El frío y húmedo otoño cedió paso a un gélido y riguroso invierno. Se abrigó a los pacientes con todas las mantas disponibles y las estufas de las salas llenaban la atmósfera de humo. El invierno aisló también a Samantha del resto del mundo: la capa de nieve era a menudo demasiado gruesa para que pudiera salir a visitar a Louisa, y las víctimas de los accidentes de tráfico y de las pulmonías la mantenían ocupada en el hospital.
Raras veces veía a Mark Rawlins, pero en ocasiones le parecía que él hacía lo imposible por encontrarse con ella. Por regla general eso sucedía en el comedor, donde a veces le sorprendía mirándola desde el otro extremo de la estancia aunque estuviera conversando con algún vecino de mesa. Y alguna que otra vez él le sonreía con intención e intimidad, como si ambos compartieran un secreto.
Janelle MacPherson era vista a menudo por las salas, luciendo abrigo de armiño y sombrero, seguida de un regio séquito de bienintencionadas pero aburridas jóvenes que llevaban mantas y Biblias a los pacientes y que se felicitaban por sus buenas obras durante un banquete anual. Siempre que Samantha se tropezaba con la señorita MacPherson, ambas intercambiaban unas palabras corteses, sin apenas dar muestras de reconocerse.
Samantha se encontraba a menudo con Letitia MacPherson, la bonita y simpática hermana menor de Janelle, una muchacha de risa fácil y cabello color de aurora, que parecía compadecerse sinceramente de los enfermos. Era, además, la única del grupo que se detenía alguna vez para dirigirle unas palabras amables a aquella doctora tan humildemente vestida. Samantha seguía dedicando sus solitarias noches al secreto aprendizaje de la cirugía. Era una ambición muy solitaria, y la soledad se acentuaba aún más a causa de los alegres rumores de fiesta procedentes del corredor, pero ella estaba más decidida que nunca. Por último había logrado aprender cuanto se pueda aprender teóricamente…, se conocía el texto de memoria, manejaba los instrumentos con facilidad y dominaba el arte de la sutura. Lo único que le faltaba era llevar todo ello a la práctica.
El primer campanillazo la despertó de un profundo sueño, pero, al sonar el segundo, ya estaba corriendo por el pasillo, metida en su holgado vestido y encasquetándose el gorro facilitado por el propio hospital. Jake estaba agitando los brazos y paseando arriba y abajo junto a los caballos.
—¡Menuda noche, doctora! —dijo, ayudándole a subir.
—¿Qué es esta vez, Jake?
—Un accidente en el Meadowland. No conozco los detalles.
Samantha se agarró al pasamanos mientras la ambulancia salía a la nevada noche, notó la frialdad del metal a pesar del doble par de guantes. El Meadowland. Sin duda un trapecista lesionado. Ocurría constantemente en aquellos salones de baile: los artistas corrían riesgos tremendos con tal de atraer al público.
Mientras iban pasando velozmente las fachadas de las casas con sus ventanas profusamente iluminadas por las velas, Samantha recordó que era Nochebuena. Y no era que le importara. A fin de que otros internos pudieran reunirse con sus familias, Samantha se había ofrecido voluntaria para la guardia de ambulancias de aquella noche. Los Arndt la habían invitado a cenar, pero no la necesitaban, porque sólo tenían ojos para el pequeño y bullicioso Johann; Samantha se convenció de que era una noche como cualquier otra noche del año.
La fachada del Meadowland parecía un árbol de Navidad, toda llena de luces y de carteles de vistosos colores. El elegante público, vestido con trajes de noche y capas estaba cruzando la helada acera desde sus vehículos hacia la entrada y, al acercarse la ambulancia, algunos volvieron la cabeza. Entonces se acercó corriendo un hombrecillo.
—Doctora —dijo muy nervioso, mirando a uno y otro lado—, en los camerinos. Con discreción, por favor. Nadie lo sabe.
Samantha y Jake siguieron al gerente a través de una puerta trasera, un tramo de escalera y toda una jungla de cuerdas y decorados y gente de atuendos estrafalarios. Desde el otro lado del telón llegaba el sonido de los instrumentos que estaban afinando los músicos de la orquesta y el suave murmullo de un público expectante.
—¡Y ha tenido que elegir precisamente esta noche! —dijo el nervioso hombrecillo al llegar a una puerta marcada con una relucientes estrella—. ¡Tenemos el local a tope! ¡Nochebuena, el público que se impacienta y ella va y hace esto!
Abrió la puerta y vieron un camerino brillantemente iluminado con lámparas de gas. De sus dos ocupantes —una tendida en una meridiana y la otra arrodillada a su lado—, sólo la que estaba arrodillada se volvió para mirar a los visitantes.
—Es la doctora del St. Brigid’s —dijo el gerente.
La mujer, vestida con un leotardo de lentejuelas y plumas de avestruz, se levantó y se hizo a un lado mientras Samantha se acercaba a la meridiana.
—¿Qué ha ocurrido?
La mujer de las lentejuelas miró a los dos hombres y dijo en voz baja:
—Ha tenido un accidente con una aguja de hacer calceta.
—Mientras se arrodillaba para apartar la manta que cubría a la mujer tendida, Samantha miró de soslayo a los dos boquiabiertos hombres; éstos captaron la insinuación y se retiraron. Entonces Samantha apartó la manta.
—¿Cuándo lo ha hecho? —preguntó, levantando con una mano la falda de la mujer inconsciente mientras le tomaba el pulso con la otra.
—No lo sé. Hace aproximadamente media hora, supongo. Tenía que salir al escenario. Es el Ruiseñor de Oro, ¿sabe? Sea como fuere, poco antes de salir, él entra en el camerino…
Mientras escuchaba, Samantha examinó las lesiones que la artista se había provocado y notó que la cólera le recorría todo el cuerpo. ¡A qué grado de desesperación podían llegar las mujeres!
—Tuvieron una trifulca espantosa. La oímos por todo el teatro. Ella le dice que está embarazada y él responde que no es suyo y la llama puta; ella le suplica que no la deje, y entonces el señor Martinelli, que es el gerente, me envía aquí, después de la pelea, para asegurarse de que ella saldrá a actuar esta noche, y yo la pillo haciendo eso con una aguja de hacer media, pero llego tarde para impedírselo porque hay una terrible cantidad de sangre…
—Que venga en seguida el cochero —exclamó Samantha, bajando la falda de la mujer y cubriéndole rápidamente las piernas con la manta.
—Lo de la toalla fue idea mía —dijo la mujer mientras se dirigía apresuradamente hacia la puerta—. ¿Hice bien, doctora?
—Probablemente le ha salvado la vida.
Inclinada sobre la mujer desvanecida mientras la ambulancia resbalaba sobre el hielo haciendo sonar la campanilla, Samantha parecía una estatua de mármol, como si no tuviera ningún pensamiento en la cabeza; sin embargo, detrás de sus profundos ojos grises, los pensamientos se arremolinaban veloces. La mujer se había causado graves daños, perforándose la matriz, el peritoneo y probablemente incluso el intestino. Samantha sabía que sus posibilidades de sobrevivir eran nulas a menos que se le practicara inmediatamente una intervención quirúrgica.
Los pensamientos de Samantha galopaban a toda prisa. En el domicilio del doctor Prince se estaba celebrando una fiesta de Navidad a la que habían sido invitados casi todos los médicos de la plantilla; a cinco de los internos se les había permitido regresar a su casa. Samantha había quedado de guardia en el servicio de ambulancias y el joven doctor Weston estaba de guardia en la sala. Calculó el tiempo que tardarían en llegar a casa del doctor Prince en busca del cirujano y el que podría resistir la paciente, y se le formó un nudo en la garganta. Quedaba muy poco…
Mientras Jake cruzaba el vestíbulo con la mujer en brazos, Samantha se adelantó corriendo. El doctor Weston se estaba calentando las posaderas junto a la estufa en la desierta sala de urgencias cuando apareció Samantha, quitándose la capa.
—¿Hay alguien más en la casa, aparte de nosotros, doctor?
Él sacudió la cabeza y miró detrás de ella.
—¿Qué ha ocurrido?
—Intento de aborto. Creo que hay lesiones internas. Se está desangrando, doctor Weston. Necesita una intervención inmediata. ¿Puede usted practicarla?
Él volvió a sacudir la cabeza.
—Acabo de empezar los turnos de rotación. No tendría ni idea. Mejor será que Jake vaya por alguien.
—Jake, busque a alguien, a quien sea, el que esté más cerca —dijo Samantha, decidida, volviéndose—. Pero primero llévela a la sala de operaciones.
—¿Qué…? —empezó a decir el doctor Weston.
—Tenemos que empezar, doctor —dijo ella, mirándole—. Esta mujer se encuentra en estado crítico, no le queda mucho tiempo.
—¡Pero no podemos practicar una intervención sin un médico de la plantilla!
—Podemos empezar, doctor Weston. ¿Sabe usted administrar la anestesia?
—Pero, doctora Hargrave, usted no ha tenido…
—¡Llévela al quirófano, Jake! Venga conmigo, doctor. Estamos perdiendo tiempo.
La señora Knight, que había oído la campana de la ambulancia, les bloqueó el paso con su formidable mole en la escalera.
—¿Qué sucede, doctora Hargrave?
—Vamos a subir a esta mujer a cirugía. ¿Quiere usted ayudarnos, por favor?
Mientras Samantha pasaba rozándola, la señora Knight preguntó inquisitiva:
—Pero ¿quién va a operar?
—Yo —contestó Samantha mientras subía apresuradamente.
Actuó de prisa pero con método; aunque estaba nerviosa y un poco asustada, las semanas de preparación en las salas habían ejercitado su mente y su cuerpo…, no tenía que dejarse dominar por el pánico. Mientras buscaba en los armarios lo que necesitaba (Samantha jamás había entrado en una sala de operaciones), la señora Knight encendió las lámparas de gas y el doctor Weston ató a la paciente a la mesa. Cuando los vapores del éter empezaron a llenar la atmósfera, Samantha dejó los instrumentos en una palangana y dijo:
—Señora Knight, eche ácido fénico en esa jofaina, por favor.
—¿Sobre los instrumentos?
Una expresión de perplejidad apareció en el rostro de la jefa de enfermeras mientras ésta cumplía la orden.
Samantha prescindió de los ensangrentados delantales de carnicero que colgaban de las perchas y prefirió, en su lugar, prenderse una toalla limpia en la parte delantera del vestido. Después hizo algo que llamó la atención de las otras dos personas que se encontraban en la sala: introdujo las manos en la solución de ácido fénico.
Samantha dijo con voz firme:
—Señora Knight, ¿quiere, por favor, sostener las piernas de la paciente?
Pero su mente estaba gritando: ¡Oh, Jake, dese prisa!
La hemorragia había disminuido, pero ello no constituía necesariamente una buena señal; podía haber hemorragias internas. Dadas las deficiencias de iluminación, las intervenciones quirúrgicas solían practicarse habitualmente por la mañana, cuando más claridad entraba por los ventanales; en días nublados, las operaciones se suspendían, y rara vez se practicaban de noche. Samantha tenía la boca dolorosamente seca y los latidos de su corazón le retumbaban en los oídos.
—Señora Knight, necesito más luz, por favor. Una lámpara a ser posible…
Los vapores del éter la aturdieron momentáneamente.
—Doctor Weston, creo que será suficiente de momento. Unas cuantas gotas cada pocos minutos, por favor…
Samantha sacó un tenáculo de la palangana, procuró que no le temblara la mano y lo introdujo suavemente. Vio mentalmente la ilustración de su libro de texto, e inmediatamente después las expertas manos de Elizabeth Blackwell operando con la señora Steptoe. Colocando los dientes del instrumento en el cuello del útero, Samantha manipuló la matriz y, a la luz de la lámpara que la señora Knight había colocado sobre la mesa de operaciones, pudo ver la perforación.
Samantha pensó que la noche estaba durando una eternidad, aunque sabía que en realidad sólo habían transcurrido unos minutos. Mientras rezaba mentalmente para que Jake regresara con alguna ayuda, Samantha preguntó serenamente:
—¿Cómo está el pulso, doctor Weston?
—Aproximadamente noventa, y regular.
—¿Quiere vigilarlo, por favor, mientras yo trabajo? Compruébelo a cada pocos minutos. Por favor, Dios mío, dame fuerzas. Y no permitas que se me quede aquí…
Los minutos se fueron prolongando, llenos de un profundo y hueco silencio. El ambiente de la sala era terriblemente frío, el doctor Weston se estremeció. El pecho de la paciente dormida palpitaba suavemente. Samantha trabajó en silencio con los labios fruncidos, mientras la señora Knight permanecía de pie al otro lado como un fiel centinela.
Los dedos de Samantha, rígidos, se negaban a colaborar y ella luchaba constantemente contra el pánico, debatiendo consigo misma en su fuero interno mientras seguía, uno a uno, los pasos aprendidos de memoria en el libro de texto: no debí empezar, no debí meterme en esto. Sí, tenía que hacerlo, era el único medio: si hubiéramos aguardado a la llegada de un cirujano, a esta hora ya habría muerto. Ahora sigue viva, por un pelo, pero viva. Sin embargo, ¿cuánto tiempo la podré mantener con vida? Dios mío, la voy a perder. No debí empezar…
Se abrió la puerta de par en par y el doctor Rawlins, que no se había quitado todavía el gabán y la chistera cubiertos de nieve, preguntó:
—¿Cómo está?
Samantha lanzó un suspiro de alivio.
—Vive todavía, doctor. Pero a duras penas.
Inmediatamente, él se acercó a la mesa, sustituyendo a la señora Knight, y efectuó una rápida valoración de la actuación de Samantha.
—Mire —dijo, tomando el tenáculo y cambiándolo de posición—. Así. Resulta más visible, ¿ve usted?
—Sí… —contestó Samantha en voz baja.
—Ahora tome esa abrazadera, doctora… —Las manos de Mark guiaron las suyas con firmeza y suavidad mientras su sonora voz llenaba la estancia—. Utilice más a menudo las esponjas. Mantenga el campo limpio en todo momento. Señora Knight, esta luz es deplorable. Doctor Weston, la paciente registra sensibilidad. Más éter.
En lugar de sustituirla, tal como Samantha pensaba que haría, Mark estaba colaborando con ella, instruyéndola y guiándola.
—Ha seguido usted un procedimiento correcto, doctora, pero ese retractor le será más útil si lo coloca de este modo. —La mano del doctor Rawlins se curvó alrededor de la suya—. No demasiada tensión, para que no se desgarren los tejidos. Así. ¿Tiene a punto los hilos de sutura?
—Sí. El catgut está en solución de ácido fénico.
Él levantó los ojos. La cabeza de Samantha estaba inclinada y él vio en sus rizos oscuros diminutas gotas que brillaban como diamantes allí donde los copos de nieve se habían derretido. Mark abrió la boca para decir algo, pero cambió de idea. Cuando Samantha tomó la aguja, él le cambió suavemente la posición de los dedos y, al hacer temblorosamente el nudo, le colocó las tijeras en la mano y la guió pacientemente, indicándole la manera correcta de cortar.
Samantha no levantó la mirada ni una sola vez. Su concentración en la tarea parecía tan profunda que Mark tuvo la certeza de que casi no se percataba de su presencia. En realidad, sin embargo, Samantha tenía profunda conciencia de todo: de su proximidad al otro lado de la mesa de operaciones, de la sensación de sus manos, firmes pero suaves, sobre las suyas, y su fuerte y consoladora presencia le devolvió muy pronto la calma perdida, permitiéndole recuperar el dominio de sus manos.
Trabajó rápidamente y con habilidad, sin que se le hubiera de repetir nada. Mark le enhebró las curvadas agujas y observó cómo juntaba pulcramente los bordes del tejido desgarrado y ataba nudos con tanta pericia y seguridad como si lo hubiera hecho muchas veces. Vio los instrumentos que había en la palangana, todos ellos correctamente elegidos y con las adecuadas longitudes de sutura, y pensó que había sido muy audaz iniciando la operación sola y sin ayuda.
—Le ha salvado usted la vida a esa mujer, doctora —dijo quedamente.
Samantha levantó entonces la cabeza. Su piel parecía de marfil a la luz de la lámpara y sus ojos se hallaban envueltos en profundas sombras oscuras.
—Sin usted, la habría perdido —murmuró ella.
Él contempló aquellos ojos acerados, de largas pestañas, que mostraban tanta fuerza y determinación, y los vio ligeramente empañados por un velo de fragilidad e incertidumbre parecido al que pone la escarcha sobre los cristales de las ventanas.
—Lo ha hecho todo perfectamente, doctora.
Cuando él le estrechó la mano, Samantha bajó la mirada. En aquel instante, mientras él le comunicaba su calor y vigor a través de sus dedos, ella experimentó uno de los momentos más felices de su vida. Había salvado a una paciente condenada a morir, se había atrevido a practicar una intervención quirúrgica y sabía que se había enamorado de Mark Rawlins.
—Habrá que vigilarla mucho en los próximos cinco días, doctora Hargrave —dijo él, soltando su mano y tomando la toalla limpia que le ofrecía la señora Knight.
—Las posibilidades de que se produzca peritonitis y septicemia son muchas. Auscúltele el abdomen por lo menos tres veces al día y vigile rigurosamente la temperatura.
—Así lo haré, doctor Rawlins —contestó ella, sonriente. Quitándose el delantal de carnicero por la cabeza y dirigiéndose hacía la puerta para colgarlo, Mark se sacó el reloj del bolsillo y lo abrió.
—Es Navidad, doctora Hargrave.
Ella contempló la cortina de encaje que tejían los copos de nieve detrás de la ventana.
—En efecto —murmuró.
Él regresó junto a la mesa y volvió a tomar las manos de Samantha entre las suyas. Permaneció de pie muy cerca de ella, sin preocuparse por la presencia del doctor Weston y de la señora Knight, y la miró solemnemente.
—Se ha ganado usted mi perenne admiración, doctora Hargrave. Nunca olvidaré esta noche.
Samantha estaba preocupada. Había practicado una intervención quirúrgica; el doctor Prince se podría vengar por fin. ¿Sería suficiente el apoyo de Mark para evitar que la despidieran? Le fue imposible comer buena parte del almuerzo de Navidad que compartió con Luther y Louisa, y la noche siguiente apenas pudo conciliar el sueño. Transcurrieron veinticuatro horas y después otro día con su correspondiente noche sin que se produjera ninguna reacción por parte del doctor Prince, y entonces Samantha llegó al convencimiento de que él estaba preparando su actuación. No sería un acto apresurado; ella le había burlado con demasiada frecuencia. Aunque no lamentaba lo que había hecho por la cantante del Meadowland (que se estaba recuperando), Samantha empezó a abrigar dudas acerca de su precipitación.
El aviso se produjo dos días más tarde.
Al entrar en el despacho, Samantha fue recibida por un enfurruñado Silas Prince, que permanecía en pie detrás de su escritorio con toda la dignidad de una lápida sepulcral, y para su leve asombro, por un desconocido a quien ella no había visto jamás.
—Doctora Hargrave —dijo el doctor Prince secamente—, permítame presentarle al doctor Landon Fremont. Doctor Fremont, la doctora Hargrave.
Saludó al desconocido con un cauteloso cabeceo, pensando que su nombre le resultaba vagamente familiar, y observó que su sonrisa se extendía también a sus ojos. Vio, además, en un rápido examen, que tenía algo más de treinta años (aunque una incipiente calvicie le hiciera aparentar más edad) y mostraba cierta tendencia a la gordura, que vestía bien y que la estaba mirando con evidente sorpresa.
—Siéntense, por favor, doctores —dijo el doctor Prince, haciéndolo él ceremoniosamente, como un juez en el estrado—. Doctora Hargrave, el doctor Fremont desearía un cambio de impresiones con usted.
El desconocido parecía un poco inseguro de sí mismo y empezó a carraspear para disimular su turbación.
—Perdóneme, doctora Hargrave, pero no esperaba que fuera usted tan… Bien, esperaba una mujer más madura. Verá, he oído hablar tanto de usted y he leído tantas cosas en la prensa, que, bueno… —agitó sus finas y rechonchas manos—, no quiero entretenerla, doctora. Sólo deseaba hacerle unas cuantas preguntas, si me lo permite. Verá usted, doctora Hargrave, me han hablado de su actuación de la otra noche en la sala de operaciones y me gustaría discutirla con usted.
Samantha asintió con expresión perpleja.
El doctor Fremont pareció buscar en la estancia algún lugar por donde empezar, clavó los ojos en un bordado que, colgado detrás del escritorio del doctor Prince, decía NIHIL HUMANUM MIHI ALIENUM EST[2], y volvió a mirar a Samantha con una expresión de profundo interés en sus ojillos.
—Doctora Hargrave, el doctor Rawlins me ha dicho que lavó usted los instrumentos y sus manos con solución de ácido fénico antes de iniciar la operación. ¿Puedo preguntarle por qué lo hizo?
—Mi antiguo mentor el doctor Joshua Masefield practicaba la antisepsia y me enseñó sus principios.
—Entonces ¿defiende usted la teoría de los gérmenes?
—No estoy segura, pero, en caso de que existan los gérmenes, el ácido fénico los destruye y reduce el riesgo de infección de las heridas. Sí, por el contrario, las bacterias no existen, no se hace ningún daño.
El doctor Fremont asintió con aire pensativo.
—Durante años yo he utilizado vino para lavar las heridas porque éste contiene un polifenol todavía más fuerte que el ácido fénico, y durante años mis colegas se han reído de mí. Pero a mí se me han muerto por infección menos pacientes que a ellos, y ahora que el señor Pasteur está a punto de demostrar lo que hasta aquí sólo han sido conjeturas, mis colegas ya no se burlan tanto. —Sus ojillos parpadearon, mirando a Silas Prince—. También tengo entendido, doctora Hargrave, que le pidió al doctor Weston que vigilara el pulso de la paciente durante la operación. ¿Puedo acaso preguntarle por qué?
—Puesto que muchos pacientes mueren en la mesa de operaciones debido a la inhalación del éter y por otras causas que todavía desconocemos, pensé que el fallecimiento repentino durante las intervenciones quirúrgicas tal vez se podría evitar vigilando más estrechamente los signos vitales.
—Jamás había oído hablar de semejantes procedimientos. ¿Dónde lo ha aprendido?
—En ninguna parte, doctor. Fue idea mía.
—¿Y dónde aprendió la especialidad de la cirugía?
—En los libros de texto. Aprendí por mi cuenta.
—¿No ha recibido ninguna preparación práctica?
—No. ¿Puedo preguntarle, señor, por qué me hace todas esas preguntas?
El doctor Prince se inclinó hacia adelante, entrelazando las manos sobre el escritorio.
—Landon Fremont es la nueva adquisición de nuestra plantilla, doctora Hargrave. El St. Brigid’s ha recibido una donación destinada a inaugurar la especialidad de ginecología, que se instalará en el primer piso del ala este. El doctor Fremont dirigirá el servicio y va a serle asignado un interno que se preparará en esa especialidad bajo sus órdenes.
Samantha volvió a mirar al doctor Fremont y éste añadió rápidamente:
—Disculpe mis apresuradas preguntas, doctora Hargrave, pero cuando el doctor Rawlins me habló de su actuación en la sala de operaciones…
Por un instante, Samantha volvió a recordar la mágica hora que había pasado en compañía de Mark, su apoyo y su ayuda; su proximidad bajo la suave luz, su poder y su fuerza, la intimidad de aquel momento… Comprendió que, con independencia de lo que ambos pudieran hacer en adelante y de lo que sus destinos les depararan, ella y Mark Rawlins estarían siempre unidos por aquella hora singular.
—Por consiguiente, doctora Hargrave… —miró a Landon Fremont, que había estado hablando sin que ella le prestara atención— sería un honor para mí que trabajara usted conmigo en ese nuevo servicio…
—¡Doctor Fremont, la verdad, no sé qué decir! —Samantha miró a Silas Prince, cuyo rostro se había petrificado—. El honor es mío, doctor Fremont. Acepto su propuesta con muchísimo gusto y le doy mi palabra, señor, de que no tendrá motivos para lamentar esta decisión.
El doctor Fremont se levantó y le tendió la mano. Entonces Silas Prince la sorprendió levantándose también y tendiéndole la mano. Como si hubiera firmado un breve armisticio, le dijo:
—Le deseo mucha suerte, doctora.
Por un fugaz instante sus fríos ojos se ablandaron ligeramente y dejaron entrever una leve admiración.
Pero era a Mark Rawlins a quien Samantha deseaba expresar su más profundo agradecimiento. No le había visto desde la Navidad, pero no tenía la menor duda de que pronto le volvería a encontrar.