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En noviembre, llegado el día del comienzo de las prácticas en el laboratorio de anatomía, Samantha tuvo que adoptar una decisión.

—No te opongas a sus deseos, cariño —le dijo Hannah mientras paseaban del brazo por la orilla del lago, con las sombrillas abiertas para evitar que las hojas de los árboles les cayeran encima—. Es una locura. Él espera que le desafíes para poder expulsarte.

Samantha vio un conejo que corría velozmente por entre la alta hierba; a su izquierda, las serenas aguas reflejaban el cielo otoñal. ¡Si pudiera hablar con el doctor Masefield! Pero llevaba siete semanas en Lucerne y aún no había recibido noticias suyas.

—No me podría considerar un médico, sin preparación anatómica, Hannah. El laboratorio es la esencia de mis estudios aquí.

—¿Qué piensas hacer, entonces?

Samantha había decidido poner a prueba las órdenes del doctor Jones. Esperaba que, si en la primera sesión demostrara ser una buena alumna, él suavizara sus injustas normas. Y para protegerse de las muestras de debilidad femenina que todos estarían aguardando, Samantha había forjado un plan.

La doctora Elizabeth Blackwell le había contado a Samantha una de sus vivencias en la Facultad de Medicina.

—Todos me vigilaban constantemente, para poder criticarme al menor resbalón —le había dicho la doctora—. Aunque yo me sabía capaz de presenciar una disección como cualquier hombre, me constaba que mi cuerpo podía traicionarme con el único reflejo que no podía dominar: el rubor. Entonces elabore un plan. En las semanas previas al inicio de las prácticas de disección de cadáveres, me esforcé al máximo en dominar ese traicionero reflejo. Practicaba todas las noches de pie delante del espejo, tratando de imaginar las situaciones más horrendas, turbadoras y escandalizadoras, cualquier cosa que pudiera provocarme sonrojo. Y después procuraba apagar el rubor mediante la fuerza de voluntad. Inicié, además, una dieta de casi inanición, absteniéndome de la carne, del vino y de los medicamentos, incluso cuando sufría dolores de cabeza o calambres, ya que todo ello dilata los vasos sanguíneos faciales y proporciona color a la tez. Finalmente, me empolvaba ligeramente el rostro con talco todas las mañanas. La prueba más difícil se produjo cuando íbamos a estudiar los órganos genitales masculinos. Allí estaba nuestro cadáver y, mientras el profesor hablaba, señalando con el puntero, yo me concentré tanto en no ruborizarme en el transcurso de la hora que duró la clase, que al salir del laboratorio, ¡me di cuenta de que no me había enterado de nada de lo que él había dicho!

Samantha llevaba tres semanas preparándose: la dieta espartana, las restricciones y abstinencias, las prácticas delante del espejo. Y esa mañana se había empolvado ligeramente las mejillas con alumbre. Pero no le sirvió de nada. Cuando llegó a las diez en punto al laboratorio de disección, situado en el tercer piso, Samantha se encontró con la puerta cerrada y con los alumnos aguardando en el pasillo. El señor Monks, profesor de anatomía, no quería dar clase en presencia de una mujer.

Al día siguiente ocurrió lo mismo. La puerta estaba cerrada y los estudiantes fueron despedidos.

Samantha acudió al doctor Jones.

—¡No querrá usted que esta situación se prolongue todo el año, señor! Si no entro yo, que lo hagan por lo menos los demás.

—Señorita Hargrave, eso depende del señor Monks. ¡El sabe que usted tiene el propósito de asistir, y eso ofende tanto su sentido de la decencia, que prefiere no dar la clase!

—Los demás se están perjudicando por mi culpa —le dijo a Hannah aquella noche, paseando arriba y abajo delante de la chimenea—. Acabarán enojándose conmigo. ¡Es un dilema tremendo, Hannah! Ambas alternativas son perjudiciales. Si me empeño en asistir, la puerta seguirá cerrada y los demás estudiantes pedirán muy pronto que me expulsen de la escuela. Si obedezco y no acudo al laboratorio, ¡habré fracasado y obtendré el título con engaño! ¡Un médico que nunca ha estudiado anatomía! ¡Qué locura!

Hannah siguió atravesando tranquilamente con la aguja el lienzo tendido sobre el bastidor mientras su exuberante busto palpitaba suavemente. Al cabo de un rato, dijo en tono pausado:

—El problema tiene fácil solución, cariño.

Samantha se detuvo en seco.

—¿Qué quieres decir?

Hannah la miró con un destello en los ojos.

—Desde luego, me sorprende que a una persona tan lista como tú no se le haya ocurrido. —Descansó el bordado en su regazo—. Hay una solución satisfactoria a un tiempo para ti, para el doctor Jones y para los demás estudiantes.

—¿Cuál? —preguntó Samantha parpadeando.

Pasó por el despacho del doctor Jones antes de dirigirse a la primera clase y le dijo, mientras se sacudía las gotas de lluvia otoñal que le cubrían el abrigo:

—Puede decirle al señor Monks que ya no intentaré entrar en su laboratorio.

El doctor Jones la miró con expresión escéptica.

—Tiene usted mi palabra, señor. Me ha estado remordiendo la conciencia. Mi obstinación no debe impedir que los demás estudiantes puedan entrar en el laboratorio. El señor Monks puede dejar franca la puerta: yo no entraré.

Y no lo hizo. Lo que hizo Samantha fue tomar una silla de una de las aulas y colocarla delante de la puerta del laboratorio de disección, una vez iniciada la clase. Aunque la puerta estaba cerrada, ella pudo inclinarse y escuchar a través del ojo de la cerradura, tomando apuntes de todo.

Uno de los estudiantes que se había quedado dormido se acercó corriendo por el pasillo y se detuvo en seco al verla.

—¿Qué está usted haciendo aquí afuera, señorita Hargrave?

Ella se lo explicó. Él reflexionó un instante y después dio media vuelta y se dirigió a un aula cercana. Cuando momentos más tarde salió con una silla y se sentó frente a ella, tomando apuntes de lo que se oía por la bocallave, Samantha se quedó asombrada.

El doctor Jones, deseoso de ver si la primera sesión en el laboratorio de anatomía se estaba desarrollando sin incidentes, se presentó allí minutos más tarde. Tras preguntar a Samantha y a su compañero qué estaban haciendo, se puso hecho una furia ante la explicación y les mandó retirarse del pasillo.

Aquella noche Samantha, mohína le dijo a Hannah que la idea no había resultado, a fin de cuentas, muy buena.

—Me hubieran podido expulsar. ¡Y no tenía derecho a poner a ese pobre chico en una situación tan apurada!

—Pruébalo otra vez, cariño —le dijo Hannah sonriendo—. Tienes en poco a tus compañeros. Fíate de una mujer que conoce a los hombres. Mañana repite lo que has hecho hoy, y que me aspen si no obtienes algún resultado.

Al día siguiente, al subir al piso del laboratorio de disección, Samantha vio, para su gran asombro, que todo el pasillo estaba lleno de sillas y bancos sacados de las aulas y ocupados por sus compañeros. Se quedó sin habla. Uno de los estudiantes, elegido como portavoz, se levantó tímidamente y le explicó lo que estaban haciendo. El joven que el día anterior se había reunido con ella, dijo, les había contado el incidente y todos habían decidido que, si el pasillo era bueno para «nuestra» señorita Hargrave, también lo sería para ellos.

Ella procuró reprimir las lágrimas (otro reflejo corporal que tenía que dominar) y se esforzó más, si cabe, en ser «nuestra» señorita Hargrave cuando se presentaron el doctor Jones y el señor Monks, exigiendo explicaciones por aquella afrenta. El incidente del pasillo fue desagradable —con amenaza de expulsión para todos—, pero el resultado final constituyó una capitulación por parte del señor Monks (el cual, tras haber visto a Samantha por primera vez, llegó a la conclusión de que no le importaría tenerla en clase) y se tradujo en una mirada enfurecida por parte del doctor Jones, que, luego de dar su aprobación a regañadientes, se retiró.

Tradicionalmente, la disección empieza por el brazo. En las semanas sucesivas, sin embargo, mientras la nieve caía sobre Lucerne y los estudiantes temblaban en las aulas sin calefacción, la clase de anatomía fue pasando gradualmente a partes más delicadas del cuerpo y a Samantha le falló el rígido adiestramiento que había estado practicando con vistas a todo aquello.

Y se ruborizó.