18

Estaba paseando sola por las calles de Lucerne; subiendo a montones de nieve tan altos que podía extender los brazos y tocar los hilos del telégrafo; caminando atenta al crujido de sus botas en la nieve, único rumor que turbaba aquel prístino silencio de enero. Anduvo varios kilómetros, con el rostro quemado por el frío mientras la gélida falda mojada se le pegaba a las piernas y las puntas de los dedos se le entumecían incluso en el interior del manguito de piel de nutria. De vez en cuando penetraba en su conciencia el distante sonido de las campanillas de un trineo, pero Samantha procuraba evitar los caminos donde habían retirado la nieve y las zonas del lago en que se deslizaban y evolucionaban los patinadores. Sus pasos la llevaron a las solitarias afueras de Lucerne, donde no corría el riesgo de encontrar a nadie, donde no se vería obligada a saludar, sonreír o tan siquiera mirar a la gente. Necesitaba estar sola.

En la cálida casa, Hannah apartaba de vez en cuando las cortinas y miraba a la calle en la esperanza de ver su silueta envuelta en una capa oscura, destacada sobre el blanco paisaje, y después sacudía la cabeza, dejaba caer la cortina y regresaba a la cocina o la costura, desconcertada, pero convencida a su sencilla manera de que, fuese lo que fuera, lo que turbaba a la chica, lo que le hubiera ocurrido en Navidad, se desvanecería con el tiempo como sucede con todas las cosas buenas y malas, y ella volvería a ser la misma de siempre.

El hecho de que Samantha jamás volvería a ser «la misma de siempre» no cruzaba tan siquiera por la imaginación de Hannah; ella que nunca experimentaba la necesidad de penetrar en los recovecos y entresijos de la mente, creía con firmeza que el único cambio real que se podía producir en una persona era la muerte. Al fin y al cabo, ¿acaso no era ella la misma chica amante de la vida que había crecido hacía años a orillas del Shannon? Hannah creía no haber cambiado; pero si se hubiera detenido alguna vez a analizarse por dentro, como ahora estaba haciendo Samantha en medio de la nieve, hubiera descubierto algunas sorprendentes y probablemente desalentadoras verdades acerca de sí misma. Por eso Hannah Mallone no se molestaba en hacer introspecciones y dejaba semejante tarea a los sacerdotes y a los filósofos; ella sabía quién era, qué quería y a dónde iba, y no consideraba necesario andar enredando las cosas. Tal como Samantha estaba haciendo en esos momentos. En fin, si eso es lo que necesita la chica, que lo haga. A su debido tiempo recapacitará y lo olvidará todo.

A su regreso Samantha no había sentido la necesidad de darle una explicación a Hannah. Se presentó inesperadamente en su puerta dos días después de la Navidad, con el rostro atormentado y exangüe, y se sumergió en el envolvente calor y en la protección hogareña del pequeño y cómodo mundo de Hannah. Tras unas pocas palabras, se entregó a la rutina de una vida superficial, comiendo sin saborear, durmiendo sin descansar y saliendo por las mañanas, envuelta en su capa, en busca de algo que no lograba identificar.

Samantha tenía la vaga sensación de haber llegado al término de una fase de su vida, de que algo —aún no sabía qué— se había cerrado para siempre; salía de la casa en medio del aire glacial, echaba un vistazo a la sábana de nieve que cubría el mundo y pensaba: Mi futuro empieza hoy.

Le parecía extraño porque, en general, uno sólo podía ver las fases de su propia vida en forma retrospectiva y mediando el tiempo y la distancia suficientes para poder contemplarlas con objetividad. Una mujer de cuarenta años, como Hannah, podía mirar hacia atrás y decir: «Ése fue el día en que mi vida cambió», pero ella sólo podía ver las cosas desde la perspectiva de sus veinte años. ¿Sería posible que una muchacha de esa edad alcanzase a ver la línea divisoria en el momento de atravesarla? ¿Sobre todo teniendo en cuenta que no sabía de dónde se estaba alejando?

Samantha se detuvo junto a la orilla del lago y dejó que el viento le apartara la capucha de la cabeza. Frente a ella, como un espejo colocado boca abajo, se extendía el lago helado, su lechosa superficie más oscura en los puntos donde la capa de hielo era peligrosamente delgada. Permaneció de pie, luchando con sus pensamientos hasta que su piel gritó de dolor, recordándole que, incluso en medio de su combate espiritual, tenía que prestar atención a la carne. Estaba escudriñando aquella vasta superficie blanca en busca de algo. ¿Qué sería lo que andaba buscando y que se zafaba de ella en forma tan crispadora? Sabía que había llegado a un final, pero ¿qué era? A veces, cuando se tropezaba con una blanca liebre que, sobresaltada, se quedaba inmóvil moviendo los bigotes, Samantha creía estar a punto de encontrar lo que andaba buscando. Pero entonces el animal escapaba velozmente y el pensamiento, como una pluma que los dedos no lograran alcanzar, huía volando.

A su debido tiempo Samantha lo averiguaría, pero ello no ocurriría hasta que los años y la distancia le permitieran mirar hacia atrás y decir: «Sí, ese día mi vida cambió. Fue el día en que terminó mi inocencia».

El invierno fue sustituido por una primavera de lluvias y de barro, y después por una primavera renacida que trajo de nuevo al zorzal y al urogallo y llenó los prados de zanahorias silvestres y peines de Venus. A finales de mayo, Sean Mallone regresó a casa y Hannah experimentó una transformación prodigiosa. Empezó a agitarse con juvenil energía y volvió a ser la chica del Shannon que ella imaginaba ser. Sus ojos color ámbar brillaban como las ventanas de la mansión de los Astor y sus mejillas tenían el arrebol de los melocotones y de las rosas; se preocupaba por su cabello, hizo acopio de whisky y de los alimentos que más le gustaban a Sean, y llenó la casa de ramilletes de capullos de fresa y margaritas amarillas.

Alegrándose por su amiga, Samantha se retiró discretamente. El regreso de Sean no introdujo ningún cambio en su vida: para poder sobrevivir, Samantha seguía acudiendo a sus clases, estudiaba hasta muy tarde por las noches y dedicaba los fines de semana a dar solitarios paseos y a veces a recoger bayas silvestres para ayudar a Hannah a elaborar mermeladas y jaleas. La rutina le permitía seguir adelante.

Descubrió el calvero durante la última semana de clases.

Los estudiantes de medicina se habían desmandado, rebasando todos los límites tolerables, y los habitantes de Lucerne, tal como hacían cada año por aquella época, murmuraban entre sí: ya sabían ellos que jamás debió permitirse la construcción de la Facultad. Cuatro estudiantes llegaron demasiado lejos: una noche de borrachera, sacaron a la calle un cadáver, le cosieron torpemente los brazos y las piernas, abiertos durante la autopsia, y lo sentaron en la estatua ecuestre de la plaza principal, asido a la cintura del olvidado general; después, ocultos entre risas detrás de unos arbustos, esperaron a que amaneciera, para ver la reacción de la gente. Pero les venció el sueño y así les encontraron: plácidamente dormidos en el césped. Fueron expulsados aquel mismo día.

Para mantenerse alejada de sus turbulentos compañeros, Samantha celebró el fin de curso dando largos paseos por la campiña. Encontró el claro por casualidad, mientras paseaba profundamente inmersa en sus pensamientos. Deteniéndose en el centro del calvero, empezó a dar vueltas lentamente. Parecía una pequeña habitación: los altos álamos y los abedules eran las paredes; las ramas de los árboles se juntaban en lo alto formando un techo a través del cual se podían ver retazos de azul; el suelo era la tierra reseca alfombrada de hojas; un viejo tronco, derribado hacía tiempo por un rayo, hacía las veces de banco. Samantha se sentó en él, preguntándose si alguien visitaría alguna vez aquel paraje; no parecía que fuese así, pues las moras colgaban abundantemente de las enredadas zarzas sin que las tocaran ni siquiera los pájaros, y algunas yacían podridas en el suelo.

Samantha, para quien el más sagrado de los misterios —el cuerpo humano— ya no constituía un misterio, necesitaba un poco de misticismo en su vida y empezó a imaginar que aquel calvero estaba encantado. Habiendo encontrado una punta de flecha india, se preguntó si en otros tiempos, cuando se encontraban en estado puro y salvaje, los indios habrían utilizado el claro como lugar de culto. Ellos adoraban espíritus muy prácticos, dioses que vivían en el maíz y en los árboles y el agua, dioses que se podían tocar y saborear y con quienes cabía establecer comunicación, no como el Dios remoto y sin rostro de Samuel Hargrave; con sus intensos aromas de tierra arcillosa y hojas secas y con el acre olor de las moras en descomposición, el calvero era algo así como un templo de los sentidos y el aire que allí se respiraba constituía un embriagador vino sacramental que le hacía sentir la presencia de los antiguos dioses. Por lo menos, era un lugar muy tranquilo para la meditación, y Samantha, que acababa de cumplir veinte años, cayó víctima de su lánguido hechizo estival: imaginó que el claro había estado esperándola a ella…

Era un lugar perfecto para clasificar las cosas, para desenredar el embrollo en que se había convertido su vida desde las Navidades. Acudía allí con un cesto con jamón y panecillos y un frasco de té al limón, vestida con un traje de algodón y luciendo un sombrerillo almidonado, y se abandonaba al hechizo. A menudo, tras haber almorzado en casa a base de conejo o pollo asado con patatas y salsa y pastel de manzana, Samantha observaba que en los ojos de Sean aparecía una mirada perezosa y que su mano se extendía para tocar con ademán soñador el brazo de Hannah, y entonces se inventaba una excusa para salir —necesitaba hilo o bien un bote de talco—, y dirigiéndose primero hacia el lago, para cerciorarse de que seguía en su sitio, tomaba luego el camino que conducía al claro, donde se encerraba en la tranquilidad de aquel santuario; con frecuencia el mero hecho de penetrar bajo sus frondosas ramas le producía un alivio inmediato. (Samantha había intentado una vez asistir a los servicios religiosos de la iglesia presbiteriana de Lucerne, pero había salido como si acabara de abandonar un gran festín y todavía se sintiera hambrienta. Puesto que no había ninguna iglesia católica, Hannah rezaba el rosario todos los domingos por la mañana y Samantha, para complacer a su amiga, aprendió también a rezarlo, pero eso tampoco le producía satisfacción alguna. El calvero colmaba una necesidad esencial).

A Samantha no le importaba ser excluida de las relaciones de Sean y Hannah: su necesidad de estar sola era tan grande como la que experimentaban ellos de estar juntos, y a veces imaginaba dulcemente lo que debían estar haciendo en aquellos momentos, experimentando una pequeña satisfacción indirecta al pensar en aquellas relaciones amorosas vespertinas, alegrándose por ellos puesto que también ella había conocido un poco aquella dicha y procurando después centrar sus pensamientos en otra cosa, para respetar la intimidad de sus amigos.

Al principio pensaba casi siempre en Joshua. Pero, a cada día que pasaba, se sentía un poco más curada y un poco más libre de él. ¿Había sido verdadero amor? Ya no estaba segura. No podía compararlo con ninguna vivencia anterior. En otros tiempos Samantha creía haber amado a Freddy, pero aquella emoción resultaba ahora antigua y borrosa, estaba demasiado desenfocada para que pudiera recordarla con exactitud, era como un ferrotipo en el que alguien se ha movido. Quizás hubiera distintas clases de amor. Por Joshua había sentido algo más cercano a la idolatría; había sido amor, pero no la clase de amor que conduce naturalmente al encuentro sexual. En esto último era en lo que más pensaba Samantha porque, curiosamente, tras el acto sexual, su amor por Joshua había cambiado.

A medida que los días estivales se sucedían, sin que ninguno fuera más extraordinario que los demás, Samantha tuvo una revelación en el claro del bosque: Joshua era un símbolo. Era como la flor que se aplasta entre las páginas de un libro; no se ama la flor, sino lo que ésta representa: un momento querido. Joshua era el símbolo de algo, representaba el paso de la adolescencia a la edad adulta, y Samantha le apreciaba por eso: porque jamás volvería a pasar por aquel camino. La primera vez sólo se puede experimentar en una ocasión; y ella se alegraba de que hubiera sido con Joshua.

Con la ayuda del calvijar y de sus antiguos espíritus, Samantha pudo finalmente situar a Joshua en un pequeño rincón de su corazón, donde permanecería siempre y donde ella le visitaría ocasionalmente. Con la llegada del otoño y el comienzo del nuevo curso, consiguió aceptar el hecho de que jamás volvería a verle ni volvería a saber de él.

Una vez resuelto el asunto de Joshua, Samantha pudo imprimir un giro de ciento ochenta grados a sus pensamientos, olvidando el pasado para mirar hacia el futuro. Tuvo, además, otra revelación que, al principio, le pareció extraña, pero que después, cuanto más la analizaba, tanto más agradable le resultaba hasta que terminó por considerarla un axioma: había nacido para estudiar medicina. Retrocediendo en el tiempo, vio los momentos que más destacaban en su vida, empezando por la curación del gato herido y pasando por los cuidados que había prestado a Freddy y a su padre tras sufrir éste las quemaduras, hasta llegar finalmente a la señora Steptoe; eran los instantes en que había sido ella misma con más plenitud, los que estaban más en consonancia con su naturaleza. Lo habían visto el señor Hawksbill, la doctora Blackwell y también Joshua, y ahora lo veía la propia Samantha. Y tras haberlo visto y aceptado y haber comprendido que estaba bien, Samantha llegó a la conclusión, allá en su pequeño claro del bosque, de que el curso de su vida ya estaba trazado y de que, con independencia de lo que pudiera ocurrir, jamás volvería a desviarse de él.

En agosto recibió la gozosa noticia de que Louisa y Luther se iban a trasladar a Cincinnati para casarse y, echando mano de sus pequeños ahorros, cada vez más menguados, les envió un regalo consistente en un juego de té, adquirido en la tienda de Kendall. El otoño llegó rápidamente a Lucerne y envolvió la ciudad y la campiña en su manto de rojos, dorados y pardos, e inmediatamente se inició un nuevo y bullicioso año escolar. En el segundo curso, el trabajo se intensificaba —allí solían abandonar los estudios muchos alumnos— y Samantha, libre de preocupaciones e inquietudes, tal como Joshua deseaba, se entregó por entero al trabajo y a la búsqueda de su propio destino.

Sean regresó a las montañas en octubre, dejando la casa extrañamente vacía y desolada, y al empezar las lluvias de noviembre, Hannah volvió a centrar su atención en Samantha. Aunque ella no quisiera reconocerlo, la chica había cambiado en cierto modo.

A Hannah no le gustaba analizar a la gente, su sencilla mentalidad se sentía incómoda con las conjeturas y las cuestiones abstractas; pero aquella vez no pudo evitarlo: Sentada al amor de la lumbre con una tetera a su lado mientras la lluvia golpeaba los cristales detrás de los pesados cortinajes, Hannah dejaba de coser, contemplando la joven cabeza inclinada sobre un libro de medicina —abierto por la página de una ilustración indecente— y se preguntaba por qué, a diferencia de cualquier otra mujer creada por el buen Dios, Samantha Hargrave jamás hablaba de sus cosas.

Era natural, femeninamente natural, que dos mujeres que compartían una casa, sentadas al amor de la lumbre con una tetera al lado mientras la lluviosa noche se consumía en el tictac del reloj, se sintieran inducidas a compartir sus pequeñas intimidades, a confesar sus problemas femeninos, a buscar alivio en la comprensión de una hermana. Las mujeres nunca se cansaban de intercambiarse, como si fueran recetas culinarias, sus confidencias más personales. En noches como aquélla siempre hacían aflorar a la superficie cosas que en otros momentos permanecían ocultas: remedios para los calambres menstruales, los curiosos sueños que se habían tenido últimamente, la deliciosa novela subida de tono que se guardaba bajo la almohada, la inquietante noticia del nuevo dependiente de la tienda Kendall…

Hannah estudió una puntada y decidió intervenir, en el firme convencimiento de que una buena confesión, como pudiera ocurrir con un purgante, traería consigo la recuperación de Samantha; le hablaría de una preocupación personal, de algún sueño o alguna observación, y aguardaría la tradicional reacción. Pero la reacción jamás se producía. Samantha daba una amable respuesta («Ya sé lo que quieres decir, Hannah: yo también tengo sueños más vivos durante la regla; no creo que sea motivo de preocupación») y después volvía a cerrar la puerta.

Aquello no estaba bien, sobre todo teniendo en cuenta lo que la chica estaba estudiando. Una ocupación de lo menos secreta que pueda haber, pensó Hannah, en la que se examinaban los más ocultos rincones del cuerpo humano. Nada escapaba al médico: ninguna grieta, orificio o mecanismo interior quedaba al margen de su inspección; él veía la desnudez de la gente y era probable que se le confesaran más intimidades que a un sacerdote, y Samantha estaba aprendiendo a ser precisamente una persona así, una persona ante la cual se revela todo lo que es humano… ¿cómo era posible que permaneciera tan cerrada?

En fin, pensó Hannah, quizá fuera ésa la respuesta pura y simple. Tal vez cuando se te revelan con tanta claridad todas las cosas humanas y corporales, empiezas a experimentar el deseo de conservar un último baluarte de intimidad. Tal vez la naturaleza más profunda de una persona intuye que no es natural tener una visión tan clara de las cosas, y entonces uno se aferra a esa última reserva de intimidad y santidad. Bien mirado, pensó Hannah mientras reanudaba su costura, el mismo viejo doctor Shaughnessey era un tipo muy cerrado: lo sabía todo acerca de todos los habitantes del lugar, pero él constituía un enigma. ¿Serían así todos los médicos? Tal vez. Samantha Hargrave estaba siguiendo sin duda ese camino.

Hannah se revolvió en su asiento, lanzó un suspiro, volvió a mirar a su amiga, alegrándose de que ésta ya hubiera pasado la página de aquella indecente ilustración, estudió su perfil de camafeo —largo y esbelto cuello, nariz y barbilla clásicas, espesas pestañas, finas cejas y aquella frente tan sorprendentemente despejada—, dedicó otro minuto a pensar en ella (bueno, ya sabemos lo que se dice de las aguas mansas) y se encogió de hombros, pensando que sus torpes intentos de análisis habían sido un fracaso.

Pero lo cierto era que Hannah había dado en el blanco.