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A última hora de una noche de un frío mes de noviembre, Samantha se encontraba sentada junto a la chimenea de su habitación con una manta sobre las piernas y una revista olvidada en su regazo. Aquella tarde había recibido una nota de la doctora Emily en la que ésta le comunicaba que podría ingresar en la Enfermería como residente a partir de la primera semana de enero. Mientras Samantha escuchaba el silencio de la casa y el solitario viento del otro lado de las cortinas, no experimentó la emoción que la carta hubiera tenido que producirle. Dentro de seis semanas se alejaría para siempre de los Masefield.

Sacudió la cabeza y tomó de nuevo la revista, que era el último número del Boston Medical and Surgical Journal. El primer artículo se titulaba «La cuestión femenina, o el médico inferior».

El autor, un tal doctor Charles Gage, exponía claramente sus intenciones ya de entrada: iba a presentar pruebas científicas de por qué las mujeres no podían ser médicos. «Ninguna mujer, por su naturaleza —decía el artículo—, está en condiciones de soportar la ansiedad, la tensión nerviosa y los sobresaltos del ejercicio de la medicina. La mujer, por naturaleza, carece del valor y la audacia que se necesitan para afrontar las difíciles y a menudo peligrosas decisiones que tiene que adoptar un médico. Además, las mujeres no son, por naturaleza, agentes libres, sino más bien unas prisioneras de su propia biología: concretamente, de los trastornos mensuales. Es como si el Todopoderoso, al crear el sexo femenino, hubiera tomado el útero y hubiera construido una mujer a su alrededor; todo lo que ella es en cuanto a salud y carácter, intelecto y alma, depende exclusivamente de su matriz. ¿Qué paciente pondría su vida en manos de una persona cuyo equilibrio se pareciera al de un maníaco, variando de una semana a otra, ora arriba, ora abajo? La dolencia periódica de la mujer influye en su estado mental y ésta pasa por una fase de trastorno temporal; de hecho, la mujer se encuentra en tales ocasiones más necesitada de ayuda médica que capacitada para prestarla.

»Siendo un hecho admitido que la mujer es inferior al varón y que en el conjunto de la población el estado inferior es el de la mujer y el superior el del varón, es lógico deducir que una profesión inundada de mujeres verá reducido su prestigio. ¿Qué sociedad necesita mujeres médicos en una época en que se toca demasiado el piano y se cocina y se cose demasiado poco?».

Samantha cerró la revista y recordó un incidente que se había producido justo la semana anterior cuando el doctor Masefield estaba suturando una herida del cuero cabelludo.

—El siguiente, por favor —dijo ella, y una especie de oso entró en el consultorio, sosteniendo en sus carnosas manos una gorra de obrero.

Samantha le preguntó qué le aquejaba y el irlandés le contestó:

—Si no le importa señorita, esperaré al doctor.

Al explicarle que el doctor Masefield estaba ocupado en aquellos momentos, Samantha trató de tranquilizar al hombre diciéndole que tal vez ella podría ayudarle. Para su asombro, el irlandés se levantó de un salto, enfurecido y con el rostro arrebolado, dijo a voz en grito que su ofrecimiento era una obscenidad y se marchó hecho una furia. Más tarde el doctor Masefield se lo explicó:

—Debía ser Roddy O’Dare. Padece una hinchazón crónica de los testículos. Comprendo muy bien su humillación. De ahora en adelante, señorita Hargrave, déjeme los hombres a mí.

En aquel instante Samantha se enojó tanto como en ése acababa de enojarle el Boston Journal que tenía sobre las rodillas: de una mujer se esperaba que discutiera sus problemas más íntimos con un desconocido, y sin embargo, la mera sugerencia de que se hiciera lo contrario era una ofensa moral.

Samantha había adquirido la costumbre de leer una publicación llamada Woman’s Journal, dirigida en Boston por Lucy Stone, y aunque no estaba de acuerdo con su militante postura feminista, Samantha observó que el Journal defendía la causa de las mujeres médicos. «Que no estén los hombres demasiado seguros de tener ellos solos la llave que abre la puerta de la ciencia médica. Atrancan las puertas de los hospitales de Boston contra todas las estudiantes de medicina y arrojan sobre ellas un inmerecido ridículo. Los hombres muestran al mundo la debilidad constitucional de las mujeres como si ellos no tuvieran ninguna debilidad. Pero, con ayuda o sin ella, no está lejos el día en que las mujeres obligarán a los profesionales de la medicina a comprender que, como médicos, son iguales a ellos».

Recordando las palabras pronunciadas hacía tiempo por la doctora Elizabeth, Samantha pensó en Joshua Masefield. No había observado en él ningún prejuicio visible; es más, sospechaba que la estaba tratando como hubiera tratado a aquel estudiante de la Universidad de Cornell a quien ella había sustituido. Pero ¿qué ocurriría cuando ella ejerciera de médico? ¿Cambiaría su actitud?

Samantha contaba con encontrar obstáculos en su carrera. Pero ¿iba a empezar con mal pie, graduándose en una Facultad femenina? ¿La considerarían una matasanos, tal como Louisa y Luther le anticipaban?

El dilema la mantuvo despierta toda la noche hasta que, poco antes del amanecer, rígida, dolorida y muerta de frío, Samantha se levantó del sillón y adoptó una tremenda decisión.

En bien de su futuro, trataría de obtener el título en alguna prestigiosa universidad masculina. Samantha tenía la certeza de que el hecho de que ello significara permanecer otros nueve meses al lado del doctor Masefield no había influido lo más mínimo en su decisión.

Temía plantearle la cuestión. Su mayor inquietud —la posibilidad de que él tratara de convencerla de que se matriculara en la Enfermería y abandonara la casa cinco semanas más tarde— daba lugar a la aparición de su antiguo defecto de habla: cada vez que se armaba de valor para decírselo, se le trababa la lengua.

El primer día de diciembre cayó una fuerte nevada, y a media noche la capa de nieve era tan alta que a las caballerías tuvieron que vendarles fuertemente los espolones con percal y apenas circulaban peatones por las calles. Samantha no podía dormir. El doctor Masefield había salido después de la cena a visitar a un niño que tenía mucha fiebre, y a la una de la madrugada aún no había regresado, a casa. Mientras escuchaba los ronquidos de la señora Wiggen en la habitación de al lado, Samantha se envolvió en la bata, tomó una vela y bajó a ver cómo se encontraba Estelle. La señora Masefield estaba durmiendo como una chiquilla. Temblando de frío, Samantha bajó al último descansillo, porque quería ir a la cocina a calentarse un poco de leche, pero se sobresaltó al oír que se abría repentinamente la puerta de entrada. La gélida ráfaga de viento que penetró en la casa le apartó de los hombros la larga mata de cabello negro y apagó su vela. Joshua Masefield tuvo que cerrar la puerta empujándola con el hombro y después se quitó apresuradamente la chistera y la bufanda.

Sacudiéndose los copos de nieve que le cubrían los brazos, se detuvo súbitamente y levantó los ojos.

—Señorita Hargrave —dijo suavemente.

—Iba a calentarme un poco de leche. ¿Cómo está el niño?

El doctor Masefield se quitó el gabán y lo colgó de una percha.

—Escarlatina. No le quedan ni veinticuatro horas.

Frotándose las manos, Joshua entró en el estudio a oscuras. Samantha le oyó encender una cerilla y después vio el resplandor a través de la puerta.

—Señorita Hargrave —la llamó él—, venga aquí, junto al fuego.

Olvidando que iba en ropa de noche, Samantha se acercó, sosteniendo la vela en alto a pesar de que ésta se había apagado. El doctor Masefield se encontraba de espaldas, inclinado sobre el rescoldo de la chimenea y arrojando más carbón.

—Es una noche infernal. Venga a calentarse.

Ella se deslizó a su lado y dejó la palmatoria en la repisa de la chimenea. Al enderezar la espalda, Joshua Masefield le miró un instante con ojerosa fijeza y después se volvió bruscamente y se acercó al velador del rincón.

—Un poco de brandy la ayudará a conciliar el sueño, señorita Hargrave.

Ella le miró mientras llenaba dos copas y se acercaba de nuevo a la chimenea. Al tomar la copa que él le ofrecía, sus dedos rozaron accidentalmente los de Joshua.

—¿Cómo está mi mujer? —preguntó con voz queda el doctor Masefield mientras tomaba un sorbo.

—Durmiendo tranquilamente.

Él la siguió mirando con sus penetrantes ojos negros.

—¿Y por qué no podía usted dormir, señorita Hargrave?

—Yo… —Samantha trató de dominar la voz—, tengo algo que me preocupa.

—Lo imaginaba. Estos últimos días la he visto muy distraída.

El corazón de Samantha estaba latiendo con fuerza bajo la franela del camisón.

—No quería que ello obstaculizara mi trabajo…

—Y no lo ha hecho. Su trabajo ha sido irreprochable, como de costumbre.

Samantha arqueó las finas cejas. En todas las semanas que llevaban juntos, era la primera vez que él le dirigía un elogio.

Las hermosas facciones de Joshua estaban como esculpidas en planos oscuros; el claroscuro acentuaba su atractivo. Su cercanía y la insólita suavidad de su voz confirió al momento una inesperada intimidad.

—¿Se trata de algo que deseaba usted discutir conmigo, señorita Hargrave?

—Sí… —contestó ella en voz baja. ¿Serían figuraciones suyas o los oscuros ojos de Joshua estaban ardiendo de pasión? Tuvo que apartar la mirada—. He estado pensando doctor Masefield, que a lo mejor cometeré un error si voy a la Enfermería.

Al ver que él no contestaba, Samantha descansó la copa en la repisa de la chimenea y retrocedió unos pasos. Lejos del hechizo de su mirada hipnótica, se sintió más libre para hablar.

—He pensado que sería mejor matricularme en una Facultad masculina, tal como hizo la doctora Blackwell, porque ese diploma me podrá ser más útil en caso de que tropiece con futuras contrariedades. No quiero ver limitada mi carrera.

—Estoy de acuerdo —contestó él para asombro de Samantha.

—¿De veras? —dijo ella, girando en redondo.

—Pero le costará Dios y ayuda encontrar semejante Facultad.

—Cuento con eso —se apresuró a decir ella—. Me esforzaré al máximo y, en caso de que no tenga suerte, iré a la Escuela de Enfermería. Pero no puedo ingresar allí directamente sin haberlo intentado por lo menos.

—¿Cómo se propone ingresar en la Facultad que le interesa?

—Esperaba que usted me ayudara…

—En tal caso, lo haré. —Joshua apuró su copa y se acercó de nuevo al velador—. Elaboraremos una lista de los centros más adecuados y redactaré una carta de recomendación. Tengo cierta influencia en los círculos médicos.

—¿Entonces le parece bien que me quede aquí? —preguntó Samantha, mirándole con incredulidad.

—Naturalmente. Lo fijaremos para el próximo mes de septiembre, cuando usted haya completado un año de aprendizaje aquí.

—Doctor Masefield, no sé cómo agradecerle…

—Lo hago por egoísmo, señorita Hargrave —dijo el doctor Masefield, de espaldas a ella—. Podré contar con su ayuda durante otros nueve meses y Estelle seguirá disfrutando de su compañía, que tanto aprecia. Y ahora… —dijo volviéndose a mirarla—, ya es tarde.

Samantha parpadeó unas cuantas veces; de repente, se le ocurrió pensar en el aspecto que debía ofrecer, enfundada en una bata y con el largo cabello despeinado descendiéndole hasta la cintura. Se encaminó apresuradamente hacia la puerta, súbitamente turbada.

—Buenas noches, doctor Masefield, y muchas gracias.

Él permaneció largo rato inmóvil, escuchando el rumor de sus pisadas escalera arriba y, finalmente, el chasquido de la puerta de su habitación al cerrarse. Después contempló la copa que sostenía en la mano y observó que sus dedos la apretaban con tanta fuerza, que le temblaba todo el brazo.