10

—Estamos en graves dificultades —dijo Landon abatido.

Samantha asintió con gesto cansado; no había dormido en toda la noche y el gélido amanecer de octubre no la había animado. Letitia seguía con vida, pero apenas, y hacía poco el ahogado de los MacPherson se había reunido con el doctor Prince en el despacho de éste. La cosa tenía mal cariz. Muy mal cariz.

—Perdona, Landon, por haberte metido en esto. Pero yo tenía que seguir adelante, tú lo sabes.

Él asintió y miró a su alrededor. Afortunadamente, el comedor de los médicos estaba vacío a aquella hora tan temprana.

—Mirándolo retrospectivamente, sí, estoy de acuerdo contigo. Pero sigo pensando que en aquel momento actuaste con precipitación. Las intervenciones quirúrgicas experimentales de este tipo sólo deben practicarse en condiciones ideales.

—La chica está viva. Eso es lo importante.

—Pero nos van a demandar.

—No hemos hecho nada malo —contestó ella, muy tranquila—. Letitia me autorizó.

—Es tu palabra contra la de ellos y, mientras la chica siga en coma, llevas las de perder.

—El doctor Weston declarará en favor mío.

Landon iba a decir algo a este respecto, quería señalarle que Weston le tenía tanto miedo a Prince, que más le valdría no contar con él; pero guardó silencio.

Se entreabrió la puerta del fondo y Weston asomó la cabeza. Al ver que la sala estaba vacía, entró y se reunió con ellos en la mesa. Dejó el periódico doblado a un lado, se frotó la hirsuta barbilla y dijo:

—¿Ya estamos metidos en el lío? ¿Qué nos van a hacer ahora?

—Usted no tiene por qué preocuparse —dijo Landon—. Usted se limitó a cumplir órdenes.

El doctor Weston se animó un poco, pero después volvió a abatirse. No era aquello lo que le preocupaba. Cuando recuperara el conocimiento, Letitia MacPherson nombraría al responsable de su embarazo, y él estaba en la creencia de que Letitia no se había rendido a otros hechizos que los suyos.

—¿Cómo está la chica? —preguntó.

—Todavía en coma.

—Pero viva, gracias a Dios. —Miró esperanzado a Samantha—. Desistirán de la demanda en cuanto averigüen de labios de la propia Letitia que ella nos dio permiso.

La tensión que atenazaba el alma de Samantha se le transmitió a las manos. Con aire ausente, empezó a juguetear con el periódico del doctor Weston mientras pensaba: Dudo que sea tan sencillo. Samantha sabía algo que sus dos compañeros ignoraban: que aquella cuestión tenía raíces ocultas y que el enojo de Janelle MacPherson no estribaba en algo tan importante como la vida o la muerte o tan impresionante como las acrobacias legales, sino en un conflicto muy primitivo y atávico: dos mujeres compitiendo por el amor de un hombre.

El secretario del doctor Prince apareció en la puerta y llamó al doctor Weston. Una vez éste se hubo retirado, Samantha trató de tranquilizar a Landon diciéndole que él no corría peligro, puesto que ella pretendía cargar con todo el peso del ataque de Janelle. Sin embargo, cuando el doctor Weston regresó unos minutos más tarde, Samantha no pudo disimular su nerviosismo. Su taza se posó tintineando en el plato.

—Ha sido muy rápido. Supongo que no le han hecho muchas preguntas, ¿verdad?

—Ninguna en absoluto. Se han ido. Ha sido muy extraño. Estaban allí la señorita MacPherson, ese medicucho suyo, dos abogados muy distinguidos y el doctor Prince. Yo acababa de sentarme cuando la señorita MacPherson ha lanzado súbitamente un grito y ha caído al suelo desmayada. La han tendido en el sofá del doctor Prince y, al volver en sí, ha dicho que no podía seguir y ha insistido en que la acompañaran a casa.

—¿Por qué razón?

—Lo único que sé es que, al entrar yo, la señorita estaba inclinada hacia adelante, hojeando un periódico sobre el escritorio de Prince. Fue entonces cuando lanzó el grito.

Landon tomó el periódico doblado del doctor Weston, lo abrió y exclamó:

—¡Santo Dios!

—¿Qué ocurre?

—¡Se ha hundido un barco!

Dejó el periódico encima de la mesa, para que los demás pudieran verlo, y el sensacional titular les azotó los ojos.

A Samantha el corazón le dejó de latir en el pecho.

—«Trasatlántico hundido en el océano» —leyó Weston en voz alta—. ¡Es el Excalibur! —Echó un vistazo al reportaje, musitando—: Ha colisionado con un iceberg, todos los tripulantes y pasajeros han desaparecido… no hay supervivientes… —Levantó la cabeza de golpe—. ¡El Excalibur! ¿No iba Mark Rawlins…?

La estancia empezó a dar vueltas. Las amortiguadas voces apenas llegaban a la conciencia de Samantha, que se agarró al borde de la mesa; tuvo la impresión de que las frías y despiadadas aguas del Atlántico le cubrían la cabeza y se la tragaban. El Excalibur desaparecido, Mark desaparecido, todo en un instante; todo en el tiempo que se tarda en aspirar una bocanada de aire…

Unos brazos le rodearon los hombros y después sintió en la nariz los ásperos vapores del amoníaco; la cabeza se le despejó y volvió a verlo todo con claridad. Se encontraba todavía junto a la mesa y Landon estaba arrodillado a su lado, sosteniendo un frasco de sales cerca de su rostro.

—Vamos, vamos, muchacha —murmuró—. No nos falles ahora.

Ella parpadeó, mirando a los dos hombres que la observaban atentamente, y dijo en voz baja:

—Perdió el barco y está vivo…

—Vamos, muchacha —repitió Landon mientras la ayudaba a levantarse—. Necesitas descansar un poco. Llevas doce horas sometida a una terrible tensión. Deja que te acompañe a tu habitación.

Letitia MacPherson se aferraba trémulamente a la vida. Todos los recursos de la moderna medicina y una doctora, valiente, se habían volcado sobre ella; ahora todo dependía de la propia muchacha. Samantha permanecía al lado de la paciente casi las veinticuatro horas del día y sus ojos grises no se apartaban jamás del rostro dormido. Comía tan sólo cuando Mildred le traía una bandeja y le obligaba a ello. Todos suponían que el silencio de Samantha era debido a la espada legal que pendía sobre su cabeza; nadie había hecho nada todavía, todos esperaban ver si la chica se reponía. Sólo Silas Prince había dado un paso: entregar a Samantha la notificación oficial de despido. Oficialmente, Samantha ya no pertenecía al equipo médico del St. Brigid’s; sin embargo, ella seguía al lado de la paciente y de vez en cuando subía a dormir un poco a su habitación. Todo lo demás —las acciones legales y la expulsión de Samantha de la sección de internos— había quedado en suspenso, a la espera de acontecimientos en el caso de Letitia.

La auténtica tragedia no residía en el hecho de que Samantha fuera demandada ante los tribunales por haber hecho lo que ella creía que en justicia debía hacer, sino en el hecho de tener que llorar en soledad la muerte del hombre amado. Exteriormente, Samantha sólo podía expresar los habituales sentimientos de condolencia por la muerte de un colega; pero por dentro estaba tan afligida, que tenía la sensación de haberse ahogado, también ella, en las heladas aguas del Atlántico. La débil esperanza de que Mark no hubiera tomado el barco o de que el imperfecto reportaje hubiera omitido la existencia de supervivientes iba muriendo a cada día que pasaba.

Y la tragedia fue aún mayor al confirmarse definitivamente algo que Samantha sólo había sospechado: estaba embarazada.

Y no se lo podía decir a nadie. Louisa y Luther se habían ido con Johann a visitar a los abuelos de Luther en Ohio; Landon Fremont estaba demasiado trastornado por el pleito para poder prestarle atención. Había tratado en dos ocasiones de ver a Clair, pero fue recibida por un impasible mayordomo, con el mensaje, de que la familia estaba de luto y no recibía visitas, Janelle, vestida de negro y rodeada de amigos, acudió a visitar a su hermana Letitia que yacía inconsciente y recibió las muestras de condolencia y comprensión que en justicia hubieran correspondido a Samantha. No era justo: jamás en su vida se había sentido tan desamparada y tan sola.

Paradójicamente, sin embargo, la muerte de Mark la salvó. Si el Excalibur no se hubiera hundido, Janelle MacPherson hubiera seguido adelante con el pleito, a pesar de la recuperación de Letitia (porque resultó que la muchacha no recordaba haberle pedido a Samantha que la operara). Pero la muerte de Mark aplazó el ataque contra Samantha lo suficiente para que Letitia se recuperara por completo y quedara fuera de peligro. Todo el mundo decía que era un milagro: el equipo médico del St, Brigid’s elogió sin reservas a Samantha por lo que había hecho. El pleito pasó al olvido y la muchacha fue conducida a su casa para pasar allí su convalecencia. No se intercambiaron más palabras entre Samantha y los MacPherson. Fue como si ella no existiera y como si el incidente jamás hubiera ocurrido.

Sólo Silas Prince seguía abrigando sentimientos de venganza.

El día en que Letitia abandonó el hospital, Samantha recibió una notificación escrita del jefe de la plantilla de médicos: en ella se le comunicaba que sería readmitida en caso de que se disculpara públicamente ante él por el escándalo que había provocado.