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Otra vez aquel extraño comportamiento. Como si esperara en cierto modo que ella desapareciera. Al llegar el primer lunes de clase, Samantha se presentó en el despacho del señor Jones. Éste parecía una mezcla de asombro, desaliento y disgusto. Tras dirigirle unas indiferentes palabras acerca de la conducta propia de una dama, el rollizo decano la acompañó al aula del piso superior.

No utilizaron la puerta principal. Samantha fue acompañada antes a una pequeña antesala que utilizaban, según le explicó el doctor Jones, los pacientes y los profesores. El doctor Jones insistió en que tomara asiento. Después, alisándose ceremoniosamente el chaleco, el profesor entró en el aula.

A través de la puerta cerrada, Samantha había oído un estruendo de gritos, silbidos y pateos; sin embargo, al aparecer el decano, se hizo el silencio en el auditorio.

Tanto el doctor Masefield como Emily Blackwell se lo habían advertido: la profesión médica era famosa por su carácter alborotador. Los estudiantes de medicina tenían fama de jóvenes alocados que se desahogaban durante las clases; incluso al gran doctor Lister, en el University College de Londres, apenas se le podía oír sobre el fondo de los silbidos y los pateos de sus alumnos. Tal vez se debiera a eso el nerviosismo del doctor Jones: ¿qué tumulto se iba a producir cuando apareciera una bella y joven estudiante?

El profesor se estaba dirigiendo a los alumnos. A Samantha no le sorprendió la inesperada cortesía de éstos; probablemente sentían curiosidad por averiguar lo que el decano les iba a decir. Su voz sonaba amortiguada y ella no pudo captar ni una sola palabra.

Cuando se abrió la puerta, experimentó un sobresalto.

—¿Señorita Hargrave?

Ella se levantó con un gracioso movimiento y siguió al doctor Jones hasta el aula.

El brillante sol matutino atravesaba los ventanales, inundando de luz toda la sala. La transición desde la oscura antecámara obligó a Samantha a parpadear. A su izquierda pudo ver, mientras atravesaba la tarima, una pared cubierta de láminas anatómicas y pizarras; a su derecha, sentados en los bancos que, en forma de herradura, se elevaban hasta las ventanas, el joven auditorio la contemplaba en silencio. El único rumor en la tranquila atmósfera matinal era el susurro de sus faldas sobre el entarimado. El doctor Jones la acompañó a un banco especial adosado a la tarima y separado de los demás, y Samantha se sentó, de espaldas a la clase. Se quitó el sombrero y lo depositó debajo de su silla. Después abrió el cuaderno de apuntes que se había traído, introdujo la pluma en el tintero y miró al profesor con aire expectante.

Ambos hombres semejaban un daguerrotipo. El corpulento doctor Jones y el alto y delgado doctor Page. A su espalda, ciento diecinueve jóvenes permanecían sentados como estatuas.

Después, como volviendo en sí, el doctor Jones carraspeó súbitamente, saludó con una leve inclinación de cabeza al perplejo doctor Page y se retiró con toda la rapidez que le permitieron sus cortas piernas.

Parpadeando, el doctor Page se puso las gafas, aspiró un poco de aire por la nariz y dijo en tono vacilante:

—La circulación de las arterias coronarias, el arco aórtico y las cuatro cavidades del corazón.

A su espalda, sobre el estruendo de los fuertes latidos de su corazón, Samantha oyó un suspiro colectivo, seguido por un rumor de cuadernos de apuntes y de movimiento de pies.

El doctor Page habló por espacio de dos horas. Sin interrupciones. Sin preguntas difíciles. De vez en cuando, se detenía y miraba a la nueva alumna, la cual mantenía la cabeza inclinada mientras arañaba el papel con la pluma, y parpadeaba con expresión perpleja. En todos sus años de docencia, jamás había tenido una clase tan tranquila. ¡Los muchachos estaban tomando apuntes en serio!

Al finalizar la clase, el doctor Jones apareció en la puerta, al otro lado de la tarima. Samantha recogió sus cosas, se acercó a él y entró en la antecámara. En cuanto la puerta se cerró a su espalda, el aula estalló en gritos y en ruidosos pateos.

—Tendré que hacer eso todos los días durante dos años —le dijo a Hannah aquella noche mientras ambas permanecían sentadas frente a la chimenea.

—No te veo muy satisfecha de tu primer día de universidad, cariño.

—No sé si lo estoy o no. Hoy he asistido a cinco clases. En cada una de ellas, he tenido que esperar en aquella estúpida salita y salir, obedeciendo a una señal. Ocupar un asiento especial y sentir todos aquellos ojos quemándome la espalda.

—Aun así, es una victoria. Y parece que vas a domesticar a esos demonios. —Hannah hizo un nudo en el hilo y cortó el resto con los dientes—. Me dijeron que cierta vez en una escuela tomaron a una estudiante y la arrojaron literalmente a la calle.

Samantha asintió con aire pensativo. La doctora Elizabeth le había contado aquella historia y otras más horribles todavía. El simple hecho de haber sido aceptada no era una garantía de que pudiera proseguir sus estudios en la Facultad: tendría que habérselas con los estudiantes. Pero ¿acaso no habían propiciado ellos su admisión? La carta decía que el voto de aceptación había sido unánime.

Sentada frente a la chimenea, con la carta que le estaba escribiendo a Louisa interrumpida sobre las rodillas, Samantha empezó a experimentar una vaga inquietud. Toda la semana la había estado asaltando la vaga sensación de que algo fallaba, de que las cosas no eran lo que parecían. Y ahora se estremeció, a pesar del fuego de la chimenea.

Samantha iba a descubrir muy pronto la respuesta.

A la mañana siguiente la primera clase se centró en los contagios y, tras haber entrado Samantha, los estudiantes se mostraron corteses y empezaron a tomar apuntes. No obstante, a media clase, un dardo de papel voló desde los bancos de arriba y le rozó la manga. Aunque le ardían las mejillas, Samantha fingió no advertirlo y dejó el dardo donde estaba. Minutos más tarde, otro proyectil de papel le dio en la nuca. Al finalizar la clase, recogió tranquilamente sus cosas y salió sin mirar ni a derecha ni a izquierda, manteniendo alta la cabeza.

Durante la clase de la tarde, dedicada a los trastornos nerviosos, Samantha notó escozor en la garganta y tosió ligeramente. A su espalda, ciento diecinueve estudiantes tosieron al unísono. Hacia el final de la clase, se le cayó accidentalmente la pluma. Ciento diecinueve plumas cayeron al suelo. El profesor Watkins se ruborizó y empezó a tartamudear, pero siguió hablando. Al término de la clase, Samantha salió extremándose en afectar calma.

Al regresar a casa, tras un solitario paseo durante el cual procuró no prestar atención a las miradas de la gente, Samantha se hundió en un sillón, a punto de llorar.

—Eso es lo que ellos quieren ver, cariño. No les des esa satisfacción.

—¡No podré soportarlo, Hannah! Me están sometiendo a una prueba y me vigilan, esperando que cometa el primer error. Estoy tan nerviosa que no me puedo concentrar en lo que dice el profesor. ¡Y ahora me siento demasiado trastornada para estudiar! ¿Por qué me hacen eso? ¿Por qué no tienen la misma consideración que a un estudiante varón? ¿Acaso es un pecado haber nacido mujer?

—¿No podrías hablar de ello con el doctor Jones?

—Tengo la impresión de que le encantaría poder decirme que, si no consigo soportarlo, me vuelva a Manhattan. No lo entiendo, Hannah. Yo creía que me aceptaban. Ahora buscan que me marche. Bastante difíciles son los estudios de medicina para que encima tenga que pasarme los días hecha un manojo de nervios. ¡Es como si tuviera que caminar por la cuerda floja!

—No te rindas, cariño. ¡Si quieren pelea, dales pelea!

La confrontación se produjo a la mañana siguiente. Samantha se encontraba en la salita escuchando la cacofónica barahúnda del otro lado de la puerta, la cual cesó del todo al aparecer el doctor Page. Samantha atravesó con paso rígido la tarima, notando que todas las miradas se clavaban hostiles en ella, y procuró no temblar. Al llegar a su banco, se quitó el sombrero, dispuesta a sentarse, pero se detuvo a tiempo. En el centro de la silla había un charco de tinta negra.

En su interior algo se disparó como un resorte. Contemplando el charco de tinta, Samantha advirtió que la cólera y la indignación se apoderaban de su alma. Muy lentamente, para evitar que la vieran temblar, se volvió y, por primera vez, contempló la clase cara a cara. Ante ella se levantaban cinco hileras de bancos ocupados por trajes negros y rostros borrosos. Se oyó una risita y una carcajada reprimida.

Con las manos cerradas en puño a ambos lados, Samantha se adelantó rígidamente tres pasos y se situó delante de los alumnos del extremo del primer banco. Dos de ellos apartaron la mirada, uno esbozó una tímida sonrisa, y el cuarto sonrió sin disimulo.

Con una voz que la sorprendió a ella misma, Samantha preguntó en tono firme y decidido:

—Disculpe, señor, ¿tiene usted un pañuelo?

La sonrisa se esfumó inmediatamente.

—¿Cómo?

—¿Tiene usted un pañuelo? —repitió ella, tendiendo la mano.

—Mmmm, sí. Quiero decir, sí señora.

El joven rebuscó en un bolsillo y, frunciendo el ceño, le entregó un limpio y almidonado rectángulo de tejido.

—Gracias.

Samantha regresó a su asiento y limpió el charco de tinta.

Tras lo cual, mientras la clase la observaba conteniendo la respiración, se acercó de nuevo al sorprendido muchacho, le devolvió el pañuelo empapado de tinta y le dijo con sonora voz:

—Muchas gracias. Es usted muy amable.

Hubo sólo un momento de vacilación; después toda la clase estalló en un aplauso ensordecedor. Samantha levantó los ojos asombrada y vio, rodeándola y elevándose por encima de ella, rostros iluminados por radiantes sonrisas. Estaban batiendo palmas y golpeando el suelo con las botas; gritaban y se llamaban unos a otros y se daban mutuamente palmadas en la espalda. Incluso el joven cuyo pañuelo había quedado inservible sonreía vergonzosamente mientras golpeaba con los nudillos la superficie de su pupitre.

Samantha había superado la primera prueba.