Exteriormente daba la impresión de estar tranquila, pero por dentro Samantha estaba nerviosa y tensa. El cortejo de la graduación se había detenido ante los peldaños de la iglesia a fin de que los fotógrafos pudieran sacar retratos, y mientras permanecía de pie con la cabeza orgullosamente erguida, Samantha no consiguió librarse de la nube de tristeza que había invadido su alma. Primero el escurridizo sueño de la noche anterior, siniestro y profético, pero que no había logrado fijar en su recuerdo, y ahora el boicot de las mujeres.
¿Por qué, al cabo de dos años, le hacían aquello? Le constaba que seguían teniendo ciertos prejuicios en relación con ella; la amable señora Kendall no le había ocultado su opinión de que perjudicaba gravemente su reputación con su empeño en asistir a una Facultad masculina, y algunas obstinadas mujeres seguían negándose a mantener tratos con ella y cruzaban a la otra acera cuando la veían acercarse; pero Samantha pensaba que, al cabo de dos años, las mujeres ya la habrían aceptado en su inmensa mayoría, habrían descubierto que no era una casquivana y que su asistencia a la Facultad no había traído el escándalo a la población. Era un golpe terrible. Si viviera, Hannah hubiera acudido…
Sean Mallone regresó a casa durante el Festival de la Flor del Manzano, que se celebraba anualmente. Al llegar a la enorme casa próxima a la fábrica de tirantes, se volvió loco de dolor, pero Samantha guardó el temible secreto y le dejó a Sean el consuelo de pensar que la muerte de su mujer había sido un accidente, y a su debido tiempo Sean se sobrepuso, encomendó el alma de Hannah a la Legión de los Santos, vendió la casa y regresó para siempre a las montañas.
Tras haber conseguido finalmente dar descanso al espíritu de su amiga y a su turbada conciencia, Samantha se dedicó con tanto ahínco a estudiar durante el último mes del curso, que para asombro de todos, pasó del vigésimo lugar de la clase (consecuencia de las semanas de enfermedad) al tercero. Los fotógrafos y reporteros habían tomado buena nota de ello, sorprendidos de que una muchacha tan joven y bonita hubiera podido destacar de esa manera. Un auténtico bicho raro.
Los indios se situaron a un lado, iniciaron de nuevo la interpretación de América y el cortejo se puso otra vez en marcha. Cuando penetró en el oscuro interior de la iglesia, Samantha se quedó asombrada al oír el crujido de las sedas y el coro de murmullos mientras las tocas y los sombreros adornados con plumas se volvían hacia ella.
¡Las mujeres!
Llenaban los bancos y las galerías de arriba; un mar de brillantes colores y complicados peinados; los abanicos se agitaban y las joyas centelleaban; las mujeres se habían puesto sus mejores galas para rendirle homenaje. Para rendirle homenaje a ella. El corazón de Samantha se llenó de gozo y dos enormes lágrimas asomaron a sus ojos. Al final, las mujeres no la habían abandonado.
Mientras los graduados ocupaban los primeros bancos, los hombres entraron en el templo, ocupando todos los espacios posibles. El aire estaba cargado como en el preludio de una tormenta de verano; era un gran día para una pequeña ciudad. El doctor Jones subió apresuradamente al estrado que se había construido delante del altar y se encasquetó su birrete de terciopelo. Mientras su voz resonaba por todo el templo, pronunciando el discurso anual (y maldiciendo mentalmente al parsimonioso Simón Kent y su condenado diploma manuscrito), Samantha experimentó un segundo sobresalto. Sentado en el estrado con el resto de los profesores y de cara al público, estaba el doctor Mark Rawlins.
Sin poderlo evitar, Samantha se quedó mirándole. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Mark Rawlins era un hombre extraordinariamente apuesto. De pronto vio lo que se había perdido en el baile de los Astor a causa de su obsesión por Joshua Masefield: el abundante cabello castaño atrevidamente largo y terminando en rizos que jugueteaban con el cuello de su chaqueta, habitual en los artistas y los actores, pero insólito en un médico; los suaves ojos castaño, la nariz fuerte y recta y la mandíbula cuadrada. Era alto y delgado, pero algo en su forma de sentarse, el mismo tejido de sus pantalones, tirante sobre los muslos, sugería la existencia de una sólida musculatura debajo, como si fuera un atleta y no ya un hombre que repartía sus horas entre un escritorio y una sala de hospital.
Mark Rawlins miró distraídamente en su dirección. Los ojos de ambos se encontraron y se mantuvieron inmóviles un instante; después él esbozó una leve sonrisa, levantando una comisura de la boca, donde Samantha observó, como antaño, la pequeña cicatriz que tenía en la boca y que le daba aquella picara expresión. Después ambos volvieron a centrar su atención en el doctor Jones.
Resultó que el doctor Rawlins era el orador invitado para la ceremonia de la graduación, y el doctor Jones le estaba presentando en ese momento. Samantha le vio levantarse de su asiento, su alta estatura acentuada por la del bajito Henry Jones, y dirigirse con paso seguro y firme hacia la tribuna. Samantha recordó la sensación que había experimentado al bailar con él.
Mark Rawlins habló con soltura y confianza; sus gestos reposados y su acento bostoniano sugerían, más bien, una charla junto a la chimenea en compañía de un pequeño grupo de amigos. Consiguió atraer al público con sus palabras y, mientras él hablaba, Samantha trató de recordar algo de lo que le había dicho acerca de sí mismo. Pero era inútil. En su preocupación por Joshua Masefield, Samantha apenas había prestado atención a las palabras de Mark Rawlins la noche del baile. Era como si se encontrara en presencia de un perfecto desconocido.
Tras regresar el doctor Rawlins a su asiento, el doctor Jones ocupando de nuevo la tribuna, llegó a la conclusión de que ya no podía entretenerse más para dar lugar a que Kent se presentase con el diploma especial de la señorita Hargrave, y empezó a llamar a los graduados.
Lo hizo por orden alfabético. Cuando llamó a Domine Gower y después a Domine Jarvis, Samantha pensó que a ella la iba a dejar para el final. La cosa pareció prolongarse indefinidamente. Uno a uno, los graduados subían a la tribuna, tomaban el pergamino y estrechaban la mano del decano. Nadie observó el nerviosismo del doctor Jones ni supo que, entre aquel montón de diplomas, faltaba uno. Los graduados procuraban mostrarse tranquilos y Samantha tuvo que luchar contra el impulso de mirar de nuevo al doctor Rawlins.
Se produjo una pequeña conmoción al fondo del pasillo. Un hombre estaba acercándose discretamente por uno de los laterales. Al llegar al primer banco, se inclinó, le murmuró algo al profesor auxiliar, le entregó un objeto y después se retiró de nuevo a las sombras. El profesor se levantó a medias, se inclinó hacia adelante y depositó el objeto sobre la mesa del doctor Jones en el momento en que éste llamaba a Domine Young. Henry Jones lanzó un suspiro de alivio apenas perceptible, tomó el último diploma que quedaba sobre la mesa y llamó orgullosamente a Domina Hargrave…
Procuraron que el cortejo desfilara con compostura mientras abandonaba la iglesia, pero una vez fuera, los nuevos médicos arrojaron al aire los sombreros y empezaron a saltar y gritar como chiquillos a la salida de la escuela. Los alrededores de la iglesia eran un caos; progenitores abrazando a sus hijos, caballeros estrechándose las manos, damas enjugándose las lágrimas con el pañuelo, niños metiéndose por entre las piernas de la gente, reporteros tropezando unos con otros, perros ladrando. Samantha miró a su alrededor. El doctor Rawlins había desaparecido.
—Señorita Hargrave. —Era aquel pelmazo, el periodista del Sun de Baltimore—. ¿Cómo hay que dirigirse a usted? ¿Señorita doctor? ¿Doctora?
Ella simuló no haberle oído y siguió mirando. ¿Cómo era posible que aquel gentío hubiera cabido en la iglesia? La señora Kendall se acercó llorosa y habló casi sin resuello de lo bonito que era todo y lo preciosa que estaba Samantha con su vestido. Después se acercó el doctor Jones abombando el pecho como un gallo y dijo que Samantha era el orgullo de la Facultad, hablando en voz alta para que le oyera el reportero. Se acercaron otras personas para darle sus parabienes con una sonrisa; Samantha era la figura del día. La gente le estrechaba la mano y le dirigía elogios; mujeres que antes no se habían dignado hablar con ella, se comportaban ahora como si fueran viejas amigas suyas. Otros graduados, los profesores y nuevos periodistas se habían congregado alrededor de Samantha. Ella sonrió cortésmente, sin apenas enterarse de lo que le decían. ¿Dónde se había metido Mark Rawlins?
Una voz profunda y cultivada dijo en tono pausado:
—Doctora Hargrave, ¿nos permite ofrecerle nuestra más sincera felicitación?
Se volvió. De pie ante ella se encontraban dos mujeres que jamás había visto. La que había hablado era una mujer de sesenta y tantos años que, a pesar de lucir un vestido de fustán negro y llevar el entrecano cabello recogido en un severo moño, era sorprendentemente hermosa. Sus profundos ojos, sus tensas mejillas y su fuerte mandíbula le conferían un aspecto impresionante; pero cuando extendió la mano y sonrió, su rostro se llenó de cordialidad y simpatía.
—Soy la señorita Anthony y ésta es mi amiga la señora Stanton.
—Encantada —dijo Samantha estrechando su mano.
La otra dama era la antítesis de su sobria compañera. Metida en un vestido de raso rosa con muchos volantes y encajes, la señora Stanton era increíblemente baja y rechoncha y tenía un rostro de luna llena rodeado por una masa de bucles blancos.
—Hemos venido a presenciar su triunfo y ofrecerle la cordial felicitación de sus hermanas de todas partes —dijo la señorita Anthony—. Lo que ha hecho usted, doctora Hargrave, constituye un logro muy importante que no pasará inadvertido. Ha dado usted un campanazo en favor de la causa femenina mundial.
Samantha frunció levemente el ceño.
—Es posible que no sepa —dijo la señorita Anthony, volviéndose hasta quedar casi de perfil— quiénes somos ni la causa que representamos, pero ahora eso no tiene importancia. No estamos aquí para organizar una cruzada ni para hacer proselitismo; hemos venido, simplemente, a darle las gracias.
—¿Las gracias? ¿Por qué?
—Por lo que usted ha hecho hoy. El caso es, doctora Hargrave, que las mujeres de esta nación están encadenadas y que su esclavitud resulta humillante en mayor medida porque ellas no la perciben. Lo que ha hecho usted, doctora Hargrave, es dar un paso para obligarlas a ver y a sentir, para infundirles valor y conciencia de la necesidad de hablar y actuar en favor de su propia libertad.
Samantha estaba perpleja ante la curiosa postura que mantenía la señorita Anthony: siempre de perfil. Susan B. Anthony tenía un defecto físico: un ojo descentrado. Un cirujano inepto, tratando de corregírselo, había desviado el ojo en la dirección opuesta. Muy sensible a ello, la señorita Anthony procuraba ponerse siempre de perfil, sobre todo en los retratos.
La señora Stanton apoyó una mano en el brazo de Samantha y dijo suavemente:
—Doctora Hargrave, usted es la nueva generación. La señorita Anthony y yo somos mayores, iniciamos la lucha y combatimos lo mejor que pudimos. Ahora encomendamos el final de la batalla a la siguiente generación de mujeres.
Muy desconcertada, Samantha las vio alejarse, sin advertir que Jack Morley, del Sun de Baltimore, se había acercado a ella.
—¿Amigas suyas?
Ella se volvió para mirarle, vio el lápiz apoyado en el cuaderno de notas y dijo amablemente:
—Discúlpeme, señor, pero tengo que reunirme con los demás.
Siguiendo con la mirada su alta y esbelta figura mientras se alejaba, el reportero humedeció la punta del lápiz con la lengua y anotó en el cuaderno lo que más tarde le telegrafiaría a su director: «¡La encantadora doctora Hargrave debería limitarse a curar las dolencias del corazón!».
Se encontraba de pie en la escalinata de la iglesia, conversando tranquilamente con el doctor Page. Samantha se detuvo a escasa distancia y se quedó mirando. La contemplación de Mark Rawlins le hizo recordar muchas cosas olvidadas largo tiempo: el baile de la señora Astor, los vertiginosos valses, el champán, el beso de Joshua, su noche de amor. Viendo al doctor Rawlins tan sereno, su forma de mover pausadamente las manos para subrayar algún detalle, Samantha recordó otras cosas de aquel pasado lejano: la embarazosa escena con Joshua en presencia del doctor Rawlins, la visible turbación de Mark Rawlins, la forma en que éste había obligado a Joshua a bailar con ella y, más tarde, las palabras de Joshua que tanto le habían dolido y desconcertado. «Conozco a Mark desde hace mucho tiempo y jamás le había visto mirar a una mujer como te miraba a ti…, está enamorado. Sería perfecto para ti».
Dolorosas palabras inmediatamente rechazadas. Pero ahora contemplando en realidad a Mark Rawlins por primera vez, se preguntó si Joshua estaría en lo cierto. Era posible que la agradable música y el champán indujeran a cualquier hombre a mirar a una mujer de una manera especial. Pero había pasado un año y medio; ¿se acordaría el doctor Rawlins de aquella noche, se acordaría de ella, y podía ser su presencia allí algo más que una simple coincidencia?
Él miró hacia donde ella se encontraba, como si ya supiera que estaba allí, y sus ojos volvieron a encontrarse brevemente. Después se dirigió al doctor Page, le murmuró unas corteses palabras de despedida y bajó los peldaños.
—Doctora Hargrave —dijo con una radiante sonrisa—, permítame ofrecerle mi felicitación.
—Gracias, señor. ¿Recuerda que ya nos conocíamos?
—¡Pues claro! ¿Pensaba usted que lo había olvidado? —Mark Rawlins miró a Samantha, la cual, a pesar de ser alta, debía medir quizá veinte centímetros menos, y la expresión de sus ojos castaño se intensificó—. Poco me imaginaba yo, durante las horas que pasé en su encantadora compañía, que me encontraba en presencia de una joven que iba a escribir una página de la historia.
Samantha permaneció inmóvil por un instante —¡él se acordaba de ella!—, pero en seguida se rompió el hechizo.
—Ah, está usted aquí —dijo el doctor Jones a su espalda.
Sudaba a mares y su rostro parecía una cereza.
—Perdóneme por haberle dejado, doctor Rawlins, ¡pero es que un sujeto del Boston Journal me ha acorralado prácticamente! —El doctor Jones tomó la mano de Mark Rawlins y la estrechó con fuerza—. ¡Nunca le agradeceré bastante su asistencia, señor! Ha añadido un toque de prestigio a nuestra pequeña ceremonia de graduación. Pero ¿no le acompaña la señora Rawlins?
—Siento que no estuviera en condiciones de hacer el viaje.
—¿Nada serio, espero?
—En absoluto, una leve indisposición.
Abstrayéndose de aquellas voces, Samantha pensó: ¡Tiene mujer!
—… Será a las cuatro en punto —estaba diciendo el doctor Jones—. No puede usted faltar. Es aquel edificio blanco de la esquina, el de las persianas amarillas.
El doctor Jones saludó a ambos, descubriéndose, y se alejó a toda prisa. Mark Rawlins se dirigió a Samantha:
—¿Asistirá usted a la fiesta?
—Desde luego. Yo vivo en casa de la señora Kendall.
—En tal caso, le ruego me disculpe, doctora Hargrave. Tengo que resolver un asunto en mi hotel. —El doctor Rawlins esbozó una sonrisa vacilante, como si quisiera decirle algo, pero después se quitó la chistera, hizo una leve reverencia y dijo—: La veré a las cuatro.
La señora Kendall había echado la casa por la ventana. La mesa estaba a punto de hundirse con el peso de todo lo que había encima; la plata y la porcelana resplandecían y la fragancia de los capullos de rosa se mezclaba con los aromas de las humeantes bandejas. Se había pasado cuatro horas preparando el festín y ahora ocupaba la cabecera de la mesa, con expresión satisfecha, mientras los invitados disfrutaban de los sabrosos platos. El señor Kendall, desde su asiento del otro extremo de la mesa, asentía con la cabeza en gesto de aprobación, observando cómo los invitados tomaban sopa de crema de ostras, jamón asado con salsa de uva, chuletas de ternera, empanada de tomates, apio y repollos encurtidos y pan de azafrán con mantequilla, todo ello regado generosamente con vino de los viñedos del lago Canandaigua. Y en la cocina aguardaban el budín de castañas, tartas de jalea de ciruelas y melocotones al brandy.
Samantha estaba sentada a uno de los lados de la larga mesa en el centro, entre el doctor Jones y su esposa. Junto a éstos se sentaban el doctor Page y su mujer; al otro lado de la mesa estaban el reverendo Patterson y su esposa, el periodista del Boston Journal señor Collins, el reportero local de Lucerne y, finalmente, justo frente a Samantha, Mark Rawlins.
Todo el mundo conversaba. Mientras la señora Jones le hablaba a Samantha de sus nietos; su marido, sentado a la derecha de la joven, se enzarzó en un animado diálogo con Mark Rawlins.
—¿Es médico también su padre, señor?
El doctor Rawlins le dirigió una encantadora sonrisa a Henry Jones.
—Mi padre es abogado, señor, como también lo fue mi abuelo. Ambos estudiaron en Harvard, y mi bisabuelo tuvo el honor de servir a George Washington.
—¿De veras? Es curioso que, viniendo de un linaje de juristas, no haya usted seguido su ejemplo.
—Lo hice precisamente por eso. Le seré sincero, doctor: decidí estudiar medicina para fastidiar a mi padre, que es algo así como un déspota en mi familia. A la edad de dieciocho años, pocas son las cosas que puede hacer un joven para desafiar la autoridad paterna, exceptuando, naturalmente, los actos de inmoralidad y de rebelión social. Yo no sentía deseos de desafiar a la sociedad, sólo quería desafiar a mi padre. Y lo quería hacer de una manera respetable. Él ordenó que estudiara para abogado. Y yo, en lugar de eso, estudié para médico.
—Vaya —dijo el doctor Jones, riéndose mientras se acercaba la servilleta a los labios—, reconozco que es usted muy sincero. Pero ¿de veras la medicina sólo es para usted algo que poder arrojarle a su padre a la cara?
—Lo fue al principio. Pero cuando me matriculé en Cornell, descubrí para mi alegría, que sentía una inclinación natural por la medicina. Desde entonces le he agradecido en mi fuero interno a mi padre que me empujara a dar aquel paso.
—Y ahora, ¿qué piensa él al respecto?
—El día que le anuncié mi propósito de estudiar medicina, que fue aquél en que cumplí los dieciocho años, me desheredó. Hace de eso trece años, y desde entonces no hemos vuelto a cambiar una sola palabra.
—¡Es una pena! —dijo el doctor Jones, reclinándose en su asiento, mirándole con simpatía.
—En absoluto, señor. Mis tres hermanos están dominados en este momento por mi tiránico padre y son muy desdichados. Yo, en cambio, soy un hombre libre.
—¡Pero a qué precio! ¡Al de verse privado de su herencia!
—Reconozco que, al principio, fue difícil, pero ahora estoy muy contento. Cuando uno tiene un consultorio en la Quinta Avenida, no es un pobretón.
—A lo mejor he oído hablar de su padre.
—Es posible. Se llama Nicholas Rawlins.
—¿El Rey del Hielo? ¡Pues claro que he oído hablar de él! Me preguntaba si estaría usted emparentado con él, ¡pero no tenía idea de que fuera su hijo! Me encantaría que me contara su historia, señor, porque tengo entendido que es extraordinaria.
Mark Rawlins miró a Samantha, la cual apenas comía y cuyos ojos, aunque simulaban prestar atención a lo que la señora Jones le estaba contando acerca de sus nietos, revelaban su distracción. La mente de Samantha estaba muy lejos, y Mark Rawlins se preguntó dónde.
—La historia de mi padre, señor, es realmente interesante…
En su juventud, Nicholas Rawlins había observado en cierta ocasión que el hielo invernal de un cercano lago se podía vender de la misma manera que se vendían los productos del campo. En una jugada tan atrevida como el espíritu del hombre que la fraguó, Nicholas Rawlins invirtió diez mil dólares en una «cosecha» de hielo y acompañó personalmente el envío, de ciento treinta toneladas, a la tórrida Martinica, donde dijo al propietario del famoso Jardín Tívoli que estaba en condiciones de elaborar rápidamente helados a muy buen precio. Inmediatamente los helados causaron furor en la isla; al cabo de seis semanas, el hielo se acabó y Nicholas sufrió una pérdida de cuatro mil dólares, pero los habitantes de la Martinica quedaron convencidos de que ya no podrían vivir sin helados.
En La Habana, Nicholas vendía bebidas heladas al mismo precio que las naturales, con el fin de fomentar la preferencia por el consumo de hielo en las bebidas. Cuando los competidores trajeron hielo desde Nueva Inglaterra, Nicholas empezó a vender el suyo a un centavo la libra, hasta que el hielo de los competidores se derritió en los muelles. Carecía de principios y de escrúpulos, pero terminó haciéndose con los monopolios legales del comercio del hielo y con la exclusiva de construcción de fábricas de hielo desde Charleston a St. Goix. Fue entonces cuando elevó los precios, resarciéndose de las tremendas pérdidas anteriores y, antes de su trigésimo cumpleaños todo el mundo, desde Nueva Orleans a Tórtola, consumía ya la llamada agua de Nueva Inglaterra.
—Supongo que a su padre no le molesta que le llamen el Rey del Hielo, ¿verdad?
—¡De ninguna manera, señor!
Mark levantó su copa de vino, tomó un sorbo y, apartando los ojos del doctor Jones, vio sorprendido que Samantha le estaba mirando abiertamente.
La señora Jones se había vuelto para intercambiar anécdotas de nietos con la señora Page; el doctor Jones centraba ahora su atención en el señor Collins, sentado delante de él; y los demás comensales estaban charlando con quienquiera que tuvieran a mano. Sólo Samantha y Mark guardaban silencio, mirándose el uno al otro a través de la mesa.
Al cabo de un minuto, Mark tomó una rebanada de pan de azafrán y la untó generosamente con mantequilla.
—Dígame, doctora Hargrave, ¿qué planes tiene para cuando deje Lucerne?
—Quiero abrir un pequeño consultorio en algún barrio.
Mark no pudo menos de pensar: Como el de Joshua.
—Verá usted, doctor Rawlins, quiero ir adonde sea necesaria. He estudiado un poco las estadísticas y parece ser que en Nueva York se registra un terrible desequilibrio en la distribución de médicos. Paradójicamente, allí donde las densidades de población son mayores es donde menos médicos hay.
Fue entonces cuando Mark Rawlins descubrió en los ojos de Samantha algo que no había visto en ellos año y medio atrás; no cabía duda de que Samantha Hargrave había experimentado un cambio. Por fuera era la misma, encantadora y bonita, aunque ahora tal vez se mostrara un poco más segura; sin embargo, en sus ojos brillaba una fuerza interior que no poseía la vacilante joven rescatada por él en el baile de la señora Astor. Año y medio atrás, Samantha Hargrave se mostraba ligeramente nerviosa e infantilmente asombrada de las extravagancias de la alta sociedad. Frente a él se sentaba ahora una Samantha Hargrave segura, confiada y decidida. Ya no era una muchacha, sino una mujer.
—Dígame, doctor Rawlins. ¿Cómo están los Masefield?
Él se agitó en su asiento, abandonando sus elucubraciones.
—Siento comunicarle, doctora Hargrave, que la señora Estelle Masefield sucumbió a su enfermedad hace algún tiempo. Tuvimos un enero muy duro en Manhattan y la pobrecilla no tuvo fuerzas para superarlo.
—Oh… cuánto lo lamento… —murmuró Samantha.
Todo volvió de golpe, inundándola como si se hubiera roto una compuerta, antiguas pasiones, olvidados recuerdos contradictorios; su pesar por la muerte de Estelle…, su alegría por la súbita libertad de Joshua. No: le prometió a él, se prometió a sí misma, que todo había terminado…
—Por cierto —dijo la cercana voz del doctor Jones—, parece que ustedes dos ya se conocen, ¿verdad?
—Nos presentó un amigo común —contestó Mark Rawlins con voz forzada.
—¡Comprendo! Entonces la señorita Hargrave es la amistad a que se refería usted en su carta.
—¿Cómo dice, doctor Jones? —preguntó Samantha, volviéndose para mirarle.
—El doctor Rawlins me escribió hace algún tiempo, preguntándome la fecha de nuestra ceremonia de graduación. Él y la señora Rawlins deseaban asistir porque conocían a una persona que iba a graduarse.
—¿Es eso cierto? —preguntó Samantha, mirando a Mark—. ¿Ha venido usted por mí? Entonces no ha sido una casualidad.
El doctor Rawlins abrió la boca, pero fue el doctor Jones quien habló.
—Cuando recibí la carta, empecé a pensar rápidamente. Puesto que la mayoría de nuestros alumnos son muchachos de los contornos, hijos de granjeros, raras veces tenernos el honor de que asista un caballero de tanto prestigio como el doctor Rawlins, motivo por el cual tuve la audacia de contestar, rogándole que pronunciara un discurso como invitado de honor. Sin embargo, no tenía idea, señorita Hargrave, de que fuera usted la persona a quien él conocía.
—Me halaga mucho, señor, que se tomara usted la molestia de venir sólo por mí —dijo Samantha, mirando fijamente al doctor Rawlins.
Una expresión de turbación apareció de nuevo en las hermosas facciones de Mark, y esa vez Samantha lo percibió. El doctor Rawlins se estaba angustiando por momentos y ella se preguntó cuál sería el motivo.
Ambos volvieron a centrar su atención en la comida y terminaron en silencio. Cuando las sirvientas quitaron la mesa, el señor Kendall se levantó e invitó a los caballeros a reunirse con él en el salón, para fumar y tomar unas copas. La señora Kendall, que ardía en deseos de aflojarse el corsé, pidió café para las damas. Samantha se levantó para acompañar a las mujeres al farragoso salón de la señora Kendall, pero el doctor Rawlins la retuvo.
—¿Puedo hablar con usted un momento? —le preguntó en voz baja—. ¿En privado?
—Desde luego.
Indicándole a la anfitriona que se reuniría con ellas en seguida, Samantha cerró la puerta del comedor, del que todo el mundo se había retirado, y se volvió hacia Mark Rawlins.
—Doctora Hargrave, he querido hablar a solas con usted porque tengo algo que decirle. Y que darle.
Ella esperó, de espaldas contra la puerta, mientras el doctor Rawlins introducía la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacaba un sobre. Lo manoseó unas cuantas veces, examinándolo con el ceño fruncido, antes de mirar a Samantha directamente a los ojos y decirle:
—Doctora Hargrave; el motivo de mi visita no es el que usted supone. La idea de asistir a la ceremonia de graduación no se me ocurrió a mí sino a Joshua.
Ella contuvo la respiración.
—Y esto es de Joshua. Me pidió que se lo entregara.
Samantha contempló el sobre de color amarillo y vaciló una fracción de segundo antes de tomarlo.
—Gracias, señor.
Trató de abrirlo sin estropearlo, pero le temblaban tanto las manos, que el sobre se desgarró. Desdoblando la única hoja que contenía, vio que la carta no era de puño y letra de Joshua. Empezaba así:
«Mi querida doctora Hargrave: Me dirijo a usted así porque he dado instrucciones a Mark de que le entregue esta carta sólo después de su graduación; cuando lea estas palabras, ya será usted médico… y mi más ferviente deseo se habrá cumplido. Lamento no poder asistir personalmente y tener que enviar a Mark en mi lugar, pero mientras dicto estas palabras, la vida está abandonando mi cuerpo y, cuando usted las lea, ya habré muerto».
Ella mantuvo la cabeza inclinada, con los ojos fijos en la última palabra; vagamente, en segundo plano, Samantha oyó la voz de trueno del señor Kendall desde el estudio, acompañada por un coro de carcajadas masculinas. La carta se borró súbitamente de su vista.
—Debe usted disculparme, doctor Rawlins, pero no puedo leer esto aquí.
Él musitó unas comprensivas palabras en voz baja mientras Samantha extendía la mano hacia el tirador, abría la puerta y salía corriendo al pasillo. Tomó su capa en un impulso automático, pues no sabía qué tiempo hacía fuera, bajó corriendo los peldaños con la carta en la mano y se dirigió hacia el lago.
El sol se estaba poniendo cuando llegó al calvero; las sombras eran alargadas y oscuras y el cielo presentaba un color rosa salmón. Se sentó en el mismo tronco donde tantas importantes decisiones había adoptado durante el año anterior y, a la luz del ocaso, trató de leer el resto de la carta de Joshua.
«Mark Rawlins me ha diagnosticado una congestión cardíaca; el ventrículo izquierdo no se vacía del todo antes de volver a dilatarse. Yo creo que es una endocarditis. El señor Pasteur de París diría que me la han producido las bacterias de la aguja hipodérmica. Tal vez tuviera razón. ¿Quién puede decir lo que es verdad en medicina? Hemos estado cometiendo errores imperdonables en nuestra ignorancia. Recuerde, Samantha, que la ignorancia médica fue causa de que yo me habituara a la morfina; si los médicos hubieran sabido hace veinte años lo que sabemos hoy en día, yo no me encontraría en este miserable estado. Eso tiene que cambiar. Los médicos tienen el sagrado deber de hacer sólo lo conveniente. La medicina, querida amiga, se encuentra todavía en la Edad Media y nosotros somos poco más que unos charlatanes.
»Le escribo esta carta, doctora Hargrave, para arrancarle una promesa. Y sé que, en nombre de lo que en otros tiempos compartimos, usted cumplirá mi último deseo. Quiero que usted trabaje de firme, Samantha, para llevar la luz a la oscuridad de la medicina. Que luche por lo que es justo; le suplico que no se entierre en un mediocre ejercicio de la profesión, como yo me vi obligado a hacer; cualquier médico de segunda categoría puede hacer lo que yo he estado haciendo, pero usted está destinada a cosas más grandes. Sé que está usted capacitada para ello, Samantha. Utilice sus conocimientos y su habilidad en mejorar la ciencia de la medicina; siga adelante y no se conforme con un simple diploma. Déjeme morir sabiendo que he legado al mundo un médico que introducirá cambios.
»Le dejo mi instrumental médico, querida Samantha. Mark se encargará de que usted lo reciba. Se lo confío en la absoluta certeza de que usted hará de él mejor uso del que hice yo.
»No era nuestro destino, amor mío; estuvimos condenados desde un principio. No me queda aliento para decirte más. El corazón me falla a cada latido. Mark te contará el resto. Él sabe qué decir. Adiós, amor mío».
Había al pie un garabato que apenas parecía la firma de Joshua.
Samantha volvió a leer la carta pese a que ya casi no había luz y resultaba muy difícil distinguir las palabras. Las lágrimas asomaron a sus ojos, cayeron sobre la carta y la tinta se emborronó. Samantha no sollozaba ni gemía, su llanto era sereno como un susurro y las lágrimas rodaban por sus mejillas sin enrojecerle los ojos. Oyó una rama que se quebraba, levantó la vista y vio el rostro en sombras de Mark Rawlins.
Samantha al verlo, abrió la boca y sólo pronunció una palabra:
—¿Cuándo?
—Hace seis semanas.
De una forma absurda, como si ello significara algo, Samantha trató febrilmente de recordar qué había estado haciendo seis semanas atrás; por alguna razón desconocida, le parecía importante saber qué había estado haciendo, qué había estado pensando en la hora de la muerte de Joshua.
—Fue rápido e indoloro —dijo Mark suavemente—. Al darse cuenta de que estaba enfermo, me mandó llamar. Le encontré muy afligido, pero no permitió que le administrara más que digital por vía intravenosa. Lo suficiente para disponer de una hora y dictar esta carta. Quería morir.
Ella le miró mientras las lágrimas asomaban lentamente a su rostro y empezaban a rodar por sus mejillas.
—¿Por qué? —musitó—. ¿Por qué quería morir?
El doctor Rawlins avanzó por la alfombra de crujientes hojas —como una sombra que pasara ante la mirada de Samantha— y se sentó a su lado en el tronco. Tenues franjas de luz lunar se filtraban a través de las ramas altas, arrojando un pálido resplandor sobre el húmedo rostro de Samantha. Mark Rawlins pensó que era la mujer más hermosa que había visto en su vida.
—Discutí con él, Joshua deseaba que le dijera a usted una cosa, pero yo no veía razón para ello. Sin embargo, él insistió en que usted debía saberlo. Y añadió que usted comprendería su insistencia. —Mark hablaba en tono apagado, como si su voz viniera de muy lejos—. Estelle no murió a causa de su enfermedad. Joshua la mató.
Samantha no se movió, no dio muestras de haberle oído. Sentada junto al doctor Rawlins en la oscuridad del bosque y rozándole con el brazo, clavó la mirada en él.
—Estelle estaba sufriendo muchísimo —añadió Mark—. Las infecciones se sucedían incesantemente; tenía dolores constantes; cada vez estaba más débil, y tan delgada que parecía un esqueleto. Ella se lo pidió… —Irónicamente, Samantha extendió la mano y la apoyó en la de Mark, como si fuera éste quien necesitara ser consolado—. Le administró una sobredosis de la morfina que él consumía y, mientras exhalaba el último aliento libre del dolor, ella le dio las gracias…
Sí, Joshua, pensó Samantha con tristeza. Comprendo por qué querías que yo lo supiera. En medicina no hay decisiones sencillas y claras, nada es blanco o negro. Matar a un niño no nacido para salvar la vida de una mujer; matar a una mujer para acabar con su sufrimiento… A veces los médicos tienen que optar por la muerte para preservar la vida, a veces han de preguntarse: ¿Qué es más importante, la cantidad de vida o la calidad? No todas las respuestas figuran en los libros de texto; algunas de ellas el médico tiene que buscarlas en su interior…, eso es lo que tú querías transmitirme al pedirle a Mark que me dijera la verdad sobre Estelle; incluso en tu confesión final, Joshua, me has dejado una herencia valiosa. Ésa es la singular cualidad que distingue a los grandes médicos de los mediocres…
Él lo sabía, murmuró la mente de Samantha mientras ésta se apoyaba en Mark Rawlins, sintiéndose súbitamente muy cansada. Joshua sabía que yo poseo esa cualidad. Y hasta en la muerte me guía…
—Doctor Rawlins —dijo en voz baja—, ¿quiere, por favor, dejarme sola?
—¿Aquí? —Él miró a su alrededor el calvero apenas iluminado por el resplandor de la luna—. ¿Es seguro?
—No ocurrirá nada. Ningún daño me puede suceder aquí.
—Pero…
—Se lo ruego. Hay algo que debo meditar y éste es el único lugar donde puedo hacerlo. No tardaré mucho. Discúlpeme ante la señora Kendall, por favor.
Mucho después de que el doctor Rawlins se hubiera marchado, Samantha seguía sentada inmóvil en el tronco, contemplando la noche y atenta a los conocidos rumores del bosque que habían acompañado tantas decisiones y revelaciones suyas en el pasado. Samantha percibía dulces presencias a su alrededor: los dioses que habitaban en los árboles y en las enredaderas, los espíritus de los indios que habían visitado aquel claro en otros tiempos y sus queridos amigos Hannah y Joshua querían ayudarla a comprenderse a sí misma.
Un temible y peligroso camino se abría ante ella, un camino por el cual nunca se había adentrado mujer alguna. Y Samantha vio de pronto, con insólita claridad, que ése era el camino que deseaba seguir. Con la ayuda de Dios y de quienes había conocido y conocería en el futuro, Samantha Hargrave iba a luchar para llevar la luz a la oscuridad de la medicina.