pie hasta que le dolieron las piernas, con los dedos agarrotados alrededor de los retractores. Sus grandes ojos observaban con qué rapidez y habilidad se movían las manos de Samantha.
Samantha trabajó con sumo cuidado, procurando juntar bien los bordes de la herida, de modo que, cuando se aplicaran, los puntos de sutura, éstos no desgarrasen el delicado tejido. Finalmente introdujo uno de los nuevos catéteres de autorretención y, lanzando un suspiro, dijo:
—Hemos hecho cuanto estaba a nuestro alcance, amigas mías. Ahora queda en manos de Dios.
Ella y Elsie trasladaron a la operada al dormitorio de la planta baja y la acostaron suavemente sobre las sábanas limpias. Era una habitación muy alegre, destinada a curar no sólo el cuerpo sino también el espíritu: flores frescas, bonitos cuadros y un vistoso cubrecama eran tan esenciales para la salud, pensaba Samantha, como las jofainas, los vendajes y el estetoscopio. Durante las primeras dos noches, Samantha durmió en un catre que colocaron en la habitación; después fue sustituida por Elsie, la cual mantuvo una vigilancia constante porque las suturas eran muy delicadas y se podían desplazar fácilmente.
Hilary Gant permaneció nueve días en el cuarto de invitados y fue una paciente dócil y sumisa. Elsie le daba la comida, la bañaba y atendía, y Samantha la examinaba tres veces diariamente. Había muy poca comunicación entre doctora y paciente; los pocos minutos que pasaban juntas transcurrían en un ambiente de quietud y profesionalidad. Entretanto Samantha seguía atendiendo a sus pacientes en el consultorio y efectuando visitas domiciliarias, y al llegar el noveno día, retiró los puntos de sutura. Al décimo día declaró curada a Hilary Gant y la envió a casa.
Una semana más tarde Samantha recibió una invitación a tomar el té, escrita en elegante papel de cartas. La dirección era California Street, Nob Hill.