Era una tórrida tarde de septiembre sin un soplo de aire que arrastrara consigo los miasmas del hospital. Los ocho internos que rodeaban a uno de los médicos se agitaban nerviosamente y se pasaban los dedos bajo los cuellos de celuloide mientras trataban de prestar atención a las explicaciones que les estaban dando en la sala.
—Por consiguiente, doctores, el diagnóstico de esta paciente es asma. ¿Cuál debería ser el tratamiento, doctor Weston?
—Marihuana, tres veces al día —contestó un joven interno.
—Exactamente. Y aquí tenemos a una mujer que…
El médico fue interrumpido por la súbita conmoción que acababa de producirse unas camas más allá.
Reclinada en el cabezal de hierro de la cama y con las sábanas subidas hasta la barbilla, una rolliza mujer de cuarenta y tantos años contemplaba horrorizada a un caballero de levita inclinado hacia ella, estaban discutiendo.
—La verdad, señora —dijo el hombre exasperado—, ¿cómo quiere que la ayude si usted no colabora?
—¡Usted a mí no me toca!
El doctor Miles extendió las manos y levantó la mirada al techo. Después se adelantó un paso y la mujer lanzó un grito.
—¡Maldita sea, so estúpida! —tronó—. ¡O hace usted lo que le digo o mandaré que la saquen de este hospital!
La mujer estalló en sollozos y hundió el rostro en la manta.
Mientras los internos se reían, Samantha se apartó de ellos y se acercó corriendo a la cama de la enferma. Sentándose en el borde, rodeó con los brazos sus trémulos hombros.
—Vamos, vamos.
—¡No deje que me toquen! —gimoteó la mujer contra la manta—. ¡Me moriría de vergüenza!
—¿Qué le ocurre? —preguntó Samantha, mirando directamente al doctor Miles.
—¿Y cómo puedo saberlo? La muy estúpida no permite que la examine…
—¡No! —gritó la mujer, levantando la cabeza y mirándole enfurecida—. Usted cree que porque no pago no tengo dignidad. ¡Pues la tengo y usted no me va a tocar!
Samantha siguió acariciando a la mujer y hablándole con cariño. La escena se repetía tantas veces en las salas de las mujeres, que Samantha no necesitaba más información para saber lo que ocurría.
Por fin, y tras haberse calmado un poco, la mujer miró a Samantha con su rostro de luna llena.
—Usted lo entiende, ¿verdad?
—Pues claro que sí.
Era el problema que planteaban casi todas las enfermas. En una sociedad que obligaba a las mujeres a defender su recato a toda costa, y en una época en que la contemplación de un tobillo femenino podía despertar la pasión de los hombres, casi todas las mujeres preferían soportar sus dolencias íntimas antes que someterse al examen de un médico varón.
—Ingresó anoche con fuertes dolores abdominales —dijo el doctor Miles en tono irritado—. Podrían ser dolores de parto, pero, con esa gordura, la tonta de ella no sabe si está embarazada o no.
Samantha le preguntó amablemente a la mujer:
—¿Cree usted que pueden ser dolores de parto?
—No lo sé.
—¿Tiene hijos?
—Me viven nueve.
Samantha reflexionó un instante.
—La tienen que examinar para ver cuál es su estado…
—¡No! ¡No permitiré que me toque un desconocido!
—Yo soy médico. ¿Qué le parece si la examino yo?
—¿Que es usted médico? —preguntó la mujer, abriendo los ojos.
—Bueno, verá usted… —Samantha miró al doctor Miles—. Creo que la paciente dejará que yo la examine, doctor. Si usted me lo permite, en un momento puedo descubrir de qué se trata.
—¡Pero que él no esté delante! —murmuró la mujer.
—¿Nos podría dejar a solas, por favor?
Indignado, el doctor Miles musitó algo acerca de la pestis mulieribis[1] y se retiró unos pasos.
—¿Qué va usted a hacer? —preguntó la mujer, estrechando la mano de Samantha.
—Efectuaré una rápida exploración bajo las sábanas. No se verá nada, se lo prometo. Y ahora, si quiere usted aflojar los músculos…
Momentos después Samantha se reunía con el doctor Miles.
—Tiene un prolapso uterino, señor.
—Mmmm. Sin duda se lo ha provocado el corsé. ¡La muy estúpida lo llevaba demasiado ajustado!
—Doctora Hargrave. —Samantha levantó los ojos y vio al doctor Prince de pie en la puerta del fondo de la sala—. ¿Puedo hablar con usted en el pasillo? No tenía usted derecho a intervenir en el caso de esa paciente —le dijo a Samantha una vez fuera—. No es de las nuestras.
—Necesitaba ayuda y el doctor Miles no estaba consiguiendo ningún resultado.
—¿Y qué se puede esperar si la desdichada se ha puesto histérica?
—Gritarle no servía de nada.
—A menudo, es la única manera de tratar a esas mujeres. Hay que ser severo, demostrarles que uno es el amo. No podemos malcriarlas, doctora Hargrave. ¡La verdad es que no entiendo lo que les ocurre a estas estúpidas! ¡Al fin y al cabo, somos médicos!
Samantha comprimió los labios, para guardar silencio. Hubiera deseado preguntarle si le gustaría que una doctora le examinara los testículos.
—No debe usted entrometerse nunca más, doctora Hargrave. Puede dar gracias de que el doctor Miles es un hombre indulgente.
Se disponía a retirarse, pero Samantha le atajó:
—Perdone, señor, ya que está usted aquí, desearía que discutiéramos un asunto muy importante.
Él se volvió con gesto de mal disimulada impaciencia, como si tuviera intención de marcharse en seguida. Era el truco que utilizaba para que su interlocutor se diera prisa en hablar, tropezara con las palabras y quedara en situación de inferioridad. Por regla general, le daba resultado; el doctor Prince solía triunfar en todas las discusiones con ayuda de esa táctica. Pero Samantha se negaba a dejarse manipular. Habló despacio y con seguridad, provocando la irritación del médico.
—Mi nombre no figura en la lista de cirugía de este mes, doctor Prince. Llevo aquí ocho meses, he pasado por todos los servicios y ahora me encuentro de nuevo en Maternidad, que es donde empecé. Me toca cirugía, señor, ¿acaso ha habido algún descuido?
—No es un descuido, doctora Hargrave. No va usted a participar en el programa de cirugía.
Samantha estaba preparada y pudo disimular su enojo.
—Doctor Prince, eso es injusto. ¿Por qué me excluyen de la sala de operaciones?
—Porque la sala de operaciones no es sitio para una mujer, como no sea una enfermera. Las enfermeras friegan los suelos y las ventanas, vacían los cubos de sangre y nada más. La cirugía, doctora Hargrave, está reservada a los hombres. Las mujeres no son físicamente aptas para practicarla.
—Permítame disentir…
—¡No pienso discutir aquí con usted un principio tan incontestable, doctora Hargrave! ¡Preferiría disputar acerca del color del cielo! La inestabilidad mensual de la mujer le impide, por su misma naturaleza, intervenir en los delicadísimos procesos que se desarrollan en una sala de operaciones. Reconozco que algunas mujeres excepcionales tienen el valor y la perspicacia necesarios para operar; no obstante, ¡una vez al mes están tan delicadas como los pacientes a quienes atienden! ¡Es inconcebible que una persona sujeta a períodos mensuales de inestabilidad y a fallos de juicio, pueda actuar como cirujano! Eso no me lo puede discutir ni siquiera usted, doctora Hargrave.
—A mí me habían dicho, doctor Prince, que habría de realizar todos los servicios del programa de internos, y que no se me tendría ninguna consideración especial por razón de sexo.
—Y no se le tiene ninguna consideración especial, doctora Hargrave. No es por usted que la mantenemos alejada de la sala de operaciones, sino en atención a la seguridad de los pacientes.
Al doctor Prince le encantaba subrayar sus frases con gestos espectaculares; era su forma de recordar a los demás su superioridad. Sabiendo que la doctora Hargrave era capaz de sostener una sana y prolongada discusión, eligió ese momento para poner punto final a su frase, dando media vuelta y alejándose mientras ella le miraba enfurecida.
Samantha esperó a calmarse antes de regresar junto a los pacientes. Sí, había estado esperando aquello desde que vio excluido su nombre de la lista de cirugía. Pero el doctor Prince no se iba a salir con la suya; aunque aún no sabía cómo, estaba segura de que encontraría el medio de franquear la puerta celosamente guardada de la sala de operaciones.
A punto de retirarse, se detuvo en seco. Al final del pasillo, doblando la esquina desde el vestíbulo de entrada, había dos personas cuya elegancia y refinamiento contrastaban vivamente con el triste ambiente del hospital. El caballero era alto y caminaba con la combinación de indiferente soltura y rigidez militar que constituía el confiado porte de la aristocracia. Vestía una levita de excelente corte que acentuaba la anchura de los hombros y la perfección de la cintura, y al quitarse la chistera, dejó al descubierto ondas y rizos que, más largos de lo que era habitual, descansaban sobre el cuello de la levita y libres de aceite de macasar. La dama no le iba a la zaga. Esbelta y llena de donaire, elegantemente ataviada con un vestido de seda azul que armonizaba con el azul de sus ojos y realzaba el color rubio plateado de su cabello recogido sobre la cabeza, debía contar unos veintidós o veintitrés años, tenía una risa como de cascabeles y caminaba asiendo con desenvoltura el brazo del caballero.
Samantha no pudo menos de mirarlos con fijeza; su imaginación había sido injusta con la señora Rawlins. Aquella mujer era impresionante.
El doctor Rawlins la miró y la sonrisa se le congeló en el rostro. Cuando los ojos de ambos se encontraron, Samantha experimentó en su interior una reacción que ya creía haber superado y, por un instante, luchó con la indecisión. Deseaba evitar al doctor Rawlins, pero, al mismo tiempo, se sentía magnéticamente atraída por él; sin embargo, cuando decidió regresar a la sala, él ya la había reconocido.
Al ver su expresión, la mujer que le acompañaba siguió la dirección de su mirada y entonces también su sonrisa se congeló, pero de una manera distinta: se endureció y solidificó y, cuando ella y el doctor Rawlins se acercaron, la dureza ya se había apoderado de sus ojos. En aquellos momentos y por razones que sólo más tarde podría entender, Janelle sintió inmediata antipatía por Samantha Hargrave.
—Doctora Hargrave —dijo él suavemente mientras hacía una leve reverencia.
—¿Qué tal, doctor Rawlins? Qué agradable sorpresa.
De repente Samantha se percató con angustia de que una parte del dobladillo de su vestido estaba deshilachada y se volvió ligeramente para ocultarla.
—Me temo, doctora Hargrave, que no es ninguna casualidad. Encontrarla aquí no ha sido una sorpresa. Es más, casi esperaba tropezarme con usted.
—¿De veras, doctor? ¿Cómo supo que estaba en el St. Brigid’s?
Él se rió cordialmente, en contraste con la frialdad que emanaba de su silenciosa acompañante.
—¡Mi querida doctora Hargrave, toda la ciudad anda revuelta con la doctora que consiguió burlar las defensas del St. Brigid’s! ¡Me la han descrito como una amazona y como una hechicera, y en ambos casos como algo menos que una dama!
—¡No tenía la menor idea!
—Y, por su causa, todos los hospitales de la ciudad están siendo asediados por doctoras acompañadas de abogados. ¡Ha provocado usted una auténtica conmoción, doctora Hargrave!
Ambos se echaron a reír y, al notar que su acompañante le apretaba el brazo, el doctor Rawlins añadió:
—He olvidado los buenos modales, discúlpeme. Janelle, permíteme presentarte a la audaz doctora Samantha Hargrave.
Janelle no participaba de su buen humor y, mirando a Samantha con ojos duros como el cobalto, murmuró:
—Encantada.
—Mucho gusto, señora Rawlins.
Mark se desconcertó un instante y después dijo:
—¡Señora Rawlins! ¡Santo cielo, Janelle no es mi mujer! No he sabido explicarme. Doctora Hargrave, le presento a la señorita MacPherson, una antigua y querida amiga.
¿Habrían sido figuraciones de Samantha o aquellas negras pupilas se habían encendido al oír la palabra «antigua»?
—Le ruego disculpe mi error, señorita MacPherson. Supuse que era usted la esposa del doctor Rawlins.
Janelle guardó silencio, demostrando bien a las claras que el error no le había hecho gracia; su deseo era justamente el de ser tomada por su esposa. Pero los ojos de Mark chispearon como si se lo estuviera pasando muy bien.
—Pero ¿de dónde ha sacado usted la idea de que yo tenía esposa?
—¿No tiene?
—La última vez que miré, no tenía.
—Pues estoy confundida, doctor. En Lucerne, al finalizar la ceremonia de la graduación, el doctor Jones preguntó por la señora Rawlins.
—Ah, sí. Mi madre. Quería acompañarme, pero uno de sus periódicos ataques de artritis la obligó a permanecer en casa. —Sus atractivos ojos castaño se posaron suavemente en el rostro de Samantha—. Conque creía usted que yo estaba casado…
—He tenido mucho gusto en conocerla, doctora Hargrave —dijo una gélida voz—. Mark, cariño, vamos a llegar tarde.
Él dio distraídamente unas palmadas a la mano enguantada que se aferraba a su brazo.
—Sólo un minuto, Janelle, te lo ruego. Doctora Hargrave, estaba esperando que viniera usted a recoger su herencia.
Una rápida mirada al frío y marfileño rostro de Janelle MacPherson le dijo a Samantha todo lo que necesitaba saber acerca de aquella «antigua y querida amiga». Como un gato que vigilara a un ratón, la señorita MacPherson parecía estar desafiando a Samantha a que intentase robarle lo que era suyo. Aún no eres su mujer, pensó Samantha fugazmente, pero quieres serlo. El hecho de casarte con el hijo del Rey del Hielo te convertiría en la Princesa del Hielo. Muy apropiado.
—Dispongo de muy poco tiempo para salir, doctor Rawlins. Pero iré en la primera oportunidad. Confío en que no sea una molestia para usted guardar las cosas de Joshua.
—En absoluto. Dígame, ¿qué le parece el trabajo en el hospital?
Samantha recordó al doctor Prince.
—Resulta cansado y estimulante a un tiempo.
—¿Cuánto tiempo le falta?
—Otros trece meses.
—¡Apenas pude creerlo cuando me dijeron que iba usted en la ambulancia!
—Sin la amable ayuda de Jake, no sé qué hubiera hecho. Hace muchos años que es cochero de la ambulancia, y a veces resulta mi mejor profesor. Me ha enseñado a subir a la trasera del vehículo sin caerme de bruces y tiene mucha vista para diagnosticar los casos urgentes, que requieren un regreso inmediato al hospital, y los que nos permiten un ritmo más pausado.
—He leído los artículos acerca de sus aventuras. Extraordinario. Por desgracia, y a causa de las baladronadas de Jake, toda la ciudad había podido conocer a través de los periódicos las andanzas de la atrevida doctora del St. Brigid’s.
—Me temo que el doctor Prince está furioso. Ha tratado de imponer silencio a Jake, pero parece que algunas de las personas que nos respaldan económicamente aprueban esa notoriedad. ¡Y, desde luego, el St. Brigid’s ya no se considera un hospital atrasado!
—Su vida debe ser muy emocionante —dijo él, estudiándola misteriosamente con ojos risueños.
—En cierto modo sí y en cierto modo no —contestó ella, sin añadir nada más.
Samantha no quería confesarle a Mark Rawlins que el precio de su fama y de su excepcional actuación médica era la soledad. Aunque los demás internos habían acabado por aceptarla y muchos de ellos admiraban su valor, ella seguía excluida de su círculo. Debido a una aguda sensibilidad ante la singularidad (y a veces el discutible decoro) de la situación, los internos se esforzaban, al término de la jornada laboral, en respetar la intimidad de Samantha por temor a ofenderla. Eran caballerosos en extremo, radicalmente corteses y exageradamente correctos en su intento de no transgredir ninguna norma social. Muchas noches, mientras leía algún libro o cosía, Samantha oía a través de los tabiques risas de mujeres y taponazos de botellas. El precio que tenía que pagar a cambio de su carrera resultaba de lo más irónicamente injusto puesto que, pese a haber conseguido introducirse en un mundo totalmente masculino y aunque tal vez otras mujeres le envidiaran su trato constante con los hombres, el estar rodeada por ellos, trabajando, comiendo y viviendo en su compañía, Samantha estaba más lejos de ellos que las mujeres corrientes. A veces Samantha echaba de menos las íntimas atenciones de un hombre.
Con un crujido de la fría seda de su vestido, Janelle les recordó su presencia.
—Perdóname, querida Janelle, tienes mucha razón —dijo el doctor Rawlins—, debemos marchar. Doctora Hargrave, la señorita MacPherson es presidenta de la Liga Benéfica de Señoras de la Avenida Madison. El St. Brigid’s es uno de los beneficiarios de sus nobles y dignas obras. Y, puesto que yo pertenezco a la plantilla de este hospital, me han invitado a asistir a su reunión de esta tarde.
Samantha asintió cortésmente, tratando de disimular el efecto que parte de las palabras de Mark habían ejercido en ella.
—¿De veras? ¿Pertenece usted a la plantilla del St. Brigid’s? Nunca le había visto por aquí.
—El St. Brigid’s les queda muy lejos a casi todos mis pacientes y por eso suelo hacer buena parte de mi trabajo en el St. Luke’s. A veces, sin embargo, traigo aquí a algunos de mis pacientes de cirugía, porque las instalaciones de quirófano son excelentes. ¿No lo cree usted así?
—No he tenido oportunidad de averiguarlo, doctor, pero lo haré. Y ahora, si me disculpan, he de pasar visita. Doctor Rawlins, señorita MacPherson, muy buenos días.