La temprana escarcha otoñal fue un presagio del duro invierno que se avecinaba y también recordó dolorosamente a Samantha que faltaban tres meses para su partida.
Aunque el elevado número de consultas del verano había disminuido, Samantha seguía encargándose de atender a ciertos pacientes —mujeres y niños—, y en octubre acompañó al doctor Masefield en su primera visita domiciliaria a un enfermo.
Habían enviado a un golfillo. Joshua tomó el maletín y la chistera y fue a llamar suavemente a la puerta de Samantha.
—Hay un niño enfermo y es un vecino, y no la familia, quien me ha mandado llamar. Temo tropezar con resistencia. Puede ser útil que me acompañe una mujer.
Recorrieron unas calles por las que Samantha no se hubiera atrevido a pasar de noche, pero el doctor Masefield era una figura conocida, un hombre querido y respetado que se podía mover por aquel barrio con toda tranquilidad. Era la zona de Manhattan que la Oficina de Estadísticas de Población llamaba el «Distrito de los suicidios»: Hester Street y Mulberry Bend. La gente sentada en los porches o apoyada en las farolas saludaba al médico y a su bonita ayudante a su paso; Samantha, sorteando la basura y los excrementos de perro, oyó gritos y risas y alguna que otra canción a través de las ventanas abiertas. Por un instante experimentó un acceso de añoranza: ¡cómo se parecía aquel barrio al Crescent!
El andrajoso chiquillo les recibió y les acompañó a una casa de vecindad donde tuvieron que subir cuatro tramos de una ruinosa escalera. En el último rellano se encontraron a una nerviosa mujer que se retorcía las manos mientras hablaba apresuradamente en italiano. Joshua y Samantha la siguieron por un pasillo hasta llegar a una puerta abierta.
No se sabía si era una sola familia o bien varias las que compartían un sucio apartamento; sea como fuere, había muchas personas, que miraron recelosas a los intrusos. Samantha no se apartó del doctor Masefield mientras un corpulento y tosco individuo en camiseta y tirantes se adelantaba hacia ellos.
—Aquí no necesitamos a ningún dottore. Ya nos sabemos cuidar solos.
Desde una habitación del fondo, llegaba el lloriqueo de un niño pequeño.
—Tal vez pudiera ayudarle —dijo Joshua amablemente.
La familia cerró filas de forma instintiva. Samantha ya había visto gente de aquella clase en el consultorio del doctor Masefield y, tiempo atrás, incluso en el Crescent: niños esmirriados que jamás veían la luz del sol, mujeres jóvenes que se marchitaban prematuramente, ancianos desdentados y de pecho descarnado. Todas las sucesivas fases de una vida de desesperación.
—Lárguense —dijo el hombrón.
El doctor Masefield se quitó la chistera.
—Me gustaría hablar con la madre, si fuera posible.
Una mujercilla escuálida, de expresión preocupada, apareció en la puerta. Samantha vio sus manos manchadas de oscuro y comprendió que era una cigarrera, una de las criaturas más desdichadas de la sociedad, que trabajaba diecisiete horas diarias los siete días de la semana a cambio de unas monedas. Y en caso de que faltara al trabajo aunque no fuera más que una hora, se la despedía y otra desgraciada ocupaba gustosamente su lugar.
La frágil mujercilla apoyó cautelosamente el brazo en el hombro de su marido. Las toscas facciones sicilianas del hombre se crisparon en una mueca de angustia.
Una anciana se adelantó renqueando.
—Yo les acompañaré —dijo con voz cascada.
Samantha siguió a Joshua hasta un dormitorio en el que tuvieron que pasar por encima de varios colchones de paja tendidos en el suelo. En una caja de naranjas, bajo la ventana, yacía inmóvil una niña.
—Ella no comer —chirrió la voz de la anciana mientras Joshua se arrodillaba junto a la caja—. Ella no llorar. Ella no mover.
Joshua palpó la fría y pegajosa piel de la niña.
—¿Cuánto tiempo lleva así?
—Dos, tres días.
—Trismus nascentium —dijo el doctor Masefield, mirando a Samantha—. Trismo infantil. Y ellos mismos lo han provocado. —Tomó muy suavemente a la niña en brazos y empezó a auparla contra su pecho. Mientras Samantha se arrodillaba a su lado, él tomó su mano y la apoyó delicadamente en la nuca de la niña—. ¿Nota usted esa ligera depresión? Colocan a la criatura boca arriba y ésta duerme con presión sobre el occipucio. El cráneo de un recién nacido es blando y maleable, el hueso occipital comprime el cerebro e interrumpe la circulación de una zona vital. El niño empieza muy pronto a respirar entrecortadamente, no puede recibir alimento y experimenta violentos espasmos que le producen rigidez en brazos y piernas. Lo llaman el ataque de los nueve días porque eso es lo que tarda el niño en morir. Si se toma a tiempo, se puede salvar. Si se tarda demasiado, ya no hay curación.
Samantha se inclinó hacia él y preguntó en voz baja:
—¿Podrá hacer algo por ella?
—Si la mujer dice la verdad, si sólo hace dos o tres días, sí, podremos ayudarla. Lo único que se precisa es acostar de lado a la niña. Eso restablecerá la circulación y las funciones corporales.
El doctor Masefield depositó cuidadosamente a la niña en la caja y le sostuvo la espalda con una manta enrollada. Después se levantó y Samantha hizo lo propio. Al volverse, vieron a toda la familia congregada en la puerta.
—Mantengan a la niña acostada de lado, procuren que no duerma boca arriba y dentro de unas horas se habrá restablecido. —Al ver que los demás le miraban inexpresivamente, se dirigió a la anciana—. ¿Me ha entendido?
—Sí, sí! —contestó ella, cabeceando—. Capisco, capisco! Mille grazie, signor dottore!
El doctor Masefield apoyó delicadamente la mano en el brazo de Samantha y salió con ella del apartamento y de allí a la calle. Mientras atravesaban las manchas de luz que arrojaban las farolas de gas, el médico dijo:
—Algunos casos son fáciles. Es sólo cuestión de educación básica. Si hacen lo que les he dicho, la niña estará bien mañana mismo y podrá comer.
Ella tenía que apurar el paso para seguirle. Samantha no habló. Estaba pensando en lo que había sentido cuando él le tomó la mano para colocarla sobre la cabeza de la niña. El contacto de aquella mano alrededor de la suya…
Al consultorio del doctor Masefield acudían muchas prostitutas. La historia de todas ellas era casi siempre la misma: muchachas ignorantes que, tras haberse creído los embustes de las compañías navieras en el sentido de que en Estados Unidos no necesitarían dinero y estarían bien atendidas, gastaban todos sus ahorros en la adquisición del pasaje y, al llegar, descubrían la amarga verdad: que allí las calles no estaban pavimentadas con oro. En el muelle las recibían unos jóvenes judíos muy simpáticos y amables («cadetes» los llamaban, y constituían el grueso de los rufianes de Nueva York) que las invitaban a una fiesta nocturna con gentes de su propia nacionalidad; amigos que las ayudarían a encontrar alojamiento y trabajo. Sin hablar inglés, confiadas e ingenuas, las muchachas aceptaban la invitación, y aquella noche acababan las desventuradas en las redes de un burdel. Perdida la honra en la «iniciación», sin un céntimo y asustadas, raras veces trataban de escapar. Al cabo de algún tiempo acudían apocadas al consultorio del doctor Masefield, pidiendo abortivos o bien algún tratamiento para sus enfermedades venéreas.
Las prostitutas no eran las únicas que sufrían dolencias relacionadas con la sexualidad. Las obreras inmigrantes, para quienes un descanso en sus embarazos hubiera sido una bendición, pedían tímidamente algún consejo para evitar la concepción.
—Lo malo, señorita Hargrave, es que si los maridos se enteraran, las dejarían moradas de una paliza. Por desgracia, no les puedo recetar nada. Las precauciones contra la concepción tiene que adoptarlas el esposo, porque únicamente los hombres tienen el remedio seguro.
Samantha fue invitada a salir de la estancia la mañana en que una angustiada y joven pareja que llevaba menos de un año de matrimonio, acudió a Joshua Masefield en demanda de consejo. Más tarde, cuando ellos se hubieron marchado, el doctor Masefield se lo explicó todo en tono clínico, como si le estuviera haciendo un comentario acerca de un divieso abierto con lanceta:
—El acto sexual resulta doloroso para la joven y raras veces lo realiza. Padece de vaginismo, una contracción de los músculos vaginales durante el coito. Me han pedido que acuda a su casa una noche y administre éter a la esposa para que el marido pueda cumplir con su deber. Están deseando tener hijos. Como es natural, no puedo acceder a su petición, pero le he recetado bromuro a la mujer, para que se le calmen los nervios. El noventa por ciento de los casos de vaginismo obedecen a causas mentales, no fisiológicas.
—¿Causas mentales?
—El acto asusta mortalmente a la joven o bien le repugna, de ahí que se contraiga. Raras veces encontrará usted un caso que pueda tratarse quirúrgicamente o bien con medicamentos.
Samantha procuró disimular su turbación. ¡Qué extraño resulta hablar de un tema tan prohibido, con un hombre que es poco menos que un desconocido para mí! ¡Un tema que ni siquiera se menciona entre marido y mujer! ¿Y cómo tengo que responder, yo que no sé nada del acto como no sea su mecánica? ¿Cómo debe ser? ¿Por qué algunas mujeres lo temen mientras que otras parece que nunca tienen suficiente? ¿Qué tal sería con él…?
A diario acudían a él mujeres que le suplicaban algún remedio anticonceptivo y otras que se lo imploraban, en cambio, para quedar embarazadas. La maternidad que para algunas era una maldición del diablo, para otras resultaba una bendición de Dios. La señora Mallory, una cuarentona que nunca había tenido hijos y ya había perdido la esperanza de concebirlos, acudió una tarde al consultorio para mostrarle orgullosamente al doctor Masefield el abultamiento de su abdomen. Mientras Samantha permanecía de pie a una discreta distancia, Joshua Masefield empezó a interrogarla con delicadeza:
—¿Cuándo tuvo su última menstruación?
—Hace un mes.
—¿Cuándo tuvo sus últimas relaciones íntimas con su marido?
—No lo recuerdo.
—¿Se nota blando el pecho?
—No.
El doctor Masefield se atrevió a examinarle las muñecas y los tobillos, para comprobar que no estuvieran hinchados, pero no pasó de ahí. Radiante y satisfecha, la señora Mallory contestó a todas sus preguntas e incluso le permitió que le palpara suavemente el abdomen a través de la falda. Al recomendarle el doctor Masefield que recabara la opinión de alguno de los excelentes cirujanos del Hospital Femenino, ella rechazó alegremente la sugerencia.
—No será necesario, doctor. Sólo quería que me confirmara mis sospechas. Jamás he visto tan feliz a mi esposo. En estos momentos está pintando el cuarto del niño.
Joshua Masefield pidió a Samantha que le sirviera una copa de brandy a la mujer y después le explicó a ésta con el mayor tacto que no era un niño lo que estaba creciendo en su abdomen, sino un tumor. Samantha tuvo que esquivar el vaso al volar éste por los aires, y más tarde quitó de la pared la mancha de brandy, pero no sin antes haber pasado media hora ayudando a Joshua a tranquilizar a la mujer y acompañarla a su casa.
Raras veces tomaban café juntos, pero aquella tarde lo hicieron, sentados en el estudio, mientras las sombras de finales de otoño se iban alargando gradualmente sobre la alfombra.
—Si la señora Mallory tuviera más instrucción, hubiera comprendido que un mes no es suficiente para que se note un embarazo. Pero, lamentablemente, a la mujer se la mantiene en la ignorancia en lo referente a su cuerpo, y a menudo averiguan la verdad cuando ya es demasiado tarde.
—¿Qué se puede hacer por ella?
—Si tiene suerte, no será más que un tumor ovárico que se podrá extirpar a través de una pequeña incisión. O podría ser un fibroma de la matriz. Los hombres del Hospital Femenino han aprendido a alcanzar rápidamente el interior del abdomen, extirpar la masa y volver a cerrarlo con escasa hemorragia.
—¿Y si fuera otra cosa?
—No se podría hacer nada. En Alemania se están llevando a cabo actualmente algunos experimentos en cirugía abdominal, pero hasta ahora no se ha alcanzado el éxito. Hay un hombre en Inglaterra que está tratando de extirpar el apéndice reventado, pero hasta la fecha lodos sus pacientes han muerto. No me cabe la menor duda, señorita Hargrave, de que llegará un día en que la cirugía abdominal será un procedimiento de rutina, pero, de momento, dada la peligrosidad del éter y la imposibilidad de contener las hemorragias, sólo unos pocos cirujanos audaces se arriesgan a alguna rapidísima intervención en la cavidad peritoneal.
¿Por qué tenía que hablar siempre de aquella manera? ¿Nunca experimentaba la menor curiosidad acerca de ella? ¿No habría algún medio de penetrar más allá de aquella fachada profesional? Samantha se consolaba a menudo, pensando que con Joshua Masefield estaba aprendiendo mucho más de lo que hubiera podido aprender en un aula universitaria.
Una tarde el doctor Masefield concedió prioridad a una joven obrera polaca de la confección que se había pillado una mano en la máquina de coser. Llorando y sosteniéndose la mano envuelta en un pañuelo ensangrentado, fue acompañada al consultorio por una de sus compañeras, otra delgada muchacha rubia de no más de dieciséis años que hablaba suavemente en polaco, pero que tuvo que regresar a toda prisa junto a su máquina.
—Son casos muy tristes —murmuró el doctor Masefield mientras retiraba suavemente el pañuelo que envolvía la herida—. Tendrá que pasarse varios días sin trabajar y perderá el empleo. Después perderá su pequeño espacio en una abarrotada habitación de una casa de vecindad y acabará en manos de un «cadete».
Samantha rodeó con su brazo los frágiles hombros de la muchacha y observó lo muy pálida que estaba aquella lechosa piel que jamás veía el sol, y cuan raídas tenía la blusa y su falda, sin duda las únicas prendas de vestir que poseía la chica. ¿De qué clase de vida habría huido en Polonia para llegar a aquello?
—Pero cerca de aquí no hay ninguna fábrica, doctor Masefield.
Él contestó sin apartar los ojos de lo que estaba haciendo:
—Casi todo este trabajo se lleva a cabo en los domicilios particulares y no en las fábricas, porque de esa manera, se pueden burlar las leyes laborales; Así es cómo se consuma un genocidio. —El doctor Masefield dejó caer el ensangrentado pañuelo a un cubo—. Estas pobres criaturas trabajan como esclavas doce horas al día, están mal alimentadas, respiran aire viciado, duermen con parásitos y procuran conservar su dignidad. En muchos casos, hubieran estado mejor en su país de origen. Aquí tenemos las heridas.
Al intentar extender los dedos de la muchacha, ésta lanzó un grito.
—Seis gotas de Magendie’s, señorita Hargrave.
El doctor Masefield le había enseñado a preparar narcóticos. Samantha mezcló la morfina con un jarabe dulce y se la administró a la muchacha con una cuchara.
A continuación, el doctor Masefield «congeló» el dorso de la mano rociándoselo con éter. Cuando la piel se quedó dormida, vertió cuidadosamente sobre cada una de las perforaciones una pequeña cantidad de ácido nítrico y éste crepitó inmediatamente y arrancó de la carne unas pequeñas espirales de humo.
La muchacha gritó, soltó imprecaciones en polaco y trató de levantarse y escapar, pero Samantha la mantuvo inmovilizada. Tras haber examinado las pequeñas heridas para comprobar que no hubiera quedado algún fragmento de la aguja de coser, Samantha vendó la mano y el doctor Masefield entregó a la muchacha un frasquito de morfina Magendie’s y un trozo de papel en el que había escrito las únicas palabras polacas que conocía: «Una cucharadita cada vez que sienta dolor». A Samantha le dijo:
—No vamos a cobrar los dos dólares de la visita.