15

—¿No podrías quedarte conmigo, cariño? Sean no volverá a casa hasta la primavera.

Samantha no se interrumpió en su tarea de preparar el equipaje, doblando unas prendas y ahuecando otras, y tampoco miró a Hannah, apoyada en el marco de la puerta.

—Voy a sentirme muy sola sin ti.

Por fin Samantha se detuvo y la miró.

—Lo siento, Hannah, de veras que sí, pero mis amigos me echan de menos.

Lo cual era parcialmente cierto. En su última carta, Louisa suplicaba a Samantha que regresara a casa por Navidad, pero ella seguía sin recibir noticias de los Masefield. Samantha estaba alarmada porque temía que Estelle hubiera sucumbido a lo inevitable.

Apoyada en la jamba de la puerta y con los brazos cruzados Hannah estaba contemplando a su joven amiga mientras ésta disponía sus efectos. Tenía acerca de Samantha Hargrave algunas opiniones muy precisas que jamás expresaría con palabras, y una de ellas se refería al peregrino empeño de convertirse en médico que tenía aquella muchacha. Samantha hubiera debido dedicarse a romper corazones masculinos, no a curarlos. No era natural; una chica tan bonita, rodeada a diario de galantes jóvenes y sin experimentar el menor interés por el amor. Y la culpa no era de los chicos; Hannah había observado durante sus paseos por las tardes que algunos de ellos se inclinaban en profunda reverencia y se quitaban el sombrero, mirando con anhelo a Samantha. No, los jóvenes no tenían nada de malo, era la chica la que fallaba.

Hannah no sabía nada acerca de Joshua Masefield. Samantha le había hablado vagamente de él allá en septiembre, pero no había vuelto sobre el asunto. Hannah, sin embargo, había observado con qué interés examinaba Samantha la correspondencia de la tarde y el desencanto que siempre experimentaba. ¿De quién estaría esperando carta? Tenía que ser de un hombre, y un hombre muy especial, capaz de lograr que Samantha fuera ciega a las atenciones de aquellos encantadores estudiantes de medicina. Pero ¿quién? ¿Y por qué guardaba ella tan celosamente el secreto?

Hannah sacudió la cabeza y se apartó de la puerta.

—Pues entonces voy a buscarte un coche.

Cuando se despidieron, Hannah sorprendió a Samantha con un regalo de Navidad consistente en un manguito de piel de nutria.

Samantha sólo pudo decirle:

—Yo no tengo nada para ti.

El aliento de ambas se condensó en el aire cuando se abrazaron bajo la nieve.

—Ahora eres una estudiante pobre, cariño, pero cuando llegues a ser una gran dama, esperaré que me devuelvas la atención. Y ahora lárgate y disfruta de unas alegres Navidades con tus amigos.

Nadie acudió a recibirla a la estación Gran Central, pero ella tampoco lo esperaba. Mientras el coche de alquiler bajaba chirriando por Bleecker Street, Samantha notó que el pulso se le empezaba a acelerar a causa de la emoción. Habían transcurrido casi cuatro meses; ¿cómo iba a recibirla Joshua?

Encontró algunos pacientes en el vestíbulo; los que la conocían la saludaron con una sonrisa. Dejando la maleta junto a la puerta, Samantha se quitó el abrigo y el sombrero, los colgó y fue en busca de la señora Wiggen.

La criada se encontraba en la cocina, secando y guardando los platos del desayuno. Al ver a Samantha, esbozó una ancha sonrisa y le tendió los brazos.

—¡Me alegré mucho al leer la carta dónde decía que iba a venir a pasar las fiestas! —exclamó la anciana mientras se secaba las lágrimas con una esquina del delantal.

—¿Cómo se encuentra Estelle?

—No muy bien, pobrecilla. El frío la afecta mucho. Tiene muchos dolores y le cuesta mucho respirar. El doctor Masefield dijo no sé qué de que tenía los pulmones pegados al revestimiento del pecho.

—Y él ¿qué tal?

—Como siempre. En estos momentos se encuentra con la señora Creighton.

Mientras comprobaba al tacto que no hubiera en su cabeza ningún rizo despeinado y se alisaba la falda, Samantha tuvo que refrenar el impulso de salir corriendo de la cocina.

Llamó suavemente a la puerta del consultorio con los nudillos y le oyó decir:

—¡Pase, señora Wiggen!

Samantha entró despacio y cerró la puerta. Vaciló al verle de espaldas a ella, dando unos golpecitos en las rodillas de la señora Creighton con un pequeño martillo de caoba.

—Es la artritis, ¿verdad, doctor Masefield? —preguntó la mujer de mediana edad, todavía con el sombrero y los guantes puestos.

—Por los síntomas, parece que sí, señora Creighton —contestó el doctor Masefield, enderezando la espalda—. Pero no se preocupe, creo que tengo algo que le será útil. Señora Wiggen, ¿quiere darme, por favor, las tabletas especiales de la señora Creighton?

Samantha se acercó al armario, tomó el frasco y lo depositó en la mano extendida del doctor Masefield.

—Gracias —murmuró él, apartando la mirada y volviendo después rápidamente la cabeza en dirección a ella—. ¡Señorita Hargrave!

Ella sonrió tímidamente.

—He vuelto para las fiestas, doctor Masefield.

—Está delgada —le dijo él con expresión muy seria.

Samantha bajó la mirada y observó que el vestido le sobraba por todas partes a causa de las semanas de dieta para evitar el rubor.

—¿Hay algo en la Facultad que le impide comer como es debido?

—Yo… —Su tono enojado la desconcertaba: se sentía como una chiquilla a la que hubieran regañado—. No, doctor Masefield, no ocurre nada. Yo sólo…

—Una píldora cada noche antes de acostarse, señora Creighton —dijo él, volviéndose—. Procure no aumentar la dosis ni olvidarla ninguna noche. Es muy importante.

—Sí, doctor.

Mientras la pequeña mano enfundada en un guante de cabritilla tomaba el frasco, Samantha abandonó discretamente el consultorio.

Una vez arriba, mientras deshacía el equipaje, empezó a temblar, no a causa del frío sino de la humillación. Si él no deseaba que regresara por Navidad, hubiera tenido que enviarle un telegrama.

Samantha sólo quería estar con personas que la apreciaran y ahora lamentaba haber abandonado el cálido hogar de Hannah Mallone.

Al día siguiente, sin embargo, Louisa y Luther lo mejoraron todo. Mientras paseaban en trineo por el Central Park tomando pastelillos y llamando a gritos a los patinadores, Samantha empezó a tranquilizarse: no debía juzgar con tanta severidad a Joshua…, él no tenía muchos motivos de alegría, ya que Estelle se estaba apagando como un fenotipo que se desvanece poco a poco. Comentaría con la señora Wiggen la posibilidad de colocar un árbol en el salón y adornarlo con velas encendidas.

Y se reanudó la antigua rutina. Samantha le ayudaba a atender a los pacientes y le acompañaba en sus visitas domiciliarias a los enfermos. Pero él nunca le hacía preguntas acerca de los estudios y de sus nuevos amigos, jamás mostraba el menor interés por su vida ni por sus progresos. Joshua Masefield se mantenía tan distante como siempre.

Por esta razón, cuando dos semanas antes de Navidad él llamó a su puerta un frío sábado por la tarde para pedirle un favor, Samantha se quedó asombrada.

—¿Me permite hablar con usted unos momentos, señorita Hargrave? Es un asunto de cierta importancia.

Ella retrocedió un paso mientras Joshua entraba, cerraba la puerta y se quedaba inmóvil, como sin saber qué hacer. El doctor Masefield permaneció de pie un instante junto a la chimenea y por fin tomó asiento en uno de los dos sillones colocados frente al fuego.

—Tengo que pedirle un favor muy grande, señorita Hargrave, y no sé ni cómo empezar. —El doctor Masefield se mantuvo de perfil mientras hablaba; Samantha observó que tenía la boca y las mandíbulas en tensión—. No debería pedírselo, pero me encuentro en un apuro.

Guardó silencio mientras contemplaba el fuego. Samantha lo consideró una invitación a rogarle que siguiera hablando. Sentándose en el otro sillón, dijo:

—Siga, por favor, doctor Masefield.

—¿Sabe usted, señorita Hargrave, que en toda la ciudad de Nueva York no existe un solo hospital que acepte enfermos de cáncer?

—Lo ignoraba.

—La gente teme que el cáncer sea contagioso y, aunque los médicos saben que ello no es cierto, no podemos convencer al público de lo contrario. Si algún hospital admitiera a un solo canceroso, las salas se quedarían inmediatamente vacías y el hospital tendría que cerrar. Por eso los enfermos de cáncer, como mi esposa, tienen que recibir tratamiento en su casa o bien en las clínicas particulares que son muy caras y están muy lejos. De ahí que muchos no reciban ningún tipo de tratamiento ni cuidado y mueran lenta y solitariamente. —El doctor Masefield la miró de pronto a los ojos—. Se ha puesto en marcha un movimiento en favor de la construcción de un pabellón de cancerosos en el Hospital Femenino. Es una causa muy noble porque permitiría prestar la adecuada atención a muchas mujeres que están sufriendo en la soledad sin alivio ni ayuda. Samantha había oído hablar del Hospital Femenino, un centro de mucho prestigio fundado por el gran doctor Marión Sims, el cual, pese a vivir todavía, se estaba convirtiendo rápidamente en una leyenda.

—Habrá un baile benéfico la víspera de Navidad en la residencia de la señora Astor, para allegar fondos con destino a ese pabellón. Yo he recibido una invitación.

El doctor Masefield guardó nuevamente silencio mientras contemplaba el fuego de la chimenea. Samantha esperó, atenta al silencio que les rodeaba mientras Nueva York adormecía bajo la suave capa de nieve que estaba cayendo.

—Mi problema, señorita Hargrave —dijo él al cabo de un rato en tono distante—, es el siguiente. Jamás le he hablado a nadie de la enfermedad de mi esposa, en Manhattan nadie lo sabe. Me imagino que a estas horas la señora Wiggen ya le habrá hablado de Filadelfia y le habrá dicho que Estelle y yo nos trasladamos a vivir a Nueva York el año pasado. Bien. Estelle desea que nadie se entere de su enfermedad y yo tengo que proteger sus sentimientos. Las pocas personas que trato aquí, en Nueva York, no conocen a Estelle, pero creen que se encuentra perfectamente bien. En ocasiones he llegado a inventar inocentes historias acerca de la activa vida social de Estelle. Por desgracia, a la señora Masefield se le exige ahora que aparezca en público.

—Pero eso es imposible.

—Claro está que lo es. Sin embargo, tengo que encontrar una solución. Debo asistir. Rechazar una invitación de los Astor sería inimaginable. Sobre todo porque deseo ardientemente participar en el proyecto de ese pabellón.

—Podría usted decir que Estelle se encuentra temporalmente indispuesta.

—En todo el tiempo que llevo en Nueva York —dijo él, levantándose de un salto— he asistido a cuatro acontecimientos sociales. En cada una de las ocasiones he utilizado esa excusa…, una vez un dolor de cabeza, otra un resfriado. Ya no puedo volver a utilizarla, so pena de poner mi sinceridad en tela de juicio. La señora Astor se ofendería y pensaría que mi esposa no es una persona sociable.

—Pues entonces dígales la verdad.

Él se apartó y su figura arrojó unas móviles sombras sobre las paredes.

—No puedo. Por Estelle…

—¿Qué camino le queda, entonces?

Los hombros y la espalda de Joshua entraron en tensión al momento. Luego se volvió lentamente y miró a Samantha.

—Señorita Hargrave, ¿aceptaría usted acompañarme al baile de los Astor como esposa mía?

Samantha abrió de par en par los ojos.

—Es una impostura, lo sé —se apresuró a añadir Joshua—, y le estoy pidiendo que me ayude en ese engaño. Pero es una simulación inofensiva, nadie sufrirá ningún daño por ello. En realidad, todos saldrán beneficiados. La fama de Estelle quedará a salvo y yo tendré la satisfacción de participar en esa noble causa.

—Pero ¿qué pensará Estelle?

—Ha sido idea suya.

Samantha tuvo que apartar la mirada. Le miró las manos y se preguntó si él podría oír los tumultuosos latidos de su corazón.

—¿Dará resultado?

Visiblemente aliviado, Joshua Masefield regresó a su sillón.

—Nadie ha visto jamás a Estelle. Se le exigiría a usted muy poco, señorita Hargrave. Me encargaré de que no la agobien. Permaneceremos allí un tiempo prudencial y después nos marcharemos.

Samantha estaba aturdida. Las mujeres con sus vestidos importados de Worth de París o de Lucile de Londres. Los apellidos que a menudo le había leído a Estelle en el Social Register. Stuyvesant, Belmont, Roosevelt. Joshua, impresionante, con su chistera y su capa. Y ella convertida en su esposa por una noche…

—La mansión de los Astor —dijo Samantha—. ¡No tengo nada que ponerme!

—Entonces, ¿me ayudará usted?

—Sí, doctor Masefield —contestó Samantha sonriendo—, le ayudaré…