Samantha estaba sorprendida de lo mucho que había cambiado su amiga. No era sólo su aspecto exterior —los kilos de más, el descuidado cabello, el rostro abotagado—, sino algo más, patente en la actitud de Louisa: sus gestos dejaban entrever una corriente nerviosa subterránea, sus ojos verdes no descansaban ni un momento y su voz adquiría a menudo un tono estridente. No era lógico en una mujer embarazada de ocho meses. Samantha estaba consternada. ¿Era posible que un año de matrimonio provocara aquellos efectos?
Cuando Louisa se llevó una mano a la parte inferior de la espalda, se levantó del sofá con un gemido y abandonó la estancia con paso cansino, Samantha aprovechó para echar un vistazo a su alrededor.
Luther se estaba ganando muy bien la vida en su calidad de nuevo socio del señor DeWinter; en un rincón, había una nueva máquina de coser musical, símbolo de la prosperidad burguesa de los Arndt: mientras el pedal se movía, giraban unos rodillos que producían la música. Por desgracia, la máquina estaba cubierta por una capa de polvo. Louisa siempre había sido un poco descuidada y desordenada en sus cosas, pero aquel salón sucio y polvoriento revelaba un auténtico abandono y constituía un reflejo de la mujer que lo ocupaba todo el día, una mujer que no parecía interesarse por nada.
—Garfield, Garfield, Garfield —dijo Louisa con un suspiro, regresando al sofá con una bandeja en la que había dos vasos de un líquido oscuro, unos trozos de pastel de semillas de amapola y una cosa nueva de la que Samantha jamás había oído hablar: oleomargarina (Louisa seguía mostrando inclinación por lo más moderno a expensas del buen gusto)—. Se llama cerveza de raíces —aclaró Louisa— y es una novedad. —Samantha hizo ademán de tomar un vaso—. No, ése es el mío —dijo ella, tomándolo.
Samantha observó que aquel vaso no tenía tanta espuma.
Louisa apoyó los hinchados pies sobre el sofá, tirando al suelo un catálogo de venta por correo de la firma Montgomery Ward.
—Lo llaman el Verano del Presidente. Todo el mundo habla de Garfield. Estoy hasta la coronilla.
Samantha procuró disimular su decepción; anhelaba reunirse de nuevo con Louisa después de tanto tiempo. Tras conseguir finalmente un día libre en el hospital, se había puesto su mejor vestido y había tomado el autobús de la Quinta Avenida, llena de emoción; pero la Louisa que ella esperaba ver en la puerta —la Louisa de los preciosos rizos dorados como la miel, que un día tratara de animar a Juana de Arco—, había desaparecido.
Aunque Louisa la acogió con entusiasmo, abrazándola con tanta fuerza que Samantha notó que un piececito invisible le propinaba un puntapié en el estómago, al cabo de quince minutos de alegres evocaciones del pasado, pareció empezar a aburrirse, como si Samantha fuera un juguete nuevo del que ya se hubiera cansado, y ahora se encontraba tendida en el sofá, hinchada e incómoda, moviendo sus ojos verdes de uno a otro lado.
Samantha hubiera querido preguntarle: ¿Qué ocurre?, pero temía lastimar los sentimientos de su amiga.
—¿Cómo está Luther?
—Muy bien —fue la vaga respuesta.
—Debéis estar muy contentos con la participación en el negocio.
La inquieta mirada de Louisa encontró finalmente un lugar donde posarse y contempló con aire ausente el polvoriento y descuidado helecho de la ventana.
—Ahora pasa mucho tiempo en la farmacia. Van a vender helados. En una tienda de artículos diversos.
Tenía que haber algo que interesara a Louisa; si el tema de su marido no la seducía —aunque tras sólo un año de matrimonio, hubiera tenido que haber un poco más de entusiasmo—, sin duda la atraería el tema del niño.
—Tienes que estar muy ocupada con el cuarto del niño.
Louisa la miró inexpresivamente.
—¿Lo tienes preparado? Me gustaría verlo.
Louisa se encogió de hombros y se levantó trabajosamente. Siguiéndola por la escalera, Samantha se preguntó si el embarazo ejercería aquel efecto en todas las mujeres; quizá los ocho meses de esperar un acontecimiento que parecía no llegar jamás, apagaban el interés por cualquier otra cosa. Cuando naciera el niño, Louisa volvería a ser la de antes.
—Oh —exclamó Samantha, deseando no haber mencionado el cuarto del niño. Estaba en el piso de arriba, al lado del dormitorio principal, en el que Samantha vio una cama por hacer, y no había nada allí, a excepción de una cuna a medio pintar y algunos rollos de papel de pared en el suelo desnudo—. Bueno, aún tienes tiempo.
Louisa volvió a dirigirle la misma inexpresiva mirada de antes y Samantha pensó: Esto no marcha nada bien.
Estuvo reflexionando mientras bajaban por la escalera, y por fin, cuando ya se encontraban de nuevo en el salón, preguntó:
—¿Qué sucede, Louisa?
Para su asombro, su amiga contestó con vehemencia:
—Todo, Samantha. —Al final, el rostro de Louisa se animó—. No quiero agobiarte con mis desdichas, pero tengo que decírselo a alguien. Llevo encerrada tanto tiempo en esta casa, que me voy a volver loca. No es justo, Samantha, que las mujeres embarazadas tengan que estar recluidas. La gente es muy hipócrita. Quiere a los niños, pero no desea que le recuerden de dónde vienen. Eso hace que me avergüence. La sociedad insiste en que te cases y tengas hijos, pero, en cuanto viene uno de camino, se siente violenta y te obliga a esconderte. Si saliera a la calle, la gente me miraría y sabría inmediatamente lo que he hecho. Bueno, Luther también lo ha hecho, pero él puede salir a la calle y nadie se lo nota. Las mujeres quedan marcadas después del acto sexual; en cambio, en los hombres pasa inadvertido. ¡No es justo!
No se trata sólo del embarazo, pensó Samantha, captando un mensaje distinto del que transmitían las palabras de Louisa. El tono de sus cartas había empezado a cambiar antes del embarazo; el problema de Louisa era más hondo de lo que ella quería reconocer, como si deseara expresarlo pero no encontrara el medio adecuado. Samantha trató de ayudarle preguntando suavemente:
—¿Tienes algún problema en el lecho matrimonial?
Louisa tiró del volante fruncido de uno de los puños de su bata y asintió en silencio.
—Tú no sabes lo que es eso, Samantha; tú no estás casada.
Samantha pensó con angustia en Joshua e inmediatamente después, para su propio asombro, en Mark Rawlins. No le había vuelto a ver desde aquella velada en casa de la señora Kendall. Él le había facilitado su dirección en Manhattan e invitado a recoger allí el instrumental de Joshua cuando quisiera; pero Samantha lo aplazaba, diciéndose que en su pequeña habitación no tenía dónde guardarlo, que todavía no lo necesitaba y que estaba más seguro en casa del doctor Rawlins; cualquier pretexto con tal de no verle. Durante los últimos dos meses lo venía atribuyendo a que el doctor Rawlins le recordaba a Joshua, pero ahora, en el agobiante saloncito de Louisa, la verdad se le presentó con claridad meridiana: todo obedecía a los sentimientos no deseados que él despertaba en ella…
Louisa levantó sus ojos verde musgo.
—No sé qué esperaba, Samantha. Pero pensaba que en cierto modo iba a ser limpio y puro. Tuve un sobresalto en nuestra noche de bodas. Luther me decía que estaba bien, que eso era lo que se hacía. Lloré cada vez que lo hizo. ¡Me dio asco, Samantha! Él no quería detenerse. Decía que era natural que a mí no me gustara, que eso únicamente les tiene que gustar a los hombres. Me alegró descubrir que estaba embarazada, porque entonces Luther me dejó en paz.
Louisa no decía la verdad. Lo cierto era que, en su noche de bodas, se había entusiasmado y emocionado con lo que hacía Luther, pero inmediatamente se escandalizó y avergonzó al descubrir en sí unos sentimientos tan vulgares; Louisa se asqueó de sí misma y despreció a Luther por haber despertado en ella aquellos pensamientos y deseos tan repulsivos. Se odiaba a sí misma por el hecho de desear a Luther, lloró al descubrir que deseaba acostarse con él y llegó a pensar que era una mujer perdida y degenerada. Pero, puesto que no se encontraba a gusto despreciándose a sí misma, consiguió, a lo largo de los meses, transferir a Luther el aborrecimiento que ella misma se inspiraba, diciéndose que tales sentimientos no existían en ella, que era Luther quien se los hacía imaginar, hasta que, al cabo de un año, se convenció de que no había disfrutado con la sexualidad sino que ésta le había parecido repugnante, como debía ser.
—Luther me hace unas cosas terribles. Ni siquiera tiene la decencia de dejar que me desnude, me ponga el camisón y me acueste antes de entrar él en el dormitorio. Insiste en quitarme él mismo… las prendas íntimas. ¡Y con las luces encendidas! —Louisa se estremeció—. Me obliga a mirarle y a tocarle. ¡Oh, el sólo hecho de pensarlo me produce náuseas!
Samantha se afligió por sus dos amigos. Qué curioso le parecía que el mismo acto, realizado por personas diferentes, produjera resultados tan distintos. Con Joshua ella hubiera podido hacer el amor todas las noches, y también de día, y en la cumbre de las colinas, sin cansarse jamás.
—¿Le has dicho a Luther lo que sientes?
—¿Quieres decir…, comentarlo con él? —preguntó Louisa, abriendo mucho los ojos—. ¡Qué ocurrencia, Samantha!
—Pero sin duda habréis intercambiado algunas palabras…
—¡Palabras sí, desde luego! ¿Quieres que te cuente algo auténticamente repulsivo? Cuando hace el amor, Luther habla. Me dice al oído unas palabras horribles. Algunas de ellas ni siquiera sé lo que significan…
—Louisa —dijo Samantha amablemente—, a lo mejor Luther no se da cuenta de lo mucho que eso te desagrada. Muchas novias lloran al principio y después se acostumbran a ello e incluso les gusta. A lo mejor Luther piensa que lo superarás. Louisa, acabarás sufriendo trastornos nerviosos si no arreglas este asunto.
—¡No puedo hablar de ello con Luther, de ninguna manera! Tú eres la única persona del mundo a quien puedo contarle estas cosas, Samantha, porque eres mi mejor amiga y, además, médico. Y es fácil hablar contigo. Eres comprensiva. Nunca tengo la impresión de que estás pensando: ¡Estúpida mujer!
—¿Te producen los demás esa impresión?
—¡El doctor McMahan! Es un odioso hombrecillo que me trata como si fuera una niña. Cuando me quejo de lo incómoda que me encuentro, me da unas palmadas en la cabeza y se ríe. Adivino, por su mirada, que no me tiene la menor simpatía. Dice que tendría que encontrarme muy bien porque estoy desarrollando una función sagrada. ¡Mírame, Samantha! ¡Fíjate en este cuerpo! ¡Si los hombres quedaran embarazados, muy pronto dejarían de pensar que es «hermoso»!
Samantha frunció el ceño. ¿Por qué se comportaba Louisa de aquella manera? Una mujer embarazada podía estar hermosa e incluso radiante: daba casi la impresión de que Louisa descuidara la casa y su propia persona en un deliberado acto de rebelión.
—Samantha —dijo ella súbitamente, en voz baja—, voy a decirte una cosa que jamás le he dicho a nadie. Odio al niño. Odio lo que ha hecho con mi figura y le aborrezco por tenerme prisionera en esta casa. ¡Samantha, pienso unas cosas terribles! ¡No quiero al niño! No siento nada por él. Es como un pequeño parásito que ha invadido mi cuerpo y se alimenta de mí. Si no fuera por él, yo saldría, iría de compras y podría seguir trabajando en la Compañía Bell.
Samantha trató de animar a su amiga, simulando disfrutar con la merienda, pero la tibia cerveza de raíces no la estaba ayudando a tragarse el pastel y la oleomargarina. Retirando con la mano las migas que le habían caído en la falda, dijo:
—¡Pues entonces tienes que salir, Louisa! Tienes que hacer ejercicio y tomar el aire. Te sería beneficioso.
—¡Samantha Hargrave, el hecho de ser médico te ha cambiado de arriba abajo! —exclamó Louisa, escandalizada—. ¡Yo no puedo salir así! ¿Qué pensaría la gente?
—Louisa, el embarazo no es una enfermedad: no hay razón para que una futura madre no haga ejercicio y tome el aire. Podríamos pasar un día como los de antes. Almorzar en Macy’s e ir después al hotel Everett, para ver las nuevas lámparas incandescentes del señor Edison, ciento una en total. Te gustaría, Louisa, ¡son una auténtica maravilla!
—¿Cuándo? —preguntó Louisa, animándose un poco.
—¿Cuándo? Pues, no sé. Tengo libres los domingos en semanas alternas, pero necesito lavar y remendar…
—No importa, Samantha. De todos modos, tampoco podría salir así. Quizá cuando nazca el niño…
El rostro de Louisa se ensombreció y sus ojos se oscurecieron al pensar en algo que últimamente la venía inquietando: «No puedo ir a ninguna parte y no tengo amigos. Nadie dispone de tiempo para una mujer embarazada. Pero, si el niño muriera, todo el mundo me compadecería y la gente vendría y me tratarían de forma especial. O, si Luther muriera en un accidente, yo sería viuda y todo el mundo me trataría con amabilidad y no se esperaría de mí que volviera a casarme y tuviera hijos».
Sin que ella se diera cuenta, los pensamientos de Louisa se transformaron en palabras habladas.
—Bien, no pienso soportarlo otra vez. Luther tendrá que aprender a pasarse sin eso. O, si tiene que satisfacer su repugnante lujuria animal, hay muchas mujeres que…
El sonido de su propia voz la sobresaltó y, al mirar los ojos de Samantha, se sintió inmediatamente avergonzada. Durante un embarazoso momento Louisa parpadeó rápidamente y balbució unas palabras inconexas. Después Samantha dijo:
—Hoy hace mucho calor, querida. Creo que me voy a refrescar un poco. ¿Dónde está el lavabo?
Mirándola con unos ojos que suplicaban No me odies, Louisa le indicó en silencio el fondo del pasillo, en la trasera de la casa. Viendo que Louisa se había terminado la cerveza y el pastel, Samantha tomó la bandeja y se la llevó a la cocina.
La afortunada Louisa tenía todos los aparatos y las comodidades modernas que hubiera podido desear una mujer, pero también allí el desorden y el abandono estropeaban el efecto. Dejando la bandeja junto al fregadero, Samantha vio las dos botellas vacías de la cerveza de raíces de la marca Levis y Hires y, a su lado, uno de aquellos preciosos abrelatas «automáticos». Lo tomó y, mientras jugueteaba con él distraídamente, descubrió una tercera botella junto al fregadero. El «Jarabe Tranquilizante del Dr. Poole para Mujeres Embarazadas». Samantha la destapó e inhaló. Un aroma dulzón le llenó las ventanas de la nariz sin poder ocultar todo lo que pretendía ocultar: el elixir del Dr. Poole contenía una droga —Samantha no pudo identificarla— y Louisa la estaba tomando.
Momentos más tarde, Samantha se aplicaba a la nuca un paño empapado de agua fría en el cuarto de baño recién reformado (los Arndt habían instalado incluso un nuevo excusado con cadena para el agua). Al lado del tarro de jabón de afeitar de Luther había una botella del «Cordial Vigorizante del Dr. Raphael para la Maravillosa Prolongación de los Atributos de la Virilidad».
¿Qué estaba ocurriendo allí? Samantha recordó a los dos alegres jóvenes con quienes solía pasar los domingos, a la coqueta y alegre Louisa y al gallardo y generoso Luther. Ahora le parecían poco menos que unos desconocidos. Ella y Louisa no tenían nada en común; sus diálogos estaban llenos de silencios cada vez más largos. Louisa necesitaba otras amigas, amigas casadas, mujeres con hijos.
Samantha dobló cuidadosamente el paño y lo colgó de nuevo en su sitio. Nuestros caminos se están separando, Louisa. ¿Lo ves? ¿Es por eso que estás enojada conmigo y con el mundo? Cuando nazca el niño, el abismo será tan grande que ya no podremos tender ningún puente. ¿También de eso le echas la culpa a Luther?
Oyó cerrarse la distante puerta de entrada. Estudiándose por última vez en el espejo, Samantha salió al pasillo y se encontró con Luther, que le estrechó cordialmente la mano. Él no había cambiado lo más mínimo: seguía siendo alto y delgado, con su cabello rubio platino elegantemente peinado con raya en medio y alisado y sus pálidos ojos azules llenos de afectuosa amistad. Al inclinarse para besar a su mujer, Louisa le ofreció la mejilla y, al preguntarle él cómo se encontraba, ella se quejó de dolor en la espalda. Samantha pensó: Le está castigando.
Se sentaron en el salón, simulando encontrarse en una situación normal.
—Tengo entendido que ahora estás muy ocupado en la farmacia, Luther.
—Es mucho el trabajo y la responsabilidad —contestó, mirando constantemente a su mujer—, pero a mí me gusta. El señor DeWinter es viejo y está anticuado; tiene intención de dejarme algún día la farmacia a mí. Yo trato de ponerla al día, pero a veces él opone cierta resistencia.
Louisa bostezó ruidosamente sin molestarse en cubrirse la boca con la mano.
Luther se inclinó hacia adelante, juntando las manos entre las rodillas.
—Quiero llevar la farmacia a los tiempos modernos, ¿comprendes? Te gustará, Samantha. En mi país ha aparecido un nuevo medicamento prodigioso. Son unos polvos cristalinos, de color blanco, que curan todos los dolores y bajan la fiebre sin ejercer ningún efecto perjudicial en el organismo. Se llaman ácido salicílico y la Compañía Bayer de Berlín tiene intención de comprimirlos en tabletas y venderlos con el nombre de Aspirina. ¿Y sabes una cosa? ¡El señor DeWinter no quiere ni oír hablar de eso!
Samantha miró a hurtadillas a Louisa; mientras que Luther se esforzaba demasiado en disimular, Louisa no se esforzaba lo suficiente, y ello provocaba un visible desequilibrio en el ambiente.
—Parece que eso podría sernos útil en el hospital. ¿Aspirina, has dicho?
—Louisa, amor mío, ¿tenemos algún plan para la cena?
—La tenías que haber traído tú.
Él se ruborizó hasta las transparentes cejas.
—Claro, lo olvidé. Quizá podríamos invitar a Samantha…
—Me encantaría quedarme, si a ti te parece bien, Louisa.
—Oh, sí…
—¡Estupendo!
Luther se levantó y se dirigió al aparador, para servir unas copitas de cordial. Samantha le dijo a Louisa en voz baja:
—Quizá podamos hablar más adelante, ¿te apetece?
—Sí, Samantha —contestó Louisa, sonriendo—. Me apetece mucho.
Después de la cena y tras una prolongada conversación, Luther acompañó a Samantha a la puerta. En voz baja, para que Louisa no pudiera oírle desde el salón, dijo:
—Es un mal período para ella, Samantha. Tenemos que tener paciencia.
—Lo comprendo. Cuando haya nacido el niño, todo se arreglará.
—Samantha, estoy preocupado por Louisa. Tiene mucho miedo.
—¿De qué?
—Del parto. Está convencida de que se va a morir. No quiere pasar por ese trance, Samantha. Se pone histérica de sólo pensarlo.
Samantha dirigió la mirada hacia el salón en dirección a Louisa con expresión pensativa.
—Cuando llegue el momento, Luther, mándame llamar.