Samantha sabía lo que se proponía el doctor Prince, había comprendido su plan: desde su ingreso en el St. Brigid’s, debido a una triquiñuela técnica, hacía cuatro semanas, el doctor Prince había estado tratando de hallar un medio de librarse de ella. Ahora le había tendido una trampa; pero en sus intrigas el doctor Prince había cometido un error fundamental: menospreciar a Samantha Hargrave. Ella había urdido otro plan.
Lo que iba a hacer aquella noche, jamás lo había hecho mujer alguna en la historia; pero como en otras ocasiones la desesperación la había obligado. Tras regresar a Manhattan procedente de Lucerne, Samantha acudió a todos los hospitales que tenían establecido un programa de internos. El doctor Jones le había asegurado que era el único medio de elevarse en el mundo de la medicina; un diploma lo podía tener cualquier médico; sin embargo, lo que distinguía a un médico de primera clase era un certificado de práctica como interno. Samantha decidió, por tanto, hacerse con esa credencial, pero descubrió que en ningún hospital de Nueva York había sitio para una mujer médico.
Fue rechazada en todos; en cuanto entraba, los administradores le echaban una ojeada y, sin molestarse en examinar su expediente, le decían que sus programas estaban completos. Al cabo de dos semanas, Samantha comprendió la situación y se dio cuenta de que, antes de agotar la lista de hospitales, tendría que cambiar de táctica. En lugar de presentarse personalmente, escribió cartas a los últimos cuatro centros que le quedaban por visitar, incluyendo un resumen de su excelente historial académico y cartas de recomendación del doctor Jones y del doctor Page. Y firmó las cartas: S. HARGRAVE, D. M.
La espera de las respuestas fue angustiosa, pero muy fructífera. Los cuatro hospitales escribieron inmediatamente al doctor Jones para comprobar la autenticidad de las recomendaciones y recibieron informes en extremo favorables; los cuatro escribieron a S. Hargrave que la aceptaban en sus programas de internos.
Ella eligió el St. Brigid’s por dos razones: era un gran centro hospitalario de cuatrocientas camas, y ofrecía un programa de especialización en cirugía. Samantha estaba inmensamente satisfecha, pero no así el doctor Silas Prince. Cuando se presentó en su despacho y él comprendió, tras unos momentos de confusión, que S. Hargrave era ella, el sexagenario jefe del equipo médico le comunicó, sin apenas poder contener su indignación, que no les era posible aceptarla en su programa. Pero Samantha ya había previsto la respuesta y, en tono sereno y educado, informó al doctor Prince de que su cambio de actitud era un incumplimiento de contrato legal y ella se vería obligada a solicitar los servicios de un abogado.
Fue un farol, claro, porque a Samantha le quedaba muy poco dinero; pero el doctor Prince se tomó sus palabras en serio y la despidió diciendo que tendría que consultar el asunto con los administradores.
Resultó que, por culpa de la negligencia del doctor Prince, Samantha llevaba, legalmente, todas las de ganar: tenía en su poder una carta de aceptación con la firma de Prince y, aunque pareciera una ironía, contaba con el apoyo del propio hospital, cuyos estatutos no prohibían expresamente la contratación de mujeres médicos. Vaya, se dijeron, nadie había pensado en la necesidad de excluir específicamente a las mujeres en los estatutos porque se daba por sentado que ninguna mujer tendría la osadía de presentarse. Los abogados estarían de enhorabuena, al igual que las feministas y la prensa liberal. La querella de Samantha Hargrave contra el St. Brigid’s daría lugar a una publicidad desfavorable —un gran hospital metropolitano ensañándose con una mujer indefensa— y algunos protectores financieros del centro fruncirían el ceño.
—Muy bien, doctor Prince, nos vemos obligados a aceptarla. Entretanto se redactarán nuevos estatutos que eviten futuras repeticiones de semejante caso y esperamos que en adelante sea usted más cuidadoso en la selección de los solicitantes. Además procurará usted silenciar el hecho de que tenemos una mujer en nuestro equipo médico. No conviene que se acentúe esa tendencia, ¿no cree?
—¡Pero, señores, esto no se puede tolerar! Se trata de una mujer. ¿Cómo puedo incluir en mi equipo a una mujer que examine a los pacientes en compañía de hombres, que viva en la sección destinada a los internos, que utilice los mismos servicios…?
—Eso es precisamente lo que queremos, doctor Prince. Esa señorita esperará un trato especial, en atención a su sexo. Pues, bien, le espera una sorpresa. Se encargará usted, doctor Prince, de que la doctora Hargrave participe en todas las facetas del programa de internos y de que se le dispense el mismo trato que a un hombre. Eso la obligará a largarse en seguida.
Un terrible error de juicio. En primer lugar, a Samantha le gustaba que no le tuvieran ninguna consideración especial por el hecho de ser mujer; y, en segundo lugar, si bien era posible que una mujer de más elevado rango considerara que la situación era excesivamente radical para su sensibilidad, a una chica que se había criado en el Crescent, el hecho de tener su alojamiento en una sección en la que sólo vivían hombres, de compartir con éstos el cuarto de baño del fondo del pasillo y de escuchar sus procacidades mientras bebían whisky a última hora de la noche, no la acobardaba lo más mínimo.
Pero no iba a ser fácil. El doctor Prince había sufrido una humillación y se iba a vengar.
El jefe del equipo médico no era el único en sentirse molesto por su presencia. Aparte de los demás internos, convencidos de que sus horas nocturnas de esparcimiento masculino se resentirían de la intrusión de una mujer, a las enfermeras les molestaba tener que acatar sus órdenes (Samantha había trastornado su sentido de las categorías… los médicos eran sus superiores, las mujeres eran sus iguales…, pero ¿dónde quedaban las cosas con una mujer médico?), y quien más se oponía a ella era la señora Knight, la jefa de las enfermeras.
Aparte de dirigir a las mal pagadas, mal educadas y mal instruidas enfermeras (el sistema Nightingale aún no había llegado al St. Brigid’s), la señora Knight era la encargada de las habitaciones de los internos. Y tras haber asignado a Samantha un aposento libre situado al final del pasillo, la señora Knight no disimuló su disgusto.
—Mandaré que el portero coloque un candado en la puerta del cuarto de baño —dijo, haciendo sonar el llavero que llevaba colgado del cinturón—. Hasta entonces, deberá usted cantar en voz alta para evitar una situación embarazosa. Deberá usted cerrar con llave su puerta por las noches y no saldrá al pasillo en ningún caso, como no sea completamente vestida. El comedor del equipo médico se encuentra en el tercer piso; hay que acudir puntualmente, so pena de quedarse sin ración. He pedido que comiera usted con las enfermeras, pero el doctor Prince insiste en que, como miembro del equipo, tiene usted que reunirse con ellos.
La señora Knight era una mujer obesa, de pelo color gris acero; a Samantha le recordaba el personaje de Úrsula la Marrana en la obra La feria de San Bartolomé, de Ben Johnson, autor inglés del siglo XVII. La jefa de enfermeras cruzó los brazos sobre su enorme busto y miró a Samantha con expresión de despectivo reproche.
—Quiero que sepa, doctora Hargrave, que soy muy contraria a su presencia aquí. Este experimento se llevó a cabo una vez en el Hospital de Pennsylvania, allá en el sesenta y nueve. Las llamadas doctoras no duraron allí ni un día. Les escupían encima tabaco mascado. Las mujeres no están hechas para ser médicos, no tienen capacidad para esta clase de responsabilidad. Yo le doy un mes. —Volvió a agitar las llaves para recordarle a Samantha su autoridad—. Y una última cosa. Deberá usted ausentarse de las salas durante el período. Las enfermeras no están autorizadas a entrar allí en esas fechas, y usted tampoco lo estará. No podemos permitir que una mujer inestable atienda a los pacientes.
Era una mísera habitación, con una ventana tan mugrienta que apenas se podía ver el exterior, un tocador cojo y una cama combada, pero a Samantha se le antojó un palacio. El trabajo era muy duro y la jornada muy larga, pero el entusiasmo y la determinación que experimentaba le dieron la fuerza necesaria para afrontar los rigores de la práctica de interna (para gran asombro de todo el mundo). La entristecía únicamente el hecho de que los demás internos no la aceptasen. Había nueve en el programa, y siete tras la admisión de Samantha, puesto que dos se marcharon, negándose a tolerar aquella ofensa; los demás estaban muy molestos por su presencia, pensando que ello restaba prestigio al hospital y les convertía en el hazmerreír de la gente. Todos se quejaron ante el doctor Prince y a todos se les dieron seguridades en el sentido de que aquella mujer no duraría allí mucho tiempo. La trataban como si no existiera: nadie se sentaba a su lado durante las comidas, la excluían de todas las conversaciones y por la noche, cuando descansaban de su agotadora jornada, las risas y la música de los banjos flotaban por el pasillo, pero nadie llamaba jamás a su puerta.
Samantha constituía para el doctor Prince un recuerdo constante del error que había cometido, hasta que, al cabo de cuatro semanas, llegó el día de la venganza.
Su plan era el siguiente: Samantha Hargrave se había introducido en el hospital a través de un subterfugio legal y lo iba a abandonar por el mismo medio.
En primer lugar, el reglamento exigía de las empleadas del hospital comportarse con corrección en todo momento, no utilizar tabaco, palabras malsonantes ni bebidas alcohólicas, y su aspecto tenía que reflejar constantemente el decoro de la institución: los vestidos debían cubrir los tobillos, las muñecas y el cuello. Cualquier atuendo ofensivo o indecente sería motivo de inmediata expulsión.
En segundo lugar, todos los internos tenían que dedicar un número determinado de horas a cada una de las especialidades: sala de accidentes, maternidad, ambulancias. Sin ninguna excepción. Ni siquiera para la interna, a quien resultaría imposible trabajar en el departamento de ambulancias, dadas las restricciones impuestas en la indumentaria. La doctora Hargrave no podría subir a la parte trasera de los furgones como no fuera desgarrándose la falda o cayendo de bruces. Y, puesto que no se le permitía ponerse pantalones (éstos se consideraban una prenda «indecente» en la mujer), al doctor Prince le parecía que Samantha Hargrave no podría cumplir su servicio en aquella sección. Y entonces podrían despedirla legalmente, con rapidez y discreción.
Pero Samantha se le adelantó. Al ver con una semana de antelación que su nombre figuraba en la lista de ambulancias, Samantha comprendió que tendría que encontrar alguna solución y acudió inmediatamente a un sastre de la cercana calle Cincuenta, con una petición de lo más insólita.
Para pagar el vestido, tuvo que empeñar el precioso estetoscopio biauricular de plateado vientre que el doctor Jones le había ofrecido como regalo de graduación; pero el viejo judío rechazó el dinero. El vestido era un reto, le dijo, y una buena publicidad. Si ella se comprometía a decirle a todo el mundo que era de Rabinowitz, se lo confeccionaría gratuitamente.
Una semana después, sin que nadie lo supiera en el hospital, Samantha regresó a la tienda del señor Rabinowitz.
El vestido era un inteligente engaño. Lo suficientemente corto para resultar cómodo, pero lo bastante largo como para garantizar el pudor; severo pero femenino, el uniforme era de sarga azul marino con una chaqueta ajustada y una falda que era una maravillosa ilusión: separada como unos pantalones de holgadas perneras, pero conservando todo el aspecto de las sayas. El doctor Prince no podría decir que vestía con indecencia y ella estaría en condiciones de subir y bajar de la ambulancia con toda comodidad. Los toques finales eran varios bolsillos con tapas abrochadas mediante botones y el nombre del St. Brigid’s bordado en oro en las mangas.
La prueba iba a ser aquella noche y Samantha estaba paseando arriba y abajo por su habitación.
Casi todos los internos procuraban dormir un poco cuando estaban de guardia en la sección de ambulancias, pues la campana se podía oír desde sus habitaciones del tercer piso y conseguían vestirse y bajar al departamento en los tres minutos reglamentarios. Pero aquella ocasión era demasiado importante para que Samantha pudiera dormir; todo el mundo estaría pendiente de su actuación. Y el doctor Prince, que raras veces pernoctaba en el hospital, había abandonado su cómodo dormitorio de la Avenida del Parque para estar presente en el momento de la victoria.
Mientras paseaba por el cuarto, Samantha no pensaba en la reacción de los demás ante su atuendo especial: ahora no le importaba que lo aceptaran o lo rechazaran. Lo que la inquietaba era la inminencia de su primer caso urgente. ¿Qué sería? ¿Estaría ella en condiciones de resolverlo? Había bajado previamente al departamento de ambulancias, para familiarizarse con el vehículo y el conductor, y había regresado a toda prisa a su habitación, calculando el tiempo empleado. ¿Qué otra cosa podía hacer para prepararse?
Se detuvo bruscamente y giró en redondo. Fuera, acercándose por el pasillo, oyó las conocidas pisadas y se enfureció inmediatamente. ¡Tú otra vez!, pensó. ¡Y precisamente esta noche!
La primera noche de su estancia allí, hacía cuatro semanas, Samantha despertó de un ligero sueño al oír unos pasos en el corredor. Al principio no se preocupó, pero al oírlos más próximos y recordar que el cuarto de baño estaba al otro extremo del pasillo (allí sólo había una salida de urgencia) se alarmó. Las pisadas se detuvieron ante su puerta. Ella permaneció tendida y expectante, conteniendo el aliento, y se preguntó quién estaría allí afuera, fisgoneando. Tenía la desagradable impresión de que estaban mirando por el ojo de la cerradura. Al cabo de un minuto, sin embargo, los pasos volvieron a alejarse y Samantha pensó: «Parker el Fisgón». Tras lo cual, se durmió. Pero las pisadas habían vuelto repetidamente, por regla general tres veces por semana, deteniéndose por espacio de un minuto, como si alguien quisiera escuchar o mirar. Samantha pensó en la posibilidad de quejarse ante la señora Knight, pero llegó a la conclusión de que la jefa de enfermeras le diría que la culpa era suya. Quienquiera que fuese, no parecía que se propusiera causarle ningún daño, y lo más probable era que sintiera curiosidad por la doctora, motivo por el cual Samantha decidió no hacer caso.
Aquella noche, sin embargo, se enojó. Al oír que los pasos se acercaban, Samantha tomó del tocador un pulverizador de colonia y se situó junto a la puerta. Cuando cesó el taconeo y ella estuvo segura de que el mirón estaba atisbando, Samantha acercó el pulverizador al ojo de la cerradura y apretó varias veces con fuerza. Al otro lado de la puerta sonó un grito de asombro y después un golpe sordo, como de alguien que hubiera caído sobre las posaderas. Momentos después, las pisadas se alejaron ruidosamente por el pasillo.
Samantha se apoyó en la pared y, enfurecida, arrojó el pulverizador sobre la cama. Poco después, el silencioso aire nocturno quedó desgarrado por el estrépito de una campana. Venía del departamento de ambulancias.
Los caballos estaban temblando bajo sus arreos. Jake, el cochero, se apeó para ayudarla, pero Samantha le hizo señas de que regresara a su sitio. Sospechaba que el doctor Prince la estaba observando, oculto en alguna parte. Se agarró a la barandilla y subió con tanto empuje, que a punto estuvo de caer de cabeza al interior de la ambulancia. Antes de que pudiera recuperar el equilibrio, el vehículo se puso en marcha con una sacudida y abandonó velozmente la cochera, haciendo que Samantha cayese de rodillas.
Mientras bajaban por la calle Quinta haciendo sonar las campanillas, Samantha tuvo que agarrarse con ambas manos y se alegró de tener tantos bolsillos donde guardar su material médico. Eran las primeras horas de la noche y había algunos peatones por las calles; los que se percataron de que el médico sentado en la parte de atrás del coche era una mujer, se detuvieron y la señalaron con el dedo. Samantha sólo pudo ver fugazmente el cuadro: estatuas en la acera, mirándola boquiabiertas. El corazón le latía al ritmo de los sonoros campanillazos. No sabía a dónde se dirigía.
Cerca del East River, se detuvieron ante una casa de piedra arenisca profusamente iluminada, con un farol rojo sobre la puerta de entrada. Una multitud había seguido a la ambulancia y ahora se estaba arremolinando para ver a la doctora, y cuando Samantha se abrió paso por entre el gentío, unos chiquillos andrajosos empezaron a cantar:
—¡Que venga un hombre, que venga un hombre!
Samantha y Jake fueron recibidos por una mujer de rostro enjuto, vestida con un severo atuendo de fustán gris, que les condujo al piso superior. Había allí mujeres de todas las edades y tipos sucintamente vestidas, algunas sollozando y otras mirando con morbosa curiosidad.
—No ha estado muy bien estos últimos días —dijo la severa propietaria mientras Samantha entraba en la habitación.
Tendida en la cama había una niña de no más de catorce años con su delgado cuerpo cubierto tan sólo por una bata de encaje. Parecía dormida y tenía las manos cruzadas sobre el estómago. Al ver el tono azulado de los labios y las ventanas de la nariz, Samantha preguntó:
—¿Qué ha tomado?
La mujer señaló un frasco vacío que había junto a la cama. Elixir del doctor Hansen.
—Todas mis chicas lo toman de vez en cuando. Dice en la etiqueta que es completamente inofensivo. No comprendo cómo ha podido ocurrir.
Samantha levantó los párpados de la enferma y vio que sus pupilas estaban inmóviles. Apenas respiraba, pero su pulso era todavía bastante firme.
—Es una sobredosis de opio. Jake. Tendremos que llevarla al hospital a toda prisa.
Mientras tendían a la muchacha en la camilla y bajaban con ella a toda prisa por la escalera, la remilgada mujer les siguió, diciendo:
—Yo no tengo la culpa, ¿saben? Yo regento un establecimiento muy limpio. Ninguna de mis chicas, ninguna ha tenido jamás…
Una vez la ambulancia se hubo puesto en marcha, Samantha se inclinó angustiada sobre la muchacha y le frotó las frías manos mientras le suplicaba mentalmente: ¡No te mueras! Por favor, no te mueras…
La sala de urgencias estaba vacía. Tendieron a la niña en la mesa de exploraciones y Samantha envió a Jake en busca de ayuda. La pequeña estaba amoratada.
Samantha intentó primero practicarle un lavado de estómago, pero, al ver que el tubo aspiraba muy poco «elixir», comprendió que ya era demasiado tarde para eso. Tenía que recurrir a medidas «heroicas». Le pareció estar oyendo la voz del doctor Page: «Restablezcan la respiración artificialmente, mojen el abdomen con una toalla húmeda, calienten las manos y los pies, administren café cargado, obliguen a caminar al paciente…».
Cuando Jake regresó, Samantha estaba moviendo los fláccidos brazos de la niña, levantándolos por encima de la cabeza, bajándolos sobre el abdomen y ejerciendo presión. Detrás de Jake, abrochándose todavía el cuello de celuloide, se encontraba uno de los residentes de mayor antigüedad. Se acercó a la mesa, apoyó las puntas de los dedos en el cuello de la niña, echó un vistazo al azulado rostro y dijo:
—Amiga mía, está trabajando usted con un cadáver.
Samantha hizo una pausa para buscar el pulso en la muñeca. Tras cerciorarse de que había pulso, reanudó la reanimación artificial.
—Necesito ayuda, doctor. Hasta que respire espontáneamente, lo tenemos que seguir haciendo nosotros por ella.
—Pierde usted el tiempo, señorita Hargrave —contestó él, sacudiendo la cabeza—. Está tratando de resucitar a una niña muerta. Le aconsejo que firme la defunción y se vaya a la cama. A juzgar por la profesión que al parecer ejerce, más le vale morir.
—¡Tráigame a alguien! —le ordenó Samantha a Jake una vez el médico se hubo retirado.
El esfuerzo que requerían los ejercicios de reanimación había agotado a Samantha, la cual estaba a punto de venirse abajo cuando Jake regresó acompañado por la señora Knight. Sin una palabra, la jefa de enfermeras ocupó el lugar de Samantha y reanudó los ejercicios de bombeo, sin romper el ritmo. Pero Samantha no se sentó. Por lo que sabía de las víctimas de sobredosis de drogas, tendrían que pasarse allí toda la noche. Se quitó el sombrero y la chaqueta y, sirviéndose del estetoscopio, se dedicó a auscultar periódicamente el débil corazón de la niña. A intervalos de quince minutos, se iba turnando con la señora Knight, que seguía sin pronunciar ni una sola palabra.
Hacia medianoche, cuando ambas mujeres seguían trabajando afanosamente en la desierta sala de urgencias, uno de los jóvenes internos apareció en la puerta. Las estuvo observando en silencio unos minutos y después se quitó apresuradamente la chaqueta y se acercó para relevar a la enfermera jefe. Desde su rincón, Jake observaba la escena fascinado. Estaba claro que la puta la iba a palmar; pero aquella doctora Hargrave era formidable, había que reconocerlo.
El interno, menos entusiasta en los ejercicios de bombeo, dijo:
—Está perdida, doctora. Creo que debe usted declararla muerta.
—No mientras haya pulso, por débil que sea. Si está cansado, doctor, yo puedo hacerlo.
Pero él siguió. Trabajaron dos horas más, haciendo ejercicios de bombeo, auscultándole el corazón, practicando masajes en las azuladas manos y en los pies, hasta que, por fin, cuando en la frente del interno ya brillaba un velo de transpiración, el color de la chica empezó a cambiar. Poco a poco, el amoratamiento fue desapareciendo y las mejillas empezaron a adquirir un tono sonrosado, como la noche cuando cede paso al amanecer, y por último la chica aspiró entrecortadamente y tosió.
El interno dejó de practicar los ejercicios de bombeo y, mientras él y la señora Knight la miraban, Samantha tomó una toalla que había dejado en un cubo de agua helada, separó la bata, para dejar al descubierto el abdomen, y procedió a darle golpecitos con la toalla mojada. A cada gélido toque, la chica emitía un jadeo y movía la cabeza. Al ver que parpadeaba, Samantha dijo:
—Señora Knight, vamos a necesitar mucho café cargado.
Muy pronto levantaron a la chica, sosteniéndola por las axilas, y la obligaron a caminar y a beber ingentes cantidades de café.
Era casi el amanecer cuando Samantha consideró que se podía enviar a la niña a una cama de la sala. Tras recoger su sombrero y su chaqueta, Samantha se encontró cara a cara con el interno.
—Me ha convencido, doctora Hargrave —le dijo, tendiéndole la mano—. En mi opinión, es usted magnífica.
Durante el desayuno no se habló más que del intento de asesinato perpetrado contra el presidente Garfield, el cual había suscitado más conmoción entre los ciudadanos que el de Lincoln dieciséis años antes. Cuando Lincoln fue abatido a balazos, los norteamericanos llevaban viviendo cuatro años de matanzas y atrocidades; Lincoln no fue más que otra baja de la guerra. En cambio, James Garfield había llegado en tiempo de paz, era el símbolo de la prosperidad y suscitaba por ello, el fervor popular. El presidente Garfield yacía ahora en la Casa Blanca, muriéndose un poco cada día. Le hurgaban la herida en busca de la bala faltante, utilizando a veces un catéter de metal y a veces el dedo sin desinfectar de un médico. El profesor Alexander Graham Bell había diseñado un aparato para la localización de metales ocultos; sin embargo, el somier confundía al aparato y lo hacía sonar en cualquier punto del cuerpo del presidente. Los prestigiosos médicos que le atendían las veinticuatro horas del día, no sabían qué hacer. Y ése era uno de los temas de conversación preferidos de los médicos del St. Brigid’s a la hora del desayuno.
—¡Los demócratas están detrás de todo el asunto! —anunció un viejo cirujano mientras saboreaba con fruición su plato de huevos con tocino.
—Les digo, señores, que abrir el abdomen es una locura —dijo la voz de uno que tomaba tostadas con mantequilla y café—. No importa que tenga la bala todavía alojada en el cuerpo. Abrirle el abdomen equivale a una muerte segura.
Samantha entró en aquel momento y el comedor entero enmudeció; todas las cabezas se volvieron hacia ella (incluida la del joven y avergonzado interno cuyos ojos aparecían enrojecidos, congestionados y llorosos a causa de la rociada de agua de colonia). El doctor Prince se levantó de su mesa y se acercó lentamente a ella, sosteniendo en la mano un ejemplar de la edición matutina del Tribune. Los ojos del jefe ardían fríamente y sus blancas patillas estaban erizadas.
—¿Ha visto usted esto, doctora Hargrave? —preguntó, mostrándole el periódico.
Samantha estaba al tanto. Alguien había dejado un ejemplar delante de su puerta y ella lo había encontrado al salir aquella mañana para dirigirse al cuarto de baño. Aparecía en primera plana una pequeña noticia relativa a su heroico comportamiento de aquella noche.
—Yo no apruebo estas cosas, doctora Hargrave. El responsable de todo es Jake, el conductor de la ambulancia, que, al parecer, buscaba un poco de notoriedad contándole la aventura de esta noche a un reportero que acertó a entrar en la cochera. Ahora hay seis reporteros abajo, todos ellos preguntando por la doctora. He reprendido a Jake y le abrirán expediente. Y le aconsejo, doctora Hargrave, que sea discreta y evite la notoriedad fácil. El St. Brigid’s no es un teatro.
Ella mantuvo la cabeza erguida y le miró fijamente. Su voz fue el único sonido que se oyó en la silenciosa sala:
—Descuide, doctor Prince.
Él entornó los ojos. Estaba evidentemente molesto por la pequeña victoria de Samantha. Aquella mujer era muy astuta; no volvería a menospreciarla.
—Y otra cosa, doctora Hargrave. Dedicar toda la noche a una indigna prostituta denota su poco discernimiento médico. El esfuerzo la ha dejado agotada para las visitas de esta mañana, ha causado usted gastos innecesarios al hospital, requiriendo los servicios de nuestra jefa de enfermeras y de otro interno y no hubiera estado usted disponible en caso de que se hubiera producido otra llamada urgente. Tendrá que aprender a reprimir sus excesos médicos, doctora Hargrave.
—Descuide, doctor Prince.
Parecía a punto de añadir algo, pero, volviéndose bruscamente, abandonó la sala. Dominada por la cólera, Samantha se dirigió a su habitual asiento, junto a una mesa vacía y se sentó con pausados movimientos. Cuando se acercó la chica con el té y los bizcochos de miel, Samantha procuró no prestar atención a los veinte pares de ojos que la estaban mirando.
Y después, con mucha suavidad, como cuando empieza a caer una lluvia primaveral, el interno de la mesa vecina empezó a aplaudir.
Samantha levantó los ojos asombrada.
Los demás se habían unido a los aplausos. Por un instante, éstos atronaron el comedor de los médicos, y Samantha, contemplando perpleja las sonrisas y las expresiones de aprobación, no pudo beberse el té.