Samantha sabía que la familia de Mark Rawlins era acaudalada, pero jamás había pensado demasiado en ello. Y, sin embargo, la mansión de los Rawlins en la Avenida Madison podía rivalizar con la de los Astor: elevados techos, relucientes arañas de cristal, pinturas, alfombras turcas, precioso mobiliario, cortinas de raso dorado y palmeras en macetas…, todo hubiera podido pertenecer a un palacio real. Y las personas que la ocupaban, como los aristócratas estaban tan en consonancia con el ambiente que cuando el mayordomo la acompañó hasta la puerta de doble hoja del gran salón, Samantha temió no estar a la altura de las circunstancias.
Entonces vio a Mark, de pie junto a la chimenea, en animada conversación con Janelle, y decidió de una vez por todas que Janelle sí estaba a la altura.
El joven que estaba tocando el piano levantó la mirada y dejó en suspenso una animada polonesa. Todas las cabezas se volvieron hacia ella y, cuando el mayordomo anunció su nombre con resonante voz, Samantha tuvo la impresión de haber salido al escenario de un teatro. Mark se acercó apresuradamente y los caballeros que estaban sentados se levantaron de inmediato.
—¡Doctora Hargrave! ¡Nos estábamos preguntando qué le habría ocurrido!
Mark la tomó del brazo y la acompañó al interior de la estancia.
—Discúlpeme, doctor Rawlins. En el último momento, tuve que atender a una paciente. Espero no haber causado ningún trastorno.
—En absoluto —dijo pausadamente el joven del piano, levantándose y aproximándose con paso indolente—. La puntualidad es un aburrimiento.
—Doctora Hargrave, le presento a mi hermano Stephen.
Había cierto parecido, pero muy vago. Stephen pecaba tal vez de excesiva perfección —ninguna simpática cicatriz le deformaba el labio— y Samantha percibió cierta vanidad en su sonrisa. Cuando el joven tomó su mano enguantada y se la besó, juntando los talones, Mark dijo:
—Stephen acaba de regresar de Europa.
Después le presentaron a Henry y a Joseph Rawlins, ambos más jóvenes que Mark, pero mayores que Stephen, por lo que Samantha calculó que debían rondar los treinta; unos jóvenes simpáticos y apuestos, pero carentes de aquel algo especial que distinguía a Mark. Al verles sonreír, Samantha creyó percibir cierta vacuidad en su bienvenida. Sus esposas parecían mujeres vulgares, de cinturas que mostraban ya las consecuencias de los hijos y la vida cómoda; a Samantha le produjeron la desagradable impresión de estar compitiendo constantemente entre sí.
Por último se acercó Letitia, curiosamente vestida con un traje de terciopelo rojo que no le sentaba bien, y Janelle, cuyo vestido de raso azul claro la favorecía mucho.
—Estamos esperando a mi madre —dijo Mark, ofreciendo asiento a Samantha en el sofá de brocado—. El privilegio de llegar en último lugar siempre le corresponde a ella.
Entró una doncella con una bandeja de canapés y Samantha tomó uno, sin saber de qué era, aceptando también una copa de champán. Tras un embarazoso silencio se reanudaron las conversaciones: Joseph y Henry siguieron discutiendo acerca de una cuestión jurídica, mientras sus respectivas esposas volvían a enzarzarse en su intercambio de ingeniosas anécdotas infantiles, al tiempo que Letitia se sentaba al piano para interpretar una moderna melodía cuya letra, oída por Samantha en una ocasión, era demasiado atrevida para ser cantada en aquel lugar. Cuando Mark se dirigió al aparador para llenar nuevamente la copa de Janelle. Stephen aprovechó la oportunidad para sentarse al lado de Samantha.
—Mi madre no permite que el Herald de Nueva York entre en esta casa, doctora Hargrave, piensa que es demasiado sensacionalista. Pero yo he conseguido leerlo de todos modos, y en varias ocasiones he visto noticias acerca de sus extraordinarias hazañas.
—Me temo que esos reportajes son un poco exagerados, señor Rawlins.
—¡No lo creo, a juzgar por lo que dice Mark! ¡Pero si yo pensaba que debía medir usted dos metros y medio y llevar lanza y escudo!
Samantha miró a Mark, que había vuelto a sentarse junio a Janelle; debían estar manteniendo un diálogo muy serio, pues no había el menor asomo de sonrisa en los labios de él y Janelle hablaba en voz baja, con expresión muy grave, inclinando la cabeza hacia él y mirándole con sus ojos azul oscuro.
Se abrió la puerta de doble hoja y apareció Clair Rawlins. El piano enmudeció, como si estuviera conectado con algún mecanismo de la puerta, y los cuatro hermanos adoptaron posición de firmes, como si fueran marionetas. No cabía la menor duda de que aquélla era una mujer temible.
Vestida enteramente de negro, del cuello a las muñecas hasta el dobladillo que barría la alfombra, y con el plateado cabello peinado en regia corona, Clair Rawlins era alta y delgada y se movía con asombrosa agilidad para una persona de su edad. Observó a los reunidos a través de unos impertinentes de cristales rosados que brillaban bajo la araña del techo en facetas como de diamante.
—Buenas noches a todos —dijo en tono autoritario.
Sus ojos parecieron posarse largamente en Samantha. Entonces Mark se adelantó y le dijo:
—Madre, permíteme presentarte a la doctora Samantha Hargrave. Doctora Hargrave, mi madre.
Los impertinentes descendieron y Samantha se sorprendió al ver unos suaves ojos color castaño. Eran los ojos de Mark, dulces y sensibles, signo evidente de un espíritu amable y comprensivo; los ojos de una mujer que debía haber amado y sufrido profundamente.
—Es un placer conocerla, señora Rawlins.
Clair asintió levemente con la cabeza, como si hubiera buscado algo en su joven y orgullosa invitada y, para su satisfacción, lo hubiera encontrado.
—Me alegro de que haya podido reunirse con nosotros esta noche, señorita Hargrave. Mark nos deleita muy rara vez con la compañía de sus colegas.
—Madre, ¿te apetece una copa de champán?
Ella movió un brazo y los brillantes centellearon en su muñeca.
—Quita el apetito. Quiero conocer a nuestra invitada.
Hablaba en tono perentorio y todos obedecían. Letitia regresó al piano y empezó a interpretar el Liebestraum, para animar el ambiente, mientras los demás reanudaban sus conversaciones… Samantha observó que Mark y Janelle proseguían su serio dialogo.
—Constituye usted un motivo de gran curiosidad para mí, señorita Hargrave. ¿Cuándo y por qué decidió estudiar medicina?
Había sido más una orden que una petición y, mientras recitaba la historia de su vida que solía ofrecer a los demás, Samantha empezó a pensar que su explicación no bastaría para satisfacer a aquella mujer. Clair Rawlins quería algo más y Samantha pensó: me está sometiendo a juicio.
Cuando sonó la campanilla de la cena, Samantha se dirigió al comedor dando el brazo a Stephen y descubrió que le habían asignado un asiento a la derecha de Clair Rawlins. Mark, que parecía molesto por la distribución de los invitados, tomó asiento al otro extremo de la larga mesa, con Letitia a un lado y Janelle a otro.
La cena fue increíblemente fastuosa, pero Samantha se adaptó muy bien, comportándose como si estuviera acostumbrada a los doce platos de nombres impronunciables, a los diversos cubiertos dispuestos alrededor de su plato y al servicio del interminable desfile de criados. Dos años de lucha por la supervivencia en la Facultad de Medicina le habían enseñado el arte de ganar tiempo: tomando un sorbo de agua cada vez que tenía que probar un nuevo plato, podía observar qué tenedor o cuchara utilizaban los demás.
—Dígame, señorita Hargrave, ¿no ofende su sensibilidad y sentido del decoro el trabajo que usted hace?
Samantha tomó el tenedor que creyó adecuado y cortó un trozo de bacalao.
—Cuando se tiene la satisfacción de haber salvado una vida, señora Rawlins, el decoro parece algo muy insignificante.
—Yo creo, madre —dijo Stephen, que se encontraba frente a ellas—, que la señorita Hargrave prefiere que la llamen doctora.
Clair movió la cabeza como en gesto de reproche a un niño travieso.
—Tonterías. La señorita Hargrave es ante todo mujer, y en segundo lugar doctora, y por consiguiente prefiere que se dirijan a ella como a una dama. ¿No es cierto, querida?
—En realidad, señora Rawlins, su hijo tiene razón. Prefiero que me llamen doctora.
Clair descansó ostentosamente el tenedor y dirigió a Samantha una mirada de auténtico asombro.
—¡Qué insólito!
—Soy, ante todo, un médico, señora Rawlins. Al fin y al cabo, me he ganado ese título.
—Pero ¿cómo conocerá la gente su estado civil si la llaman doctora Hargrave?
—Supongo que, si alguien desea conocerlo, me lo preguntará.
—Mi querida señorita Hargrave —dijo Clair en el tono que solía utilizar cuando hablaba con sus nueras («Mi querida Elaine, tendrás doce invitados a la cena y servirán faisán»), a ningún caballero educado se le ocurriría preguntarle directamente si es usted casada o soltera. Muchos imaginarán que está casada y perderá usted muy buenos partidos. ¿Cómo espera encontrar marido?
En aquel momento cesaron todas las conversaciones y Samantha se vio convertida en centro de la atención.
—Madre —dijo Mark desde el otro extremo de la mesa— estás poniendo en apuros a la doctora Hargrave.
Samantha le dirigió una cortés sonrisa y dijo:
—No se preocupe, doctor Rawlins, no me importa. —Y después añadió, mirando a Clair—: Le agradezco su interés por mi situación, señora Rawlins, pero le aseguro que no he puesto en peligro mis posibilidades de matrimonio y mi feminidad con esta profesión. Si llego a casarme, tendrá que ser con un hombre muy especial. Estoy segura de que convendrá conmigo en que la nuestra no podrá ser una relación convencional. Espero sinceramente que, si ese hombre singular se presentara en un futuro y me considerara una pareja deseable, será lo suficientemente franco y sincero para preguntarme cuál es mi estado civil. Esa sinceridad me parecería una muestra de carácter, señora Rawlins, no de falta de educación.
Todos parpadearon un instante y después tomaron de nuevo sus cubiertos, mientras Samantha y la señora Rawlins se miraban fijamente. El único que no se movió fue Mark; estaba como hipnotizado. Nadie, ni siquiera su padre, se había atrevido a desafiar a Clair Rawlins.
Por fin la dueña de la casa dijo en tono seco:
—¿Qué clase de hombre decidiría casarse con una doctora?
Antes de que Samantha pudiera contestar, Mark habló desde el otro extremo de la mesa.
—Pues un médico, naturalmente.
Mientras miraba con dureza a su hijo predilecto, Clair no pasó por alto el especial intercambio de miradas que se produjo entre Samantha y Mark. Las miradas tampoco pasaron inadvertidas a Janelle MacPherson, la cual se agitó en su asiento en medio de un crujido de sedas.
El embarazoso silencio fue interrumpido por Stephen que, esbozando una galante sonrisa, se inclinó hacia Samantha y dijo:
—A mí no me importaría casarme con una doctora.
Samantha rió suavemente y extendió la mano hacia la copa de vino.
—Es posible que cambiara de idea cuando su esposa tuviera que salir a menudo a atender llamadas urgentes y se le quemara la cena.
La conversación pasó a centrarse en otro tema cuando sirvieron el pato glaseado. Se empezaron a expresar opiniones acerca de la nueva transición de arte impresionista hacia algo todavía más «absurdo», tal como podía observarse en el lienzo de Cézanne titulado L’Estaque, el cual, según todos convinieron, era espantoso, y una vez se hubo agotado esa cuestión, junto con las frambuesas azucaradas, todos empezaron a dialogar acerca del Retrato de una dama, la más reciente novela de Henry James. Mientras repartía su atención entre Stephen, que estaba deseando complacerla, y Clair que no lo deseaba, Samantha miraba de vez en cuando hacia la izquierda, y en más de una ocasión vio que Mark la estaba observando.
—Yo creo —dijo Joseph Rawlins, sentado a la derecha de Samantha— que el lema básico que trata James es el del libre albedrío. A una muchacha muy inteligente se le concede la oportunidad de vivir su vida según sus deseos, pero ella comete un error fatal que pagará durante el resto de su vida.
—Estás diciendo en este caso, querido Joseph —terció Clair— que ese libro tiene una moraleja. —Se volvió a mirar a Samantha—. ¿Lo ha leído usted, señorita Hargrave?
—Me temo que dispongo de muy poco tiempo para otras lecturas que las profesionales, señora Rawlins.
—Lástima —dijo Clair arqueando exageradamente las cejas.
Samantha inclinó la cabeza mientras hundía la cuchara en las frambuesas y miró subrepticiamente a Mark. Esperaba recibir una de sus sonrisas intencionadas y se sorprendió al ver que él estaba dirigiendo una hermosa sonrisa a Janelle, la cual parecía haberle cautivado con algún interesante relato. Cuando sonreía Janelle, brillaba como la gargantilla de diamantes que le adornaba el cuello y, cuando se reía, se llevaba la mano al pecho para llamar la atención sobre su generoso escote.
—Señorita Hargrave —dijo Clair con su cortante voz—, espero que ésta no sea una de las noches en que ha de marcharse para atender un caso urgente.
—¿Perdón? —dijo Samantha, mirándola.
—Letitia nos va a recitar algo mientras tomamos el café. Sabe recitar con mucho sentimiento el poema Annabel Lee de Edgar Allan Poe. Pero después, señorita Hargrave, me gustaría hablar con usted a solas unos minutos. Si no tiene inconveniente.
—Ninguno, señora Rawlins.
—En realidad, por eso quise invitarla esta noche. Hay algo importante que desearía comentar con usted. En privado.
Samantha miró fijamente a Clair un momento, y después desvió vivamente la mirada hacia la derecha. Mark se estaba riendo de buena gana, con la cabeza echada hacia atrás, y Janelle le observaba con expresión radiante.
Confusa, Samantha volvió a centrar su atención en las frambuesas. O sea que la invitación no había partido de Mark sino de Clair. Clair, que parecía censurar todo el comportamiento de Samantha y que no consideraba necesario disimular su desaprobación. Algo importante que deseaba comentar en privado…
Clair tenía razón, Letitia recitó el Annabel Lee con mucho sentimiento y Samantha se habría conmovido enormemente si sus pensamientos no hubieran estado en otro lugar. Mientras todos permanecían sentados en el salón tomando café con brandy y contemplando la dramática actuación de Letitia a la media luz (habían apagado las lámparas para intensificar el efecto), Samantha no pudo menos de considerar con perplejidad su presencia en aquella casa. Y tampoco pudo evitar sentirse decepcionada. Estaba claro que había interpretado erróneamente las intenciones de Mark.
Sin embargo, cuando Letitia juntó las manos sobre el pecho y dijo con voz entrecortada por la emoción: «Yo era un niño y ella era una niña / En aquel reino al borde del mar, / Pero nos queríamos con un amor que era más que amor…», Samantha se volvió para mirar a Mark, sentado al otro extremo del salón con las piernas estiradas y cruzadas con indiferencia, y le sorprendió contemplándola fijamente. Su rostro estaba envuelto en sombras y no se podía apreciar su expresión, pero Samantha intuyó que emanaba de él un profundo sentimiento, como si estuviera tratando de extender la mano y tocarla. La taza de Samantha se quedó en suspenso junto a sus labios. No podía beber. Un Mark Rawlins distinto la estaba mirando desde el otro extremo de la estancia a media luz, como si las palabras de Poe le hubieran transformado. La fachada se había desmoronado, ahora no la estaba mirando con indiferencia un hombre distinguido; Samantha percibió su fuerza, su virilidad, notó que la invadía y que tomaba posesión de ella. Su boca mostraba una expresión muy seria, su cuerpo parecía laxo, pero ella percibió su tensión y su determinación. Samantha permaneció inmóvil y el momento pareció prolongarse indefinidamente.
Después el rumor de unos corteses aplausos la devolvió a la realidad. Stephen encendió las lámparas y todo el mundo felicitó a Letitia por su actuación y, cuando Samantha volvió a mirar a Mark, descubrió que este aún la estaba observando. Pero, ahora que la luz iluminaba su rostro, ella vio que su expresión era muy seria y que sus ojos estaban muy tristes. Samantha se estremeció.
—¿Le ha gustado el poema, Samantha? —preguntó Mark en voz baja, para que sólo pudiera oírle ella.
—Pero es muy trágico.
—En la tragedia puede haber belleza.
Todo el mundo se estaba levantando ya para dirigirse a otros salones —los hombres a sus cigarros puros; las mujeres, al encuentro de sus escabeles—, pero Mark y Samantha no se movieron.
—¿Cuál es su poema preferido, Samantha?
—El prisionero de Chillón —contestó ella, tras reflexionar un instante.
—Byron. Más tragedia.
—¿Y el suyo?
Sus labios estaban a punto de esbozar una sonrisa, pero entonces la autoritaria voz de Clair llenó súbitamente la estancia.
—Señorita Hargrave, ¿puedo hablar a solas con usted unos minutos?
Samantha tomó asiento en un precioso sillón tapizado de cuero que olía a aceite de limón, mientras Clair escanciaba brandy en dos copas de cristal. Se encontraban en la biblioteca de los Rawlins, rodeadas por cuatro paredes cubiertas de libros que contenían un caudal de conocimientos humanos; dos mujeres solas bajo las frías miradas de mármol de Julio César, Voltaire, Napoleón Bonaparte y, desde su marco dorado de encima de la chimenea, Nicholas Rawlins, el Rey del Hielo.
Clair ofreció una copa a Samantha y se sentó en el otro sillón.
—Tengo amigas en la Liga de Abstemios que critican severamente mi pequeña afición a las bebidas alcohólicas, mientras ellas se tragan frascos de tónicos que contienen alcohol suficiente para tumbar a un caballo. Hasta Nicholas, que en paz descanse, me lo reprochaba. —Clair contempló el retrato—. Era abstemio, por extraño que pueda parecer. Un hombre con tantos vicios y, sin embargo, jamás fue aficionado a las bebidas alcohólicas. —Su voz se suavizó—. No era fácil querer a ese hombre, señorita Hargrave, pero yo le quería muchísimo precisamente porque siempre tuve que luchar para conservarle.
—Lamenté su muerte.
—Todo fue muy rápido. Bien, señorita Hargrave, permítame exponerle el motivo por el cual le he rogado que viniera. Yo no soy partidaria de que las mujeres ejerzan profesiones. Doctoras, abogadas, jueces, fotógrafas…, su sacrificio es demasiado grande y yo sufro por ellas. Aborrezco ver a una mujer asexuada. Y, sin embargo (pensará usted que soy una hipócrita), me veo obligada a recurrir a usted precisamente en su condición profesional. Señorita Hargrave, necesito a una doctora ahora mismo. Me ha sido muy difícil hacer esta concesión.
Clair tomó un sorbo de brandy, agitó la copa un instante con expresión meditabunda y añadió:
—Siempre he sido una mujer fuerte y he gozado de buena salud, y siempre he pensado que el ejercicio y una alimentación sana eran el mejor remedio para casi todos los males. Nunca he podido soportar a esas frágiles y etéreas damas que nuestra sociedad ha creado. Una mujer puede igualar a un hombre tanto física como mentalmente, sin perder por ello su feminidad. Nunca he utilizado el período como excusa para sustraerme a las responsabilidades, como hacen muchas. Y ni una sola vez en toda mi vida he recurrido a un médico para nada, señorita Hargrave.
Samantha la creyó porque imaginó los muchos años de lucha que le había costado conseguir la resistente capa de valor que le permitiera hacer frente a su marido y a las fuerzas de la sociedad. Sin embargo, detrás de aquellos suaves ojos castaños, detrás de aquella dura fachada de independencia, Samantha vio aflorar a otra mujer: una mujer oculta y tierna cuyos dulces ojos eran los de una prisionera que mirara a través de los barrotes de una celda en un anhelo de libertad.
—Temía que usted no fuera lo que yo esperaba, señorita Hargrave. Temía que fuera como son algunos médicos, muy hábiles en el arte de sortear las preguntas, mentir y halagar. Pero esta noche he visto que es usted fuerte y honrada y que me dirá la verdad.
—¿La verdad sobre qué, señora Rawlins?
—Sobre cuánto tiempo me queda de vida.
Samantha la miró fijamente. Antes de que pudiera hablar, Clair continuó diciendo:
—Quiero que me examine. ¿Cómo lo podemos hacer?
—¿Qué desea usted que le examine?
—El pecho.
Samantha posó la copa y se levantó.
—Sería mejor sobre el sofá. A través de la ropa no puedo hacerlo. Clair movió un brazo.
—No soy remilgada. Sea sincera, es lo único que le pido.
Minutos más tarde, Samantha preguntó:
—¿Cuánto tiempo hace que tiene ese bulto, señora Rawlins?
—Cuatro meses.
—¿Por qué no acudió entonces a un médico?
—Señorita Hargrave, jamás en mi vida me he exhibido ante ningún hombre que no fuera mi marido.
—Es un orgullo insensato y peligroso.
—Soy consciente de ello, señorita Hargrave. Pensaba que el bulto desaparecería. ¿Cuál es su veredicto?
El tumor era del tamaño de una mandarina, duro como una piedra, móvil y claramente definido, y el pezón estaba retraído. Samantha lo presionó con su pañuelo y éste se manchó de marrón. Había, además, otros bultos en la axila.
—Unos cuantos meses, no más.
—No me basta, hace muy poco tiempo que ha muerto mi marido. Mi familia aún no puede arreglárselas sin mí. Necesito un año.
—No está en mi mano concedérselo. —Mientras Samantha ayudaba a Clair a ajustarse el cubrecorsé, recordó un dicho corriente entre los soldados de la guerra civil: Hay poca diferencia entre morir hoy o morir mañana, pero todos preferimos que sea mañana—. Si hubiera usted acudido inmediatamente a un médico, señora Rawlins, habría podido extirparle el pecho…
—Yo quiero terminar mis días entera, señorita Hargrave. Mi hermana murió de cáncer de mama, y yo sabía lo que me esperaba. Le practicaron una mastectomía y vivió un poco más, pero le extirparon todos los músculos y le quedó un brazo inútil y el hombro inclinado hacia adelante hasta casi tocar el esternón. Horriblemente mutilada y con dolores constantes. Después de la operación, ya no volvió a ver el sol y únicamente permitía que entraran en su habitación sus familiares, pero no sus amigos. Sí, señorita Hargrave, es posible que me hubieran alargado un poco la vida, pero ¿hubiera tenido calidad?
—¿Lo sabe Mark? —preguntó Samantha mientras la ayudaba a abrocharse el vestido.
Ella agitó una mano como si estuvieran discutiendo los pormenores del menú de un almuerzo. Aparentemente, la sentencia de muerte no la había afectado, pero la mujer atrapada en el interior de aquel duro caparazón estaba llorando.
—Si hubiera recurrido a Mark, él se hubiera afligido demasiado. Él y yo mantenemos una… relación muy especial. La sentencia ya es muy dura para que además haya de escucharla de los temblorosos labios de mi querido hijo. Él no debe saberlo, señorita Hargrave, porque eso le destrozaría el alma. Ninguno de ellos debe saberlo. Quiero que sea un secreto hasta el final.
Regresaron a sus sillones y Clair tomó su copa.
—Brumaire —dijo suavemente—. El brandy preferido de mi esposo. Nicholas era un tirano aborrecido, ¿sabe usted? Nadie lloró su muerte. Me temo incluso que Joseph y Henry se alegraron en secreto de ella. Nadie le echará de menos, eso es seguro. Y ahora me pregunto cómo será acogida mi muerte. —Clair miró a Samantha con ojos húmedos por las lágrimas—. No temo la muerte, señorita Hargrave, lo que ocurre es que no estoy preparada…
Su voz se quebró.
Mientras extendía la mano para apoyarla en la de Clair, Samantha pensó: estoy contemplando el futuro a través de un espejo. ¿Seré yo como Clair Rawlins, luchando por mi dignidad aún teniéndolo todo en contra? ¿Qué sacrificó usted, señora Rawlins, para poder ser usted misma por derecho propio? ¿Cómo pudo usted entregarse al hombre que amaba, conservando al mismo tiempo su identidad y singularidad?
Clair resolló y le dio a Samantha unas palmadas en la mano.
—Le agradecería que se quedara un ralo conmigo, señorita Hargrave.
—Con mucho gusto.
—Dígame, ¿sufriré mucho al final?
Mark se encontraba acomodado frente a Samantha en el carruaje que oscilaba suavemente, contemplando su rostro iluminado por las farolas de la calle. Al salir de la biblioteca, ella se había mostrado muy silenciosa y retraída; Mark estaba preocupado porque conocía el carácter de su madre. Pero, por otra parte, estaba perplejo: ¿qué demonios había ocurrido al otro lado de aquella puerta?
Aunque Mark mantenía con su madre una especial relación porque ella admiraba la fuerza y valentía con que luchó por lo que consideraba justo a costa de cualquier sacrificio (el día en que Mark abandonó la casa paterna, catorce años atrás, Clair había llegado a la conclusión de que amaba a aquel hijo como a ningún otro) y aunque solía recurrir a Mark en los momentos en que necesitaba asesoramiento y consejo, aquella vez no había querido sincerarse con él. Enterada de que en el St. Brigid’s había una nueva doctora, le había hecho a Mark algunas preguntas al respecto, y por último le había pedido que invitara a la señorita Hargrave a cenar.
—Ahora que ha tenido usted el singular privilegio de conocer a mi madre —dijo él mientras el vehículo se mezclaba en Broadway con el tráfico de última hora de la noche—, ¿qué opina de ella?
—Es una mujer extraordinaria —contestó Samantha, esbozando una sonrisa forzada.
—¿De qué han hablado tanto rato?
—De cosas.
—¿Cosas secretas?
—Cosas de mujeres.
—¿Acaso está enferma? —preguntó él, mirándola muy serio.
Samantha le devolvió la mirada con una firmeza que no sentía.
—Me ha pedido que no revelara a nadie el contenido de nuestra conversación y yo le he dado mi palabra.
—Comprendo. —Mark tomó su bastón, estudió con indiferencia su puño de plata y después lo volvió a dejar—. ¿Tiene algún problema médico?
—No puedo decírselo.
—Tengo derecho a saberlo —insistió él suavemente, pero con firmeza.
En aquel instante Samantha se entristeció no por Clair, que afrontaría estoicamente su muerte, sino por Mark, que muy pronto iba a sufrir. Deseaba con toda el alma poder hablar, concederle la oportunidad de prepararse, pero Clair se lo había prohibido. Samantha luchó con su sentido de la ética. En su amor por Mark, hubiera querido decírselo y ayudarle en su dolor; sin embargo, no podía traicionar la confianza de una paciente. Tenía que ser fiel a sí misma y también a su profesión, pero nunca, había pensado que pudiera haber un conflicto entre ambas cosas.
—Me pidió un consejo y yo se lo di. Es lo único que puedo decirle.
Él reflexionó un instante y después asintió con la cabeza, aceptando la explicación.
—Me alegro de que se haya reunido usted con nosotros esta noche. Su presencia ha conferido a la velada un aire especial.
Samantha tuvo que apartar la mirada. Mentalmente estaba instando a los caballos a que aceleraran el paso. Mark estaba tan cerca, el deseo que ella experimentaba era tan grande, que temía no poder conservar el equilibrio mucho tiempo. Hubiera deseado llorar. No por Clair, sino por Mark.
—¿Conoce este poema, Samantha? —preguntó él con su profunda voz—. «La dama duerme. Oh, que duerma en su profundo sueño perdurable. La guarde el Cielo en su sagrada custodia. Descanse para siempre con los ojos cerrados mientras pasan los pálidos espectros amortajados…». ¡Samantha!
—Lo siento… —dijo ella, enjugándose apresuradamente una lágrima de la mejilla.
Él se sentó a su lado inmediatamente y le rodeó los hombros con el brazo.
—Perdóneme, por favor —musitó, sacando un pañuelo—. La he trastornado.
Ella se acercó el pañuelo a los ojos. Olía débilmente a la colonia de Mark.
—Lo siento —repitió de nuevo, lanzando un suspiro para tranquilizarse—. Usted no tiene la culpa, Mark. Me siento cansada.
—Sin duda Landon la sobrecarga de trabajo.
Ella levantó la cabeza para dirigirle una sonrisa de disculpa y descubrió que su rostro se encontraba a escasos centímetros del suyo. A través de la capa percibía el calor de su cuerpo mientras él la estrechaba con ademán protector. Una vez más sus ojos tenían aquel matiz oscuro y empañado que había aparecido en ellos durante la recitación de Annabel Lee. Su mirada era intensa y su expresión muy seria, y Samantha se quedó nuevamente perpleja. Jamás había conocido a un hombre como Mark Rawlins, un hombre que a primera vista parecía el caballero alegre, ingenioso y culto que ella había conocido en el baile de la señora Astor, pero que, detrás de aquella fachada, era un misterio de fuerza y virilidad. Samantha había vislumbrado en dos ocasiones a ese segundo Mark Rawlins y se había emocionado. Cerró los ojos para saborear su proximidad; por una vez, no sintió el deseo de ser fuerte y de conservar el dominio de sí misma; quería ceder a la debilidad y permitir que Mark fuera su refugio.
Él la mantuvo abrazada durante el resto del trayecto, consolándola con su fuerza y su firmeza, silencioso y preocupado. Porque si Samantha estaba asombrada del efecto que Mark Rawlins ejercía en ella, Mark Rawlins no lo estaba menos del que ella ejercía en él. ¿Cómo podía una mujer ser tan fuerte e independiente y, al mismo tiempo, tan frágil y vulnerable? ¿Cómo podía inducirle a admirar su valentía y fortaleza, a considerarla una mujer plenamente libre, y al mismo tiempo hacerle experimentar profundos sentimientos de protección? La casi violenta excitación sexual que había experimentado durante la actuación de Letitia le había sorprendido. Ninguna mujer había ejercido jamás semejante poder sobre él, dominando sus pensamientos, confundiéndole, convirtiéndole en esclavo de su deseo. Samantha constituía para él un enigma tan grande como lo era él para ella; era una mujer compleja que constantemente le revelaba nuevos aspectos. En cuanto creía conocerla ya, Samantha Hargrave le deparaba una nueva sorpresa.
Mark hubiera deseado que el paseo en coche se prolongara indefinidamente —las luces de la calle, el perfumado aire estival, el olor del cuero del vehículo, el contacto de Samantha bajo su brazo— y sufrió una desilusión al ver aparecer tan pronto el St. Brigid’s.
La acompañó hasta el vestíbulo iluminado por lámpara de gas, donde un adormilado portero vigilaba para impedir la entrada de vagabundos, y se detuvo para tomarla por los hombros.
—¿Está segura de que ya se encuentra bien? —le preguntó suavemente, contemplando su rostro.
Samantha asintió.
Mark esperó. Tenía tantas cosas que decirle, cientos de palabras pugnaban por brotar de sus labios; pero, sin que supiera por qué, su habitual locuacidad había desaparecido. Por ello se limitó a decir:
—Buenas noches, Samantha.
Y Samantha, inexperta en lo referente a los hombres, al amor y a las palabras, contestó en voz baja:
—Buenas noches, Mark.
Y dio media vuelta.
Aunque era muy tarde, se estaba celebrando una fiesta en la habitación del doctor Weston: las risas femeninas acompañaban los rasgueos del banjo. Samantha se dirigió silenciosamente hacia el final del pasillo, entró en su habitación y se apoyó en la puerta cerrada, tratando de dominarse.
El amor no tenía que ser doloroso.
Entonces oyó unas fuertes pisadas en el pasillo, seguidas de una enérgica llamada a su puerta; en la creencia de que algún compañero embriagado había decidido pedirle que se reuniera con ellos, Samantha abrió la puerta y se encontró cara a cara con Mark. Él entró inmediatamente, cerró enfurecido la puerta, la asió por ambos brazos y le dijo:
—¡Te quiero, Samantha, maldita sea!
La estrechó con fuerza y ella se fundió en su abrazo, y cuando él le cubrió la boca con la suya, un gemido escapó de su garganta. La vehemencia de su reacción sorprendió a Mark, que se apartó, la miró con ojos encendidos y le dijo con voz ronca:
—Te quiero, Samantha. Te quiero mucho…
Mark se sorprendió entonces de otras cosas: de lo pequeña y, sin embargo, voluptuosa que la sentía en sus brazos; de lo claros e increíblemente profundos que eran sus ojos…, uno hubiera podido ahogarse en ellos; del anhelo y el súbito deseo que ella le comunicaba de salir corriendo a matar dragones en su defensa. La deseaba desde hacía mucho tiempo, pensaba en ella incesantemente, pero aquello había sido inesperado. No tenía la menor idea de que ella albergara en su alma semejante pasión.
También le sorprendió haber pronunciado por primera vez en su vida las palabras «te quiero». Aunque hubo mujeres en su pasado, el amor jamás había tenido cabida en él, ni siquiera con Janelle. El amor era algo desconocido para Mark porque jamás lo había observado entre sus padres; a causa de una juventud fría y sin amor, siempre se había considerado incapaz de tales sentimientos. Y, sin embargo, ahí estaba él, pronunciando aquellas palabras como si ésa hubiera sido su intención desde un principio, y lo más curioso era, para su ulterior asombro, que le parecían acertadas y le sonaban bien. Las había pronunciado en serio.
Esta pasmosa revelación se produjo en una fracción de segundo. Se apartó de Samantha desconcertado, percatándose lentamente de lo que había hecho.
—Perdóname —murmuró en voz baja—. He entrado a la fuerza en tu habitación, te he aferrado…
La voz de Samantha, que era apenas un susurro, le llegó desde la oscuridad, pues las luces no estaban encendidas.
—¿Te arrepientes de ello?
—No —contestó él llanamente—. Quiero que te cases conmigo, Samantha.
La oyó jadear y comprendió que de pronto era ella la sorprendida. Y entonces decidió utilizar su breve desconcierto en provecho propio.
—No espero una respuesta inmediata —dijo apresuradamente—, sólo te pido que me concedas el honor de pensar en ello. Podemos disfrutar una hermosa vida en común, Samantha, fundar una familia. Nuestra profesión compartida, trabajar juntos…
Dios bendito, pero ¿de dónde estaba saliendo aquella declaración?
Una fría mano tomó la suya; ella volvió a atraerle hacia sí y se levantó de puntillas para besarle en la boca. Mark la rodeó con sus brazos con toda naturalidad y no trató de ocultar su excitación sexual, sabiendo que ella la deseaba. Y cuando empezó a desabrocharle los botones del vestido, ella le ayudó.
En toda su vida Mark Rawlins sólo se había dedicado a dos cosas: a desafiar a su padre y a ejercer bien la medicina. A esas dos cosas añadió entonces una tercera: consagraría el resto de sus días a amar a Samantha Hargrave.