Bajo los cimientos del St. Brigid’s yacían los huesos de los suicidas que, en el siglo dieciocho, habían sido enterrados a lo largo de los caminos, con el corazón atravesado por una estaca. Aquel anochecer estival, mientras Samantha iba encendiendo las lámparas de gas de la sala, uno de aquellos espíritus inquietos se acercó a ella con los brazos extendidos y el largo cabello desgreñado. Ella tomó a la mujer por el codo y le dijo suavemente:
—Vamos, señora Franchimoni, no tiene usted que levantarse de la cama.
Los ojos de la mujer eran como ventanas abiertas a un desolado paisaje.
—Mi niño. ¿Ha visto usted a mi niño?
Samantha la acompañó de nuevo a la cama y la cubrió con la sábana.
—No puede andar paseando por ahí, señora Franchimoni. Tiene que reponerse de la prueba por la que ha pasado.
—¿Y mi chiquitín?
—Ahora necesita usted dormir. Vamos, descanse…
Samantha permaneció de pie junto a la cama hasta que la mujer cerró los ojos y se abandonó finalmente al olvido. Después Samantha alisó las sábanas, se irguió y miró a su alrededor. Tal como solía ocurrir en junio, la noche había caído como una cortina mientras ella se encontraba de espaldas, y la sala de ginecología estaba a oscuras, con sólo el débil halo de luz de una lámpara de gas a cada pocos pasos. Las mujeres dormían, estaban momentáneamente tranquilas, como la señora Franchimoni, ignorante aún de que su hijo no había sobrevivido. ¿Cuándo se lo iba a decir Landon? Pero ¿había un buen momento para decirle a una madre que su hijo ha muerto? Lanzando un suspiro, Samantha se apartó y se encaminó hacia el fondo de la sala, donde una solitaria enfermera estaba sentada junto a una mesa, enrollando vendas. Una de las radicales innovaciones introducidas por Fremont en su nueva sala había sido la contratación de enfermeras preparadas según el método Nightingale; a diferencia del resto de las enfermeras del St. Brigid’s, las de Landon Fremont eran instruidas, limpias, honradas y entregadas a su vocación. Mildred levantó su joven rostro, para mirar a Samantha, y esbozó una sonrisa.
—Quizá tengamos una noche tranquila, para variar, doctora.
Samantha se acomodó en la otra silla más cansada que una anciana —se había pasado todo el día en la sala de operaciones— y rió suavemente. Una noche tranquila, ¡ojalá! Las esperanzas de Samantha no eran muy firmes, pues la tranquilidad duraba muy poco en la sala de ginecología.
—Mildred, ¿por qué no trae un poco de té?
—¡Desde luego, doctora! —contestó la muchacha, levantándose de un salto y abandonando la sala.
Samantha volvió a suspirar y sacó un pequeño escabel de bajo la mesa. Mientras apoyaba los pies en él, pensó que estaba demasiado cansada para poder dormir. Y no era que le importara… Los últimos seis meses habían merecido la pena, y los cuatro que le quedaban para obtener el certificado también la iban a merecer. Trabajar a las órdenes de Landon Fremont había sido un placer extraordinario y Samantha sabía que lamentaría tener que marcharse.
La única nube de aquellos seis meses había sido la ausencia de Mark. Poco después de Navidad, Nicholas Rawlins había sufrido un grave ataque cardíaco y había muerto en su sombría mansión de Beacon Hill. Samantha había visto a Mark en una ocasión y sólo muy brevemente al acudir él al hospital para pedirle al doctor Miles que se hiciera cargo de sus pacientes. Le vio en la sala y observó que estaba distraído y trastornado; Samantha le expresó su condolencia y él se retiró inmediatamente. En los meses siguientes, ella estuvo vigilando de continuo por si aparecía; tendía el oído a la caza de noticias y una vez oyó comentar que seguía en Boston, tratando de arreglar la compleja herencia de su padre; pero a medida que pasaban las semanas y los meses, Samantha empezó a desesperar de volverle a ver.
Para aumentar su inquietud, Janelle MacPherson también se había esfumado.
Un gemido procedente de las sombras indujo a Samantha a levantarse inmediatamente. Se acercó al lecho de la mujer, inclinándose sobre ella mientras le acariciaba la ardiente frente y murmuraba unas palabras de consuelo. Era un caso trágico.
La joven, de dieciocho años, había sido acompañada al hospital aquella tarde por su apenado marido; sufría fuertes dolores en el bajo vientre y tenía fiebre. Al principio el doctor Fremont había diagnosticado una apendicitis, pero la aparición de una hemorragia de color rojo brillante les reveló que en realidad se trataba de un embarazo tubárico. Landon y Samantha habían hecho lo que estaba en su mano, lo cual, era, en verdad, muy poca cosa: irrigar la matriz y las trompas con solución salina, en la esperanza de desplazar el feto antes de que la trompa reventara. No habían tenido éxito; las irrigaciones raras veces daban resultado y ahora la joven, sumida en la inconsciencia, se estaba muriendo en aquel lecho de hospital mientras la impotente doctora permanecía a su lado, dominada por una silenciosa cólera.
Una de las cosas que Samantha había aprendido durante aquellos seis meses de aprendizaje a las órdenes de Landon Fremont era que la práctica de la ginecología producía más frustraciones que satisfacciones, que eran más los casos que se perdían que los salvados y que la ginecología era, en suma, poco más que una ciencia de medias verdades, conjeturas y misterios. Ni siquiera el brillante Landon Fremont, que estaba haciendo historia en el campo de la medicina con sus innovaciones quirúrgicas, podía encontrar un medio de llegar al abdomen sin matar a la paciente y, hasta que dicho medio no se encontrara, incontables mujeres quedarían automáticamente sentenciadas a muerte a causa de complicaciones tan sencillas como un embarazo tubárico.
Samantha se volvió al oír unas pisadas y vio a Mildred posando las tazas sobre la mesa. Al reunirse con ella, vio que la enfermera había traído también una bandeja con bizcocho de mantequilla y recordó que era sábado, el día en que las damas de la organización benéfica visitaban el hospital.
Regresando a su silla y tomando la taza de té. Samantha pensó de nuevo en Janelle MacPherson y en el hecho de que, desde Navidad, ésta no hubiera aparecido por las salas con su séquito habitual a pesar de que su rubia hermana Letitia sí lo había hecho. Y ello arrastró a Samantha hacia pensamientos todavía más lóbregos mientras sostenía la taza junto a sus labios; porque últimamente Letitia MacPherson había empezado a inquietar a Samantha.
Desde un principio le había gustado la alegre hermana menor de Janelle y siempre apreció el interés de Letitia por hablar con todo el mundo. Las restantes damas de la organización benéfica pasaban por allí, casi en su totalidad, como deslizándose en otro plano, sin acercarse demasiado a las pacientes y tratando a las enfermeras y a Samantha poco menos que como a criadas. En cambio, Letitia, a pesar de su alcurnia, sus costosos vestidos y su elevada posición social, no levantaba ninguna barrera entre su persona y las agobiadas enfermeras y tampoco consideraba de mal gusto intercambiar algunas palabras con la doctora Hargrave. La sonrisa de Letitia MacPherson era siempre como un rayo de sol.
Pero después —¿cuándo había sido?—, un día del mes pasado, mientras cambiaba los vendajes de una paciente, y al extender la mano hacia las tijeras, Samantha miró hacia la puerta del fondo de la sala. Vio a Letitia en íntima conversación con el doctor Weston, el cual a juzgar por su sonrisa, se sentía muy halagado por la atención de la joven. Samantha apartó aquel incidente de sus pensamientos y no hubiera vuelto a recordarlo de no haber sorprendido por casualidad a Letitia aquella misma semana enzarzada en una conversación similar con el doctor Stiwell.
Posteriormente había prestado más atención al comportamiento de la señorita MacPherson cuando ésta llegaba, una semana tras otra, con sus regalos, pasteles y flores, y así observó que Letitia se las apañaba siempre para quedarse rezagada, llamar la atención de cualquier médico que se hallara presente y empezar a coquetear con él. Resultaba evidente que a Letitia le encantaba el efecto que ejercía en los hombres, pero ¿sabía aquella muchacha que estaba jugando con fuego? La sociedad protegía a aquellas princesas: desde su nacimiento, Letitia no debía de haber pasado un solo minuto fuera de la severa mirada de una inflexible acompañante. Y estaba claro que aquellas visitas semanales al hospital eran su única oportunidad de hacer sus pinitos en un juego que la intrigaba, pero cuyas reglas desconocía. Samantha había leído la intención en los ojos del doctor Stiwell; estaba claro, sin embargo, que Letitia no la había captado.
—¿Qué le ocurre a la señora Mason, doctora?
Samantha miró a Mildred.
—¿Cómo dice?
—La cama diez. Ingresada esta mañana. ¿Qué le ocurre?
Samantha se volvió para mirar y trató de distinguir la cama, pero el fondo de la sala se hallaba a oscuras.
—Tiene la piel amarillenta, escozor por todo el cuerpo y agudos dolores ocasionales en la parte superior derecha del abdomen. Podemos elegir entre varios diagnósticos, pero creo que el de las tres palabras será nuestra guía en este caso.
—¿Las tres palabras, doctora?
—Rubia, gorda, cuarentona. Si el paciente reúne esas tres características, Mildred, podemos estar casi seguros de que padece de la vesícula biliar. Y la señora Mason es rubia, gorda, y tiene cuarenta años.
—¿Podemos hacer algo por ella, doctora?
Samantha estaba a punto de contestar que no, cuando se abrió la puerta del fondo de la oscura sala y allí, de pie, perfilada su silueta por la luz del pasillo, apareció un hombre con chistera y capa.
Estaba lejos y hubiera podido ser cualquier otro, pero Samantha supo quién era. Levantándose lentamente y posando la taza, se deslizó por entre las hileras de camas, como flotando hacia el hombre de la puerta. Al llegar junto a él, le tendió la mano y murmuró:
—Doctor Rawlins…
Él le estrechó la mano cordialmente.
—Me alegro de encontrarle levantada. Es tan tarde.
Su voz hizo que Samantha volviera a recordarlo todo de golpe. Los seis meses se desvanecieron: ella se hallaba de nuevo a su lado, junto a la mesa de operaciones, en íntima unión, y volvió a experimentar con fuerza aquel sentimiento que había desplazado hacia la periferia de su mente: lo enamorada que estaba de Mark Rawlins.
—Es mi noche de guardia —dijo—. ¿Cómo está, doctor Rawlins? Le hemos echado mucho de menos.
—Yo también la he echado de menos a usted. Me temo que he perdido el contado con el mundo, doctora Hargrave. Me he pasado estos últimos meses como un prisionero en el hogar de mis mayores, tratando de aclarar el terrible desorden que dejó mi padre.
—Lo siento mucho…
Él bajó la voz y habló en un suave susurro.
—No lo sienta. Era un viejo déspota despiadado que impuso su voluntad a todo el mundo durante mucho tiempo. Nadie derramó lágrimas, se lo puedo asegurar.
—En ese caso, la tragedia es todavía mayor.
Samantha contempló la fuerte mano que sostenía la suya y se preguntó si cada vez que le viera experimentaría el deseo de que el momento no terminara jamás.
—Acabo de regresar —dijo él—. ¡Ahora tendré que ordenar el desastre que ha creado mi ausencia!
—¿Quiere usted tomar el té con nosotras, doctor?
Él se desplazó ligeramente, para mirar hacia el fondo de la sala, y su rostro quedó iluminado por la luz. Samantha a duras penas pudo reprimir un grito: ¿siempre había sido Mark Rawlins tan apuesto? ¿O acaso el amor estaba deformando su visión? Incluso el defecto de aquella pequeña cicatriz que le ladeaba ligeramente la boca le parecía irresistible.
—Por desgracia, no puedo quedarme, mi querida doctora Hargrave. Sólo he venido para invitarla a cenar conmigo y con mi familia de hoy en ocho.
—¿A cenar? Me encantará.
Él la miró, sonriendo enigmáticamente; para ser un hombre que no podía quedarse, no parecía que Mark Rawlins tuviera demasiada prisa.
—¿Le gusta trabajar con Landon?
—Es un sueño hecho realidad. Y se lo debo a usted, doctor Rawlins.
—Tonterías. Usted se lo había ganado —contestó él en voz queda.
Sus ojos envueltos en sombras seguían mirándola y Samantha notó que le temblaban las piernas. Las noches en que la lluvia de abril golpeaba su ventana y resonaban por el pasillo las risas de los demás internos, Samantha había permanecido insomne en su cama, contemplando la oscuridad, haciéndose preguntas y soñando despierta, convertida en una prisionera voluntaria de su hechizo. Y ahora, cuando ya temía no volver a verle jamás, allí estaba él, a su lado, dominándola con su presencia mientras una electrizante corriente se transmitía desde su mano a la suya.
—Siento tener que marcharme —dijo él con voz plácida—. El coche pasará a recogerla a las ocho. —Estrechando por última vez su mano, Mark añadió—: No sabe cuánto lo estoy deseando.