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Estelle disfrutó de un período que pareció ser un paso hacia la recuperación: durante febrero y marzo, a pesar de la penetrante humedad y del intenso frío, pudo levantarse de la cama sin ayuda y dar breves paseos por la habitación. Fueron momentos de alegría para Samantha el ver que su pálida tez recuperaba el color de los melocotones. Pero Joshua Masefield rehusaba abrigar falsas esperanzas y por esa razón no sufrió tanto como Samantha cuando la recaída se abatió sobre Estelle con más crueldad que nunca.

Faltaban pocas fechas para el Día de la Conmemoración. Se trataba de una fiesta recientemente establecida para honrar a los caídos en la Guerra de Secesión, y Samantha y Estelle habían elaborado un plan secreto para dirigirse en coche a la Quinta Avenida y presenciar el desfile. Habría bandas de música, bomberos con sus equipos contra incendios, espléndidos regimientos de veteranos de aquella guerra, con sus uniformes azules, seguidos por veteranos de la campaña mexicana e incluso de algunos supervivientes de la de mil ochocientos doce. Después engatusarían a Joshua para que las llevara al Central Park a merendar a base de pollo frito, encurtidos caseros y bizcochos de clara de huevo y azúcar. Pero una semana antes del acontecimiento, Estelle se enfrió con una corriente de aire y cayó víctima de una fiebre tan despiadada que todos temieron por su vida.

Samantha sufría viendo cómo escapaba la salud de aquel rostro angelical. Y sufría más si cabe ante las interminables horas que Joshua pasaba junto a su lecho. El amor que ambos le inspiraban indujo a Samantha a dudar por primera vez en su vida de la supuesta justicia y compasión del Todopoderoso.

La pragmática actitud de Louisa irritaba a Samantha.

—Por mucho que te aflijas, no la vas a curar. Enfréntate a la verdad: esa mujer se está muriendo. Y cuando ella ya no esté, él será libre de casarse.

Durante una charla, allá por marzo, mientras ambas permanecían sentadas junto al crepitante fuego de una chimenea, recortando calcomanías de pollitos de Pascua para unos huevos duros que se iban a regalar a los niños del Bellevue Hospital (en ocasión de otra nueva fiesta nacional establecida por el presidente Hayes), ambas amigas habían compartido momentos de intimidad femenina, Louisa había expresado su convencimiento de que ahora Luther correspondía a su profundo afecto y Samantha, a su vez, le confesó finalmente la ternura que le inspiraba Joshua Masefield.

Luego lamentó aquel momento de sinceridad y deseó haber guardado el secreto encerrado en su corazón, pues Louisa estaba expresando una vez más con palabras las oscuras esperanzas que Samantha temía reconocer en su fuero interno.

—Estelle no va a morir pronto, Louisa. Un enfermo de leucemia puede vivir hasta diez años. Para entonces yo me habré ido de aquí.

Pero los picaros ojos de Louisa brillaron de astucia mientras echaba atrás la cabeza agitando sus rizos dorados, como queriendo decir: Sabemos muy bien que eso no va a ocurrir, ¿verdad?

En junio se empezaron a recibir las respuestas a las instancias que Samantha había cursado a veintiséis escuelas de medicina.

«Señora —rezaba la de un importante colegio universitario del norte del estado—, hágase un favor a sí misma y a la sociedad, abandonando esa locura y regresando a las enseñanzas que recibió junto al regazo de su madre. Sólo una joven de dudosa moral podría presentar una instancia a una Facultad masculina de medicina».

Otra decía: «La invito a recordar, señorita Hargrave, la Creación: la mujer fue una idea tardía».

Aunque contaba con las negativas, a Samantha le sorprendió y desalentó la vehemencia del tono; a juzgar por el vitriólico contenido de algunas de ellas, parecía ser que, por alguna razón, había despertado la indignación masculina. Tras recibir nuevas cartas que iban de un cortés rechazo a una rotunda condena de sus iniciativas, Samantha se enfureció. La carta de la Universidad de Harvard la llevó a la decisión de hacer algo para defenderse.

10 de junio de 1879

Estimada señora:

Aunque personalmente su instancia de ingreso en nuestra facultad de medicina me parece ejemplar e irreprochable, y por más que en los estatutos de este centro no encuentro nada que niegue a las mujeres el derecho de asistencia a las clases, mis colegas me han exigido someter su petición a la votación del Cuerpo de Alumnos. He aquí su respuesta:

«Considerando que ninguna mujer auténticamente delicada estaría dispuesta, en presencia de hombres, a escuchar discusiones acerca de los temas que necesariamente tiene que considerar un estudiante de medicina,

»Considerando que nos oponemos a la compañía de una mujer que está dispuesta a prescindir de su condición femenina y a sacrificar su pudor en un aula ocupada por hombres.

»El Cuerpo de Alumnos y el Claustro de Profesores han acordado, señorita Hargrave, rechazar su petición».

Sinceramente le deseo suerte en otro lugar.

La carta llevaba la firma de Oliver Wendell Holmes, decano de la Facultad de Medicina de Harvard.

—Dieciséis negativas, doctor Masefield, y en todas ellas sin otro motivo que mi condición de mujer. Yo no puedo quedarme así y permitir que me humillen por un simple accidente de nacimiento.

—¿Qué se propone hacer?

—Me iré a Boston —contestó ella, contemplando la carta que sostenía en la mano.

Juzgaba, por el tono del escrito, que el doctor Holmes era un hombre razonable; Samantha abrigaba la esperanza de que si se personaba allí, presentaba su caso y demostraba su valía, haciéndoles ver que no era simplemente una «hembra» sino una estudiante seria de medicina, él utilizaría su influencia y trataría de modificar el voto estudiantil.

Estuvo ausente dos días, y cuando acudió a recibirla a la estación con un coche de alquiler, el doctor Masefield comprendió inmediatamente que el intento había fracasado.

Regresaron a casa en silencio. Al llegar, Samantha le entregó el sombrero y la capa a la solícita señora Wiggen y después se sentó en uno de los sillones del salón. Joshua Masefield permaneció de pie junto a la chimenea.

—Dígame qué ha ocurrido.

Samantha echó la cabeza hacia atrás y miró al techo.

—Me entrevisté con el doctor Holmes y, aunque estuvo muy amable, me dijo que no podía exponerse a las injurias y las críticas. Dijo que lo desaprobaría no sólo la universidad sino también el Colegio de Médicos de Massachusetts. Añadió que habían votado a favor de la exclusión para proteger el buen nombre de la Facultad, ya que mi presencia dañaría su prestigio.

Joshua arqueó una ceja.

—Yo le dije que estaba dispuesta a llegar a cualquier clase de acuerdo y a aceptar cualquier condición que quisieran imponerme con tal que, por último, pudiera obtener el título. Pero ahí está lo malo. Cuatro profesores se mostraron favorablemente impresionados por mi expediente, superior, según dijeron, a los de muchos estudiantes varones, y esos cuatro hubieran estado dispuestos a darme clase, pero no podían permitir que yo obtuviera el título en Harvard, porque soy mujer. Dijeron que ello podía desacreditar el título. —Samantha miró a Joshua—. ¿Sabe qué otra cosa me dijo el doctor Holmes? Que los estudiantes consideraban socialmente repulsiva la presencia de una mujer en las aulas. —Se acercó a los ojos una mano cerrada en puño—. Santo Dios, socialmente repulsiva…

El doctor Masefield se apartó de la chimenea y se sentó en el otro sillón.

—¿Le ofreció alguna recomendación?

—Sí —contestó Samantha, bajando la mano—. Me dijo que la Universidad de Michigan está aceptando ahora alumnas en su Facultad de Medicina y que él tendría mucho gusto en darme una carta de recomendación.

—Michigan —murmuró Joshua, parpadeando—. Está tan lejos…

—¿Tan desesperada le parece la situación, doctor Masefield? ¿He de rendirme sin antes haber luchado? No tengo armas. ¡Mi preparación no vale nada en cuanto ven que soy una mujer!

Él le dirigió una larga mirada y después se levantó en silencio y abandonó el salón. Samantha permaneció sentada, retorciéndose las manos mientras las lágrimas asomaban a sus ojos y el desencanto se trocaba en frustración. Al principio, no vio lo que él le ofrecía, tuvo que parpadear para librarse de las lágrimas y entonces le oyó decir:

—Éstas se recibieron en su ausencia. Me tomé la libertad de abrirlas.

Samantha tomó los dos sobres sin levantar los ojos. La primera procedía de la Facultad de Medicina de la Universidad de Pennsylvania; unas palabras de disculpa dirigidas al doctor Masefield por no poder aceptar a su magnífica ayudante, «dado que no disponemos de instalaciones adecuadas para acoger a alumnas». Samantha la arrojó al suelo. Dominada por una sensación de fatalismo, empezó a leer la segunda:

14 de junio de 1879

Apreciada señorita Hargrave:

Puesto que su instancia de ingreso en nuestra escuela no tiene precedentes y que en nuestros estatutos no está prevista semejante posibilidad, el claustro de profesores de Lucerne sometió su instancia a votación del Cuerpo de Alumnos. Su respuesta fue la siguiente:

«Considerando que uno de los principios radicales de un gobierno republicano es la educación universal de ambos sexos; que la puerta de todas las ramas de la educación científica tiene que estar abierta a todos por igual; que la instancia por la cual Samantha Hargrave solicita incorporarse a los estudios en nuestro centro cuenta con nuestra total aprobación; expresamos nuestra unánime invitación y nos comprometemos a observar una conducta que no la induzca a arrepentirse de su decisión de estudiar en nuestra institución».

Le rogamos, señorita Hargrave, que busque hospedaje dentro de la semana anterior al comienzo del nuevo curso, que será el último lunes de septiembre, y acuda a mi despacho la mañana de dicho día.

Suyo afectísimo,

Henry Jones, doctor en Medicina,

decano de la Facultad de Medicina de Lucerne.

Samantha se quedó paralizada un instante, inmóvil en el borde del sillón y con los ojos clavados en la carta hasta que por fin, levantó la mirada y dijo en voz baja:

—¿Me aceptan?

—Felicidades.

Samantha se levantó de un salto y echó impulsivamente los brazos alrededor del cuello del doctor Masefield.

—¡Me han aceptado, doctor Masefield, me han aceptado!

Aturdido, Joshua retrocedió, tambaleándose. Samantha se apartó de él dando vueltas y apretando la carta contra el pecho mientras danzaba por la habitación. Él observó las piruetas de bailarina, que la hacían entrar y salir del dorado sol que penetraba a través de la ventana y con el rostro resplandeciente. Después, Joshua Masefield apartó la mirada, incapaz de contemplarla por más tiempo.