Tenía la intención de alquilar un vestido, pero Joshua se opuso rotundamente, alegando que su esposa no acudiría a un baile de los Astor con un vestido alquilado. Entonces Samantha recurrió a la ayuda de Estelle. Ella no quiso ni oír hablar de la posibilidad de que Samantha alquilara un vestido e, insistiendo en que le confeccionaran uno especial para la ocasión le facilitó la dirección de un pañero de la Quinta Avenida y el nombre de una modista acreditadísima.
—Ya no hay tiempo —dijo Samantha con inquietud.
Reclinada sobre unos almohadones de raso, Estelle dijo en voz baja:
—La señora Simmons está acostumbrada a recibir encargos urgentes, sobre todo en esta época del año. Puede obrar milagros. Y, cuando le digas que es para el baile de los Astor, pondrá a trabajar en ello día y noche a sus costureras. —Estelle añadió melancólicamente—: Ojalá pudiera asistir, pero me alegra que vayas tú en mi lugar, Samantha, por Joshua. El pabellón significa mucho para él. Un pequeño engaño inofensivo…, es muy amable de tu parte…
Samantha acudió muy nerviosa a la pañería y eligió varios metros de tafetán color carbón y un poco de terciopelo negro para los adornos. Rechazó los encajes y las cintas por ser demasiado caros. A la señora Simmons, tan atenta y cordial como Estelle le había dicho, Samantha le explicó que deseaba un modelo discreto: falda no demasiado ancha, polisón mediano, hombros apenas descubiertos y nada que resultara llamativo.
Al llegar el vestido cinco días antes de Navidad, Joshua Masefield estalló.
En presencia del atemorizado chico de los recados, arrojó el vestido al interior de la caja y dijo:
—Pero ¿en qué demonios estaba usted pensando, señorita Hargrave, al pedir una cosa semejante?
Samantha se sobresaltó y no pudo contestar. Cinco minutos antes, ella y el doctor Masefield se habían llevado la caja al salón para examinar la prenda antes de que se fuera el chico. Tras haber cortado el cordel y levantado la tapa, Joshua contempló el vestido, presa de gran confusión. Después acusó al chico de haberse equivocado de vestido. Samantha intervino para decir que era el vestido que ella había encargado y entonces Joshua Masefield estalló.
—¿Cómo se le ha ocurrido, señorita Hargrave? ¡Si no tiene gusto en el vestir, hubiera tenido que pedir consejo a la señora Simmons!
—¿Qué tiene el vestido? Yo pensaba que…
—¿Qué tiene? ¡Que es horrendo! ¡Es el vestido de una sencilla muchacha trabajadora! ¿De veras pensaba usted presentarse en público junto a mí y como esposa mía vestida con eso?
Los ojos de Samantha se posaron fugazmente en el chico de los recados.
—La verdad, doctor Masefield —empezó a decir, presa del asombro—. Yo sólo intentaba…
Él se volvió de espaldas, tomó la caja y el envoltorio y se los arrojó al muchacho.
—Lléveselo. No lo queremos.
Estupefacto, el joven trató de apresarlo todo en los brazos.
—De veras, doctor Masefield, no será necesario. Puedo introducir algunos cambios, añadir algunos adornos, si usted quiere. La señora Wiggen me puede ayudar…
Él giró en redondo. En torno a los labios y a las ventanas de la nariz le había surgido una extraña coloración; sus pupilas estaban curiosamente inmóviles.
—¡Esa monstruosidad no la arregla más que el fuego!
Ella retrocedió.
A su espalda, el chico de los recados se agitaba, muy nervioso. Joshua Masefield volvió a mirar enfurecido a Samantha y después movió un brazo.
—Llévese eso de aquí. Dígale a la señora Simmons que me mande la factura.
El chico se alejó a toda prisa y salió cerrando ruidosamente la puerta principal. En el salón, Samantha y Joshua se miraban uno a otro con expresión enfurecida.
—Ahora tendremos que buscar otra cosa —dijo Joshua—. Cinco días no es mucho tiempo.
—Si me hubiera dado usted alguna idea de antemano —dijo Samantha en tono glacial—, en lugar de dejarlo todo de mi cuenta…
—¡Maldita sea, señorita Hargrave! ¡No creí que fuera necesario! ¡Por Dios bendito, encargar un vestido tan sencillo!
—¿Qué tenía de malo?
—¡Era espantoso! ¡Mi mujer no puede presentarse en público vestida con un pingo!
—¡Ni era un pingo ni yo soy su mujer! Yo sólo trataba de…
—Supongo que debo agradecerle que no sea mi esposa.
—¿Me permite, por una vez, que termine la frase?
Él guardó silencio y apretó los labios, que se convirtieron en una raya blanca.
—Se comporta usted como si lo hubiera hecho a propósito para enfurecerle y humillarle, doctor Masefield. Cuando mandé confeccionar ese vestido, pensaba en usted. Estaba tratando de ahorrar dinero.
—Sin duda bromea usted —dijo él, arqueando las cejas.
—En absoluto.
—¿Piensa que soy pobre, señorita Hargrave?
—Doctor Masefield, a mí me enseñaron a respetar el ahorro…
—¡Me importa un bledo lo que le enseñaron, señorita Hargrave!
Ella parpadeó asombrada y después dijo, esforzándose en dominar la voz:
—No hay razón para que me hable usted así.
Joshua le dirigió una mirada de furia con sus ardientes ojos negros y después giró en redondo y abandonó la estancia.
Sin poder moverse, sin poder siquiera respirar, por temor a venirse abajo y echarse a llorar, Samantha permaneció rígidamente de pie en el salón. Momentos después, oyó cerrarse de golpe la puerta de entrada y vio por el mirador a Joshua Masefield, que, con gabán y bufanda, bajaba los helados peldaños y se lanzaba a la turbulenta nevada.
El incidente no se volvió a mencionar y tampoco se volvió a hablar de la fiesta. Él regresó muy entrada la noche, cenó a solas en su estudio y se retiró en seguida a su dormitorio, contiguo al de Estelle. A la mañana siguiente Samantha no hizo el menor intento de mostrarse falsamente cordial con él. Tras desayunar en silencio en compañía de la señora Wiggen, Samantha hizo pasar al consultorio al primero de los pacientes que ya aguardaban y ayudó al doctor Masefield, sumida en un enfurruñado silencio.
La víspera de Navidad el doctor Masefield tuvo que salir para asistir a un parto. Samantha permaneció sentada frente a la chimenea del salón, contando ansiosamente las horas. Tenía en el regazo una postal que acababa de recibir: dos chiquillos de rostros sonrosados, acurrucados a los pies de un esbelto Papá Noel. En su interior, en una bonita lámina de cobre, había una alegre felicitación de Hannah Mallone.
El doctor Masefield regresó a primeras horas de la noche. Samantha se encontraba en su habitación, escribiendo cartas junto a la chimenea, cuando oyó que la puerta principal se abría y cerraba y que él golpeaba el suelo con las botas, para sacudirse la nieve. Sus pisadas ascendieron por la escalera hasta el primer piso, donde se encontraban su dormitorio y el de Estelle; pero, para asombro de Samantha, el doctor Masefield empezó a subir el otro tramo. Cuando los pasos se detuvieron frente a su puerta, Samantha contuvo la respiración.
El doctor Masefield llamó con los nudillos.
Apartando cuidadosamente a un lado el papel y el tintero y pasándose apresuradamente la mano por el cabello, para cerciorarse de que no estaba despeinada, Samantha abrió la puerta.
Un enfurruñado Joshua Masefield se encontraba al otro lado, portando un enorme paquete.
—No disponemos de mucho tiempo —dijo, entregándole el paquete—. El coche estará aquí dentro de una hora.
Desconcertada, Samantha tomó el paquete, observó que pesaba mucho y preguntó:
—¿Qué es esto?
—Su vestido, señorita Hargrave. Hubiera tenido que recogerlo más temprano en casa de la señora Simmons, pero el niño de los Levy no ha colaborado.
El doctor Masefield hizo ademán de retirarse.
—No lo entiendo. ¿Qué vestido?
Él se dio la vuelta con gesto de evidente impaciencia.
—El que se va a poner esta noche —dijo como si hablara con una chiquilla.
—¿Qué quiere usted decir? Pensaba que no iría a la fiesta.
—¿De veras? —La irritación de él se trocó en leve asombro—. ¿Y por qué no?
—¿Que por qué no? Doctor Masefield, ¿hace falta que le recuerde la desagradable escena que se produjo en el salón hace cinco días?
—¿Qué tiene eso que ver? —preguntó él en tono de absoluta inocencia.
—Me pareció deducir de su enfado que esta noche no iría a la fiesta.
—¿Mi enfado? ¡Por el amor de Dios, señorita Hargrave, yo me enfadé con el maldito vestido, no con usted!
—¡Usted me humilló en presencia del mozo de los recados! ¡Me dirigió toda clase de insultos! ¡Y ahora espera que yo le acompañe alegremente a ese… ese maldito baile!
—Está enojada conmigo, señorita Hargrave —dijo él con expresión de incredulidad.
—¡Sí, lo estoy!
—Y yo que la creía tan apocada…
Ella le miró con rabia, con el pecho agitado afanosamente.
—He estado esperando su disculpa.
—Comprendo. ¿Y eso bastará para que me acompañe al baile? ¿Una disculpa?
—Sí —dijo ella, mirándole atrevidamente a los ojos.
—Pues, le pido disculpas. Y ahora, ¿podrá estar lista dentro de una hora?