—No son malos chicos, señorita Hargrave. Muchos son simples muchachos granjeros de los alrededores. No lo hacen con mala intención.
—Pero no lo entiendo, doctor Jones. Son los que votaron a favor mío. ¿Por qué parece como si mi llegada hubiera sorprendido a todo el mundo?
Se encontraban en el despacho del decano, tomando el té. Un débil fuego ardía en la estufa del rincón y, a través de la ventana y de las frondosas ramas de los castaños del jardín, penetraba un poco de pálido sol. El doctor Jones añadió otro terrón de azúcar a su té.
—Es un poco embarazoso, señorita Hargrave —dijo sin mirarla—. Verá usted… su solicitud de ingreso se consideró algo así como una broma.
La taza se quedó inmóvil junto a los labios de Samantha.
—El claustro de profesores no la tomó así —se apresuró a añadir el decano—. Todos sabíamos que era una solicitud auténtica, pero algunos estudiantes creyeron que yo les estaba gastando una broma…
—Siga, doctor Jones, se lo ruego.
El doctor Jones levantó los ojos y la miró a la cara.
—La verdad, señorita Hargrave, es que, cuando recibí su carta, se me planteó un dilema. Aunque su expediente académico era excelente, puedo añadir que mejor que el de la mayoría de nuestros estudiantes, yo no quería aceptar a una alumna. Era y soy todavía contrario a su presencia aquí. Allá en junio, este centro llevaba a cabo una campaña para allegar fondos y no estábamos consiguiendo nuestro objetivo. Sus relaciones con las Blackwell y con el doctor Masefield me hicieron temer que, en caso de que la rechazara, ellos utilizarían su influencia para privarnos de ciertas fuentes de recursos. Entonces pensé que, si quienes la rechazaban eran los estudiantes, yo y la escuela quedaríamos libres de culpa. Por desgracia… —el decano inclinó la cabeza y la luz del sol iluminó su reluciente calva—, mi brillante plan fracasó y me salió el tiro por la culata.
—¿Y eso?
—Presenté su petición a los alumnos, en la certeza de que la rechazarían sin contemplaciones. Para mi asombro, dijeron que deseaban someterla a votación. Se produjo una acalorada discusión y yo me retiré para permitir que los jóvenes deliberaran más libremente, pero después me comunicaron el resultado.
Se quitó las gafas e hizo como que se las limpiaba con el pañuelo: cualquier cosa con tal de evitar mirarla a los ojos.
—Verá usted, señorita Hargrave, yo no gozo de simpatías aquí. Los estudiantes hacen todo lo posible por oponerse a mis deseos. Puesto que les constaba que yo me opondría a la presencia de una alumna, votaron deliberadamente a favor de usted, para hacerme rabiar. Casi todos los votos fueron una venganza contra mí; algunos pensaron que sería una juerga tener a una mujer en clase, y los demás creyeron, simplemente, que era una broma por mi parte.
—Comprendo —dijo Samantha en tono frío—. Y yo fui lo suficientemente ingenua para pensar que me habían aceptado por mis méritos. Ahora descubro que me han utilizado para burlarse de usted.
—No se lo tome a mal, señorita Hargrave. Al fin y al cabo, ya ha sido usted aceptada completa e incondicionalmente por ellos. Creo que ahora se alegran de tenerla aquí.
—Sin embargo, nada de lo que usted me ha dicho explica el recibimiento que me hicieron. ¿Por qué se sorprendieron tanto al verme?
Él volvió a colocarse las gafas sobre la pequeña prominencia de su nariz.
—Señorita Hargrave, nadie esperaba que usted viniera. Estábamos seguros de que, antes de que se iniciara el curso, se percataría usted de la locura de sus aspiraciones, que su familia o sus amigos la disuadirían, como ocurre en el caso de muchas mujeres que expresan su deseo de estudiar medicina, o incluso que tal vez se casara. Y cuando el señor Rutledge, el propietario del hotel, nos comunicó que la estudiante había llegado aquella noche… —el doctor Jones se encogió de hombros— y después, cuando entró usted en mi despacho, bueno, estoy seguro de que lo comprende.
—Doctor Jones, ¿qué está usted diciendo?
El rubor empezó a subirle al decano desde el cuello de la camisa.
—¡Señorita Hargrave, todos esperábamos que midiera usted metro ochenta de estatura, que hablara con voz gutural y que tuviera bigote!
Samantha le miró un instante y después se acercó rápidamente una mano enguantada a la boca, para contener la risa.
Muy azorado, el decano volvió a concentrarse en su taza de té y le echó otro terrón de azúcar.
—Pero ahora está usted aquí, señorita Hargrave, y supongo que tendremos que aceptarlo. Ya tiene de su parte a los estudiantes y a algunos miembros del claustro de profesores. Pero aún no me ha demostrado su valía. Se lo diré con toda franqueza: soy contrario a la presencia de mujeres en la profesión médica.
—Pero, doctor Jones, la mujer es médico por naturaleza. En su calidad de madre, tiene que cuidar los cuerpos, tener a mano una serie de remedios, cuidar a los enfermos, arrancar astillas, limpiar heridas, vendar, reparar, arreglar e incluso reducir fracturas de huesos. A lo largo de toda la historia, mientras los hombres estaban ausentes, las madres han sido médicos en los pequeños hospitales de sus hogares. ¿De dónde han sacado ustedes, señor, que Dios sólo quería que fueran médicos los hombres?
—Lo hemos sacado del hecho de que ahora los remedios caseros han cedido el paso a la ciencia, señorita Hargrave —contestó el decano con voz estridente—. De ahí que, al haberse elevado el nivel de la medicina, el estudio de la misma tenga que estar reservado a una inteligencia superior, como es la del hombre.
—Pero las mujeres también podrán tener su lugar. En la Enfermería Blackwell, las mujeres médico…
—Ahórrese el aliento para enfriar las gachas, señorita Hargrave —dijo el doctor Jones, levantando una mano—, no pienso discutir con usted. Por si no se hubiera dado cuenta, le diré que esta zona del estado de Nueva York es el semillero de ciertas amazonas que se llaman feministas y que nos agobian con sus gritos a propósito de los derechos y de la liberación de la mujer. Ya conozco el inadmisible argumento: el de las mujeres que ayudan a las mujeres. ¡En mi vida he oído cosa más absurda! Un perro en dificultades no acude a otro perro para que le ayude, ¿verdad? Y tampoco un niño busca la ayuda de otro niño. Pues claro que no. Esa responsabilidad recae en el amo. Y el hombre, por su innata superioridad sobre la mujer, ha recibido de Dios la misión de velar por el bienestar de la mujer. Y ya no quiero discutir más este asunto. Como he dicho, usted se encuentra aquí y tendremos que sacar de ello el mejor partido. Soy un hombre muy ocupado, señorita Hargrave, y no puedo perder el tiempo con esto todo el día. Quiero exponerle algunas normas a las que deberá usted atenerse.
Para conservar la calma, Samantha tuvo que posar la taza en el escritorio y entrelazar las manos sobre el regazo.
—Aparte de las normas habituales, se comportará usted en todo momento como una dama y no confraternizará ni con los estudiantes ni con los profesores…
—¿Confraternizar, doctor Jones? No lo entiendo. Ellos son mis compañeros. Tenemos que estudiar juntos, comentar los temas del día…
—Señorita Hargrave. —El doctor Jones cruzó los brazos sobre el escritorio y se apoyó en ellos para conferir más fuerza a sus palabras—. Tenemos que proteger el buen nombre de esta institución. Cualquier intento de trato social con los alumnos o con algún profesor fuera del recinto de las aulas, será motivo de expulsión inmediata. ¿Está claro?
Ella asintió.
—Además —añadió el decano, reclinándose en su asiento—, habrá ciertas clases a las que usted no podrá asistir. Aquellas que no resulten aptas para el pudor femenino. En concreto, cualquier discusión relacionada con los órganos de reproducción y las enfermedades correspondientes.
—¡No lo dirá usted en serio, señor!
—Tampoco podrá usted entrar en el laboratorio de disección.
Ella le miró perpleja.
—Doctor Jones, ¿cómo podré adquirir unos buenos conocimientos de anatomía si…?
—Tampoco podrá examinar a ningún paciente de sexo masculino más que de cuello para arriba.
Las palabras se le quedaron atascadas en la boca y la voz le falló.
—Y ahora, señorita Hargrave… —el doctor Jones se levantó, empujando su sillón hacia atrás—, creo que no hay más que decir.