Mientras bajaba la escalera, a Samantha le pareció estar flotando en una nube. Jamás en su vida había lucido un atuendo tan hermoso. El vestido era de raso color azul pavo real y la señora Simmons, a pesar de las prisas, había obrado maravillas para adaptarlo a las medidas de Samantha. La cintura era muy ajustada y la redondez del busto quedaba muy realzada. La holgada falda, fruncida en la parte delantera como los cortinajes de una ventana, se recogía en la parte de atrás en un polisón y formaba una cola. Un adorno de tul azul cielo con flores y arabescos plateados le rodeaba los hombros desnudos, los cuales, al igual que la suave elevación de su busto, quedaban atrevidamente al descubierto gracias a un amplio escote. Los complementos eran unos mitones de seda de Lyon y un abanico de encaje.
Samantha se movía como en un sueño, pero, al ver a Joshua esperándola al pie de la escalera y mirándola fijamente como si fuera una aparición, volvió a la realidad. Es a Estelle a quien está viendo, pensó, no a mí.
Llevaba doblada sobre el brazo una voluminosa prenda que ofreció a Samantha para que se la pusiera. Ella se quedó boquiabierta de asombro. El tejido exterior de la capa con capucha era de lana merina, pero el forro era de chinchilla, y Samantha se estremeció cuando la lujosa piel envolvió sus brazos y sus hombros desnudos.
—Es de Estelle. Ha insistido en que se la ponga.
Samantha acarició la piel de color humo como si perteneciera a un animal vivo, mientras Joshua se situaba a su espalda y le colocaba la pesada capa alrededor de los hombros. Según él extendía las manos para ajustarle el corchete, a Samantha le pareció percibir el calor de su cuerpo a través de la capa y, antes de apartarse, las manos de Joshua se posaron un instante en sus hombros.
—Está usted encantadora esta noche, Samantha.
—Gracias, doctor Masefield.
Él retrocedió unos pasos.
—Tiene que acordarse de llamarme Joshua esta noche.
Samantha se volvió para mirarle; sus facciones aparecían envueltas en sombras. Claro, iban a interpretar una suplantación.
Joshua la ayudó a bajar los helados peldaños y entrar en el coche que estaba aguardando. Una vez en el interior, se sentó a su lado y cubrió las piernas de ambos con pesadas mantas. Durante el largo trayecto, no pronunciaron ni una sola palabra.
Cuando vio el desfile de carruajes frente al 350 de la Quinta Avenida, Samantha empezó a acobardarse. La mansión de los Astor resplandecía de luz y las ventanas brillaban como el oro. Los invitados que estaban descendiendo de los carruajes aún resultaban más deslumbrantes: caballeros envueltos en capas, damas cubiertas de joyas y pieles. Al verlas, Samantha se sintió repentinamente fuera de lugar. Una auténtica apocada.
La invadió el pánico. ¿Cómo habría concebido la esperanza de pasar por quien no era? ¿Qué locura la había inducido a creer que podría superar aquella prueba? Su carruaje avanzó con una sacudida para situarse detrás de otro.
—Doctor Masefield…
—Mi nombre de pila, por favor. —Cuando les abrieron la portezuela, él añadió—: Y no olvide que es mi esposa.
Se incorporaron a la procesión que estaba subiendo la escalinata y entraron en el resplandor de la casa. Tomando del brazo a Joshua, Samantha levantó la cabeza y se acercó con paso firme a la anfitriona, que, de pie bajo un retrato que le había pintado Carolus Duran, estaba acogiendo a los invitados que iban llegando como una reina que recibe pleitesía.
La señora de William Astor, que prefería ser llamada simplemente señora Astor, era una dama bajita y rechoncha, tan agobiada por el peso de la ropa y las joyas que no se podía inclinar y apenas podía moverse; el efecto resultante era un porte regio que no poseía realmente y un exterior que impresionaba a quienes la veían por primera vez. Samantha procuró no mirar, pero el vestido de Redfern ya era un monumento de por sí: terciopelo color púrpura con ribetes de raso azul pálido, todo bordado con lentejuelas doradas. La parte delantera y la posterior llevaban tantas incrustaciones de cuentas y piedras que el vestido producía la impresión de haber sido confeccionado alrededor de su cuerpo. El corpiño de orquídeas, tan insólitas en diciembre, era el más conservador de sus adornos. Alrededor del cuello, la señora Astor lucía un collar de brillantes de tres vueltas, sobre el pecho llevaba un broche con un enorme diamante que, según se afirmaba, había pertenecido a María Antonieta, y las muñecas y los dedos aparecían constelados de diamantes mientras que, entretejida en la peluca color ala de cuervo que llevaba (sus cabellos eran demasiado escasos para poder peinárselos), podía verse una redecilla también de diamantes, rematada por una diadema real.
Tras haber observado cómo saludaban a la señora Astor las damas que la habían precedido, Samantha reprimió el impulso de hacer una reverencia. Cuando Joshua se presentó así mismo y a su «esposa», la señora Astor les saludó amablemente, dirigió una breve sonrisa a Samantha y les dio las gracias por ayudarla en aquel noble empeño. Después, un lacayo con librea azul recogió sus capas y el bastón y sombrero de Joshua y la pareja se unió a los que desfilaban por la alfombra de Aubusson camino del salón de baile.
Samantha se quedó boquiabierta al contemplar el soberbio salón.
Era la famosa galería Astor, donde los cuadros aparecían colgados uno sobre otro hasta el elevado techo: obras de Jean Francois Millet, Constant Troyon y otros pintores de la escuela de Barbizon. Miles de relucientes luces brillaban en los enormes candelabros italianos; flores y plantas de Klinder por valor de once mil dólares habían transformado la nevada noche en una noche estival. Criados con libreas azules, copia exacta de las que se utilizaban en el castillo de Windsor, se movían por entre los invitados portando bandejas con champán y otras exquisiteces. Había en el salón más de seiscientos invitados.
—¿Te apetece comer algo? —le preguntó Joshua.
—¡No, gracias! ¡No podría tragar!
—Un poco de champán entonces.
Joshua la acompañó a un sector del salón, donde, instaladas entre palmas, se veían sillas alrededor de veladores adornados con rosas Gloire de París; después dio media vuelta y se abrió paso por entre la concurrencia. Abanicándose nerviosamente, Samantha miró a Joshua y le pareció que caminaba un poco envarado; y cuando él desapareció de la vista, Samantha hizo acopio de valor y miró a su alrededor.
Las mujeres eran increíbles: tan distintas de ella como si pertenecieran a otra raza. Se preguntó qué debían hacer, cómo debían vivir. Todas, independientemente de la edad y del tamaño, se esforzaban en conseguir la popular cintura de cuarenta y ocho centímetros e iban dolorosamente encorsetadas, lo cual daba lugar a que la carne desplazada de su sitio se levantara formando el exuberante busto que exigía la moda. Estelle le había dicho en cierta ocasión que el típico vestuario estival de una de aquellas mujeres estaba integrado por noventa vestidos con sombrillas a juego y guantes de cabritilla largos hasta el codo.
Vio a Joshua acercándose con dos copas. Cojeaba.
Bebieron en silencio durante unos minutos —parecía que a él no le apetecía conversar— y cuando la orquesta, situada en una galería oculta por unos adornos florales, empezó a tocar los acordes de El Danubio azul y las parejas se dirigieron a la pista de baile, el corazón de Samantha empezó a latir esperanzado. Estaba segura de que Joshua la sacaría a bailar por lo menos una vez.
Pero según la orquesta iba pasando de uno a otro vals y otras parejas empezaban a evolucionar en la pista, Samantha comprendió que su silencioso acompañante no la iba a invitar; al parecer, la velada iba a consistir en permanecer sentados, observando a los demás.
—Creo que ahora me apetece comer algo —dijo Samantha descansando la copa vacía mientras empezaba a experimentar los primeros efectos del champán—. ¿Es correcto que vaya sola? Me encantaría ver la mesa.
Para su asombro, él no protestó, sino que se limitó a asentir con la cabeza, lo cual indujo a Samantha a preguntarse fugazmente si no sería que deseaba estar solo.
La mesa, adosada a una de las paredes, era un auténtico sueño; Samantha sólo pudo identificar menos de la mitad de los platos, y no tenía la menor idea de cómo se comían los demás. La señora Astor era famosa por sus cocineros: había sopa de tortuga, mousse au jambon, terrapin, filet de boeuf con trufas, riz de veau à la Toulouse, pâte de foie gras en Bellevue con salsa de alcachofas, sorbete de marrasquino, queso de Camembert con panecillos, y budín Nesselrode. Samantha no sabía ni por dónde empezar.
—¿Puedo recomendarle el bistec? —preguntó una voz grave a su lado.
Al volverse sorprendida vio una encantadora sonrisa y unos suaves ojos castaños.
—¿Decía usted?
El caballero, alto y delgado y de unos treinta años, se inclinó hacia la humeante bandeja de filet de boeuf.
—Me temo que se lo recomiendo porque es lo único que reconozco.
Samantha volvió a recorrer con los ojos los diversos platos.
—Espero que terminen toda esta comida.
—No ocurrirá tal cosa. No es de buen tono atiborrarse en estas fiestas. Pero no se preocupe, toda la comida que sobre y todas las flores serán enviadas al Hospital Bellevue.
—¿De veras? —preguntó ella, mirándole.
El apuesto caballero contempló a aquélla joven sin nombre, intrigado por sus ojos plateados, tan grandes e inquisitivos, y desconcertado por su evidente desconocimiento de la vida social. ¿Quién demonios era y quién la acompañaba?
—Cada vez que la señora Astor organiza un baile, los pacientes del Hospital Bellevue caen de rodillas agradecidos. Porque normalmente comen la bazofia directamente de la superficie de la mesa, dado que carecen de cubiertos. Y es auténtica bazofia.
—¡No hablará usted en serio!
—Completamente en serio. Un comité ha investigado recientemente las condiciones del Bellevue y ha descubierto no sólo la espantosa costumbre de hacer comer a los pacientes directamente con los dedos, sino también el hecho de que no hubiera ni una sola pastilla de jabón en todo el centro.
Samantha posó el plato de porcelana que tenía en la mano.
—Creo que no me apetece comer.
—Discúlpeme, le he estropeado el apetito. Y he olvidado, además, los buenos modales. Puesto que no hay nadie aquí cerca que pueda hacerlo, permítame que me presente yo mismo. Mark Rawlins.
—Encantada. ¿Pertenece usted a la sociedad?
Él la miró un instante, y después, echando atrás la cabeza, rió.
—¡No, por Dios!
A Samantha no le hizo demasiada gracia que se burlaran de ella. Miró hacia el otro lado del salón, buscando a Joshua, pero no pudo verle. Su acompañante añadió:
—Estoy aquí en calidad de símbolo. Soy uno de los pobres médicos sobrecargados de trabajo, mal pagados y poco estimados a quienes la señora Astor ha invitado a su fiesta benéfica.
Por su aspecto y por el elegante corte de su levita y del pantalón a rayas, el doctor Rawlins no daba la impresión de estar mal pagado ni sobrecargado de trabajo, y Samantha pensó que se estaba burlando de ella.
—¿Es usted médico, señor?
—Cirujano —contestó él, inclinándose levemente—. Y ahora que he tenido el gran atrevimiento de presentarme, ¿me permite la audacia de pedirle un baile?
Ella frunció el ceño con expresión indecisa.
—Es usted muy amable, pero he venido acompañada.
—¿De un caballero? ¡En tal caso, debo pedirle perdón! Yo pensaba… —Maldita sea, pues ¿qué demonios estaba haciendo allí, sola, eligiendo la comida? Mark Rawlins la miró. Puesto que no parecía tener demasiada prisa por reunirse con su acompañante, le preguntó cautelosamente—: ¿Cree usted que se opondría a que me concediera un baile?
Samantha trató de nuevo de localizar a Joshua entre los invitados, pero en vano. Contempló el rostro sonriente de Mark Rawlins… Tenía en la comisura de la boca una pequeña cicatriz que confería una expresión picara a su sonrisa… y la tentación la indujo a decidirse. Le apetecía mucho bailar y estaba claro que Joshua no iba a sacarla.
—Quizá no haya inconveniente…
Cuando Samantha quiso darse cuenta, él estaba evolucionando con ella sobre el entarimado, una mano apoyada en su cintura y la otra estrechando la suya. Experimentó la sensación de cobrar vida súbitamente: la música, la libertad, el salón girando a su alrededor y la radiante y encantadora sonrisa de Mark Rawlins derramándose sobre ella.
—No me ha dicho cómo se llama.
—Sam… —empezó a decir ella—. Estelle Masefield. Señora de Masefield.
La expresión del doctor Rawlins no se alteró.
—¿La esposa de Joshua Masefield?
—Sí… —contestó ella, conteniendo la respiración.
—Debo decir que ha mejorado usted mucho desde la última vez que la vi, señora Masefield —comentó él sin dejar de sonreír.
Samantha tropezó y le pisó. Ambos se detuvieron.
—Oh, lo siento…
Otras parejas los sortearon hábilmente mientras Samantha, con el rostro arrebolado, miraba al hombre que aún la tenía abrazada.
—No me ha lastimado —dijo él galantemente—. Puedo seguir bailando.
Volvieron a empezar, uniéndose a las demás parejas, y Samantha observó que muy pronto estarían bailando delante de Joshua.
—Está usted muy colorada —le dijo Mark Rawlins—. No se me irá a desmayar, ¿verdad?
—No sé qué decir.
El doctor Rawlins contempló su cabeza inclinada, vio el rubor que se extendía por su delicado cuello y se preguntó qué misteriosa relación tendría con Joshua Masefield. Era una joven de la que un hombre podía enamorarse fácilmente; ¿habría sucumbido Joshua?
—O sea, ¿que está usted aquí con Joshua? Me encantará volver a verle.
Samantha le miró con sus grandes ojos grises.
—¿Le conoce usted?
—Eramos amigos allá, en Filadelfia. Yo estaba con Joshua cuando él recibió el veredicto del doctor Washington. —Se estaban deslizando sin esfuerzo por la pista, arrastrados por el hechizo de los numerosos violines—. Siento curiosidad por el acertijo…
—Estelle está demasiado enferma para asistir, y el doctor Masefield no quería dar excusas. Nos pareció inofensivo que yo simulara ser su esposa por una noche.
Inofensivo y ligeramente emocionante, ¿verdad?, pensó Mark Rawlins. Me pregunto qué debe saber acerca de Joshua. Seguro que él no se lo ha contado todo…
—Y ahora dígame —preguntó en voz alta—, ¿de dónde la conoce Joshua?
Ella se lo dijo y, de repente, el doctor Rawlins empezó a mirarla de un modo distinto.
—Una estudiante de medicina. Estoy asombrado. Discúlpeme la observación, pero, viéndola, nadie lo diría.
Samantha abrió la boca, pero no le salió la voz porque, justo a la espalda del doctor Rawlins, acababa de vislumbrar el severo semblante de Joshua Masefield. Éste se estaba levantando muy despacio, con el rostro extrañamente pálido y sus negros ojos clavados en Samantha.
Mark Rawlins dio una vuelta, impidiéndole la visión, y, cuando ella pudo volver a mirar, Joshua ya había desaparecido.
Cesó la música y Samantha empezó a abanicarse.
—Doctor Rawlins, ¿sería usted tan amable de traerme un poco de champán?
Él se encargó primero de acompañarla a un asiento entre las palmeras y después se perdió entre los invitados. Samantha empezó a inquietarse mientras buscaba afanosamente a Joshua.
—Su champán, señora Masefield.
Samantha levantó los ojos sobresaltada y vio al doctor Rawlins, ofreciéndole una copa.
—Gracias…
Él se sentó a su lado y tomó un sorbo de la suya.
—Pero ¿dónde está Josh esta noche? No le veo.
Samantha estiró el cuello y se revolvió en su asiento, mirando de un lado para otro, sin percatarse de la admiración que reflejaban los ojos del doctor Rawlins.
—Estaba aquí hace un minuto.
Un oscuro pensamiento cruzó por la mente de Mark Rawlins: Ya sé dónde está. En voz alta, sin embargo, dijo con forzada indiferencia:
—Vendrá en seguida. No comprendo cómo ha podido Josh dejar sola a una joven tan hermosa.
Samantha tomó un sorbo de champán y procuró refrenar el nervioso abaniqueo.
—¿Qué le parece la Facultad de Medicina? ¿Ha tropezado con algún problema por el hecho de ser mujer?
Agradeciendo aquella posibilidad de distracción, Samantha le contó a Mark Rawlins cómo se habían desarrollado sus primeras semanas en Lucerne. Puesto que él era un interlocutor atento y se mostraba evidentemente interesado, y dado que el champán estaba empezando a ejercer un efecto tranquilizador por todo su cuerpo, Samantha notó que su nerviosismo se desvanecía y se animó un poco.
—Hay una vieja grulla llamada doctor Page que, al principio, no aprobaba mi presencia allí. ¡Es tan alto y delgado que a veces, durante las clases, pienso que va a levantar una pierna y se sostendrá sobre un solo pie!
Rawlins se rió y tomó otras dos copas de la bandeja de un criado que pasaba.
—Me siento constantemente observada, Como si el menor error pudiera ser motivo de expulsión. —Samantha se abanicó: estaba empezando a sentirse un poco aturdida—. Llegué a pensar que aquellos primeros días iban a ser los últimos porque todo el mundo estaba en contra mía.
Mark Rawlins estudió en silencio a su acompañante, admirando el brillo de sus ojos y el encanto que le daban los negros rizos que se habían escapado de su peinado y le acariciaban la nuca.
—Estoy seguro —dijo suavemente— de que ahora, se habrán enamorado totalmente de usted.
Samantha posó la copa vacía.
—Le aseguro que el afecto es fraternal —dijo.
Mark Rawlins echó un vistazo al salón.
—Me parece que Joshua está ocupado en otro lugar. ¿Bailamos de nuevo?
Lo hicieron otras dos veces, hasta que Samantha quedó sin resuello y tuvo que agarrarse entre risas al brazo del doctor Rawlins. Era casi medianoche y la fiesta se encontraba en su apogeo. Setecientos invitados, la flor y nata de la sociedad de Nueva York, bailaban, bebían y trataban de ganarse los unos el favor de los otros. Mark Rawlins acompañó a Samantha por el salón, contándole chismes de la gente que pasaba, escuchando fragmentos de conversaciones y presentándola a otros invitados. Para ser un hombre «mal pagado y sobrecargado de trabajo», Mark Rawlins conocía muy bien a muchas figuras de la aristocracia neoyorquina.
Se detuvieron junto a un grupo.
—¿Quiénes son? —preguntó Samantha, estirando el cuello para ver algo por encima de las cabezas.
—Lo sabremos en seguida.
Estaban rodeados por la fama y la riqueza. A la izquierda de Samantha se encontraba la hija de la señora Astor con su nuevo marido James Roosevelt; a su derecha, la célebre Ellin Dynley Prince, que tenía el privilegio de estar casada con el único judío aceptado por la buena sociedad de Nueva York. Los retazos de conversación que se arremolinaban a su alrededor se le antojaban a Samantha un idioma desconocido: veranos en Newport; tomar el sol en la playa de Bailey; veladas en Beechwood, la mansión estival qué tenía en Newport la señora Astor, jugar al tenis sin corsé en el casino, el descaro de un nuevo rico que había pretendido introducirse en Newport, siendo cosa sabida que había que empezar por Bar Harbor. Y, como era natural, el tema preferido de chismorreo: ¿dónde estaba William Astor mientras su mujer ofrecía aquella gran fiesta?
Mark Rawlins inclinó la cabeza y le dijo en voz baja a Samantha:
—El marido de la señora Astor se encuentra en estos momentos en Florida, disfrutando de la compañía de unos amigos en su yate. Dicen que ha donado dinero al gobernador de Florida para que organice una partida de mercenarios que busquen a indios seminolas hostiles en los pantanos de los Everglades.
Súbitamente se produjo una conmoción en el núcleo del pequeño grupo. Alguien en su centro, oculto por los trajes de noche y los fracs, estaba farfullando y jadeaba pidiendo agua. Un inquieto murmullo corrió entre los invitados; estaban llamando a un médico. Rawlins se abrió paso inmediatamente, seguido de Samantha. Encontraron a un caballero bajito y con barba bebiendo agua, y a su lado una voluminosa mujer sosteniendo otro vaso.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Rawlins, arrodillándose al lado del hombre sentado.
—El cigarro —contestó la mujer que, según pudo observar Samantha, tenía un ojo artificial que no se movía juntamente con el otro—. Se ha puesto accidentalmente el extremo encendido en la boca.
Aunque la gente parecía mostrarse solícita y preocupada, Samantha vio que algunos invitados se guiñaban el ojo y reprimían la risa. Mark Rawlins consiguió que el hombre dejara de beber y le permitiera examinarle la boca.
—Todo se arreglará, señor; le saldrá una ampolla, y nada más.
El caballero de la barba se enjugó el hermoso rostro cuadrado con un pañuelo y rechazó el segundo vaso de agua.
—Prefiero whisky, Julia querida.
A su espalda, Samantha oyó que alguien murmuraba:
—Parece que de eso ya tiene bastante.
Ulysses S. Grant era una maravilla de hombre y, cuando Samantha comprendió quién era, recordando los muchos retratos suyos que había visto, se impresionó. Los cuidados médicos que Mark Rawlins le había prestado dieron lugar a que éste y su acompañante fueran presentados al hombre que hacía apenas dos años había sido presidente de los Estados Unidos.
Rawlins le dio al señor Grant algunos consejos acerca de los cuidados que debía prestar a la pequeña herida y Samantha observó que, cada vez que el hombre tomaba un sorbo de whisky, hacía una ligera mueca. Lo atribuyó a la herida del labio sin saber, como ni siquiera el propio Grant sabía entonces, que el famoso héroe de la guerra civil padecía un cáncer de garganta que le llevaría a la muerte cinco años más tarde.
Rawlins se retiró con Samantha para permitir que otros invitados se acercaran y le presentaran sus respetos; en aquel momento, se acercó un lacayo e informó al señor Grant que el director de la orquesta tendría mucho gusto en interpretar la pieza musical que él le pidiera.
—La cosa tiene mucha gracia —le dijo Rawlins a Samantha en voz baja conforme la tomaba por el codo para apartarla del bullicio—. El señor Grant es tan poco aficionado a la música, que una vez dijo que sólo conocía dos canciones: una era Yankee Doodle y la otra no lo era.
Samantha se rió detrás del abanico, mientras sus ojos buscaban de nuevo a Joshua; hacía horas que no le veía.
—¿Le apetece bailar otra vez?
—Si no le importa, doctor Rawlins, prefiero sentarme.
Regresaron a la mesa que anteriormente habían ocupado, tomando al pasar otras dos copas de champán de una bandeja.
—¿Sabe que aún no me ha revelado cuál es su verdadero nombre? —dijo Rawlins mientras se sentaba.
—Es Estelle Masefield —replicó una voz a su espalda.
Se volvieron y vieron a Joshua de pie detrás de una de las macetas de palmas.
—¡Josh! —exclamó Mark Rawlins, levantándose de golpe—. ¡Cuánto me alegro de volver a verte! ¡Te hemos estado buscando!
Joshua clavó en Samantha sus ojos de granito.
—¿De veras?
—¿No quieres reunirte con nosotros? ¿Quiero decir si no te importa que me quede contigo y con tu encantadora acompañante? —Rawlins le dio a Joshua unas palmadas en la espalda—. ¿Cuánto tiempo hace que no nos veíamos, Josh? Ahora estoy en el St. Luke’s. Llevo allí seis meses.
Al principio, pareció que Joshua no quería reunirse con ellos, aunque seguía mirando a Samantha con expresión sombría; pero después rodeó la maceta y se acomodó en la otra silla. Mientras lo hacía, Samantha observó que tenía el labio superior empapado en sudor.
—Me gustaría conocer la verdadera identidad de la joven —dijo Rawlins.
—Es mi esposa.
Mark Rawlins miró a Joshua un instante sin dejar de sonreír y después carraspeó y se removió en su silla, la cual chirrió ruidosamente sobre el suelo.
—Comprendo muy bien la razón de tu engaño, Josh. La joven me lo ha explicado todo.
—¿De veras, querida? No ha tardado usted mucho en olvidar el trato.
—No se lo reproches, Josh. Prácticamente la he sometido a tortura hasta que me ha dicho la verdad. Pero sigo sin saber cómo se llama.
—Y no lo sabrás.
El doctor Rawlins volvió a agitarse en su asiento, intuyendo con toda claridad la corriente oculta que fluía entre sus dos acompañantes mientras ambos se miraban el uno al otro. Antes se había preguntado si Josh se sentiría atraído por ella. Bien, pues, ahora le parecía que la joven estaba tan hechizada por Joshua como él lo estaba por ella. Curiosa relación. Ella parecía sentirse subyugada por él y, al mismo tiempo, temerle.
—Le estaba diciendo antes a la señorita que no parece una estudiante de medicina.
Como si despertara súbitamente, Samantha volvió a animarse. Se apartó de la dominante mirada de Joshua y empezó a abanicarse, mirando al doctor Rawlins.
—También me han dicho, señor, que, en mi calidad de estudiante de medicina, tendría que ser más gorda y más vieja. Eso fue cuando trataron de impedirme la entrada en el laboratorio de disección.
Rawlins procuró hacer caso omiso de la mirada que Joshua le dirigía de soslayo.
—¿No le permiten entrar en el laboratorio de disección?
—Ahora sí, pero tuve que luchar para conseguirlo. —Mientras relataba el conflicto surgido en el pasillo de la universidad, Samantha se percató de la ardiente mirada de Joshua—. Desde entonces, nos hemos dividido en grupos de cinco y trabajamos por las noches por nuestra cuenta. A veces, los estudiantes de mi grupo prefieren ir a una taberna y entonces me quedo sola, cosa que lamento mucho porque la Facultad me pone nerviosa de noche.
Mark Rawlins le estaba escuchando sólo a medias. La transformación había sido extraordinaria: la sola presencia de Joshua Masefield la turbaba. ¿Qué extraño poder ejercía éste sobre ella?
—Dicen que hay allí fantasmas.
—¿Cómo? —preguntó Mark, parpadeando.
—Viene de una leyenda india… —La voz de Samantha adquirió un tono distante mientras refería la historia de los desventurados amantes que habían hallado una trágica muerte en el lugar donde ahora se levantaba la rotonda—. Un joven del clan del Lobo estaba enamorado de una muchacha del mismo clan, y ella lo estaba de él. Pero la madre de la chica ya había dispuesto su boda con otro joven del clan de la Tortuga. La víspera de la boda, el enamorado secuestró a la muchacha; ambos huyeron y consumaron su amor en los bosques. El ofendido joven del clan de la Tortuga los encontró, mató a su prometida y castró al joven. A los ojos del clan del Lobo, los amantes habían cometido incesto y por esa razón la ignominia había caído sobre el clan; el joven fue desterrado y, sin saber a dónde ir, se tendió al lado del cadáver de su amada y murió al cabo de largos días. Dice la leyenda que los espíritus de los amantes vagan por las salas de la Facultad llamándose el uno al otro; pero, debido a la maldición que pesa sobre ellos, jamás pueden reunirse.
Al finalizar Samantha su relato, la oculta orquesta empezó súbitamente a tocar con gran estruendo. Mark Rawlins estaba mirando al suelo, profundamente inmerso en sus pensamientos; fue Joshua quien rompió el hechizo:
—Parece que el amor nunca trae más que desdicha.
—Puede traer felicidad —dijo Samantha suavemente—, cuando uno lo quiere.
De repente, todo le resultó muy claro a Mark Rawlins.
—¡Vaya! —exclamó en voz alta, irguiéndose en su asiento—. Allí está el doctor Barnes y con su caballuna mujer. No veo a Barnesy desde nuestros tiempos de la Facultad. —Mark Rawlins se levantó y le tendió la mano a Joshua—. Siento largarme tan de improviso, pero tengo un asunto que resolver con Barnesy. Ya sabes dónde estoy, Josh. En el St. Luke’s. ¿Te parece que nos veamos alguna vez? —Se estrecharon la mano. Después Rawlins se dirigió a Samantha—: Ha sido un placer, Dama Misteriosa. Espero que volvamos a vernos. Y no tema —añadió significativamente—. Su secreto está a salvo conmigo. —Ya se disponía a marcharse, pero se detuvo como si acabara de ocurrírsele algo—. Mira, Josh, tu pequeño engaño ha sido todo un éxito, pero podría parecer extraño que un hombre no bailara por lo menos una vez con su propia esposa. Buenas noches.
Le vieron alejarse por entre los invitados y cruzar finalmente la puerta principal. Samantha abrió y cerró el abanico, intensamente consciente del silencioso hombre que tenía al lado. Él la sorprendió diciéndole:
—¿Bailamos?
Samantha hubiera querido negarse, Mark Rawlins casi le había obligado con su comentario.
—Sí, me encantaría.
Mientras se dirigían a la pista, Samantha se percató nuevamente de la cojera.
—¿Se ha lastimado, doctor Masefield?
—No es nada.
Él extendió el brazo casi por completo, manteniéndose a una buena distancia y apoyando suavemente la otra mano en la cintura de Samantha. Cuando la orquesta empezó a tocar, se perdieron entre las demás parejas, pero no fue en absoluto como bailar con Mark Rawlins, porque Joshua se movía mecánicamente, como si estuviera ejecutando una tarea molesta, y no miraba a Samantha sino que mantenía los ojos fijos por encima de su cabeza.
—Estaba preocupada por usted, doctor Masefield —dijo ella cautelosamente al cabo de varios minutos—. Ha tardado mucho.
—Pero no ha estado sola en mi ausencia.
Samantha se preguntó si la profusa iluminación del techo tendría algo que ver con ello, pero lo cierto era que la tez de Joshua tenía un color muy extraño.
—El doctor Rawlins dijo que eran ustedes muy amigos. Creí que tendrían más cosas que contarse.
Joshua no contestó. Con la mirada fija en la lejanía parecía tratar de concentrarse. Un fino velo de sudor le cubría la frente.
—El doctor Rawlins parece un hombre simpático.
Al final, Joshua la miró.
—¿Le volverá usted a ver?
—¿Para qué?
—Sería perfecto para usted. Mark está muy acreditado, gana mucho dinero, tiene muchos clientes, carece de vicios, es un hombre honrado y se ha enamorado de usted.
Samantha le miró. El vals alcanzó un crescendo. Mientras daban una vuelta, Joshua la atrajo hacia sí.
—¡Estoy segura de que en lo último se equivoca! —dijo ella casi sin resuello.
—Conozco a Mark hace tiempo y nunca le había visto mirar a una mujer como la miraba a usted. No es una idea absurda, Samantha. El hombre con quien usted se case influirá muchísimo en el éxito de su carrera. Yo creo que Mark la respaldaría mucho.
—No deseo pensar en el matrimonio en estos momentos…
Él perdió el compás y pareció como si estuviera a punto de caerse.
—Doctor Masefield, ¿se encuentra usted bien?
Joshua hundió un poco los hombros y se apoyó brevemente en Samantha.
—Si pudiéramos sentarnos un momento…
Se apartaron de las demás parejas y se dirigieron hacia unas sillas vacías. La cojera resultaba ahora más visible y él se estaba enjugando el rostro con el pañuelo.
—¿Quiere que le traiga algo, doctor Masefield?
Él agitó una mano.
—No me he encontrado muy bien en todo el día. Debe de ser el principio de un resfriado invernal. Creo que será mejor que nos vayamos en cuanto recupere un poco las fuerzas…
Diez minutos más tarde, ella le ayudaba a bajar los resbaladizos peldaños. El lacayo, en la creencia de que el médico se había excedido con el champán, rodeó a Joshua con su brazo y le ayudó a subir al coche. Samantha le siguió y cubrió rápidamente las rodillas del doctor Masefield con la manta. El rostro de Joshua estaba aterradoramente pálido.
Durante el largo camino de regreso, mientras el caballo avanzaba sobre los helados adoquines sorteando los montones de nieve acumulada por el viento, Joshua se estremeció y sudó bajo la manta. Pero rechazó la ayuda de Samantha mientras subían la escalinata, afirmando que el aire fresco le había reanimado e insistiendo en que ella se fuera a la cama. Después, el doctor Masefield se dirigió a toda prisa a su estudio y cerró la puerta.
Mientras Samantha subía la escalera, desabrochando el cierre de la capa de chinchilla, llegó a la conclusión de que, en conjunto, la velada había sido un éxito. Aunque estaba un poco triste porque todo había terminado, sonrió al pensar en las maravillosas sensaciones que había vivido e incluso reconoció, al llegar al primer rellano, que sería agradable ver de nuevo a Mark Rawlins.
Había luz bajo la puerta de Estelle. Samantha supuso que Estelle estaba aguardándola para que le contara noticias y chismes y para ver el vestido; pero, cuando llamó suavemente con los nudillos y entró, se encontró a la señora Wiggen inclinada sobre la cama.
—¿Qué ocurre? —dijo, acercándose a toda prisa.
Estelle parpadeó y abrió los ojos.
—Ah, Samantha querida… —murmuró—. Parece que no puedo respirar. Oh, el vestido es precioso, has elegido muy bien el color, da a tus ojos un tono azul cielo.
El color lo ha elegido Joshua, no yo, pensó Samantha mientras dejaba la capa a los pies de la cama y se sentaba para tomar las frías manos de Estelle entre las suyas.
—¿Qué tal ha ido el baile? Cuéntame…
Procurando mostrarse alegre, Samantha citó apellidos, describió atuendos, refirió el divertido incidente del presidente Grant y se esforzó en introducir el baile de la señora Astor en aquel patético dormitorio. Pero, cuanto más hablaba y conforme las palabras surgían atropelladas de sus labios, más se intensificaba el dolor de su corazón. Omitió la desaparición de Joshua, su descortesía con un viejo amigo, la forma en que la había mirado, la prematura partida y muchas otras cosas…
Estelle cerró los ojos y sonrió con expresión soñadora, recordando sus tiempos de anfitriona en Filadelfia.
—¿Y Joshua se ha divertido? ¿Has bailado mucho con él, Samantha? A Joshua le gusta tanto bailar…
Samantha apartó el rostro, temiendo que Estelle viera sus lágrimas.
—He tenido que arrancarle del baile. Yo estaba cansada y no me tenía en pie, pero él hubiera seguido toda la noche…
¡Mentiras y engaños!
—Así es Joshua. Siempre ha sido el hombre más popular de las fiestas y las damas siempre se arremolinan a su alrededor, en la esperanza de que las saque a bailar. Ya le estoy viendo en el baile de la señora Astor, convertido en el centro de atracción. Gracias, Samantha, por haberle permitido disfrutar nuevamente de todo eso…
Samantha abandonó a toda prisa la estancia, subió a trompicones la escalera y, entrando en su habitación, cayó de rodillas junto a la cama.
Por primera vez en su vida, le resultó difícil rezar; las pocas palabras deshilvanadas que consiguió invocar no le producían el menor alivio. Recitó las trilladas frases de su infancia, rezando como su padre le había enseñado, mientras sentía como una especie de estremecimiento en el alma. Se imaginó a Dios con el aspecto de su padre —remoto y vengativo—, enfundado en los negros ropajes de un predicador y sosteniendo una Biblia en una mano. Se le representó diciéndole desde las alturas: ¿Por quién rezas, Samantha Hargrave, por esa pobre mujer de abajo o por ti?
¡Por Estelle!, gritó su alma dominada por el remordimiento.
Extendió los brazos y comprimió el rostro contra la colcha, ahogando sus sollozos. ¡Estoy rezando por Estelle! ¡Deseo de veras que se recupere!
Pero el ceñudo rostro de Samuel/Dios mostraba una expresión de condena y Samantha notó que se le petrificaba el espíritu. Era inútil. Por mucho que rezara y por muy a menudo que repitiera su deseo de que Estelle pudiera vivir, Él oía la terrible verdad que murmuraba su corazón y la condenaba severamente: No puedes borrar tu pecado rezando por esta pobre mujer. Sólo hay un medio de limpiar el pecado de adulterio que has cometido en tu corazón…
Se oyó un estruendo procedente del piso bajo.
Samantha levantó la cabeza y prestó atención. Alguien se agitaba en las habitaciones de la planta.
Tomó de la mesilla de noche la lámpara que había encendido la señora Wiggen y salió silenciosamente al pasillo. No viendo luz bajo la puerta de la criada, Samantha descendió y se detuvo en el rellano. Ambos dormitorios se encontraban a oscuras y en silencio; los Masefield estaban durmiendo. Se apoyó en la barandilla y advirtió que en la planta baja se filtraba luz bajo la puerta del consultorio. Conteniendo la respiración, Samantha continuó el descenso y se detuvo al pie de la escalera, escuchando. Alguien estaba revolviendo en el armario de los medicamentos, volcando frascos y tarros.
Consideró la situación. Debía de ser un paciente que, necesitando con desespero algún medicamento, no podía pagarlo. Tenía noticia de que les había ocurrido a otros médicos: pacientes que entraban a robar; pero a Joshua raras veces le ocurría, pues todos sabían que, si alguien no podía pagar, él entregaba gratuitamente el remedio. Quienquiera que fuera, Samantha estaba segura de que podría hacerle entrar en razón.
Hizo girar lentamente el tirador y, con sigilo, empujó la puerta.
Se le cortó el aliento.
Joshua Masefield, de pie en el centro del estropicio que había organizado, se volvió en redondo y le pregunto, con los dientes apretados:
—¿Dónde está, señorita Hargrave?
Samantha se había quedado muda de asombro. Joshua había revuelto sin el menor cuidado los armarios de las medicinas atrepellándolo todo. Un frasco de quinina se había hecho añicos a sus pies.
—¡La morfina! ¿Dónde está? —Joshua sostenía en una mano una aguja hipodérmica; llevaba la manga del otro brazo arremangada—. Esta mañana había aquí un frasco de Magendie’s. ¿Dónde está?
—El chico de los Evans —contestó Samantha apresuradamente—. Esta tarde. Se hizo un corte en la cabeza jugando al jockey. He tenido que suturárselo. Ocurrió en su ausencia. Le administré una inyección…
—¿Toda?
—La aguja le daba miedo. Me golpeó la mano y se me cayó la jeringuilla. Después tiró el frasco y se derramó el contenido.
—¿Quiere decir que no queda nada?
—Yo… no le entiendo, doctor Masefield.
—¡Maldita sea, mujer! ¿Quiere decir que ha terminado la morfina y no me ha dicho nada?
—No pensé que fuera nec…
—¡Mañana es Navidad! —gritó él, adelantándose un paso—. ¿Cómo voy a reponerla?
Samantha observó que tenía las pupilas anormalmente dilatadas, le lagrimeaban los ojos y sudaba copiosamente. Pensando con rapidez, posó la lámpara y cerró la puerta.
—Si le duele algo, doctor Masefield, tenemos comprimidos.
Él se apartó y regresó renqueando al armario.
—¿Se ha lastimado la pierna, doctor?
—Necesito el inyectable —farfulló él, rebuscando entre los frascos del estante.
Cuando Joshua golpeó accidentalmente el frasco de solución de ácido fénico, Samantha se acercó a toda prisa, pero ya era demasiado tarde: el frasco, estrellándose en el suelo, le salpicó el vestido de noche y llenó súbitamente la atmósfera de su acre olor intoxicante.
—¿Qué ocurre, doctor Masefield? ¿Cómo se ha lastimado?
—¡Maldita sea, mujer! ¿Hace falta que hable claro? ¿No ha aprendido nada en este último año y medio? ¡No me he lastimado, soy un morfinómano!
A Samantha se le aflojó la mandíbula. Joshua la estaba mirando como un loco, con el cabello despeinado y los ojos más negros que nunca, debido a la dilatación de las pupilas. Jadeaba como si hubiera corrido y la camisa estaba pegada a su cuerpo en distintos puntos.
Se miraron largo rato y después, percibiendo en la nariz el cosquilleo del ácido fénico, Samantha se acercó a él y se detuvo frente al armario, tuvo que entrelazar fuertemente las manos para evitar que le temblaran y después dijo con voz trémula:
—Aquí tiene que haber algo que pueda usted tomar de momento, doctor Masefield. Mañana iré a DeWinter…
—No será suficiente —dijo él a su espalda, en tono extrañamente sereno—. Tomo tres gramos al día.
Samantha vio el armario nadando a través de un muro de lágrimas. De repente, todo estaba brutalmente claro: la verdadera razón de que hubiera abandonado Filadelfia, la verdadera razón de su vida retirada, la verdadera tragedia de aquella casa… Extendió la mano y sus dedos rodearon ciegamente un frasco.
—La morfina es un derivado del opio, ¿no es cierto?
—El láudano no me servirá de nada. Necesito tres gramos por vía intravenosa.
Procurando conservar la calma, Samantha se volvió muy despacio y le ofreció el frasco.
—Por lo menos, aliviará los peores síntomas. Mañana por la mañana acudiré al señor DeWinter. Si no está en casa, me iré al domicilio del doctor Newman. Aun en Navidad, hay que atender los casos urgentes.
Él la miró con ojos llenos de tristeza y vergüenza, y después tomó dócilmente el frasco y se retiró.
El doctor Masefield se dirigió a su estudio y cerró cuidadosamente la puerta. Sin preocuparse de los estragos que estaba provocando en su elegante vestido de raso, Samantha se arrodilló y empezó a limpiar pacientemente el suelo del consultorio.
Diez minutos más tarde estaba en la puerta del estudio, observándole. Joshua, sentado en el sillón, contemplaba fijamente la chimenea apagada; tenía en una mano el frasco vacío. Por fin, sin levantar los ojos, dijo:
—Lamento los destrozos. —Su voz sonaba apagada, como si se le hubiera escapado toda la vida—. Y las cosas que le he dicho. No puede imaginarse el pánico que sentí cuando… Dios mío —agregó con un gruñido—, que pánico tan espantoso…
Samantha entró en el estudio y tomó un escabel. Sentada a su lado, con los codos apoyados en el brazo de su sillón, le preguntó suavemente:
—¿Se encuentra mejor?
—Me ha aliviado un poco —contestó él, asintiendo con la cabeza—. La crisis… ha pasado. Pero mañana por la mañana…
—No se preocupe, doctor Masefield, yo iré a primera hora a DeWinter.
—No puedo pedirle que lo haga.
—Usted no estará en condiciones de hacerlo. Me servirá de aprendizaje frente a las situaciones de emergencia.
Él consiguió mirarla por último. Sus pupilas habían recuperado el tamaño normal, la piel estaba seca, pero su color era todavía ceniciento.
—Cuánto debe despreciarme ahora.
—Me ofende usted, doctor Masefield, considerándome capaz, de juzgarle así. Si no confía en usted, confíe por lo menos en la lealtad que yo le profeso.
Las palabras de Samantha parecieron causarle dolor, pues hizo una mueca y apartó la cabeza.
—Admirablemente dicho —contestó él en tono muy seco—. Me considera un simple problema médico; francamente admirable, Pero yo soy un desdichado, señorita Hargrave, y, tanto si usted quiere reconocerlo como si no, no hay hombre más despreciable que el esclavo de los estupefacientes.
Samantha extendió la mano y le rozó la manga.
—¿Cómo ocurrió? —le preguntó suavemente.
Joshua contempló ausente la chimenea, tan oscura como una cueva. Y después habló en tono apagado y distante.
—Ocurrió hace casi veinte años, en la primera batalla de Bull Run. Cuando estalló la Guerra de Secesión, yo me enrolé en el ejército de la Unión, en calidad de cirujano de campaña. El conflicto se había iniciado hacía apenas dos meses y los que servíamos a las órdenes del general McDowell estábamos seguros de que derrotaríamos a los rebeldes y que el combate terminaría. Pero… la cosa se prolongó. Las tropas confederadas de Beauregard recibieron refuerzos de Jackson, el cual se ganó con toda justicia el apodo de «Muralla de Piedra» en aquella batalla, humillando a la Unión. Una bala confederada que me alcanzó en el muslo, me destrozó el fémur. —El doctor Masefield lanzó un suspiro entrecortado y apoyó una mano en la de Samantha—. Cinco hombres corpulentos tuvieron que sujetarme mientras el cirujano vertía vaporoso ácido nítrico sobre mi carne desgarrada. Por suerte, me desmayé antes de que me extrajera la bala, ya que entonces no se disponía de anestesia en el frente. Nunca sabré cómo conseguí sobrevivir. Las dos semanas siguientes fueron un puro infierno, y a menudo pedía la muerte. La fiebre y el dolor me convirtieron en un loco y, para aliviarme, me atiborraron de morfina. Nadie sabía por aquel entonces que los narcóticos producen hábito. Se administraba generosamente y muchos hombres salieron de la guerra con ese vicio. La «enfermedad del soldado» la llaman. —Hizo una pausa para pasarse la lengua por los labios—. Supongo que he de considerarme afortunado. Por una parte, lograron salvarme la pierna, y por otra, cuando el ejército se desplazó, me llevó con él. La batalla de Bull Run se produjo antes de que la Unión hubiera organizado hospitales de campaña con enfermeras. Los que estaban gravemente heridos y no podían andar, fueron abandonados en el campo de batalla cuando nos retiramos; pero puesto que yo era médico, les resultaba muy valioso y me llevaron consigo. Me desplacé con las tropas, alternándose los períodos en que sufría intensos dolores con otros en que tenía los sentidos adormecidos. Por fin, me recuperé y conseguí ver la batalla de Gettysburg, que fue el momento crucial de la guerra, y me incorporé al ejército de Sherman en su marcha hacia el mar. Entretanto me había convertido en un morfinómano sin remedio. No tiene usted idea de la pesadilla que vivo diariamente —añadió, volviéndose finalmente para mirarla.
Samantha contempló la fuerte mano que asía la suya. No ignoraba lo que eran las drogas, tal como él parecía suponer. Había visto de qué modo el opio y la morfina esclavizaban a sus inocentes consumidores; dos profesoras de la Playell’s eran consumidoras de opio, puesto que ambas tomaban el Tónico Nervioso del doctor Richter. La cosa empezaba siempre de la misma manera: una mujer acudía a la farmacia para aliviar los calambres menstruales. Se adquirían preparados en bonitas botellas que garantizaban alivio o la «devolución del dinero». El alivio siempre se producía porque los preparados contenían fuertes dosis de narcóticos, aunque eso no se mencionaba jamás en los frascos. Unas cuantas cucharaditas al día y la consumidora se sentía mucho mejor. Pero después llegaba el día inevitable en que trataba de dejarlo y descubría, para su asombro, que no podía. Samantha, tendida en su cama de la Playell’s, había oído por las noches los gritos de la profesora que se había quedado inadvertidamente sin suministros. Los sudores, los violentos temblores, los vómitos y los terribles dolores. Y después la desesperada visita a primera hora de la mañana al farmacéutico, la compra del frasco, la ávida ingestión del líquido en la intimidad del coche, la angustiosa conciencia de ser ahora una prisionera de aquella sustancia y la consiguiente humillación.
—¿No podría seguir un tratamiento? —preguntó Samantha en voz baja.
—¿Un tratamiento? —dijo él, emitiendo una risa breve y amarga—. ¿Para la enfermedad del soldado? No hay más tratamiento que la pura abstinencia y, créame, Samantha, lo he intentado —añadió, volviendo a mirarla y acercando el rostro a escasos centímetros del suyo—. Santo cielo, cómo lo he intentado y cuánto he rezado; me he apartado de la droga y he suplicado de nuevo la muerte. —Estaba hablando con voz entrecortada—. ¿Sabe usted lo que significa abandonar el hábito de la morfina, Samantha? La primera fase es casi soportable: irritabilidad, lagrimeo, bostezos. Pero después se pasa inmediatamente a una sublime forma de tortura. Se notan los nervios como en carne viva. Se experimentan unos espasmos musculares mucho más dolorosos que la extracción de una muela. Todos los poros rezuman sudor. Se experimentan unos insoportables calambres abdominales. Al mismo tiempo, la mente y el alma libran una batalla mortal porque, aunque la mente sabe que debe abstenerse de la droga, el alma la pide a gritos, como a gritos pediría comida un hombre que se estuviera muriendo de hambre. Es como si te estrujaran el cerebro con una prensa, pareces una naranja a la que se exprime el zumo, hasta que llega la fase final de la locura. Créame, Samantha, he intentado dejarlo.
Ella le miró fijamente, estrechando su mano.
—¿Es eso lo que ha intentado esta noche? ¿Dejarlo?
Él retiró bruscamente la mano y se levantó.
—Sí.
—Pero ¿por qué?
—Tenía mis motivos.
Samantha se quedó donde estaba, sentada en el escabel, mientras Joshua paseaba arriba y abajo delante de ella, ahora con paso firme.
—La última vez que intenté dejarlo fue hace dos años. Entonces fracasé, pero pensé que en cierto modo esta vez sería distinto porque… —Se detuvo y la miró—. Usted ya habrá adivinado ahora por qué tuve que abandonar Filadelfia. Algunos de mis amigos se habían percatado de mi hábito. Si mis pacientes se hubieran enterado… —Sacudió la cabeza—. No puede usted imaginar la tensión de tener que contenerme constantemente. Ejerzo tan poco dominio sobre mi cuerpo y mis emociones, que todos los minutos de mi vida son una batalla para mantener el equilibrio. Tuve que marchar para no venirme abajo. Estelle fue una excusa perfecta.
Joshua se volvió impulsivamente y cruzó la estancia.
Al ver que estaba llenando una copa de brandy, Samantha se levantó. Se acercó a él, tropezando con las faldas y las enaguas.
—¡No beba eso!
Él ingirió el contenido de la copa de un solo trago.
—¡Joshua! —exclamó ella—. ¡Con el opio no lo haga!
—¿Por qué no? —dijo él, esbozando una humilde sonrisa—. Mi cuerpo lo puede soportar.
—No sea tan duro con usted, Joshua. No es culpa suya.
Él la miró fugazmente y después apartó los ojos. Su voz adquirió de improviso un tono contrito.
—Yo… quiero disculparme por el episodio del vestido. Fui totalmente absurdo.
—No, no es cierto —dijo ella amablemente—. Debí comprender su deseo de que la gente viera lo bien que vestía su esposa. Yo sólo pensé en el dinero…
—¡Maldita sea, Samantha! —gritó él, sobresaltándola—. ¡Yo no quería impresionar a la gente con la forma de vestir de mi esposa! ¡Quería que usted luciera su figura! Siempre viste como una ratita y parece como si se escondiera. Posee una bonita figura… —Joshua se alejó y volvió a tomar la botella—. Debe lucirla. Quería verla, por una vez, tal como debería usted ser vista. —Volvió a llenarse la copa—. Una rosa no se coloca en un tarro de hojalata, ¿verdad?
Samantha le miró asombrada.
Esa vez bebió despacio y, después de los primeros sorbos, dijo, como hablando para sus adentros:
—Hace un año y medio una orgullosa joven entró aquí para devolverme un par de guantes. Simulaba haberse ofendido por el regalo; pero el calor de sus mejillas…
Joshua se volvió y la miró con ojos turbios. Luego se adelantó y alargó la mano, para acariciarle la mejilla con las yemas de los dedos.
—Es Navidad, Samantha.
Ella cerró los ojos, en la certeza de que sus dedos le habían dejado una marca.
—Nunca le he dicho lo orgulloso que me siento de usted —recomenzó él con torpeza—. Debo reconocer que tenía mis dudas cuando empezó a trabajar conmigo. Parecía tan joven, tan desvalida. Pero ahora… mire cómo ha cambiado, cómo ha crecido, tan confiada, tan segura de lo que quiere. Lucerne ha hecho con usted un buen trabajo.
—No ha sido Lucerne —dijo ella suavemente—. Ha sido usted, Joshua. Le quiero.
—No debe decir eso —protestó con una mueca.
—Y sin embargo, es verdad.
Trémulo el cuerpo y crispadas sus hermosas facciones, forcejeó con la indecisión; después, como si le hubieran catapultado, la rodeó con sus brazos y la estrechó contra sí.
—Yo también te quiero —murmuró sobre su cabello—. Hace mucho tiempo que te quiero…
Samantha hubiera deseado reír y llorar al mismo tiempo; pero, en vez de eso, se quedó inmóvil en sus brazos, saboreando aquel momento. Era el abrazo con el que tanto tiempo había soñado y habiéndolo vivido incontables veces en sus fantasías, ahora tuvo que hacer un esfuerzo para convencerse de que era verdad. Samantha se aferraba a todas las sensaciones táctiles en un intento de conferir realidad al momento: el masculino olor de Joshua, la profunda resonancia de su voz junto a su oído, el calor que percibía a través de sus prendas de vestir, los rítmicos latidos de su corazón contra su pecho.
Un instante más tarde, su boca cubrió la suya y ella se sobresaltó de tal manera ante la súbita materialidad de todo ello, el desconocido sabor de sus labios y de su lengua y las sensaciones que durante tanto tiempo había tratado de imaginar sin conseguirlo por falta de experiencia, que contuvo la respiración hasta que la habitación empezó a dar vueltas a su alrededor. Estaba cayendo, precipitándose en un oscuro vacío, y no existía más que el tempestuoso beso de Joshua, el febril movimiento de su lengua y la sensación de cosquilleo en lo más profundo de su abdomen mientras la dureza masculina comprimía imperiosa su falda…
De repente, él se apartó.
—¡No, no puedo hacer esto! No tengo ningún derecho. No te arrastraré conmigo.
Se apartó de ella y la dejó súbitamente fría y abandonada.
Joshua buscó a tientas la pared, apoyó las palmas de las manos en ella, se mantuvo erguido, con los brazos extendidos y los codos inmóviles, e inclinó la cabeza, mirando al suelo.
—No tengo derecho. Este gozo no es para mí. Te quiero demasiado, Samantha, para arrastrarte a mis abismos.
Al apoyar Samantha las manos en sus anchos hombros en actitud de súplica, notó que sus tensos músculos habían adquirido la dureza del mármol.
—¡Joshua, Joshua, no me arrastras a los abismos sino a las alturas!
—Tú no lo entiendes —gimió él—. Mi querida, mi queridísima Samantha, tú no lo entiendes. —Haciendo un supremo esfuerzo, Joshua se apartó de la pared y se volvió, mirándola con ojos que ardían como un volcán—. Samantha, tú no eres una mujer corriente. Eres singular, mucho más de lo que tú te figuras. Naciste para un gran propósito, naciste para un destino superior. Hace tiempo que lo sé y mi única alegría en la vida ha sido saber que te estoy ayudando a alcanzar ese objetivo. Pero ahora todo ha cambiado. En mi debilidad, me he privado de esa recompensa.
—Joshua, no te entiendo —dijo ella, escudriñando rápidamente su rostro.
—Si sucumbimos esta noche, nos convertiremos en amantes. Y yo sé a dónde conducirá ese camino, a dónde debe conducir. A la obsesión. Al aborrecimiento de mí mismo. En estos momentos, Samantha, te consume el sueño de llegar a ser médico; pero si me convirtiera en tu amante, yo sustituiría ese sueño. Tu carrera ya no sería el centro de tu vida; lo sería yo.
—¿Y eso sería muy malo?
—Si tú fueras una mujer corriente, no. Pero no lo eres. En mi egoísta afán de satisfacer mi deseo, no tengo derecho a privarte del verdadero propósito de tu vida.
—Puedo continuar mis estudios y amarte al mismo tiempo.
—¿De veras? —La boca de Joshua se torció en una mueca—. Sé la energía que requiere el estudio de la medicina, la dedicación que hace falta y lo clara que tiene que estar la mente. ¿Cómo podrá estar libre tu mente cuando te sientes junto al lecho de enferma de mi esposa de día y vengas después a mis brazos por las noches? ¿Podrás alejar de ti el sentimiento de culpa y el recuerdo de mi persona hasta que sólo quede lugar para los estudios? Y una vez obtenido el título, ¿podrás continuar tu preparación y seguir la meritoria carrera que te aguarda con el estorbo de un morfinómano? Antes de que aparecieras en mi vida, mi existencia era un largo camino de desesperación al término del cual me esperaba la aguja definitiva que acabaría con mi desdicha. Pero entonces viniste tú y, a través de ti, renacieron mis esperanzas. Aunque yo no tuviera posibilidad de salvarme, por lo menos tendría la satisfacción de verte convertida en alguien, de verte crecer y transformarte en una mujer que va a dejar una huella indeleble en el mundo. Mi alegría consistía en saber que estaba contribuyendo a tu triunfo. Pero ahora, si seguimos con esta locura, todo se perderá…, tú seguirás mi desgraciado camino y yo tendré que soportar la angustia de haberte alejado de tu senda. Oh, Samantha…
Las lágrimas asomaron a sus ojos mientras un sollozo se escapaba de su garganta.
Ella se deslizó entre sus brazos tan fácil y automáticamente como si lo hubiera hecho miles de veces.
—Te quiero, Joshua.
—Si de veras me quisieras, abandonarías esta casa y no regresarías jamás.
Pero, mientras hablaba, la estrechó con más fuerza, su cuerpo se apretó contra el suyo y sus labios le rozaron el cabello, se deslizaron por su mejilla y, por último, encontraron su boca.
Todo lo que había dicho se desvaneció, todo el sentimiento de culpa, el remordimiento y los presagios de un desastroso porvenir se disiparon ante la oleada de pasión súbitamente desatada y no reprimida ya; dos hambres se estaban alimentando la una de la otra, olvidando en un instante toda la prudencia de las palabras anteriores y la locura de lo que estaban a punto de hacer. Olvidándolo todo menos su mutua desesperación, cayeron sobre la alfombra; en lo más profundo de su mente, Samantha se asombró de su frenesí, pero no fue consciente de haber hecho semejante observación. Su alma y su cuerpo sólo eran conscientes de Joshua, de su deseo de borrar su soledad y de sustituirla por su ardiente amor, en un afán de hacerle suyo para siempre y de ser a su vez suya a perpetuidad.
En todos sus sueños y fantasías jamás había imaginado que pudiera experimentar aquel dolor y aquel éxtasis, la sensación de una copa que nunca se pudiera llenar, el anhelo, el sufrimiento, el grito ahogado en su garganta, la delirante sensación de tenerle dentro, el peso de su cuerpo ahogándola, la visión a través de los párpados entreabiertos de su rostro extático y, finalmente, la inesperada explosión que desgarró y derritió simultáneamente su cuerpo. Y después las dulces caricias el uno en brazos del otro, sin prestar atención al polvoriento olor de la alfombra ni a la sensación del áspero tejido contra su espalda desnuda, con la cabeza de Joshua descansando sobre su pecho al descubierto, la deliciosa satisfacción, la abrumadora sensación de paz.
Tras haberse recuperado un poco, subieron a la habitación de Samantha, donde nadie pudiera oírles, y pasaron allí las últimas horas que faltaban para el frío amanecer navideño, viviendo sólo el uno para el otro, explorando, experimentando, satisfaciendo, todo bajo el velo protector de la noche. Cuando los primeros atisbos de azulada luz penetraron por entre las cortinas y Samantha se adormeció con el cabello derramado sobre la almohada blanca como la nieve, Joshua se levantó y abandonó silenciosamente la estancia. Y más tarde, mientras bebía el chocolate que la señora Wiggen le había traído, sintiéndose inmensamente satisfecha de sí misma, Samantha encontró la nota.
«Cuando leas esta nota, queridísima Samantha, yo andaré por las calles buscando morfina; a mi regreso sólo me interesará la inyección… y nada más. Estelle está muy mal esta mañana; el frío ha provocado más adherencias pleurales; mientras tú y yo nos entregábamos a nuestros egoístas deseos, mi esposa yacía sola en la cama, sufriendo. Lo hecho, hecho está, queridísima Samantha, pero jamás podremos repetirlo. Si de veras me amas y si aprecias el destino que te aguarda, te irás hoy mismo de esta casa. Concédeme, en mi desdicha, ese último retazo de dignidad».