8

—Tiene que haber algún medio, Landon —dijo Samantha, apartando a un lado su plato de tostadas con jamón ahumado—. Me niego a permanecer impasible, viendo cómo se mueren inútilmente las enfermas.

Él no contestó; cada semana tenían aquella misma discusión. Las pacientes que ingresaban con embarazo tubárico estaban condenadas a morir. Era un hecho indiscutible. ¿Por qué no podía Samantha aceptarlo?

Ella golpeó la mesa con la cuchara.

—¡Una pequeña incisión, una rápida ligadura de la trompa, extracción del feto y sutura! ¿Por qué no se puede hacer?

Él la miró en muda respuesta. Samantha sabía muy bien por qué: porque la paciente siempre moría desangrada.

—¡Vamos, Landon, piense un poco! ¡Tiene que haber un medio de frenar la hemorragia! ¡Si pudiéramos encontrar ese medio, imagínese la cantidad de operaciones abdominales que podríamos practicar con éxito! Apendicetomías, extirpación de vesícula, histerectomías…

Se abrió la puerta del comedor y apareció Mark Rawlins. Y como solía ocurrir indefectiblemente, hacía tres meses que eran amantes en secreto, Samantha se ruborizó.

Él miró a su alrededor, dio los buenos días a los pocos médicos que ocupaban otras mesas y se dirigió hacia la de Samantha y Landon.

—Buenos días, doctores, ¿interrumpo algo?

—Lo mismo de siempre, Mark —contestó Landon, sacando su reloj de bolsillo y abriéndolo—. El abdomen.

—Mmmm. Algún día lo conseguiremos, estoy seguro. Halsted afirma que está obteniendo cierto éxito con su nueva abrazadera.

—Yo presencié una de sus teatrales operaciones. Vesícula biliar. Debía haber como cincuenta abrazaderas en toda la herida. Halsted no disponía de espacio para trabajar. Tardó más de una hora.

—¿Una hora para una operación? —preguntó Mark, arqueando las cejas.

Landon volvió a cerrar el reloj y se lo guardó en el bolsillo.

—Será mejor que vaya a echarle un vistazo a la señora O’Riley. Ya lleva casi dos días de parto. Parece que tendremos que practicar una cesárea.

—Iré en cuanto termine el té —dijo Samantha.

Él asintió con aire ausente y se alejó. Mark miró a Samantha con ojos brillantes.

—¿Cómo está usted esta mañana, doctora Hargrave?

—Muy bien, doctor, ¿y usted?

Hacía tres meses, habían discutido acerca de aquella cuestión: Mark hubiera deseado subir a lo alto de la catedral de San Patricio y proclamar a los cuatro vientos su noviazgo, pero Samantha había insistido en que lo mantuvieran en secreto. El St. Brigid’s tenía unas normas muy estrictas en relación con sus empleadas y Samantha no quería poner en peligro su certificado de interna, cuando ya sólo faltaba un mes para que finalizara el programa. El reglamento era muy explícito: las empleadas tenían que ser solteras, no podían estar prometidas en matrimonio y no podían «salir con hombres» mientras trabajaran en el St. Brigid’s. Y Samantha, a los ojos de Silas Prince, era una empleada. Mark pensaba que sus temores eran infundados, pero Samantha no estaba de acuerdo. Sea como fuere, no deseaba poner a prueba sus respectivas teorías. Hacía apenas unas semanas una enfermera muy seria y eficiente había sido despedida al descubrirse que tenía novio.

Tras pasar la primera noche en la cama de Samantha, decidieron no correr más riesgos; se reunían discretamente una vez a la semana en el apartamento de Mark, en la calle Cincuenta y Siete, y con el fin de proteger a Samantha hasta que ella obtuviera su valioso certificado, Mark había accedido a regañadientes a no revelar su compromiso a nadie, ni siquiera a su madre. Y tampoco a Janelle, aunque ello creara algunos momentos embarazosos.

Al acercarse la chica con el café y la naranjada de Mark, enmudecieron. Él pidió unos huevos y preguntó qué fruta había. Mientras Mark hablaba, Samantha tomó un sorbo de té y le observó a través de sus espesas pestañas.

Estaba pensando en su cuerpo. Y, más concretamente, en su tórax. Era un tórax maravilloso, musculoso y cubierto de vello; y sus brazos, nervudos y vigorosos; y sus hombros y su sólida espalda; sus fuertes muslos…

Una vez la chica se hubo retirado, Mark miró a Samantha.

—Pero, cómo, doctora Hargrave, se ha puesto usted colorada.

Qué descubrimientos tan increíbles hacían el uno en brazos del otro; ¡qué locura y qué delirio! Parecía que hubieran sido creados el uno para el otro, en cuerpo y alma. No conocían la turbación y sus relaciones amorosas no tenían límite. Y cuando no estaban entregados al amor físico, se dedicaban a organizar juntos su futuro, decidiendo en que zona iba Samantha a inaugurar su consultorio, a qué hospital se afiliaría, dónde iban a vivir, cómo educarían a sus hijos. Joshua lo había comprendido con precisión asombrosa: Mark Rawlins iba a ser un marido perfecto para Samantha.

Cuando la chica sirvió los huevos, Samantha preguntó:

—¿Cómo está su madre, doctor Rawlins?

—Muy bien. ¿Por qué me lo pregunta?

Samantha había visto varias veces a Clair en los últimos tres meses y la amistad entre ambas se había ido acrecentando con cada encuentro. Mientras tomaban la copa de brandy que ya se había convertido en una tradición, Clair hablaba del pasado, del reto de vivir y mantenerse aferrada a un hombre de energías tan ilimitadas como Nicholas Rawlins, de la educación que dio a sus cuatro hijos para que fueran hombres de provecho, cosa que sólo había conseguido con uno de ellos, del frágil equilibrio entre su lucha por ser aceptada como persona con derechos propios y el de conservar, sin embargo, la feminidad. Samantha había intentado explicarle a Clair que en realidad estaba trazando el preciso retrato de las mismas profesionales que condenaba, pero Clair se negaba a reconocerlo.

—Sólo hay una carrera natural para una mujer: la de esposa y madre. Yo hablo de la necesidad de que la mujer conserve su individualidad dentro de esta esfera, no de salir de ella, como propones tú, para competir con los hombres. La mujer tiene que estar en todo momento al lado del hombre, no frente a él.

Discutían incesantemente y se lo pasaban muy bien. Varias veces Samantha había estado a punto de revelar su secreto, pero era demasiado peligroso: Silas Prince dispondría finalmente de un arma con que atacarla.

Falta sólo un mes, pensó Samantha mientras Mark terminaba el desayuno. Dentro de cuatro semanas tendré mi certificado.

Le vio apartar el plato y secarse la boca con una servilleta (estaba pensando en lo que sentía cuando le besaba aquella pequeña cicatriz y se preguntó si las demás mujeres también debían abrigar pensamientos constantes de intimidad con los hombres a quienes amaban). Sin embargo, cuando él la miró y ella vio en sus ojos una expresión muy seria, su sonrisa juguetona se esfumó.

—¿Qué ocurre, Mark?

—Siento tener que darte una mala noticia, Samantha. No sabía cómo decírtelo. Voy a tener que ir a Londres la semana que viene…

Ella le miró fijamente y después se sobrepuso, recordando dónde estaban.

—Me envía el St. Luke’s. Voy a representarles en un congreso norteamericano que se celebrará allí.

—¿No podría ir otro?

—Es importante para mí y para el hospital. En estos momentos yo no soy más que uno de los médicos de la plantilla. Desde un punto de vista práctico, eso me permitiría tener mi propio servicio.

Samantha asintió. Las carreras de ambos ya habían empezado a influir en su vida privada; era algo que tendrían que resolver si querían que su futuro fuera armonioso.

—Lo comprendo, cariño —dijo en voz baja—. ¿Cuánto tiempo estarás ausente?

—Sólo será una semana. Ya me han reservado pasaje. Embarcaré en el Excalibur, con destino a Bristol. Si el tiempo lo permite, estaré de regreso la última semana de octubre. De hecho, cuatro días antes de que se celebre la entrega de certificados.

—Mi corazón te acompañará.

—Y el mío se quedará contigo.

—Cuatro semanas.

—Una eternidad.

—¿Cómo podré sobrevivir?

—Samantha. —Mark avanzó la mano sobre la mesa, pero la apartó en seguida—. Casémonos ahora. Antes de que me vaya.

Ella reflexionó un instante y después sacudió la cabeza.

—Eso destrozaría a tu madre. Está soñando con el día de tu boda, tiene el propósito de organizar una fiesta digna de competir con cualquier cosa que pueda hacer la señora Astor. No podemos privarla de eso Mark.

—Mi madre puede soportar todas las desilusiones. Tiene el pellejo muy duro. Lo superará.

—No. Mark. Son apenas cuatro semanas. Después estaré libre.

Se miraron fijamente. Samantha hubiera deseado levantarse y gritar: «¡Malditos seáis todos!», y a continuación besar a Mark delante de todo el mundo. Después podrían celebrar una rápida boda civil y disfrutar unos cuantos días de luna de miel antes de que él emprendiera el viaje; tal vez incluso pudiera acompañarle y ver Londres de nuevo después de tantos años, saludar a la doctora Blackwell y efectuar una nostálgica visita al Crescent. Le podría mostrar a Mark los lugares que ella había explorado en su infancia, sería un capítulo del Paraíso…

Pero no. Aquel certificado tenía mucha importancia; Prince aprovecharía cualquier excusa para arrebatárselo. Y, por otra parte, Clair se vería despojada de su última ilusión antes de abandonar este mundo.

—Soy muy afortunado —dijo Mark en tono solemne—. No sé si algún día despertaré y descubriré que has sido un sueño.

Samantha procuró hacer gala de una alegría que no sentía.

—Será mejor que vaya a ver qué está haciendo Landon. ¡Esta mañana tenemos a cuatro de parto! Si me disculpa usted doctor Rawlins.

—¿Esta noche? —preguntó él, mirándola con cierta tristeza.

Ella reflexionó. Había transcurrido una semana, Landon le concedería el permiso.

—Esta noche —contestó en voz baja, alejándose apresuradamente.

—¡Buenos días, doctora Hargrave!

Samantha levantó los ojos del estetoscopio y vio la radiante sonrisa de Letitia, que sostenía en los brazos una canastilla de rosas, sin duda las que la víspera habían lucido en su casa en la mesa de la cena, y acompañaba a una criada, ésta con un montón de lo que parecían sábanas.

—Traigo esta ropa de cama para vendajes. Mamá se ha cansado de ella, pero está en muy buen estado.

—Dale las gracias a tu madre en nombre nuestro. Pearl, ¿quiere entregársela, por favor, a la enfermera del mostrador?

—¿Y quién va a ser hoy la beneficiaría de esas rosas?

Samantha contempló los capullos, que eran muy frescos, y miró a su alrededor. El sol de septiembre iluminaba las pequeñas y pulcras camas. Unas partículas doradas que parecían polvo de sol flotaban en los rayos. Samantha detuvo los ojos en la señora Murphy y no pudo evitar una sonrisa.

La abuela Murphy había ingresado la semana anterior con fuertes dolores de estómago y vómitos crónicos. La anciana, que procedía del Viejo Mundo, jamás había visto un estetoscopio y, cuando Samantha aplicó la campana de plata a su pecho, la señora Murphy, suponiendo que el estetoscopio era alguna forma de avanzado tratamiento moderno, lanzó un suspiro y dijo:

—¡Ya empiezo a encontrarme mejor!

—La señora Murphy te las va a agradecer mucho. Es la que se está poniendo rizadores de trapo en el cabello.

Letitia dio media vuelta y se acercó a toda prisa a la cama siete, mientras Samantha se la quedaba mirando con aire pensativo. Últimamente, Letitia MacPherson la tenía muy preocupada. Samantha pensó en su última cena en casa de Clair. En aquella ocasión, Samantha fue a la cocina, en busca de un poco de leche para que Clair se pudiera tomar los polvos de la morfina, y mientras recorría el laberinto de salones alfombrados, pasó por delante de una puerta entornada, a través de la cual le pareció oír un gemido. Su instinto médico la indujo a detenerse y prestar atención. Empujando un poco la puerta, asomó la cabeza. La habitación estaba a oscuras; Samantha apenas podía distinguir los contornos de los macizos muebles y las enormes plantas de interior: otro salón para el descanso de damas agotadas, en los tiempos en que Clair Rawlins daba sus extravagantes bailes. Ahora estaba vacío, con la excepción de alguien que, oculto en las sombras, evidentemente se encontraba en apuros.

Suponiendo que alguna criada, entrando a limpiar, se había caído y lastimado, Samantha quiso trasponer la puerta, pero una carcajada ahogada la hizo detenerse en seco. Se quedó inmóvil y entonces, reconociendo con sobresalto los suspiros y gemidos de la pasión, se retiró apresuradamente.

Tras conseguir un poco de leche tibia en la cocina principal de manos de una cocinero auxiliar que se asombró muchísimo de ver entrar a una invitada, Samantha regresó a la biblioteca. Tuvo que esconderse rápidamente en un rincón al llegar al salón oscuro, porque la puerta se estaba abriendo. Vio salir a Stephen Rawlins alisándose el cabello. Una voz le llamó desde dentro. Era Letitia.

Samantha se lo dijo a Mark y éste habló con Stephen, pero ello no sirvió para ayudar a Letitia, la cual, según sospechaba Samantha, debía acostarse con varios hombres.

Samantha empezó a reflexionar mientras la muchacha ayudaba a la señora Murphy a ponerse los rizadores de trapo. En los últimos tiempos Letitia acudía al hospital acompañada únicamente por una criada. Samantha se preguntó por qué.

En aquel momento el doctor Weston entró en la sala. Al ver a Letitia, vaciló un poco y ella por su parte se ruborizó al mirarle. Él pasó de largo y ella siguió conversando con la señora Murphy, pero Samantha, que había visto el breve intercambio, se inquietó: ¿Y si también Mark y yo nos traicionamos de mil maneras insignificantes?

Cuando Letitia regresó, Samantha estaba sacudiendo un termómetro y colocándolo en la axila de una paciente. Tendría que hablar con ella, pensó Samantha. Letitia no sabe que está jugando con fuego.

En realidad, Letitia MacPherson sabía muy bien el peligro que corría. Había descubierto a muy temprana edad los goces de cierta actividad solitaria; y algunos años más tarde, en el mirador del jardín de su residencia de verano, Letitia había tenido su primera aventura sexual: su cómplice fue su primo Will. A partir de aquel momento, Letitia había llegado a la conclusión de que aquélla era la diversión que más la satisfacía: era una pianista sin mérito, bordaba discretamente y pintaba de forma mediocre; pero en los conciertos con un cuerpo masculino resultaba una prima donna.

Había descubierto también que la mitad de la emoción del sexo estribaba en el peligro de ser descubierta. Estar casada y acostarse cada noche con el mismo hombre no le parecía una perspectiva tan deliciosa como el hecho de acostarse con un hombre distinto cada vez; el supremo placer del sexo nacía de la variedad y del riesgo de ser sorprendida. Por lo que hacía al del embarazo Letitia había acudido a una dama de Greenwich Village, siguiendo la recomendación de una amiga. La dama le había vendido a Letitia un frasco de una solución «protectora» y una esponja que se tenía que introducir, empapada en el líquido, antes del acto sexual.

Samantha desconocía todo eso. Letitia MacPherson era, en apariencia, una muchacha inocente y fresca como una rosa, que se ruborizaba con gran facilidad; nadie sabía que se volvía loca por el sexo, y menos aún los distintos hombres que se acostaban con ella y que, subyugados por su infantil sonrisa y su ingenuidad, creían ser cada uno el primero.

—Todos vamos a ir este sábado al espectáculo del Salvaje Oeste, doctora Hargrave. ¡Dicen que hay indios de verdad!

Samantha sonrió y retiró el termómetro de la axila de la paciente. Mientras leía la temperatura, pensó: Me preocupo demasiado. Letitia es una muchacha demasiado dulce y sensata para permitir que un hombre vaya demasiado lejos con ella.

—¡Doctora Hargrave!

Samantha levantó los ojos. El doctor Weston se encontraba al fondo de la sala, sosteniendo la puerta abierta y agitando el brazo.

—¿Puede venir en seguida? La necesitamos.

Cuando llegó allí, Samantha vio que la sala de urgencias se encontraba sumida en el caos: cuerpos tendidos en camillas, enfermeras corriendo de un lado para otro, médicos arremangándose. Se había producido un accidente en una cercana encrucijada, provocado por un caballo desbocado; varios peatones habían resallado muertos, y los cocheros de los vehículos yacían gravemente heridos sobre las mesas de exploración.

—¡Por aquí, doctora! —gritó Jake.

Estaba ayudando a un policía a calmar a un hombre alcanzado en una pierna por la rueda de un vehículo.

Samantha ordenó que le quitaran la chaqueta y le administró una inyección de morfina. Una vez el hombre se hubo calmado, Samantha le pudo examinar la herida. La pierna había sido limpiamente amputada a la altura de la rodilla y el policía, de reflejos muy rápidos, había aplicado unos trapos al muñón, para contener la hemorragia, que no había dejado de comprimir entretanto. Ahora, al ver a Samantha, se apartó; ella retiró suavemente los trapos ensangrentados que cubrían el muñón y se sorprendió al notar que estaban fríos como el hielo. En el centro del envoltorio había algo duro como una piedra.

Al ver su expresión desconcertada, el policía dijo:

—Es un truco que aprendí cuando era ordenanza en el ejército de la Unión. Uno de los vehículos accidentados era un carro de hielo. Y tomé un trozo.

Samantha contempló la pierna amputada del hombre y vio que la pérdida de sangre había sido muy escasa. Sin embargo, como consecuencia del calor reinante en la sala, los vasos sanguíneos ya se estaban dilatando y la carne empezaba a colorearse. Samantha supo que el hombre curaría sin apenas infección. Además, había perdido muy poca sangre.

El hielo, pensó emocionada. El hielo…