9

Era uno de esos días de octubre en que a los gatos se les eriza el pelo y las enaguas crujen. Las hojas rojizas y doradas cubrían las aceras como si el color del ocaso se hubiera esparcido por doquier. La atmósfera estaba cargada y el tiempo era seco y frío; la puerta del invierno se estaba abriendo poco a poco.

Samantha se lavó las manos al fondo de la sala y lanzó un profundo suspiro. El día había sido muy ajetreado y estaba cansada, pero, mientras el sol poniente anunciaba la noche y con ello el término de su turno, se sintió invadida por una nueva vitalidad: le habían comunicado que arriba tenía una carta. ¡De Mark!

Sonrió a solas, por nada y por nadie. Sonrió sin más. El Excalibur había zarpado de Bristol la antevíspera y Mark llegaría dentro de una semana.

Mildred asomó la cabeza por la puerta.

—¿Doctora Hargrave? Lo siento muchísimo, pero el doctor Weston piensa que hay un caso ginecológico para usted.

—Voy en seguida, Mildred —dijo Samantha, esbozando una sonrisa cansada.

El doctor Weston estaba inclinado sobre una joven sentada en una silla, procurando delicadamente no acercarse demasiado mientras la auscultaba. En momentos como aquél deseaba poder permitirse el lujo de uno de aquellos nuevos estetoscopios biauriculares como el de la doctora Hargrave, en lugar de utilizar aquel viejo tubo de madera que le obligaba a acercar demasiado el rostro al busto de las pacientes.

Se irguió al oír entrar a la doctora Hargrave y a ella le sorprendió ver que estaba terriblemente pálido.

—¿De qué se trata, doctor Weston?

Él se apartó de la paciente y, tomando a Samantha por el codo, se retiró con ella a una discreta distancia.

—Su familia dice que es el apéndice —musitó en voz baja—, pero yo no lo creo.

A Samantha no le pasó inadvertido el tic nervioso de su boca.

—¿Por qué?

—Tiene una hemorragia vaginal.

Samantha se apartó de su lado y se detuvo en seco al ver a la paciente, era Letitia MacPherson.

Tenía ladeada la cabeza, sus ojos estaban cerrados y en sus mejillas se observaba un rubor febril.

—Vamos a tenderla en la mesa, doctor Weston. ¿Estaba inconsciente cuando su familia la trajo?

Samantha levantó delicadamente la falda de la chica y le palpó el abdomen.

—Sí —contestó el doctor Weston, pasándose la lengua por los resecos labios—. Dijeron que se había pasado todo el día con náuseas y, poco después del mediodía, ella se quejó de un agudo dolor en la pelvis y perdió el conocimiento. La acostaron y llamaron al médico de la familia y fue él quien recomendó que la trajeran aquí.

—¿Dónde está?

—En el vestíbulo, con la madre y la hermana.

Samantha miró al doctor Weston y leyó toda una historia en su ceniciento rostro. O sea que Letitia le había permitido algo más que unas inofensivas libertades. Si ella está embarazada, tú temes tener la culpa.

Los largos y ahusados dedos de Samantha encontraron la pequeña masa bajo la piel; mientras exploraba suavemente la blanda matriz, Samantha estudió las extrañas manchitas rojas que se advertían en el cutis de Letitia. La señora Knight y el doctor Weston lo observaban todo en expectante silencio y, cuando Samantha habló, experimentaron casi un sobresalto.

—Es un embarazo tubárico —dijo ella por fin—, y la trompa acaba de reventar.

La señora Knight sacudió tristemente la cabeza y se santiguó, mientras su pragmática mente efectuaba un rápido repaso del armario de las mortajas, esperando que quedara alguna.

—Señora Knight —dijo Samantha, bajando la falda de Letitia—, prepare la sala de operaciones. Necesitaré toda la iluminación que pueda usted proporcionarme.

—¿Va usted a operar, doctora? —preguntó la jefa de enfermeras, abriendo mucho los ojos.

—Sí. ¿Hay hielo en la cocina?

La mujer asintió con expresión dubitativa y dio media vuelta para ir a cumplir lo que se le había ordenado.

—¡Una operación! —exclamó el doctor Weston, que se había hundido en una silla—. ¡No es posible…!

—Le necesito a usted para administrar el éter, doctor. Y, por favor, envíe a alguien a casa del doctor Fremont. Necesito su ayuda.

Samantha respiró hondo, para armarse de valor, y después franqueó la puerta que daba acceso al vestíbulo. Janelle MacPherson se levantó inmediatamente, pero la frágil anciana que la acompañaba permaneció sentada.

Samantha entrelazó fuertemente las manos y permaneció de pie ante Janelle.

—¿Nos podríamos sentar, señorita MacPherson? —dijo con cuanta amabilidad pudo—. Me temo que debo comunicarles una desagradable noticia.

—Prefiero permanecer de pie, doctora Hargrave. ¿Qué le ocurre a mi hermana?

—Letitia tiene que ser operada de urgencia.

Janelle se quedó tan pálida como su cabello rubio platino.

—¿Operada? ¿Desde cuándo se operan las apendicitis?

—Siéntese, por favor.

Una vez acomodadas en el banco, Samantha trató de comunicar la noticia de la mejor manera posible.

—Letitia no padece de apendicitis, señorita MacPherson, sufre un embarazo extrauterino; hay que extirpar inmediatamente.

Heladas ráfagas de aire otoñal subían por la escalinata y penetraban a través de las rendijas de la puerta principal, silbando por el vestíbulo como si fueran maldicientes murmullos. Los ojos azul oscuro de Janelle MacPherson se endurecieron hasta adquirir un tono color pizarra.

—¿Qué ha dicho usted?

Samantha extendió la mano para rozarle el brazo, pero Janelle se apartó.

—Letitia está embarazada. Lo siento. El feto está alojado en una de las trompas que conducen al útero y la trompa ha reventado. Le queda muy poco tiempo.

—¿Cómo se atreve usted?

—¿Perdón?

—¡Cómo se atreve usted a formular semejante acusación contra mi hermana!

—No es una acusación, señorita MacPherson, se lo aseguro. Y si no operamos inmediatamente…

—¡Usted no va a operar a mi hermana!

—Bien, veamos —terció una profunda voz de barítono. Samantha miró al caballero que permanecía al lado de la madre de Janelle. Era muy anciano, parecía muy distinguido y le crujieron las articulaciones al acercarse—. Yo mismo he sentado el diagnóstico. La chica tiene apendicitis.

Samantha ponderó rápidamente la situación. El doctor Grimes, medico de la familia hacía largas décadas, tenía del ejercicio de la medicina una idea consistente en tomar de la mano a la gente, administrar píldoras azucaradas, prestar atención a los relatos de enfermedades imaginarias de las señoras y las jovencitas de la Quinta Avenida, hacer declaraciones impresionantes tras un monóculo y percibir elevados honorarios.

—Siento tener que disentir de su diagnóstico, doctor —dijo Samantha en tono cauteloso—. Una apendicitis no daría lugar a hemorragia.

—Está claro que la chica tiene el período.

—Pero la masa se palpa claramente, doctor, y el dolor lo experimenta en el lado izquierdo.

—Eso no tiene por qué ser indicio de embarazo, señora.

—Cierto. Sin embargo, las mayores probabilidades apuntan hacia un embarazo y ése es mi diagnóstico.

—Aun así, señora, la cirugía no es un recurso.

—Tampoco lo son las sanguijuelas, señor.

Los viejos ojos del médico parpadearon y Samantha leyó en ellos el frío temor de un hombre consciente de que el mundo se ha movido sin él. El doctor Grimes era una reliquia, un dinosaurio, y él lo sabía.

Samantha se dirigió de nuevo a Janelle con más suavidad:

—Señorita MacPherson, sé lo terrible que esto debe ser para usted, pero el caso es que Letitia se encuentra en una situación cuya gravedad aumenta por minutos. Si no intentamos operar inmediatamente, no sobrevivirá a esta noche.

—Doctora Hargrave —dijo Janelle esforzándose visiblemente por no perder la calma—, no hay la menor posibilidad de que mi hermana esté embarazada. Lo que usted insinúa es monstruoso. Manchar la reputación de una muchacha inocente para encumbrarse en su propia carrera… —Consiguió bajar su tono de voz—. No utilizará usted a mi hermana para sus fines. Si necesita hacer un gesto llamativo para atraerse la atención de los periódicos, búsquese a otra persona.

Samantha miró a la mujercilla que permanecía sentada detrás de Janelle. La señora MacPherson no había tenido tanta suerte como Clair Rawlins, no había sabido permanecer al lado de su marido y luchar por su derecho a ser una persona. Ajada y prematuramente envejecida, la señora MacPherson era una mera sombra de su próspero esposo, un vehículo para la producción de hijos y nada más. Pero los desdichados ojos que se cruzaron con los de Samantha trataron por un instante de recuperar su antigua fuerza. Estaba claro que la señora MacPherson sabía la verdad, sospechaba los peligrosos juegos a que se había entregado su hija y estuvo a punto de decírselo así a Samantha. Pero no tuvo el valor; no estaba acostumbrada a expresar sus propias opiniones y aún menos desafiando a su dominante hija, la cual, relegada la madre por un marido que ni siquiera la avasallaba ya, se había convertido en la dueña de la casa. Por esta razón la señora MacPherson se dio por vencida y volvió a bajar la mirada.

—No le ponga un dedo encima a mi hermana, doctora Hargrave. Porque, si lo hace, la denunciaré.

Samantha regresó a la sala de urgencias. El doctor Weston estaba tomándole nuevamente el pulso a Letitia.

—¿Ya ha llegado Landon? —preguntó Samantha, acercándose a la mesa.

Weston sacudió la cabeza. Después se guardó el reloj y miró a Samantha.

—Está muy débil, doctora Hargrave. ¿Qué ha dicho la familia?

—Se han negado a autorizarme la operación.

—Mmmm. Da lo mismo. De todos modos, no se la puede operar.

—No estoy de acuerdo, doctor —dijo Samantha, mirándole con dureza.

—¡La verdad, doctora Hargrave, eso nunca se ha hecho! ¡Abrirla por un embarazo tubárico equivale a matarla!

Samantha estaba a punto de contestar cuando Letitia gimió y movió la cabeza. Después parpadeó y abrió los ojos, tardó un momento en enfocar la mirada y dijo:

—Doctora Hargrave…

—Hola, Letitia —contestó Samantha, tomando su mano y estrechándola.

—¿Dónde… estoy…?

—En el St. Brigid’s. Y te vas a curar.

Letitia se pasó la lengua por los resecos labios y después miró al doctor Weston.

—Me estoy muriendo —dijo.

—No, no es cierto —contestó él con voz entrecortada.

—Letitia —dijo Samantha, procurando atraer la confusa atención de la muchacha—, ¿sabes lo que te ocurre?

—No…

—Necesitas una operación, Letitia. Y yo quiero practicarla. Creo que puedo ayudarte. —Samantha se inclinó hacia ella—. Pero Janelle no me da el permiso. ¿Letitia?

—Sálveme… —murmuró la muchacha en voz baja—. Oh, Dios mío… sálveme…

—Óyeme, Letitia. Tienes una posibilidad si te opero. ¿Me entiendes? ¿Letitia?

—Sí —musitó la muchacha—. Haga… lo que deba hacer, doctora Hargrave. Opere, por favor… sálveme…

Samantha se irguió y miró al doctor Weston. Éste tragó saliva con esfuerzo.

Cuando Landon Fremont entró en la fría sala de operaciones, Samantha le estaba diciendo a la señora Knight que tuviera a punto abundante hielo.

—¿Qué es todo esto, Samantha? —Mientras ella le describía los síntomas de Letitia, el doctor Fremont se acercó a la mesa y miró a la chica.

—No hablarás en serio.

—Voy a hacerlo, Landon.

—La matarás.

—Y morirá si no hacemos algo. Tengo un plan y pienso que nos dará resultado. Este hielo, Landon…

—Samantha —dijo él, volviéndose para mirarla con expresión muy seria—, la muchacha morirá en cualquier caso; por consiguiente, es algo que escapa a nuestras posibilidades. Lo importante es el lugar donde fallezca. Si lo hace en una cama de la sala, no nos podrán considerar responsables. Pero si es aquí arriba, dirán que la hemos asesinado.

—Landon, escúchame. En medicina no se pueden hacer progresos sin correr riesgos. ¡Ya estoy harta de cruzarme de brazos y ver morir a estas mujeres! Creo que podré contener la hemorragia con hielo. Si da resultado, le podremos salvar la vida. Sin embargo, ¡jamás lo sabremos si no lo probamos!

—¿Y si la abres y descubres que has equivocado el diagnóstico? ¿Y si fuera el apéndice o cualquier otro problema intestinal? ¡No estamos en condiciones de resolver esos casos; la chica morirá, tú comprometerás tu situación en el St. Brigid’s y habrás difamado a la familia, afirmando que estaba embarazada!

Samantha examinó el instrumental.

—No he equivocado el diagnóstico, Landon, y sé que podemos salvarla. Pero necesito tu ayuda, no puedo hacerlo sola.

Él la estudió largo rato y observó la rigidez de su espalda y sus hombros y la decidida postura de su cabeza. Después, de repente pensó: Si no hubiera querido problemas, me habría metido en una compañía de seguros.

—Muy bien —dijo finalmente—. Puesto que ya hemos llegado tan lejos juntos, si ahora no te respaldara sería como una burla de lo que hemos estado defendiendo con nuestro trabajo.

—Gracias, Landon —dijo ella, sonriendo; pero pensó: ¡Oh, Mark, amor mío, ojalá estuvieras aquí ahora! Esto es lo que debemos hacer: trabajar juntos. Éste es nuestro futuro…

Poniendo manos a la obra, Samantha le dijo al doctor Weston:

—Unas cuantas gotas, poco a poco, por favor. Procure no echar demasiado.

Él asintió, muy serio. De una cosa estaba seguro: no iban a perder a la paciente por culpa suya.

Bajo la luz de gas, Landon Fremont estudió los rasgos de Samantha. Esto va a ser o nuestro final o nuestro principio. Ojalá tuviera yo tu valor, muchacha.

Ella extendió los dedos sobre el abdomen de Letitia, para atirantar la piel, y aplicó el bisturí.

Hubo momentos en que Landon tuvo la certeza de que la paciente estaba perdida —no se le encontraba el pulso y la hemorragia era excesiva—, pero Samantha siguió adelante, comprimiendo fuertemente los labios. Aplicaban hielo a la herida de continuo, y cuando éste se fundía, se retiraban las toallas mojadas y se renovaba el hielo. Curiosamente, la hemorragia empezó a ceder.

Y Landon pensó: Claro…

—Aquí está —dijo Samantha en voz queda—. La trompa reventada y la placenta asomando por ella. Ahora voy a atar el ligamento ancho…