—Jamás en mi vida me había sentido tan humillada —dijo Samantha mientras zurcía un agujero de sus medias—. Respiraré tranquila cuando termine los estudios y consiga el título. Entonces seré médico y no tendré que sufrir más indignidades.
Hannah miró de soslayo a su amiga, como diciendo: «No cuentes con ello, cariño». Pero guardó silencio. Hannah Mallone tenía otras cosas en que pensar en aquellos momentos.
Era una grisácea tarde de enero y el calor de la estufa de hierro colado parecía no poder competir con las árticas corrientes de aire que se filtraban al interior de la casa. Las manos de Samantha estaban heladas y su cólera no le ayudaba a manejar la aguja. Se sentía inquieta y agobiada; le hacía falta su pequeño claro del bosque, pero éste se encontraba ahora enterrado bajo la nieve.
Hannah se encontraba de espaldas a ella, cortando daditos de zanahorias para el estofado de conejo que estaba preparando.
—¿Por qué te han obligado a sentarte detrás de un biombo, querida?
El recuerdo la enfureció de tal modo, que no podía ni hablar. El conferenciante forastero, el delicado tema de su disertación, su furor al descubrir a una hembra en la clase, su negativa a pronunciar la conferencia, la súplica del doctor Jones a Samantha, rogándole que se retirara «sólo por una vez», su propia obstinación, la confrontación y el arreglo final de compromiso, por el cual el conferenciante pronunciaría su lección siempre y cuando la alumna no apareciera ante su vista y no le ofendiera con su presencia. Colocaron un biombo en un rincón y acomodaron a Samantha detrás, para que pudiera oírle disertar acerca de la sexualidad humana, sin provocarle al caballero un ataque de apoplejía. En determinado momento, cuando estaban hablando de la manera en que se tenía que llevar a cabo una exploración vaginal, Samantha había estornudado y el distinguido invitado se tuvo que sentar para recuperarse del sobresalto.
—Normalmente, los estudiantes se ríen y sueltan carcajadas y hacen comentarios atrevidos durante esa clase —le explicó el doctor Jones al finalizar la primera de las cinco lecciones—. Pero sabiendo que usted se encuentra en el aula, aunque esté escondida, procuran reprimirse.
Por primera vez, Samantha se enojó con sus compañeros; el doctor Miller había aconsejado a los jóvenes observar un comportamiento de total desinterés durante un examen vaginal, fijar la mirada en algún objeto de la estancia, realizar el examen por debajo de la ropa de la dama y no introducir nunca más de un dedo a la vez.
Un estudiante se rió y otro tosió para disimularlo, pero Samantha lo oyó.
Sin interrumpir el ritmo de su trabajo, Hannah dijo ahora:
—Estoy de acuerdo con el profesor. No me parece bien que estuvieras presente durante una cosa así. No es respetable.
—Un médico tiene que aprender esas cosas.
—El marido es el que tiene que enseñarle a la esposa las cosas del sexo. Ninguna dama como es debido se puede sentar con un grupo de hombres para oír semejantes barbaridades. No irás a tu lecho matrimonial con inocencia, y eso no les gusta a la mayoría de los hombres.
—Tú no eras inocente, Hannah, y a Sean no le importó.
Hannah se encogió de hombros. Su caso era distinto.
Samantha dejó su labor. Estaba recordando la última clase del doctor Miller. «Recuérdenlo, caballeros; puesto que casi todas las dolencias femeninas son incurables, el papel de un médico debe ser simplemente el de llevarle la corriente a la dama. Descubrirán ustedes que casi todas las pacientes acudirán a su consultorio por motivos baladíes sobre los cuales se quejarán muchísimo. Por citar las palabras del respetado doctor Oliver Wendell Holmes, “La mujer es un bípedo estreñido al cual le duele la espalda”».
Hannah se inclinó y abrió el horno para echar un vistazo a las dos enormes patatas que se estaban asando. Normalmente, la cocina le encantaba, pero en aquella ocasión parecía distraída. A diferencia de Samantha, Hannah no había sido favorecida con una mente ordenada y sus pensamientos eran siempre un revoltijo. Los hombres, su inquietud tenía que ver con los hombres.
Su mente indisciplinada regresó al día de Navidad, hacía apenas tres semanas, y al triste fracaso de aquel día. Sería bonito, pensó Hannah, invitar a uno de los compañeros de Samantha a compartir con ellas la comida navideña. Alguien que no tuviera hogar ni familia con quien reunirse durante las fiestas, alguien que fuera un caballero y agradeciera la oportunidad de pasar una tarde con Samantha. Había muchos que podían incluirse en esa categoría.
El joven se presentó luciendo una levita verde oscuro y unos pantalones grises de corte y tejido tan excelentes que Hannah tuvo la certeza de que era rico y de que sería, por tanto, un buen partido para Samantha. En el salón, donde el fuego de troncos de pino producía un agradable aroma, el muchacho ofreció tímidamente un regalo a sus anfitrionas: a Hannah un saquito con perfume de lavanda y a Samantha un ejemplar de Ben-Hur, que acababa de escribir el gobernador del Territorio de Nuevo México. Hannah se inventó toda clase de excusas para pasarse mucho rato en la cocina mientras los jóvenes permanecían en el salón.
Hannah había oído la conversación:
—Se habla por ahí, señorita Hargrave, de un cirujano, un polaco de Viena, que está experimentando con el uso de guantes esterilizados, de hilo, durante las intervenciones quirúrgicas. Los demás estudiantes se ríen, pero yo creo que la cosa podría ser interesante.
—Es muy posible, señor Goodman, que las heridas se infecten al contacto con las manos del cirujano. Todo depende de si se acepta o no la teoría microbiana. Si existen esos llamados gérmenes, se comprendería que las manos de los operadores pudieran provocar infección. De todos modos, parece que el cirujano perdería el sentido del tacto en caso de utilizar guantes.
El muchacho, en un torpe intento de encauzar la conversación por derroteros más amenos, dijo cautelosamente:
—Espero que le guste este libro, señorita Hargrave, es una excelente versión de la vida de Cristo.
—Lamentablemente, dispongo de muy poco tiempo para leer novelas, señor Goodman. Pero, hablando de lecturas, justamente el otro día leí en el Boston Journal que un tal doctor Tait ha conseguido en Inglaterra extirpar con éxito el apéndice de un paciente que ha sobrevivido. Hizo una cosa extraordinaria, señor Goodman. Esterilizó el instrumental antes de la intervención…
Hannah tuvo que reprimir el impulso de salir corriendo y darle a Samantha una sacudida. ¡Condenada muchacha! ¿No ves lo bien que te lo pone? ¡Abre el corazón y déjate querer por ese chico! ¡Vas en camino de la soltería perpetua, tenlo por seguro!
Hannah recogió los trozos de zanahoria y nabo y los echó en la salsa que estaba hirviendo a fuego lento. Después se pasó el dorso de la mano por la frente; ¿qué demonios le ocurría hoy? Parecía una gallina clueca. Se detuvo delante de la estufa. Su rostro se ensombreció. Hannah Mallone sabía muy bien lo que le ocurría, y el hecho de disimularlo no iba a librarla de ello. Lo malo era que no sabía cómo actuar. Bien, varias semanas atrás había adoptado una audaz decisión; lo que tenía que hacer era armarse de valor y plantearle a Samantha la tremenda cuestión…
Aunque se encontraban en la misma estancia, ambas se hallaban en mundos distintos. Hannah estaba angustiada por un terrible problema y Samantha tenía otra preocupación. Las últimas cartas de Louisa hablan adquirido un tono inquietante. Samantha no acertaba a identificar la razón, pero no cabía duda de que había dificultades.
Hannah se lavó las manos, se las secó con el delantal y acercó una silla a la mesa.
—Estoy hecha polvo. Tengo que sentarme.
—¿Te encuentras mal, Hannah?
La mujer no contestó. Levantó la funda de la tetera, se llenó una taza y echó dos cucharaditas de miel silvestre. Tomó la taza entre ambas manos, como si quisiera calentárselas, a pesar de que parecía enrojecida y acalorada.
Pensándolo bien, se dijo Samantha mientras doblaba la prenda que había estado zurciendo y la guardaba en el costurero, Hannah llevaba un par de semanas sin demasiado apetito. En la mesa había las sobras de la empanada de carne que habían comido para desayunar; Samantha levantó el lienzo, cortó un trocito y se lo metió en la boca.
—Creo que necesitas un tónico, Hannah. A algunas personas se les debilita la sangre en invierno.
Hannah reflexionó un instante.
—Tal vez tengas razón, cariño.
Con insólito cansancio, Hannah se levantó, se dirigió a la alacena y sacó una botella del whisky irlandés de Sean. Regresó a su silla, la destapó y echó un poco de whisky en su taza de té. Después mantuvo la botella en suspenso y miró inquisitivamente a Samantha.
Entonces Samantha vio algo en los ojos de su amiga —lo había visto ya en los de una paciente que había sido presentada a la clase mientras el doctor Page anunciaba en tono profesoral que la señorita Bates padecía de cáncer—, un temblor desolado, como si, por una décima de segundo, su alma se hubiera desmoronado. Pero desapareció inmediatamente y Hannah volvió a mirarla con expresión cansada.
—Gracias, Hannah. Me vendrá bien un tonificante.
Bebieron en silencio durante unos minutos; se oía un suave crepitar procedente de la estufa y, de vez en cuando, un carámbano se desprendía del alero y caía al suelo con un ruido sordo. Cuanto más se prolongaba el silencio, tanto más se intensificaba el convencimiento de Samantha de que algo estaba ocurriendo.
—He estado pensando en una cosa —dijo Hannah finalmente.
Samantha esperó.
—Supongo que te habrás fijado en el nuevo… —Hannah levantó un poco la taza y, con la otra, empezó a girar el platillo en círculo—, el nuevo caballero de Kendall, ¿verdad?
Sí, Samantha le conocía, aunque ella no le hubiera calificado de caballero. Nadie sabía gran cosa acerca de él. Se había presentado en la ciudad un día de octubre y el señor Kendall le había ofrecido trabajo por una jornada, para que se pagara la cena; pero resultó ser un empleado tan dispuesto, amable y eficiente que el señor Kendall se quedó con él. Lo único que sabía Samantha era que se llamaba Oliver y que no le gustaba su forma de mirarla cuando el señor Kendall no estaba cerca.
—¿Qué hay de él, Hannah?
—Bueno, cariño… —El platillo seguía dando vueltas y raspando la pulcra superficie de la mesa—. Resulta que se ha encaprichado de mí y que ha sido muy amable, procurando que ahorrara algún dinerillo cuando compro tela. Ya sabes lo tacaño que es el señor Kendall; pero cuando él no está, Oliver siempre me trata muy bien. Incluso me ha traído los paquetes a casa y yo le he invitado a tomar el té.
Samantha mantuvo los ojos clavados en el platillo, que no cesaba de girar.
—Bueno, una tarde, mientras tú estabas haciendo aquel examen tan importante…
A finales de noviembre. Samantha regresó a casa tan distraída que no prestó atención al extraño silencio de Hannah durante la cena. Pensando en ello, ahora se dio cuenta. El plato se detuvo y la taza volvió a acoplarse sonoramente a la muesca.
Samantha notó que la intensa sensación de vergüenza de Hannah invadía su propio cuerpo.
—Y no fue sólo aquella vez.
Samantha levantó la mirada. Los ojos color ámbar de Hannah aparecían muy secos y abiertos. Pero su voz sonaba como si estuviera llorando, aunque no se vieran lágrimas.
—Tengo miedo, Samantha.
—¿De que Sean se entere? ¿Cómo podría?
—Lo hicimos con mucho sigilo, no hay modo de que Sean pueda descubrirlo —contestó Hannah, sacudiendo la cabeza.
—¿Ha… terminado?
—¡Por Dios bendito, muchacha, duró sólo dos semanas y después lo dejé!
—¿Por qué te inquietas entonces?
—Estoy embarazada.
Samantha se la quedó mirando fijamente.
—¿Estás segura? ¿Has ido al médico?
—¡No necesito que ningún médico me diga qué significa la ausencia de menstruación y los vómitos por la mañana y los tobillos hinchados como melones! ¡Lo he visto lo bastante en otras mujeres para saber de qué va la cosa!
—Oh, Hannah…
La mujer ladeó la cabeza y apretó las mandíbulas.
—Por eso te cuento todo eso, Samantha. Quiero que me ayudes.
—¿Qué puedo hacer?
—Librarme de eso.
Samantha parpadeó como si la hubieran abofeteado.
Al ver la expresión de su rostro, Hannah tuvo que apartar la mirada. Se levantó, se acercó a la estufa y dio una hurgonada al conejo.
—Te estarás preguntando —dijo con voz distante— por qué lo hice. Por qué teniendo a un hombre como Sean Mallone en mi cama cinco meses al año, por qué me he liado con otro, y nada menos que con un tipo como Oliver.
Samantha miró a su amiga, pero no contestó.
—Bueno, cariño, es posible que en estos momentos no lo entiendas. Tienes veinte años y estás delgada, tienes la piel suave y con la lozanía que gusta a los hombres. Yo también era así. Hace tiempo… —Hannah empezó a pasear por la cocina, como si buscase conservar el contacto con las cosas corrientes—. En estos últimos tiempos me he estado mirando al espejo y he visto que me saldrán arrugas y que la cintura se me está ensanchando y que hay algunas hebras grises en el precioso cabello que era todo mi orgullo. Y he pensado por las noches que a lo mejor Sean me amaba porque se había acostumbrado a mí y se sentía a gusto conmigo. Y después, que a lo mejor ya no atraía a los hombres igual que antes. —Se volvió y miró a Samantha—. Y he pensado en los años futuros. Yo cada vez más gorda y canosa, hasta que llegue el día en que, al despertar, Sean me eche un vistazo y me vea tal como soy. La cosa no sería tan mala, Samantha… —su voz adquirió un tono angustiado…—, si hubiera hijos. Si tienes hijos, no importa que seas gorda y fea. Tienes algo de que enorgullecerte. Demuestra que fuiste una vez una mujer útil y deseable. Pero ¿qué tengo yo? Te digo, muchacha, que me asusté.
Regresó a su silla y volvió a echarse whisky en la taza.
—No estaba enamorada de Oliver, ni siquiera experimentaba pasión por él, pero me hacía sentir joven con sus galanteos y con eso de llamarme señorita Mallone, y, cuando él me tocaba, me hacía sentir como cuando tenía veinte años y que mi espíritu volviera a la vida como Sean no lo consigue hace muchos años. —Tomó un buen trago de whisky—. Pero, al cabo de dos semanas, el sentimiento se desvaneció y fui simplemente una mujer que andaba tonteando con un hombre más joven, y entonces le despedí y le dije que no volviera…
La mano de Samantha se desplazó sobre la mesa y rodeó la muñeca de Hannah.
—Tú sabes lo que se puede hacer, muchacha. Has aprendido todas esas cosas. Tú sabes lo que hay que hacer para librarme de este desastre. Algo para beber, quizás…
—Hannah —dijo Samantha en voz baja—. ¿De veras quieres tú eso?
—No, la verdad es que no, pero no tengo más remedio. —Las lágrimas asomaron finalmente a sus ojos color topacio—. Bien sabe Dios lo mucho que deseaba tener un hijo. Me he arrodillado tanto rezándole a la Virgen, que hasta me han sangrado las rodillas. Y ahora pensar… —Se miró el abdomen con expresión de asombro—. Pensar que este chiquitín está aquí dentro por fin, acurrucadito y dormido, aguardando a salir a este mundo soltando patadas como un irlandés… —Su rostro se nubló—. Quiero a este niño mío, Samantha, pero quiero más a Sean. Por consiguiente, tengo que librarme de él.
—¡Pero si no tienes por qué elegir entre las dos cosas! Puedes tener lo uno y lo otro. Dile a Sean que el hombre entró por la fuerza y te amenazó. Sean es un hombre afectuoso y comprensivo, se quedará con el niño y lo cuidará como si fuera suyo…
—No se trata de eso, muchacha. No lo hago por mí, no es mi reputación lo que me preocupa, sino la de Sean. Oh, cariño, ¿acaso no lo ves? Todos estos años hemos estado pensando que yo era la causa de que no tuviéramos hijos. Y ahora esto significaría que Sean no puede engendrar hijos, y le despojaría de su virilidad. No tengo derecho a hacerle eso. Tienes que ayudarme a salvar el amor propio de Sean.
—¿Se lo has dicho a Oliver? —preguntó Samantha, mirando a su alrededor como si buscara una respuesta.
—No.
—Tiene derecho a saberlo.
—No tiene ningún derecho. Lo que quería, lo conseguía arriba. Estamos en paz, yo no le debo nada. —Se inclinó sobre la mesa con expresión angustiada—. No hace falta que sea una cosa rápida e indolora, no te pido eso. Supongo que el Señor querrá que sufra a cambio. ¡Sólo quiero que me prometas que todo terminará!
Samantha empezó a temblar. Si no lo supiera, si no supiera preparar la mezcla capaz de obtener aquel resultado, la decisión no sería suya; pero tenía los conocimientos necesarios, tenía la respuesta en los labios y era una cosa muy sencilla: una infusión de semillas de algodón o una dosis de olmo norteamericano; incluso aceite de hierba lombriguera que se podía comprar en la farmacia…, y Hannah se vería libre de su angustia a la mañana siguiente.
—Hannah —murmuró—. ¿Estás segura?
—Oh, cariño, ¿crees que no lo he estado pensando una y otra vez desde hace diez noches, crees que no sé lo que te pido? ¿Crees que no me está matando tener que hacer lo que te ruego? —Se levantó tratando de conservar la dignidad, pero ahora las lágrimas rodaban por sus mejillas y formaban grandes manchas en su vestido—. Es el castigo que recibo por mis actos. No tenía derecho a acostarme con otro hombre. Es el juicio del buen Dios. Nunca iré al cielo, muchacha; iré al fuego eterno del infierno, pero… —Se tambaleó y tuvo que asirse al respaldo de la silla—. ¡Lo haré para evitarle a Sean el dolor de conocer esa verdad acerca de sí mismo!
Samantha se levantó de inmediato para estrechar en sus brazos a la llorosa Hannah. Notó que las lágrimas pugnaban por aflorar también a sus ojos, pero las reprimió.
—¡Ayúdame, te lo suplico! —sollozó Hannah sobre sus manos—. Que todo vuelva a ser como antes y yo cargaré con todo. Sé que no es justo que te lo pida, pero no puedo recurrir a nadie más. —Su voz se convirtió en un susurro—. Estoy sola en esta situación…
—No, no lo estás, Hannah. Me tienes a mí. Estamos juntas en esto. —Le acarició suavemente el rojizo cabello—. Hannah, ¿estás segura de que no hay modo de que puedas tenerlo? ¿Y si nos fuéramos juntas a alguna parte y le dijéramos a Sean, cuando vuelva, que el niño es mío?
Hannah resolló ruidosamente y empezó a hipar.
—Bendita seas muchacha, ¿tú harías eso por mí? Pero tendrías que dejar la universidad y tu reputación quedaría destrozada, y entonces quizá no podrías obtener el título; yo no querría tener esta responsabilidad sobre mi conciencia. Ni podríamos decir que era de otra, porque su cabello rojizo le diría a todo el mundo que era mío. No, cariño, he pensado en todas las soluciones posibles y ése es el único medio.
Samantha clavó los ojos en la hilera de cacharros que colgaba sobre los fogones y habló con voz tensa.
—Hannah, yo creo firmemente en la preservación de la vida. A eso me he consagrado. No puedo… matar a una criatura…
Hannah se apartó las manos del rostro y miró a Samantha con ojos anegados en lágrimas.
—¿Y qué piensas que creo yo? Voy a cometer un pecado mortal. Iré al infierno por eso. ¿Y piensas que no amo la pequeña vida que llevo dentro?
—Lo siento, Hannah, no quería hablarte así. Creo que sé lo que estás sufriendo. Sólo quería hacerte comprender por qué…, por qué tengo que pensarlo. Estoy trastornada, Hannah. Dame un poco de tiempo. Esperemos a mañana y para entonces habré resuelto algo.
El exuberante busto de Hannah se estremeció en un último suspiro mientras se apartaba de los brazos de Samantha y tomaba el delantal, para enjugarse las lágrimas.
—Me siento muy cansada, cariño. Creo que voy a subir y echarme un rato.
Se desató las cintas del delantal y lo colgó cuidadosamente.
—Hannah, intentaré discurrir algo.
—Pues claro, cariño. Pero recuerda que no quiero aplazarlo mucho. Si tú no me lo puedes hacer, tendré que ir donde la viuda Dorset, que vive a treinta kilómetros de aquí.
—¿La viuda Dorset?
Hannah procuró esbozar una valiente sonrisa.
—Una discreta anciana que no hace preguntas y que es muy de fiar. Me sorprende que no hayas oído hablar de ella. La mejor comadrona de la comarca. Cuida de que el conejo no se cueza demasiado.
Samantha no comió. Tras colocar la cazuela del asado en unas trébedes, envolvió los panecillos duros en una estopilla húmeda y dejó la leche en el antepecho de la ventana. Hecho eso, subió a su cuarto.
Las horas pasaron volando y ella ni siquiera percibió su transcurso. Había oscurecido cuando subió, pero ahora el cielo estaba completamente negro y hacía un frío que helaba los huesos. Envuelta en un chal, Samantha estaba paseando arriba y abajo frente a la chimenea, obligando a su cuerpo a recorrer un interminable camino, como si el ejercicio físico pudiera facilitarle la tarea de encontrar una respuesta.
Estaba enojada y no sabía con quién: ciertamente no con Hannah, que sólo le inspiraba una profunda y triste compasión; tal vez su enfado fuera con el relamido Oliver, que era como un gato que, después de beberse la leche, se ha salido de rositas. Incluso era posible que estuviera enojada consigo misma, por su incapacidad de afrontar la situación y de adoptar una postura firme; Samantha detestaba sentirse impotente. Experimentaba también temblores de culpabilidad, culpabilidad por un acto que había cometido otra mujer; y a ello se añadía la inquietud de haber abandonado en cierto modo a su amiga.
Samantha luchó contra sí misma toda la noche, tratando de desenredar los enmarañados hilos de sus pensamientos, pero siempre llegaba a la misma conclusión: tenía que ayudar a Hannah.
En realidad, fue muy fácil, una vez lo hubo comprendido; Hannah estaba en apuros y necesitaba ayuda. De la misma manera que yo necesité ayuda una vez, pensó Samantha, deteniéndose finalmente tras varias horas de pasear por la habitación. Nadie quería darme alojamiento, todas las puertas de la ciudad se habían cerrado para mí, pero Hannah tuvo la bondad y la generosidad de aceptarme. ¿Qué hubiera hecho yo si ella no me hubiera ayudado?
Sin embargo, se trataba de algo mucho más hondo que una simple amistad o la devolución de un favor. Tenía que ver con el hecho de que Hannah fuera un mujer en apuros, con un problema que sólo una mujer puede tener, que recurría a otra mujer en demanda de ayuda. ¿Cuántas miles de veces se había interpretado aquel drama a lo largo de los siglos: una mujer asustada y sola, recurriendo a una amiga/hermana/viuda Dorset en demanda de ayuda? Era un ritual tan antiguo como la misma condición femenina.
Samantha se encontraba de pie en el centro de su habitación, su alta sombra danzando sobre la alfombra, cuando se percató de que ya no tenía más que pensar. Al principio le había pasado por la mente esta pregunta: ¿Tengo yo derecho a arrebatarle la vida a un niño no nacido? Y había contestado: ¿Tengo yo derecho a negarle a Hannah unos conocimientos que deberían ser suyos tanto como míos? Samantha llegó a la conclusión de que el momento de las deliberaciones ya había pasado, salió del cuarto y acercándose a la puerta de Hannah, llamó suavemente con los nudillos.
No le sorprendió no obtener respuesta. La cruda frialdad del pasillo le decía que ya estaba muy entrada la noche, que probablemente estaba a punto de amanecer, y Hannah debía estar durmiendo.
Llamó de nuevo, más fuerte. Después probó a mover el tirador y la puerta se abrió. La habitación estaba oscura y fría como una cueva y Hannah no se encontraba allí. Bajó corriendo la escalera, llamando a su amiga y asomando la cabeza a las puertas de todas las frías y silenciosas habitaciones, y después se dirigió al vestíbulo, donde se puso a toda prisa las botas y los guantes, se enrolló una bufanda alrededor del cuello y se echó su gruesa capa sobre los hombros. Al abrir la puerta de entrada, el gélido aire se levantó ante ella como un muro de cristal.
Había nevado durante la noche y una limpia manta cubría el mundo. El rastro que se alejaba de la casa resultaba muy visible, como la huella que deja un dedo sobre la nata batida: las fuertes pisadas de Hannah y su holgada falda habían trazado un camino en la nieve; eran como una flecha que señalara el camino.
Cubriéndose la cabeza con la capucha y sujetándose la prenda por el cuello, Samantha se adentró en aquel mundo espectral. Mantenía los ojos clavados en el rastro, respirando despacio y superficialmente, porque el gélido aire hacía que le doliesen los pulmones; trató de no prestar atención a las pavorosas siluetas que la rodeaban: retorcidos árboles negros y arbustos grotescamente encorvados, deliciosos durante el día, pero de noche extrañamente siniestros y amenazadores. El rastro bordeaba el bosque y bajaba al lago.
Descendiendo con cuidado por la peligrosa pendiente y oyendo tan sólo su sonora respiración, amplificada en el interior de la capucha, Samantha se percató con horror de que las pisadas de Hannah se adentraban en la helada superficie del lago.
Ahuecando las manos alrededor de la boca, Samantha, llamó a gritos a su amiga. Su voz sonó tosca y grosera en el glacial silencio. Volvió a llamar. La luz era muy escasa; el lago formaba un fantasmagórico paisaje de blanco sobre blanco, rodeado por gigantescos guardianes negros. Samantha trató de distinguir algún movimiento, contuvo la respiración por si pudiera oír algún rumor, pero era como si el mundo hubiera sido apresado en un ferrotipo y se hubiera quedado allí congelado, insonoro y sin vida.
El frío hacía algo más que estremecer la carne; no era como el que hace que la nariz y los dedos parezcan mordidos y levanta protuberancias de la piel; era un cuchillo que cortaba la esencia más profunda de una persona y la congelaba desde dentro. Samantha no se notaba manos ni pies. Trató de moverse, de agitar los brazos y de patear, pero un extraño hechizo la había convertido en una habitante permanente del ferrotipo invernal.
Entonces lo oyó. Leve, distante, como el quebrarse de clavícula de ave. Volvió la cabeza en aquella dirección. Sí, había movimiento allá, en el hielo.
—¡Hannah! —gritó.
Samantha se adentró en el lago y procuró avanzar con rapidez sobre la resbaladiza superficie. Cayó y tuvo la certeza de que se le habían roto todos los huesos. Trató de levantarse, mientras llamaba a Hannah, casi sin resuello. Empezó a caminar cautelosamente sobre el hielo, extendiendo los brazos hacia adelante para no perder el equilibrio. Se detenía a cada pocos pasos, para cerciorarse de la dirección que estaba siguiendo. A su izquierda, el cielo estaba empezando a aclararse por detrás de los árboles, una extraña luz pastel se derramaba sobre el bosque y el lago. Entonces vio a Hannah con toda claridad. Su amiga estaba extrañamente inmóvil, contemplando algo, sin prestar atención al sonido de su nombre gritado contra el cielo.
—¡No te muevas! —gritó Samantha—. ¡El hielo se está rompiendo! ¡Oh, Dios mío…!
Osciló hacia adelante y hacia atrás, mientras sus brazos describían pequeños círculos en el aire. Trató de darse prisa. A su alrededor, pequeños crujidos, como de astillas que se rompieran, le hacían amenazadoras advertencias.
Cuando estuvo lo suficientemente cerca, Samantha vio que Hannah se tambaleaba; y lo más absurdo era que llevaba puestos sus patines de madera.
—Hannah… —dijo jadeante—. No te muevas…
Pero Hannah no debió oírla, porque adelantó un paso y, en un abrir y cerrar de ojos, desapareció.
Samantha parpadeó. Se frotó los ojos con los congelados puños. Después intentó correr, notó que los pies le resbalaban y cayó de rodillas. Samantha avanzó a gatas, notando que el hielo se movía angustiosamente debajo de ella. Alcanzó el oscuro agujero y gritó:
—¡Hannah! ¡Hannah!
Parte de la capa se hallaba extendida todavía sobre el hielo, perdiéndose en las revueltas aguas. Samantha tendió ciegamente la mano y trató de tirar con todas sus fuerzas. Entonces oyó nuevos crujidos, como de nueces al ser pisadas por un talón, y notó que el hielo se combaba bajo sus rodillas, se levantaba y caía después súbitamente.
El agua estaba demasiado fría para que se pudiera percibir la sensación, la envolvió, privándola de toda sensibilidad. Samantha jadeó y el agua le llenó los pulmones. Agitó los brazos y las piernas, pero la falda y la capa tiraban de ella hacia abajo. Por debajo de la superficie, sus pies rozaron algo sólido. Buscando frenéticamente el borde del hielo que se le estaba escapando de la mano, Samantha introdujo la otra mano en el agua y agarró un mechón de cabello. Pero no pudo tirar de Hannah hacia la superficie. Samantha se hundió como una piedra y la negrura le cubrió la cabeza.
Todo ha terminado, pensó con inesperada calma. Y todo porque yo vacilé…
En un instante y de modo absurdo, se encontró boca arriba, jadeando y contemplando el pálido cielo. Después notó que la asían fuertemente por las axilas y comprendió que la estaban arrastrando hacia atrás sobre el hielo.
En medio de su delirio, tenía momentos de lucidez y oía fragmentos de conversaciones. La voz cascada del señor Kendall:
—Pero ¿cómo es posible que estuvieran patinando a esas horas?
El doctor Jones:
—Disuelva media cucharadita de estos polvos en agua caliente y oblíguela a beberlo cada cuatro horas.
La maternal señora Kendall:
—Pobrecilla. Menos mal que ha sido rápido. Ni siquiera se ha dado cuenta de lo que ocurría.
Cuando dormía, no descansaba con tranquilidad puesto que la atormentaban las pesadillas. Los fantasmas surgían entre agitadas brumas: Freddy, con su hermoso rostro tan nítido como si lo tuviera delante; Matthew escalando como una araña los muros de piedra del manicomio y saltando al otro lado; James tendido sobre una mesa de disección, con el cuello descolorido por la soga del verdugo; Samuel, espantosamente mutilado; y el viejo señor Hawksbill atrapado en el interior de un frasco y tratando de salir. Samantha se despertaba a menudo con el camisón empapado en sudor y veía a la señora Kendall inclinada sobre ella y arrullándola maternalmente.
Por fin, cuando los diligentes cuidados de la tendera y las atenciones del doctor Jones la sacaron de lo peor, a finales de febrero, cuando descubrió para su asombro que se había pasado seis semanas con fiebre y al borde de la muerte, Samantha supo que quienes la habían sacado del agua fueron el granjero McKinney y su hijo. Éstos lamentaron decirle que habían llegado demasiado tarde para salvar a Hannah.
El doctor Jones se sentó junto a su cama, asiéndole delicadamente la muñeca mientras miraba su reloj. Después, con expresión satisfecha, cerró el reloj, se lo guardó en el bolsillo del chaleco y posó suavemente el brazo de Samantha sobre la cama.
—Bueno, jovencita, parece que va usted a escapar de ésta —dijo con una afable sonrisa—. Tiene una constitución muy fuerte, señorita Hargrave. Son pocos los que se recuperan de una pulmonía como la que usted ha sufrido.
Samantha le miró con expresión apagada.
—No se preocupe por nada. La señora Kendall le va a ceder esta habitación para lo que resta de curso, y el señor Kendall le ha traído las cosas que tenía usted en casa de la señora Mallone. Por lo que respecta a las clases, es usted una alumna tan excelente que no me cabe la menor duda de que conseguirá ponerse al día. De todos modos, seremos indulgentes.
Tenía los labios resecos y agrietados. Trató de humedecérselos con la lengua antes de murmurar:
—¿Y… Sean…?
—Será informado en cuanto le localicen —contestó el doctor Jones, con expresión sombría—. Y ahora descanse, querida. Ha pasado por una prueba espantosa. Unos segundos más en aquellas aguas y hubiera muerto congelada.
Cuando se inició el deshielo, Hannah Mallone fue enterrada. Fue una semana muy ajetreada para el reverendo Patterson, que hubo de presidir los funerales de todas las personas que habían fallecido durante el invierno. Puesto que la tierra estaba demasiado congelada para cavar sepulturas en ella, los cadáveres eran conservados en el sótano de la iglesia y el reverendo Patterson, que tenía una morbosa aversión a los muertos, se alegraba muchísimo cuando los enterraban. Hannah tuvo una tumba muy sencilla y una ceremonia que todavía lo fue más. Se celebró uno de aquellos días de finales de marzo en que el invierno no sabía si quedarse o marcharse; mientras la tierra iba cubriendo el humilde ataúd de Hannah, de madera de pino, empezó a nevar.
El doctor Jones le había denegado a Samantha el permiso para asistir al entierro, considerando que se encontraba todavía demasiado débil, pero Samantha hubiera ido incluso a gatas en caso necesario y él acabó por ceder, ofreciéndose a acompañarla; pero, curiosamente, Samantha pidió a la señora Kendall que fuera con ella. Y, de ese modo, el pequeño y silencioso grupo rodeó el sepulcro mientras el reverendo Patterson se esforzaba en añadir un toque católico a sus oraciones protestantes.
Todos contemplaron la tumba con la cabeza solemnemente inclinada mientras cada cual se entregaba a sus propias meditaciones. El señor Kendall lamentaba la pérdida de una buena cliente, la señora Kendall estaba preocupada por el guiso que había dejado cociendo a fuego lento en la cocina, el doctor Jones observaba con curiosidad el pálido rostro de Samantha (la verdad, ¿cómo se les había ocurrido salir a patinar a semejante hora?), y Samantha, apoyada en la señora Kendall, admiraba el cuidado con que algunos parientes quitaban la nieve de las tumbas, como si ello pudiera servirles de algo a los huesos y el polvo que reposaban debajo.
Sin embargo, cuando el tiempo empezó a mejorar y pudo visitar la tumba a solas, Samantha empezó a plantar delicadamente semillas en el pequeño montículo, arrancando las malas hierbas y cuidando aquella parcela de tierra con tanta dulzura, como si estuviera mimando a la propia Hannah.
El claro del bosque era accesible de nuevo, pero Samantha se sentía inexorablemente atraída por la tumba. Acudía allí todos los días en busca de respuestas. ¿Qué ocurrió, Hannah? Tú sabías que yo iba a ayudarte, ¿no es cierto? ¿Tuvo la culpa mi torpeza? ¿Acaso mi vacilación y mis palabras acerca de lo sagrado de la vida te hicieron ver tu pecado desde una perspectiva que no podías soportar? Yo no te ayudé, querida amiga, hice que te avergonzaras. Te abandoné. No existía la tal viuda Dorset, ¿verdad? Me lo dijiste tan sólo para que pudiera librarme sin remordimiento de una decisión que no estaba en condiciones de adoptar. Y los patines también te los pusiste por mí, ¿no es cierto? Para protegerme de la necesidad de explicar tu muerte. Yo no estaba preparada, Hannah; me enseñan lo que es la sangre y los huesos, pero falta en la clase el estudio del alma humana. No hay libros donde yo pueda aprender a sanar un espíritu herido.
Una fría ráfaga primaveral se levantó del barroso suelo y le llevó el espectral susurro de Hannah: «No te preocupes por eso, cariño. Es mi castigo. No tenía derecho a acostarme con otro hombre. Es el castigo del buen Dios por lo que hice».
El alma de Samantha se inflamó. ¿Y dónde está el castigo de Oliver, Hannah? Él no tenía derecho a acostarse contigo. ¿Dónde está el castigo que Dios le ha enviado a él?
A medida que pasaban los días, Samantha fue recuperando las fuerzas y adquiriendo sabiduría a través de sus cotidianas conversaciones con Hannah; la profunda tristeza se transformó gradualmente en cólera y, junto con la cólera, Samantha sintió que se le fortalecía el espíritu. Los hombres no tenían ni idea de lo que ocurría realmente, no tenían la menor sospecha del asombroso significado de la acción de Hannah y, en los casos en que la tenían, en los casos en que estaban peligrosamente a punto de comprenderla, se alejaban a toda prisa, temerosos de la verdad que allí descubrían. La verdad de que no son lo que creen ser. Los hombres se equivocan al creerse los amos, los guardianes instituidos por Dios de la vida y de la muerte en la tierra. Sólo creen que tienen en sus manos los postreros veredictos porque las mujeres les permiten esa ilusión a fin de que se sientan tranquilos; las decisiones primordiales de la vida y de la muerte corresponden exclusivamente a las mujeres, las cuales constituyen una mística hermandad de guardianas de secretos… Hannah lo ha demostrado. A lo largo de los siglos ha habido encuentros secretos, raspados y lavados, recetas transmitidas en voz baja de madre a hija, vidas ahogadas antes de haber empezado, como esa pequeña vida enterrada aquí con Hannah; y los hombres sin enterarse, sin enterarse jamás…
Oh, qué poder tan pavoroso ostentan las mujeres. No es de extrañar que los hombres nos tengan tanto miedo. Un ventoso día de abril en que el aire traía el aroma de las varas de oro y ella luchaba contra el viento por la posesión de su capa, Samantha tuvo una sorprendente revelación. Como si Hannah la murmurara en voz baja desde la fosa, Samantha oyó la frase que iba a cambiar su vida para siempre: «Los hombres nos tienen esclavizadas porque nos temen, pero sólo porque nosotras lo consentimos; ellos son nuestros carceleros, pero nosotras somos sus guardianas».
Samantha cayó de hinojos y empezó a recitar el Ave María que Hannah le había enseñado. Después, dirigiéndose al montículo de serena hierba verde, dijo:
—Te resarciré, Hannah, te prometo que lo haré. No puedo devolverte la vida, no puedo corregir mi error, pero te puedo hacer un voto solemne. Te prometo, Hannah Mallone, queridísima amiga, que te conservaré siempre a mi lado, que tu alma hallará la inmortalidad en mí y que tu muerte no habrá sido en vano, porque de ella ha surgido mi nueva fuerza. Nunca más dejaré qué me gobiernen; yo soy dueña de mí misma. Siempre llevaré conmigo tu consejo, querida amiga, de manera que, cuando a lo largo de mi camino encuentre a otras desdichadas hermanas como tú, sepa lo que debo hacer; y te prometo, querida Hannah, que, en recuerdo tuyo, jamás volveré a vacilar…