Samantha estudió el pequeño reloj que tenía en la mano y, cuando la manecita llegó a las doce, lo dejó y tomó el escalpelo. La rapidez era de primordial importancia; aunque el paciente estuviera anestesiado, corría peligro de sufrir un choque traumático. Tres cortes limpios y Samantha dejó el escalpelo y tomó la sierra. Eso era lo más difícil.
Buscó el retractor y éste se le escapó de la mano y cayó ruidosamente al suelo.
—Maldita sea —murmuró Samantha, empujando enfurecida la almohada sobre la cama.
Permaneció de pie un instante, con los pies y la espalda doloridos, y pensó en la posibilidad de dejarlo por esa noche. Pero entonces sus ojos se posaron en la caja abierta en el suelo, con sus compartimientos y divisiones y el nombre grabado en la placa de plata: JOSHUA MASEFIELD, D. M. Y pensó: Muy bien, Samantha, inténtalo otra vez.
No iba a ser fácil en absoluto, pero Samantha estaba dispuesta a conseguirlo. Tras enviar a Jake a recoger el instrumental de Joshua a la casa del doctor Rawlins en la Avenida Madison, Samantha se compró el mejor texto de cirugía que pudo encontrar, se familiarizó con todos los instrumentos y las partes anatómicas correspondientes y empezó a estudiar un curso autodidáctico de cirugía. Sus únicas ayudas eran los instrumentos, el libro y la almohada, cortada y cosida tantas veces, que ya no resultaba apta para dormir sobre ella.
Se situó de nuevo junto a la almohada y puso manos a la obra. A través del montante de la puerta, le llegaban risas masculinas punteadas frecuentemente por estridentes gritos femeninos. Debía ser Amy Templeton, la enfermera de más antigüedad divirtiendo de nuevo a los internos. De vez en cuando, la introducían a escondidas en sus habitaciones, la sobornaban con chucherías y los siete se acostaban con ella.
Samantha tenía la certeza de que podría llegar a dominar la cirugía. En realidad, cualquier persona con un poco de adiestramiento podía llevar a cabo las operaciones que se solían practicar; casi todo se hacía en brazos y piernas. El presidente Garfield había muerto recientemente porque nadie tuvo el valor de abrirle y extraerle la bala. Sólo una operación abdominal se practicaba con éxito, y era la ovariotomía…, una rápida incursión a través de una pequeña abertura. Nadie había abierto jamás un abdomen para intentar extraer una bala; y el presidente había muerto. Durante el juicio el asesino declaró: «Los que le mataron fueron los médicos, yo sólo le disparé».
Mientras Samantha simulaba aserrar el «hueso», pensó: Qué bonito sería encontrar un medio de abrir el abdomen. Se salvarían muchas vidas y se evitarían muchas tragedias: problemas uterinos, embarazos ectópicos; todo un mundo permanecía oculto bajo un par de centímetros de carne, y era tan misterioso para ellos como el universo estrellado.
Una llamada a la puerta la sobresaltó. Contuvo la respiración y miró hacia el montante.
—¿Qué hay?
—Doctora Hargrave —dijo la voz de la señora Knight—. El doctor Prince quiere verla en su despacho.
—¿Ahora?
—Inmediatamente.
Mientras guardaba los instrumentos y escondía la caja bajo la cama, en caso de que alguien entrara accidentalmente en su habitación, Samantha pensó: Y ahora, ¿qué?
A Samantha le sorprendía incesantemente el que la profesión médica atrajera a tantos hombres de mal genio. Le constaba que, en la mayoría de los casos, ello era una simple fachada («Observen siempre un comportamiento serio y severo —les enseñaban en la Facultad—. Nadie se fía de un médico jovial»). Pero ella sospechaba que en el caso del doctor Prince ésa era su verdadera naturaleza. Permaneció de pie delante de él (no la había invitado a sentarse), observando cómo se entretenía deliberadamente, sin prestarle atención; por último, el doctor Prince dejó de revolver papeles y clavó sus fríos ojos en ella.
—Doctora Hargrave, cada año los miembros de cierta organización benéfica celebran una fiesta a beneficio de varios hospitales de Nueva York. El propósito de ese acontecimiento es el de establecer qué hospital será el beneficiario del dinero reunido por dicha organización. El St. Brigid’s ha tenido la desgracia de no resultar elegido durante muchos años, pero este año tenemos muy buenas probabilidades de recibir la ayuda. Aunque se trata de una velada de cierta categoría, motivo por el cual los internos no suelen asistir, en esta ocasión se ha rogado al St. Brigid’s que envíe a la más reciente adquisición de su programa de internos. Habrá usted de asistir a la velada, doctora Hargrave. —El doctor Prince la miró con expresión expectante, pero ella nada dijo—. Ciertos miembros influyentes de esta organización llevan mucho tiempo esperando que se incluya a las mujeres en las plantillas de los hospitales. Son unas damas de alto copete que se autodenominan feministas. Han pedido que usted asista para tener la oportunidad de conocerla. Yo les he asegurado que iría usted. La fiesta se celebrará dentro de una semana y el doctor Weston será su acompañante. Espero que les cause usted una buena impresión, doctora Hargrave. La economía de este centro hospitalario depende del comportamiento que usted observe esa noche.
Viejo impostor, pensó Samantha. Conque de repente te sirvo de algo, ¿eh? Bien, pues, quizá podamos cerrar un trato…
Mientras ella se volvía para marcharse, el doctor Prince, le dijo:
—Doctora Hargrave, tengo que subrayar la importancia de que usted asista a la fiesta. —Sus fríos ojos la estaban amenazando en silencio—. Deberá ser puntual, doctora Hargrave, y cuidará de impresionar favorablemente a las señoras.
Mientras se abrochaba los numerosos botones del vestido de seda gris que había lucido durante la ceremonia de la graduación, Samantha se miró al espejo y sonrió; sabía exactamente lo que iba a hacer. Si Prince quería su colaboración, tendría que darle algo a cambio.
Miró por la ventana. Se estaban encendiendo las farolas de gas del alumbrado callejero y a ella se le antojaron velludos dientes de león en medio de la bruma del anochecer.
—Sí, señora Stuyvesant —exclamó en voz alta, practicando lo que iba a decir—. Me encuentro muy a gusto en el St. Brigid’s. Fueron muy amables conmigo al concederme la oportunidad de participar en su programa de internos. Pero, por desgracia, sigo siendo víctima de un injusto prejuicio masculino, pues yo desearía especializarme en cirugía, ¿sabe?, y sin embargo, me prohíben…
Sonó una fuerte llamada a la puerta.
—¿Quién es?
—Alguien desea verla en el vestíbulo, doctora Hargrave —dijo la joven voz de la enfermera Amy.
Samantha consultó la hora en el reloj de cadena que llevaba prendido al corpiño. El doctor Weston acudiría a recogerla muy pronto.
—¿Quién?
—Dice que es el señor Arndt y que se trata de un caso urgente.
—¡Luther!
Estaba paseando arriba y abajo por el vestíbulo, con la cara blanca como el papel. Se trataba de Louisa, dijo. Estaba de parto y llamaba a gritos a Samantha. Sí, estaba con ella una comadrona, pero Louisa no permitía que aquella mujer la tocara.
Samantha subió corriendo de nuevo a su habitación, le dejó una nota al doctor Weston —que, por favor, fuera solo a la fiesta, ella se reuniría con él más tarde—, recogió su capa y su maletín y, tomada del brazo de Luther, salió a la neblinosa noche.
En un principio, Samantha no vio razón para que Louisa hubiera pedido su presencia. El examen había revelado que el proceso del parto era normal y no había complicaciones, y la comadrona parecía una mujer responsable, de ropa muy pulcra y manos enrojecidas de tanto restregárselas para que estuvieran limpias. Pero Samantha vio reflejado el pánico en los ojos de Louisa y comprendió por qué la había llamado.
—Todo irá bien, Louisa. Se presenta con normalidad y todo marcha como es debido. No tienes por qué preocuparte.
—¡Samantha! —Los rechonchos dedos de Louisa se agarraron a la muñeca de su amiga—. ¡Me voy a morir! ¡Lo sé! ¡He tenido sueños, no lo voy a resistir!
Samantha trató de ocultar su preocupación.
—Volveré, Louisa. La señora Marchand está contigo.
Se libró de la presa de Louisa y descendió a la planta baja. Luther se encontraba sentado en la desordenada cocina, con expresión perdida y consternada. Miró a Samantha con los ojos empañados.
—No quiere el niño, Samantha. Odia al niño.
—Lo que ocurre es que Louisa está asustada, Luther —contestó ella, sentándose a su lado y apoyando una mano en su brazo—. Cuando el niño haya nacido, verá las cosas de manera distinta.
—Cuando haya nacido, aún le odiará más —dijo él, sacudiendo la cabeza—. Y me odiará a mí.
Samantha le miró fijamente y pensó: Tal vez tenga razón.
—Samantha —dijo él con su leve acento extranjero—, déjame estar con ella. No debería pasar sola este trance. Es nuestro hijo, tenemos que estar juntos.
Samantha dudó. En las zonas rurales, los maridos asistían a menudo a los partos de la esposa y nadie se escandalizaba; pero los hombres de la ciudad se regían por criterios distintos. Era indecente, gritaba todo el mundo. Los médicos varones eran rechazados muy a menudo; en los barrios que rodeaban el St. Brigid’s, a muchos internos les habían cerrado con gran indignación la puerta en las narices. Aquello era un asunto de mujeres los hombres no tenían que entrometerse.
Samantha pensó en el doctor Prince y en la velada. Después pensó en la señora Marchand, que estaba en el piso de arriba. Ésta pertenecía desde hacía mucho tiempo a la hermandad celosamente exclusivista de las comadronas y no permitiría la presencia de Luther en la habitación. De repente, Samantha supo lo que tenía que hacer.
Al ver que entraba Samantha seguida de Luther, se levantó de un salto y empezó a protestar, pero Samantha le dijo suavemente:
—El señor Arndt nos va a ayudar.
Mientras Luther se situaba de rodillas al lado de Louisa, acariciándole la frente empapada en sudor, la comadrona contrajo los párpados y frunció los labios en una muestra de suprema desaprobación. Primero llaman a un médico, y ahora el marido quiere inmiscuirse. Bueno, pues la próxima vez los Arndt tendrán que avisar a otra comadrona.
El parto empezó a desarrollarse con más normalidad gracias a la consoladora presencia de Luther. La señora Marchand se quedó, accediendo a los ruegos de Samantha (aunque lo cierto es que no sabía para qué) y se sentó a hacer calceta en un rincón, echando ocasionalmente miradas de soslayo a la elegante doctora con su elegante vestido de seda.
Al intensificarse las contracciones, Louisa empezó a gritar.
—¡No me dejes morir! ¡Me está matando!
Cuando por fin apareció la cabeza del niño, Samantha dijo:
—Ya viene tu hijo, Luther. Ven a sentarte aquí delante y coloca las manos así…
Al producirse una nueva contracción, Louisa gimió y su rostro adquirió un fuerte color carmesí.
—Ya está —dijo Samantha suavemente—. La coronilla de la cabeza de tu hijo.
Luther parpadeó; en un instante, el cuello de la camisa se le empapó en sudor.
—Bueno, Luther, vamos a ver —dijo Samantha, tomándole las manos y colocándolas una arriba y otra abajo, sin apartarse de su lado.
La pequeña cabeza asomó y volvió a retirarse; asomó de nuevo y se retiró otra vez y, a cada contracción, Louisa iba empujando hacia abajo. Fascinado, Luther mantenía las manos donde Samantha se las había colocado y, al ver salir bruscamente la cabeza, actuó con rapidez. Desplazó la mano de abajo para acunar el rostro mientras con la de arriba protegía el suave cráneo en su lenta rotación.
El rostro de Luther era la viva imagen de la fascinación, como si se encontrara bajo los efectos de un hechizo, y sus manos parecían moverse con un dinamismo propio de manera instintiva, como si estuvieran realizando una tarea ya conocida. No tiró de la cabeza como Samantha temía que hiciera; en su lugar, esperó pacientemente a que cesara la rotación y se produjera la siguiente contracción, manteniendo las manos extendidas. Después, al producirse la siguiente contracción de Louisa, asomó un pequeño hombro y entonces Luther se inclinó hacia adelante en actitud protectora y, extendiendo la mano de abajo como si fuera una plancha, recibió el cuerpecito que estaba emergiendo de las entrañas de su madre.
Samantha abrió la boca para hablar, pero Luther actuó antes de que ella pudiera decir nada. Luther limpió rápidamente la nariz y la boca del pequeño con la punta de una toalla y después le dio instintivamente una palmada en la espalda. Se produjo un jadeo y, a continuación, un leve gemido.
—¿Es niño? —preguntó Louisa.
Entonces intervino Samantha, atando rápidamente el cordón umbilical y cortándolo, y en cuanto hubo terminado, Luther envolvió al chiquillo en una manta, lo acunó amorosamente contra su pecho y después se levantó trémulo de emoción y se acercó a la cama. Mientras se arrodillaba para depositar al niño entre los brazos extendidos de la madre, murmuró:
—Sí, Louisa, tenemos un niñito.
—¡Un niño! ¡Un niño! —exclamó Louisa, contemplando con mirada de asombro su rostro de ciruela al tiempo que lanzaba un suspiro—. Oh, Luther, es tu vivo retrato…
Samantha se reclinó en su asiento y el embeleso de sus amigos le inundó el alma. Después miró el reloj del tocador y se quedó asombrada: eran las tres de la madrugada.
Luther insistió en acompañarla a casa. Aunque faltaba poco para el amanecer, pudieron encontrar un coche de alquiler y atravesar, en medio de una densa bruma, las desiertas calles de Manhattan.
—Está enamorada de ese niño, Samantha —dijo Luther admirado mientras el vehículo chirriaba y se balanceaba y los cascos de los caballos resonaban entre los edificios dormidos—. Y ahora creo que también está enamorada de mí.
—Siempre lo ha estado —contestó Samantha, esbozando una sonrisa cansada.
No estaba muy segura de cuál había sido el milagro de aquella noche, pero no importaba. En su fuero interno sabía que en adelante todo se iba a arreglar entre Luther y Louisa. Sólo cuando la impresionante fachada de piedra del St. Brigid’s apareció ante su vista, empezó Samantha a pensar en sí misma.
Pidiéndole al cochero que aguardara, Luther subió los peldaños en compañía de Samantha. Ella se volvió al llegar a la entrada.
—Puedes dejarme aquí, Luther. Gracias por acompañarme.
—Nunca te lo podremos pagar, Samantha.
—Vuelve junto a tu familia, Luther. La señora Marchand estará deseando regresar a su casa.
Luther echó impulsivamente los brazos alrededor de Samantha y la estrechó con fuerza. Ella correspondió abrazándole como una hermana.
Al otro lado de la puerta de roble macizo, un hombre cruzó a grandes zancadas el vestíbulo en penumbra. Le habían llamado durante la noche para suturar de nuevo una herida y estaba deseando regresar a casa a fin de descansar un poco antes de acudir de nuevo al hospital, donde practicaría una operación a primeras horas de la mañana.
Mark Rawlins abrió la puerta y se detuvo en seco. Bastaron unos segundos para que la escena que tenía delante se le quedara grabada en la mente: Samantha Hargrave abrazada febrilmente por un joven. Mark retrocedió, cerró suavemente la puerta y eligió otro camino para salir del hospital.
Silas Prince estaba tan furioso que decidió prescindir de cualquier amago de discreción y ceremonia. Cuando Samantha entró en el comedor de los médicos, el doctor Prince se levantó de golpe, derribando la silla al suelo, se acercó a ella, le cerró el paso y dijo:
—¿Dónde estuvo usted anoche, doctora Hargrave?
El repentino estallido la dejó tan sorprendida que, por un instante, Samantha no contestó, agraviada por las miradas de todos.
El doctor Prince repitió la pregunta, con el cuerpo rígido y tembloroso, y Samantha, ofendida por el hecho de que alguien pudiera pedirle explicaciones acerca de su conducta en presencia de terceros, sólo acertó a mirarle en silenciosa consternación.
A su espalda, desde la mesa que compartía con otros dos hombres, Mark Rawlins, en la errónea creencia de que ella estaba tratando de ganar tiempo para inventar una excusa, dijo:
—Estaba conmigo, señor.
Todas las cabezas se volvieron hacia Rawlins. Las cejas de Silas Prince se arquearon hasta casi rozar el nacimiento del cabello.
—¿Que ella… qué? —preguntó tartamudeando.
Samantha se volvió mientras Mark Rawlins se levantaba y se acercaba despacio, en un intento de aliviar la tensión de la cargada atmósfera.
—Fue culpa mía, señor. La doctora Hargrave intentó decirme que no íbamos a regresar a tiempo, pero yo insistí y la convencí de que saliera a dar un paseo conmigo y con mi madre por Long Island. Sin darnos cuenta, nos vimos rodeados por la niebla.
Samantha le miró perpleja y después dijo:
—Perdone, doctor Rawlins. No tiene por qué inventarse una historia en mi defensa. Soy perfectamente capaz de hablar por mí misma, doctor Prince —dijo, apartando de él la mirada—, anoche asistí a un parto. Puedo facilitarle el nombre y la dirección por si quiere comprobarlo.
En el rostro de Silas Prince aparecieron toda una serie de expresiones desconcertadas mientras sus ojos miraban confusos a Mark Rawlins.
—Hubiera podido enviar a otra persona. No estaba usted de guardia.
—La paciente es una amiga personal. Le prometí que asistiría al parto.
—¿Acaso no había una comadrona?
—Sí la había.
—¿Y por qué fue usted? ¿Se produjo alguna complicación?
—Ninguna en absoluto.
—Pues entonces, ¿por qué… —el doctor Prince volvió a levantar la voz—, por qué fue usted y no acudió a la residencia de los Vanderbilt?
—Como ya le he dicho, doctor Prince, se lo había prometido a mi amiga.
—Doctora Hargrave. —Silas Prince estaba tratando de dominar su furia—, usted me puso ayer en un aprieto. La estuvimos esperando toda la noche. No sabía qué decirles a las damas. Hice el ridículo. El doctor Weston dijo que salió usted a atender una llamada. Nuestras anfitrionas sufrieron una gran desilusión. —El doctor Prince respiró hondo—. ¿Comprende usted lo que ha hecho, doctora Hargrave? Ha echado a perder la única oportunidad que tenía el St. Brigid’s de conseguir ese dinero este año. Dinero que nos hacía mucha falta para camas y colchones, nuevas enfermeras, quinina… —Se detuvo, refrenando el estallido que estaba a punto de producirse, y dijo en tono más calmado—: La primera norma de esta institución, doctora Hargrave, es la obediencia. No podemos tolerar un descarado desprecio de la autoridad. Tendrá que hacer las maletas y marcharse antes de que finalice el día.
—¡Sin duda tiene qué haber alguna excepción, señor! La atención al paciente tiene que estar por encima de las normas estrictas.
—¿Corría acaso peligro la vida de la paciente, doctora? —preguntó el doctor Prince, dirigiéndole una fría mirada de furia que la atravesó como una flecha.
—No, pero…
—¿Estaba amenazada de alguna manera su seguridad o la del niño?
—No.
—¿Carecía de ayuda?
—No —contestó Samantha, lanzando un suspiro.
—En tal caso, lo que hizo usted es injustificable. Tendrá usted la bondad de abandonar cuanto antes este hospital.
Samantha permaneció de pie en el centro de la sala cuando ya Silas Prince se había retirado y también lo habían hecho todos los demás, alejándose de uno en uno o por parejas, turbados e incómodos, y se quedó a solas con Mark Rawlins. Volviéndose entonces hacia él, Samantha le dijo:
—Le agradezco su deseo de ayudarme, doctor, pero no acierto a imaginar qué necesidad tenía usted de hacerlo.
Mark Rawlins miró a su alrededor, para cerciorarse de que efectivamente estaban solos, y después dijo en voz baja:
—Estaba a punto de salir del hospital a primera hora de esta mañana cuando la vi despedirse junto a la entrada.
—No le entiendo —dijo ella, frunciendo el ceño.
—He comprendido que no podría usted decirle a Prince que su ausencia se debió a que estaba con un caballero.
—¿Con un caballero? Ah, se refiere usted a Luther. Es el marido de la amiga a cuyo parto asistí anoche. —Samantha abrió los ojos asombrada al percatarse del error—. Y usted pensó… ¡me siento muy halagada, doctor Rawlins, pero no era lo que parecía! Y le agradezco su caballerosidad, pero le aseguro que no necesitaba que me rescataran. Estoy perfectamente capacitada para cuidar de mí misma.
—¿De veras? Me temo, doctora Hargrave, que su sinceridad la ha expulsado de este hospital.
—Sí —dijo ella tristemente—. Eso parece.
—¿Qué va usted a hacer?
—No lo sé. No esperaba que me tratara con tanta dureza.
—¿Me permite otro acto de caballerosidad?
Samantha contempló su sonrisa y creyó por un instante que Mark se estaba burlando de ella; pero entonces vio en sus ojos una expresión de sincera preocupación.
—¿Qué me propone?
—El director del St. Luke’s me debe un favor…
—Gracias, doctor Rawlins, pero no me sentiría a gusto en un puesto que se me concediera por obligación.
Él contempló su hermoso rostro, en el cual, disimulada por un orgullo superficial, se adivinaba una conmovedora vulnerabilidad.
—Por favor, no rechace tan de prisa mi ayuda. No es un signo de debilidad pedirle ayuda a un amigo.
Ella le miró y leyó sinceridad en sus profundos ojos castaños; su cercanía la dejó momentáneamente paralizada. Estaba aspirando el aroma viril que le envolvía, una mezcla de popelín, agua de Colonia y vestigios de tabaco. Mark Rawlins tenía la asombrosa habilidad de hacerla sentirse lo que ningún otro hombre la hacía sentir: profundamente femenina. Y, en esos momentos, desvalida.
—Me temo que tiene usted razón, doctor. Ahora necesito toda la ayuda que me puedan prestar.
—¿Quiere que hable con Prince en su favor?
—No quisiera darle esa satisfacción, porque estoy segura de que a usted también le contestaría con una negativa.
—¿Con el director del St. Luke’s, entonces?
Samantha se sentía presa de su mirada y, pese a darse cuenta de que él estaba más cerca de ella de lo debido, no podía apartarse.
—El St. Luke’s es un buen hospital, Samantha. Hay cosas peores.
Por último, ella sonrió y le dijo:
—Le agradezco su interés, doctor Rawlins. No sé lo que voy a hacer, pero, si cambiara de idea…
—Ya tiene usted mi dirección. Por favor, venga a verme a cualquier hora. Estoy enteramente a su servicio.
Samantha había terminado de hacer las maletas y se encontraba sentada junto a la ventana, contando una vez más el dinero en la esperanza de que la segunda operación arrojara una suma más alta. Pero no lo era. Tenía exactamente veintinueve dólares con cuarenta y siete centavos.
Llamaron a la puerta, fue a abrir y se encontró con el secretario del doctor Prince.
—Doctora Hargrave —dijo el joven—, me envían para informarle de que permanecerá usted en el St. Brigid’s hasta el término de su instrucción de interna.
Samantha le miró con fijeza, mientras deliberaba.
—Dígale, por favor, al doctor Prince, que me gustaría oírselo decir a él en persona; de lo contrario me marcharé según lo previsto.
Cinco minutos más tarde, la mandaron llamar.
—Bien, pues, ya se lo he dicho en persona —declaró, de pie junto a la ventana y de espaldas a ella.
—¿Por qué ha cambiado de idea en relación con mi despido?
El doctor Prince se volvió y la miró con resentimiento.
—El St. Brigid’s va a recibir el dinero de la organización benéfica, doctora Hargrave, pero éste ha sido donado en su nombre.
—Pero ¿por qué?
—Gracias a la prensa, las damas consideran que ya la conocen a usted. Parece ser que la decisión se adoptó antes de la fiesta y que su asistencia no era más que una simple formalidad. —Rodeó su escritorio y miró a Samantha a la cara—. Doctora Hargrave, en bien de este establecimiento, haré algunas concesiones e incluso sacrificaré mis principios personales. Pero se lo advierto, doctora, y óigame bien: sigo siendo contrario a su presencia en este hospital. Debido a las grandes dificultades económicas del St. Brigid’s, la voy a tolerar, pero me apresuro a asegurarle, doctora, que tengo mis límites. Este incidente no será olvidado. Le aconsejo que se ande con mucho cuidado a partir de ahora…