11

Fue una ceremoniosa despedida bajo el toldo a rayas de la nueva estación del Grand Central Terminal. Tras haberse encargado de los trámites del billete y el equipaje de Samantha, el doctor Masefield estrechó torpemente su mano enguantada y regresó a su coche de alquiler mientras ella le observaba alejarse por la calle Cuarenta y Dos. Cuando el tren se puso en marcha con una sacudida unos minutos más tarde, Samantha recordó las partidas y despedidas de su vida pasada y pensó que, de entre todas ellas, ésa había sido sin duda la más dolorosa. En el último momento había dudado de la oportunidad de su decisión: el hecho de matricularse en la Enfermería de la doctora Blackwell le hubiera permitido permanecer cerca de él. Y posteriormente había recibido otras dos respuestas positivas, procedentes de centros universitarios más próximos. Sin embargo, el doctor Masefield conocía la excelente fama de Lucerne y había insistido en que Samantha aprovechara aquella oportunidad. Después se había despedido tristemente de Estelle, cuyos ojos violeta expresaron en silencio su temor de no llegar a ver el regreso de Samantha. Incluso la señora Wiggen había abrazado a Samantha, y tanto Louisa como Luther le habían prometido, con los ojos empañados por las lágrimas, escribirle muchas cartas.

A pesar de la triste despedida, a Samantha le quedaba un consuelo: el de su regreso al cabo de nueve meses.

Fue un viaje largo y agotador. La ciudad de Lucerne, a unos quinientos kilómetros de Manhattan, en la punta norte del Canandaigua (el «pulgar» de los lagos del Dedo) era accesible viajando primero hasta Albany y haciendo después transbordo al tren de Rochester, que bordeaba el río Mohawk, cambiando en Newark a un tren de cercanías que cruzaba Geneva, a orillas del lago Séneca, y, desde allí, cubriendo los últimos veinticinco kilómetros en un coche de alquiler. Samantha tardó en total dos días y una noche en llegar a la puerta del único hotel de Lucerne a última hora de la segunda tarde. No sabía nada de la ciudad que iba a ser la suya durante nueve meses, no sabía nada de las mezquinas mentalidades provincianas que muy pronto iban a provocarle cólera y frustración. De momento le pareció una tranquila población a orillas de un lago tranquilo. Al día siguiente se presentaría en la Facultad y buscaría alojamiento, y una semana más tarde, empezaría las clases. Todo le estaba saliendo muy bien.

—¿Quién ha dicho usted que es?

Un poco desconcertada por la reacción del hombre, Samantha repitió cuidadosamente sus palabras.

El doctor Jones parecía un poco irritado tras sus gafas, y después empezó a revolver los papeles que había sobre su escritorio.

—Ya veo. Sí. Hargrave. Nos presentó usted la instancia en junio.

Samantha se revolvió inquieta en su asiento. La actitud del decano disparó pequeñas alarmas en su cabeza.

—Confío en que todo esté en orden, doctor Jones. He venido en el momento adecuado, ¿verdad? Su carta decía…

—Sí, sí —repuso él, agitando una rechoncha mano—. Ya sé lo que decía mi carta. Sólo que… —dejó en suspenso sus palabras mientras la miraba con expresión muy seria—. Bueno, le seré sincero, señorita Hargrave, no es usted en absoluto tal como yo la imaginaba. En absoluto.

—¿Resulto desagradable en algún sentido? —preguntó ella, arqueando las cejas.

—¡No, por Dios! ¡Muy al contrario, señorita Hargrave! —Su rostro se puso colorado como un rábano—. Lo que quiero decir es que esperábamos una persona… de más edad.

—Pero no me rechazarán, ¿verdad?

Él sacudió la cabeza y se acarició los bigotes con expresión desalentada.

—En fin. Ahora ya está aquí, ¿no? Santo cielo, esto va a provocar una conmoción. —Jugueteó un poco más con el papel y después sacó un pliego impreso—. Tendrá que rellenarlo. Datos para nuestro archivo. Devuélvaselo a mi secretario cualquier día de esta semana.

Samantha dobló cuidadosamente el impreso y se lo guardó en el ridículo.

—Doctor Jones, me estaba preguntando si podría usted ayudarme a encontrar alojamiento. Estoy actualmente en el hotel, pero es terriblemente caro…

—Tenemos algunas casas de huéspedes aquí, señorita Hargrave, pero todas ellas están ocupadas por estudiantes. Una alumna es algo muy insólito, como usted comprenderá.

Samantha frunció el ceño. El doctor Jones le había escrito la carta de aceptación. ¿Por qué parecía ahora que intentaba desanimarla?

—Gracias, doctor Jones —dijo, levantándose suavemente—. ¿Cuándo tengo que presentarme a clase?

—El lunes, a las ocho en punto.

—¿Y dónde?

—Acuda primero a mi despacho.

Encontrar alojamiento resultó imposible. Los rumores habían corrido con tanta rapidez por la pequeña ciudad, que Samantha descubrió que las patronas ya la conocían y la rechazaban incluso antes de haber llamado a su puerta. A última hora de la tarde, ya había visitado nueve casas de huéspedes y recibido nueve negativas.

El hotel tenía un salón de té sólo para señoras, donde no se permitía fumar ni estaban autorizadas las bebidas alcohólicas. Samantha se sentó junto a la ventana y pidió un bocadillo de pepino. Apoyando la barbilla en las manos, contempló la hermosa tarde y procuró apartar la nube de depresión que amenazaba abatirse sobre ella.

En el transcurso de sus idas y venidas de aquel día, había observado que Lucerne era una tranquila ciudad de calles arboladas y casas blancas, de madera, de estilo colonial. Samantha se extasió ante los cambiantes colores de los olmos y los robles, las manzanas maduras que colgaban de las ramas y los verdes pastos constelados de ranúnculos y varas de oro. Se había detenido para admirar el vuelo de los halcones de hombreras rojas en el claro cielo y para observar a los chiquillos paseando a la orilla del lago con sus cestos llenos de truchas y percas. Las mariposas, las mariquitas y los mosquitos llenaban el aire de principios de otoño e intermitentes ráfagas de aire frío rizaban la brillante superficie del lago, recordando a todo el mundo que el verano tocaba a su fin.

Pero no había sido suficiente. La tranquilidad de la ciudad, los corteses saludos y sonrisas de los viandantes, aquel pausado ritmo tan agradable después del bullicio de Manhattan…, nada de todo aquello pudo librar a Samantha de su sensación de alejamiento y desolación.

Oyó una voz gutural que decía:

—O sea que aquí está. ¡Menuda desilusión!

Sobresaltada, Samantha levantó los ojos. La mujer se encontraba de pie, con los brazos en jarras y la cabeza ladeada. Llevaba el abundante cabello rojizo recogido sobre la cabeza y en su rostro pecoso se observaba una expresión divertida.

—¿Cómo dice? —preguntó Samantha.

—A juzgar por lo que han estado diciendo de usted, pensaba que debía tener dos cabezas o algo así. ¡He venido hasta aquí para echarle un vistazo, y menuda desilusión!

Samantha miró a la mujer con desconcierto.

—¡Me llamo Hannah Mallone y estoy encantada de conocerla!

La mujer le tendió una mano enguantada y Samantha la estrechó.

Hannah Mallone tomó la otra silla y se sentó, sin que la invitaran, haciendo crujir las ballenas de su corsé. Era una mujer corpulenta, de voluminoso busto y polisón todavía más voluminoso, con una sonora voz que denunciaba su origen irlandés.

—¡He sabido de sus dificultades, cariño, y no me importa decirle que me he puesto furiosa!

—Hoy me han cerrado la puerta en las narices nueve veces. ¿Puede usted decirme por qué?

—Es que nadie quiere a una persona rara en su casa, niña.

—¿Rara?

Los ambarinos ojos de Hannah adquirieron la tonalidad de la miel y su voz se suavizó como el terciopelo.

—Pobre cariño mío. Cuenta usted con toda mi simpatía, puede estar segura. Cuando oí hablar hace una hora en la tienda del señor Kendall de esa descarada joven que andaba paseando por nuestras calles en pleno día, pensando que podría encontrar alojamiento en una de nuestras honradas casas, y todos los chismorreos acerca de la desvergüenza de usted y de lo revuelto que anda el mundo si mujeres de su condición pueden venir aquí, a Lucerne, como si tal cosa…

—¿Mujeres de mi condición?

—Piensan que es usted una perdida.

Samantha se echó hacia atrás, presa del asombro.

—Pobrecilla, no tenía ni idea, ¿verdad? Hay en esta ciudad unas mentes tan estrechas que un hilo no podría pasar a través de ellas. No quieren ninguna estudiante de medicina, y sanseacabó. Algunas de las casas que ha visitado tenían habitaciones de sobra, pero no para una mujer a la que llaman desvergonzada. La comprendo muy bien, porque yo también tuve que enfrentarme aquí a los prejuicios de la gente.

Samantha frunció el ceño.

—Recibí cartas de algunas facultades de medicina que me achacan falta de moral por empeñarme en ser médico, pues ninguna mujer decente aspiraría a semejante cosa. —Volvió la cabeza y miró a través de la cortina de encaje, recordando el extraño comportamiento del doctor Jones—. Empiezo a preguntarme por qué me ha aceptado esta Facultad.

—Ahora no tiene que preocuparse por eso. Lo que necesita es un lugar donde vivir.

—¿Puede usted ayudarme? —preguntó Samantha, volviéndose para mirar a la mujer.

—¡Tengo una casa muy grande y me siento muy sola porque mi marido se ausenta muy a menudo! Será agradable tener un poco de compañía.

A Samantha le gustó el rostro de Hannah Mallone. Era cuadrado y sincero y sus ojos color ámbar derrochaban vitalidad.

—Es usted muy amable, señora Mallone.

—¡Quiero que me llames Hannah!

La casa de los Mallone era, efectivamente, muy grande: un edificio colonial de dos plantas, construido en una gran parcela cubierta de hierba, en las afueras de la ciudad. Sean Mallone se había trasladado a Lucerne hacía quince años en compañía de la mujer con quien se había casado recientemente, en la esperanza de tener muchos hijos. Pero ahora casi todas las habitaciones del piso superior estaban vacías.

—No estamos lejos de la fábrica de tirantes —dijo Hannah mientras tomaban el té aquella noche—. Sean trabajó allí algún tiempo antes de dedicarse a la caza con trampa.

Samantha contempló el espacioso salón.

—Es una casa enorme, Hannah. ¿Por qué no alquila algunas habitaciones?

—Sean no querría. Es un irlandés moreno y yo soy pelirroja. ¡Los morenos tienen un orgullo tremendo y Sean es de los peores! No quiere que la ciudad vaya a pensar que necesitamos dinero. Sean se gana muy bien la vida y, cuando hayamos reunido lo suficiente, Sean colgará los avíos y se quedará conmigo para siempre.

—¿A qué ha dicho que se dedica su marido?

Hannah se levantó del sillón y se acercó a una mesa redonda que había junto a una ventana. Ahora lucía un vestido verde con volantes, frunces y holgadas mangas. Hannah despreciaba las limitaciones del atuendo femenino —los dolorosos corsés, las anchas faldas, los dobladillos hasta el suelo— y siempre se rebelaba cuando estaba en casa.

Tomó un daguerrotipo y se lo mostró a Samantha.

—Éste es mi Sean. Corre por sus venas la sangre de los antiguos reyes irlandeses.

Samantha se quedó boquiabierta de asombro. Apoyado con naturalidad en su rifle de pedernal, con una picara sonrisa en su hermoso rostro, Sean Mallone iba vestido con calzones de ante y chaqueta de piel y tenía a sus pies el pellejo de un animal.

—Cuando le conocí, hace dieciséis años, él trabajaba en las tejerías de Haverstraw. Pero a él le gustaba el aire libre y la libertad, no matarse a trabajar como una bestia hasta morir prematuramente. Se fue a Manhattan en busca de otras posibilidades y allí nos conocimos. Yo tenía entonces veinticuatro años. Había llegado a Norteamérica en uno de aquellos veleros que salvaban a los irlandeses del hambre. Cuando conocí a Sean ya llevaba aquí cuatro años…

Samantha apartó los ojos del daguerrotipo. La voz de Hannah adquirió un tono distante.

—Desde luego, fue una vida muy dura para una chica de veinte años que había perdido a sus padres en la travesía y que después perdió su dinero a manos de compatriotas ladrones. Llegué a las costas norteamericanas sin un céntimo. Sólo con mi melena pelirroja y mi orgullo… —Hannah sacudió la cabeza—. Pero eso es ya agua pasada. Sean me salvó de la muerte. Me estaban propinando una paliza tan fuerte en una calleja, que ni todos los santos me hubieran podido ayudar. ¡Y entonces apareció como llovido del cielo aquella especie de oso insensato que era del condado de Cork y le aplastó contra un tonel la cabeza a aquel malnacido!

»A Sean no le importó mi pasado y tampoco que yo no fuera la Virgen María: me quería por mí misma. Había oído decir que aquí, en el Norte, se podían hacer muy buenos negocios: veinte dólares por los pumas y treinta por los lobos grises. Y nos vinimos a Lucerne. La caza empieza a escasear y ahora tiene que desplazarse más al norte. Está ausente casi todo el año, pero regresa con buenas ganancias y a veces con una bonita piel de castor para que yo me haga un manguito. Vivimos muy bien, pero lamento no haberle dado hijos.

—Aún hay tiempo —dijo Samantha amablemente.

—¡Dios la bendiga, muchacha, pero no hay manera! Tengo cuarenta años y llevo dieciséis intentándolo… —Hannah echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada—. ¡Jesús, María y José, si lo hemos intentado! —Miró sonriendo a Samantha—. Una cosa hay que reconocerle al hombre con quien me casé. No me echa en cara que sea estéril. Bueno, cariño —añadió, entrechocando las palmas—, debe estar hecha polvo. Me voy a callar y dejaré que se acueste y recupere fuerzas. ¡Me da el corazón que va a necesitar toda su fuerza en los próximos días!

Samantha necesitó no sólo fuerza, sino también mostrarse sorda y ciega. Al principio la actitud de los habitantes de Lucerne la sorprendió, pero muy pronto su sorpresa se trocó en enojo. Como si padeciera alguna enfermedad contagiosa, las mujeres cruzaban la calle para no tener que compartir con ella la misma acera, hablando en voz baja al amparo de las sombrillas y sacudiendo la cabeza. Los niños se burlaban y le gastaban bromas, siguiéndola mientras cantaban: «Doctor, doctor con enaguas, ¿curas callos o curas nalgas?». Los hombres ya no se quitaban el sombrero y ella observaba al pasar que las cortinas de las ventanas se movían.

Tras haber rellenado el impreso que le había facilitado el doctor Jones, Samantha acudió una tarde a la Facultad para entregarlo. Algunos estudiantes ociosos estaban apoyados en las columnas del impresionante atrio de estilo romano; callaron a su paso, la miraron con descaro y después estallaron en carcajadas a su espalda. El secretario del doctor Jones, un joven afecto de rigidez cadavérica, tomó delicadamente el impreso sin decir palabra y lo dejó encima del escritorio del decano. Al profesor no se le veía por ninguna parte.

—No sé si podré soportarlo, Hannah. Dos años en este plan, no sé… —dijo Samantha aquella noche mientras preparaban juntas la cena.

—Pues claro que sí, cariño. —Hannah estaba terminando unas natillas en una cazuela de latón; había arrojado en ella diez canicas para evitar que la masa se pegara—. Todo pasará, ya lo verás. Ahora eres una novedad, pero, a su debido tiempo, se cansarán de ti y buscarán a otra persona que martirizar. ¿Crees que fue muy fácil para Sean y para mí, un par de irlandeses zarrapastrosos en una altanera ciudad protestante? Pero ahora ya se han acostumbrado a nosotros, y también se acostumbrarán a ti.

Samantha procuró sonreír y se pasó la manga por la frente. Tal vez Hannah tuviera razón: sería difícil durante algún tiempo, pero después todo se arreglaría.