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Samantha echó un centavo en el cepillo, tomó un cirio, acercó el pabilo a la llama de otro cirio y lo colocó en un soporte vacío. Después apoyó los codos en el reclinatorio y, con las manos cruzadas bajo la barbilla, contempló los sublimes ojos de la Virgen María. Aunque no era católica, había descubierto hacía tiempo la paz y tranquilidad de la Misión; dos años antes, los amables sacerdotes la habían consolado al morir su hijita Clair durante la epidemia de difteria. Hoy era el aniversario de la pequeña Clair; hubiera cumplido tres años.

El llanto asomó a los ojos de Samantha mientras contemplaba el dulce rostro de la Virgen. Las llamas de los muchos cirios encendidos a los pies de la imagen se rompían en facetas, brillando a través del prisma de las lágrimas de Samantha. Estaba triste, nunca dejaría de llorar la muerte de su hija y de Mark, pero el consuelo de aquella pequeña capilla le hacía más soportable el dolor.

Bajo el vestido, descansaba sobre su pecho, tranquilizadora, la extraña piedra que Letitia le había regalado. Al examinarla más de cerca, Samantha había descubierto que era un objeto de lo más curioso.

No era perfectamente redonda, estaba engarzada en metal amarillo y llevaba en la parte posterior una inscripción en un idioma extranjero. Y había una fecha, imposible ya de descifrar porque el grabado estaba muy gastado, y unos símbolos irreconocibles. La veta herrumbrosa que discurría por el centro de la piedra parecía la figura de una mujer con los brazos extendidos si se la miraba por un lado, y dos serpientes enroscadas en un árbol, vista desde el otro. Cuando se pudo permitir ese lujo, Samantha acudió a un joyero y compró una cadena para la piedra. El joyero le dijo que era muy antigua y de auténtico valor (hizo conjeturas en el sentido de que tal vez procediera de la región del Sinaí). Comentó también su hermoso color azul intenso.

Era el único eslabón tangible de Samantha con el pasado y, cuando se encontraba a solas, la sacaba para acariciar su suave superficie en un acto que ejercía un curioso efecto apaciguador.

En sus primeros días en San Francisco, Samantha se sentía muy sola y desamparada y una serena hora de reflexión y recuerdo le traía si no el consuelo, sí, por lo menos, el alivio de su dolor. Sus dedos acariciaban suavemente la reluciente superficie. Como si la energía de los centenares de manos que a lo largo de los siglos habían acariciado la piedra le infundieran una especial sensibilidad, Samantha revivía con extraordinario realismo y riqueza de detalles las imágenes de su pasado.

Cerraba los ojos y se encontraba de nuevo en el Crescent bajo la fraternal protección de Freddy y volvía a escuchar la voz del muchacho como si le tuviera a su lado en la estancia «¡Si ese viejo asqueroso te toca aunque no sea más que un cabello, le machacaré los cochinos sesos!». Sus pensamientos recorrían después caminos más felices: sus primeros días de ayudante de Joshua, los idílicos meses en la Facultad de Medicina, el nacimiento del hijo de Louisa, sus noches en brazos de Mark…

Adquirió la costumbre de examinar su vida pasada como si fuera un geógrafo y así alcanzó a ver, con la perspectiva que daban los años y la distancia, que aunque su vida había estado muy llena de acontecimientos, se observaba en ella una visible ausencia. Era algo en lo que antes no había reparado y que ahora acudía casi a diario a su pensamiento: Estoy completamente sola en el mundo. Puedo tener amigos, compañeros e incluso amantes, pero no estoy realmente unida a nadie por lazos de sangre.

Samantha sabía que era su profesión la que la inducía a pensar en tales cosas; todos los días surgían ante ella ejemplos de vínculos familiares: partos, madres e hijos, hermanos, prole, cuestiones relacionadas con la familia. Y cada nuevo día le traía duros recordatorios de que no había nadie en el mundo a quien pudiera decir: hemos surgido de la misma fuente. Todos los Hargrave habían desaparecido ya (incluso la pequeña Clair) y de la familia de su madre Samantha no sabía nada. En los años pasados en la sombría casa del Crescent jamás había oído hablar de ningún tío; ninguna tía fisgona y ningún abuelo habían subido jamás los peldaños de la casa. Era como si Samantha Hargrave hubiera surgido de la nada. Estoy sola.

Un movimiento, a su lado, indujo a Samantha a mirar a la niña que, arrodillada junto a ella con las manos entrelazadas como la propia Samantha, estaba contemplando a la Virgen. Samantha sonrió con amorosa tristeza. No, no estoy completamente sola. El Señor da, el Señor quita, pensó mientras su corazón volaba hacia la niña que tenía al lado.

Hacía hoy precisamente un año, Samantha regresaba a casa de su visita anual a la Misión cuando le habían pedido en la calle que acudiese a ayudar a una mujer de una de las casas de vecindad situadas detrás del Teatro de la Ópera. Samantha subió a toda prisa por la escalera y vio a una vieja comadrona irlandesa extrayendo un niño sin vida del cuerpo de su moribunda madre; ésta yacía tendida sobre unos periódicos y las ratas habían salido de su escondrijo de bajo el entarimado para devorar la placenta. En un rincón, una escuálida chiquilla de ojos demasiado grandes para su cabeza, contemplaba en silencio la penosa escena mientras se chupaba todos los dedos de una mano. En aquel momento murió la pobre mujer y la anciana comadrona dijo en tono quejumbroso que tendría que llevarse a la estúpida mocosa porque no tenía padres ni parientes que pudieran cuidarla.

A pesar de su grave estado de desnutrición y de la capa de suciedad que la cubría, el rostro agitanado de la niña poseía cierto encanto; había, en su forma de mirar, algo que despertó los instintos maternales de Samantha, no agostados con la pequeña Clair.

—Ésa está chiflada —masculló la comadrona, que ya estaba cosiendo el sudario—. Es la única hija de los Megan que queda con vida, y no habla. No hace más que mirar y pone nerviosa a la gente.

Samantha nunca supo cuántos años tenía la niña, pero calculaba que debía rondar los ocho. Se llamaba Jennifer. Samantha se llevó a la niña a su casa, la adoptó y le dio el apellido de Hargrave. Si tenemos que estar solas, estaremos solas juntas

El dobladillo de un hábito de color pardo y unas sandalias de cuero susurraron sobre el embaldosado cuando fray Dominic se detuvo en las cercanas sombras. Sonrió con benevolencia al verlas arrodilladas ante el altar de María. La doctora llevaba cuatro años acudiendo a la Misión… Recordaba su primera visita, cuando, visiblemente encinta, encendió una vela por su marido, muerto en el mar. Y él abrigaba la esperanza, desde hacía cuatro años, de convertirla oficialmente al catolicismo. Pero a la doctora la asustaba un poco una declaración oficial y prefería acudir allí cuando su espíritu lo necesitaba. Adoraba a Dios a su manera. Bien, fray Dominic no tenía prisa. La expresión de su rostro le decía que ella amaba sinceramente a la Bienaventurada Virgen, y la serenidad que alcanzaba durante aquellas visitas, le decía que la Virgen le correspondía.

La pequeña Jennifer se agitó en el duro reclinatorio de madera y Samantha acarició los abundantes bucles negros de la niña. Jennifer era sorda y no podía hablar, motivo por el cual Samantha jamás había podido explicarle el significado de aquel ritual; pero la niña participaba pacientemente porque había advertido algo que nadie más había visto: que el rostro de la imagen era idéntico al de la señora que estaba arrodillada a su lado. En su peculiar intuición, la pequeña Jenny sabía que Samantha acudía allí, en cierto modo, para hablar con su propia madre.

—Ahora tenemos que marcharnos, Jenny —murmuró Samantha; no dejaba de hablar a la niña, a pesar de constarle que ella no la podía oír.

Samantha siempre se alejaba de la Misión a regañadientes; le gustaban el incienso, las imágenes del siglo diecisiete, los altares tallados de México. Pero sabía que los pacientes la esperaban. Samantha rara vez cerraba su consultorio, rara vez dedicaba tiempo a su propia persona; sin embargo, aquellas visitas eran esenciales para su paz espiritual…; cuando tenía miedo, se sentía sola o añoraba el pasado, acudía allí y hallaba consuelo. Pero sólo podía disponer de una hora.

Al principio, en su calidad de médico de las clases trabajadoras de San Francisco, Samantha lo había pasado muy mal: la ciudad de la Puerta de Oro podía resultar muy dura para una mujer sola, sobre todo si estaba embarazada. Pese a todo, alquiló un piso en Kerany Street y se entregó a la laboriosa tarea de poner en marcha un consultorio. Al principio recelaban de ella porque casi todas las doctoras de San Francisco se dedicaban a la práctica de abortos, pero poco a poco fue corriendo la voz y empezaron a acudir a ella, sobre todo obreras y algunas prostitutas, algunas pagando y muchas no. A veces Samantha se sentía muy sola y triste por las noches. Entonces descubrió la Misión y recuperó su antiguo temple. Los pacientes empezaron a fluir a ella en mayor número y su situación económica mejoró. Dio a luz a solas en su habitación del piso superior y vio inmediatamente que la niña tenía los mismos grandes ojos color castaño de Mark. Y después, cuando la pequeña Clair, de sólo un año de edad, cayó víctima de la epidemia de difteria, Samantha practicó una abertura en la pequeña garganta, para que pudiera respirar, pero fue demasiado tarde. Enterraron a la niña en el cementerio de una colina que miraba al océano, pero Samantha jamás visitaba la tumba. La pequeña Clair no estaba en ella sino allí, bajo el amoroso cuidado de la Madre Celestial.

Abandonaron la Misión a través del jardín porque era verano y las encaladas paredes de adobe estaban cubiertas de buganvillas púrpura y escarlata; alrededor de las vetustas lápidas sepulcrales se veían fucsias e hibiscos; y, a lo largo de los senderos cubiertos de grava, había flores de pascua, helechos y musgo. Un último recordatorio, cuando se abandonaba la Misión, de la promesa de vida hecha por Dios.

Mientras Samantha se encaminaba hacia Market Street tomando de la mano a la pequeña Jenny, su alma se dilató bajo el sol estival. Tras las iniciales pruebas y tribulaciones, había recuperado su optimismo y su entusiasmo de antaño. Aunque al principio había sentido nostalgia, Samantha jamás pensó en la posibilidad de regresar a Nueva York; «regresar» no era una solución: tenía que seguir adelante en busca de su destino y de días mejores. Por mucho que inicialmente se habían escrito a menudo, las cartas de Landon Fremont empezaron a escasear y, cuando él marchó a Viena para dedicarse allí a la enseñanza, las noticias se interrumpieron por completo. Simultáneamente, Luther había regresado, con Louisa, Johann y la pequeña Gretchen, a Alemania, donde puso una farmacia en Munich. Los lazos se fueron rompiendo hasta que, por último, ya no le quedó ningún nexo con Nueva York.

Samantha se alegraba de haber perdido el contacto con aquella parte de su vida tan llena de luchas y dolorosos recuerdos; y, además, se había encariñado con San Francisco. Sólo en algunas ocasiones miraba hacia atrás; en los aniversarios, cuando veía el calendario, pensaba: Hoy es el cumpleaños de Mark, tendría treinta y tres años; o bien, hoy se hundió el Excalibur, iré con Jenny a poner una vela. Mark era el protagonista de sus pensamientos y sus sueños nocturnos, pero Samantha le excluía de sus actividades diurnas porque su recuerdo siempre le robaba un poco de fuerza y la hacía vulnerable. Samantha jamás dejaría de quererle y de llorar su muerte, pero la vida tenía que ser lo primero.

El sol de julio era tibio y reconfortante, la bulliciosa ciudad la llenaba de entusiasmo; a Samantha siempre le causaba placer el camino de ida y vuelta a la Misión. Aquel día, sin embargo, mientras bajaba por la acera de madera, seguida de la pequeña Jenny, notó que se empañaba un poco el júbilo que solía sentir tras la visita a la Misión. Últimamente se había alarmado un poco a causa de una creciente inquietud.

Mientras pasaban frente al nuevo edificio de la Crocker Woolworth, escuchando el estruendo metálico del tranvía de Market Street, Samantha pensó en la extraña inquietud que la asaltaba y se preguntó cuál sería la razón.

¿Sería tal vez el anhelo de un hombre? Pensaba que no. Sus días de amor apasionado habían tocado a su fin, habían terminado con la muerte de Mark. Y, además, no le faltaban atenciones por parte de los hombres. Aunque tenía veintiséis años y no era una adolescente, Samantha seguía recibiendo declaraciones de afecto y proposiciones matrimoniales…, algunas de pacientes agradecidos (había descubierto que un hombre confunde a veces con el amor la gratitud por el alivio de un dolor), algunas de vecinos del barrio (el señor Finch, el farmacéutico viudo, casi se caía sobre el mostrador cada vez que la veía entrar). Había recibido una proposición del simpático policía que efectuaba la ronda (Derry McDonough, que una vez la defendiera al ser acusada de prácticas abortivas). Todos insistían en que Samantha no podía sobrevivir sola y necesitaba un hombre a su lado.

No, no era el deseo de un hombre lo que inquietaba a Samantha. Tenía que ser otra cosa, algo que superaba el hecho de ganarse bien la vida, tener un hogar cómodo, conocidos y amigos, porque Samantha poseía todas esas cosas. ¿Qué le faltaba, entonces?

Al principio San Francisco la dejó perpleja y la abrumó. Era una ciudad integrada por pequeñas y extrañas comunidades, desde Chinatown con sus extraños hombrecillos tocados con anchos sombreros, coletas y holgados pantalones azules hasta los marineros borrachos de Barbary Coast; desde las mansiones tipo pastel de bodas de Nob Hill a las casas de trato de los alrededores de Portsmouth Square, donde nada menos que cuatrocientas mujeres se amontonaban en chozas como animales enjaulados, San Francisco le había producido la impresión de ser un país extranjero. Y Samantha había tenido que luchar para salir adelante. Después tuvo que luchar para que la aceptaran y respetaran, y tuvo que seguir luchando por la vida de la pequeña Clair, y más tarde hubo de enfrentarse al reto de hallar un medio de comunicarse con Jenny. Los cuatro años habían estado llenos de constantes esfuerzos y batallas. Pero ahora todo eso quedaba atrás; la habían aceptado y se sentía a gusto.

Tal vez, pensó Samantha, me siento demasiado a gusto.

Mientras bajaban por la congestionada acera de Kearny Street, Samantha hizo votos por que la señora Keller estuviera lo suficientemente serena para prepararles la cena, y en aquel mismo instante la distrajo un tumulto que se había producido algo más allá. Un hermoso carruaje se encontraba estacionado junto al bordillo y un pequeño grupo de niños juguetones se había congregado a su alrededor para contemplarlo.

Samantha pensó: Supongo que algún importante personaje habrá acudido hoy a visitar a la señorita Seagram.

Cuando había alquilado el apartamento cuatro años antes, Samantha se alegró al ver que su vecina era una daguerrotipista que debía ganarse muy bien la vida a juzgar por sus elegantes vestidos y la calidad de los retratos ovalados que exhibía en su mirador; pero más adelante Samantha observó que los clientes de la señorita Seagram eran sólo varones, que se quedaban mucho rato (a veces, toda la noche) y que ninguno de ellos abandonaba el establecimiento con retratos bajo el brazo.

Cuando Samantha llegó al pie de la escalinata de la casa, se sorprendió al encontrar aguardándola en la puerta a la criada de una dama y entonces descubrió que el carruaje no estaba allí por la señorita Seagram, sino que había traído a una misteriosa paciente en busca de asistencia médica.