7

Un lento verano cayó sobre Nueva York y las temperaturas insólitamente elevadas provocaron estallidos de violencia en el Bowery, lugar de cita de maleantes, así como unas violentas fiebres que ni siquiera la famosa agua de Crotón conseguía curar. Las bandas de alborotadores mantenían ocupada a la policía metropolitana, las últimas tropas federales se habían retirado del Sur, el presidente Hayes y su esposa, acérrima enemiga del alcohol, se habían ido a descansar a la Casa Blanca de verano de Spiegel Grove, en Ohio, y el consultorio de Joshua Masefield estaba más concurrido que nunca.

Samantha tuvo ocasión de observar toda la gama de enfermedades que afligían a la humanidad; miraba, escuchaba y se aprendía las cosas de memoria. El doctor Masefield le enseñó la función y el adecuado manejo de sus muchos instrumentos: escalpelos con mango de hueso y sierras para amputar, lancetas para sangrar, agujas alemanas para aneurismas, catéteres franceses, trituradores de piedra, y espéculos anales y vaginales, depresores linguales de plata y guillotinas para las amígdalas.

En su colección no faltaba nada. Joshua Masefield tenía un oftalmoscopio Helmholz, jeringas de cobre para enemas, trocares y torniquetes, ventosas medicinales y artesas de porcelana, gemelos plegables y lentes de examen. Había incluso un aparato para administrar éter.

La farmacia resultaba análogamente impresionante; Samantha leía las etiquetas, algunas de las cuales le resultaban familiares gracias a los días pasados con Hawksbill, y trataba de aprenderse de memoria la aplicación y la correcta dosificación de cada una de ellas: polvos blancos, amarillos y grises; líquidos rojos y azules; pastas y píldoras; gelatinas y ungüentos, estantes y más estantes de frascos, latas y tarros. El armario del doctor Masefield estaba tan bien surtido que raras veces tenía éste que escribir una receta y enviar al paciente a la botica.

El elevado número de pacientes obligó a Samantha a abandonar su situación de simple observadora; tras haber visitado a un enfermo, el doctor Masefield le rogaba a Samantha que aplicara una cataplasma, cambiara los vendajes o inyectara un analgésico, mientras él pasaba a examinar a otro cliente. Los días eran muy ajetreados y apenas disponían de tiempo para el almuerzo. El vestíbulo estaba constantemente lleno de llorosos niños de pecho y de chiquillos cubiertos de sarpullidos, de ancianos que tosían y de obreros de ojos lacrimosos. Por la noche la casa quedaba en silencio y Samantha se retiraba a leer a su habitación o bien acompañaba a Estelle Masefield mientras el médico se recluía en su estudio o salía a visitar a algún enfermo. Durante aquel agobiante verano hubo pacientes incluso en domingo, pero Joshua insistía en que Samantha siguiera disfrutando de su día libre. Samantha presentó a Louisa y a Luther Arndt, el simpático joven rubio que traía semanalmente los suministros de la botica de DeWinter, y los tres empezaron a compartir sus salidas semanales.

Samantha ya conocía Manhattan tan bien como una neoyorquina. Bajaban por la Quinta Avenida en autobuses de techo arqueado y admiraban las soberbias mansiones que flanqueaban las estrechas calles adoquinadas. Pasaban frente a casas de piedra arenisca, iglesias góticas y el nuevo St. Luke’s Hospital, contando los números de las calles, en ascenso conforme se dirigían hacia el norte, la Cincuenta y Cinco, la Cincuenta y Seis…, hasta llegar a las afueras de la ciudad y a los linderos del bosque. El alegre terceto visitó el Central Park con sus barracas y sus granjas ilegales, se rieron de la nueva monstruosidad del edificio llamado el Dakota (por la distancia que le separaba de la ciudad) y visitaron el aislado Museo de Historia Natural. Mientras paseaban por un camino rural, Luther Arndt les mostró a sus dos acompañantes la granja situada en la confluencia de la calles Setenta y Uno y Madison, donde había vivido al llegar de Alemania.

Compraban salchichas y manzanas y merendaban en las márgenes cubiertas de hierba del río Hudson, contemplando el paso de los vapores de ruedas laterales y de los buques de cruz. Fueron a Madison Square y treparon al interior de un gigantesco brazo de bronce que se estaba exhibiendo al público, un brazo lo suficientemente grande para que cupieran personas en su interior y que, según explicó Luther, formaría parte algún día de una enorme estatua que se iba a levantar en la bahía. Visitaron los elegantes establecimientos de Macy’s y de Tiffany’s, admiraron los elegantes carruajes que se detenían a la entrada del restaurante Delmonico’s; viajaron en el ferrocarril elevado y acudieron a ver el primer tramo del puente que se estaba construyendo en Brooklyn. Paseaban por las callejuelas de Nueva York, escuchando a los músicos ambulantes, comprando comida a los vendedores callejeros y lanzando alguna que otra moneda a los niños mendigos, y a última hora de la tarde, solían regresar a su barrio, donde se encontraba la botica de DeWinter, lugar de trabajo de Luther.

Y a lo largo de todo ese tiempo, Samantha nunca dejaba de pensar en Joshua Masefield.

La botica de DeWinter provocaba el asombro constante de Samantha. A diferencia de las boticas inglesas, tenía escaparates de reluciente cristal, donde se exhibían bragueros y pesarios uterinos, los Genuinos Cinturones Eléctricos del Doctor Scott, corsés y postizos para el busto. En el interior de la tienda, en estantes y bajo mostradores de cristal, había frascos de curalotodo y elixires, tónicos y depurativos, mixturas y linimentos, específicos cuyas etiquetas lo prometían todo: los «frascos de falsas esperanzas» a que se refiriera el doctor Masefield. Sobre los mostradores había colonias y polvos, golosinas y postales; y adosada a una pared, la novedad más reciente y celebrada: la llamada «fuente de soda», donde se despachaban helados y refrescos.

Tras sentarse sus dos acompañantes junto a una de las mesitas que el señor DeWinter había instalado, Luther rodeaba el mostrador de superficie de mármol y llenaba tres vasos con un líquido gaseoso de color oscuro. Era una nueva bebida elaborada con ácido carbónico y zumo de coca que muchas personas ingerían para calmar los nervios.

Después Luther se reunía con las muchachas y empezaba a contarles chismes y anécdotas acerca de los clientes del establecimiento.

—¿Veis a ésa? —murmuró al entrar una majestuosa dama con polisón enorme—. Es la señora Bowditch; viene aquí una vez por semana a comprar un frasco de Estomacal Bowker’s.

Samantha y Louisa vieron que la dama intercambiaba unas palabras con el corpulento señor DeWinter, tomaba un paquete y se marchaba.

—La señora Bowditch —añadió Luther en voz baja— es la presidenta de la liga antialcohólica local. Dice que bebe el Bowker’s porque padece de indigestión. Todas las mañanas y todas las noches como un reloj. —Soltó una discreta carcajada—. ¡Y el Estomacal Bowker’s contiene un cuarenta y dos por ciento de alcohol!

Luther Arndt era un acompañante ingenioso y encantador que siempre provocaba las risas de Samantha y Louisa. Todos los miércoles por la mañana acudía al consultorio del doctor Masefield con los pedidos que éste había cursado la víspera, y siempre intercambiaba algunas palabras con Samantha. Los domingos, vestido con su mejor traje y tocado con un bombín, acudía a recoger a Samantha y a Louisa y se las llevaba a pasear por la ciudad. A Samantha no le pasó por alto que él y Louisa estaban encaprichados el uno del otro.

—Dice que un día tendrá una botica de su propiedad —comentó Louisa mientras paseaba con Samantha una tarde a última hora por Washington Square. Era el momento en que las damas de la alta sociedad salían a pasear en sus carruajes, para que las vieran; ambas muchachas gustaban de admirar los bonitos vestidos y las sombrillas—. Luther estudió farmacología en Alemania, ¿sabes? Dice que el viejo señor DeWinter le nombrará socio suyo cualquier día de éstos. Y, cuando eso ocurra, Luther estará muy bien situado.

—¿Cómo, Louisa Binford, hace apenas dos meses que le conoces y ya piensas en casarte con él?

—¡Supe que me iba a casar con él en cuanto nos presentaste! ¡Es un encanto! —Louisa se levantó delicadamente la falda mientras bajaban de la acera—. Una chica tiene que buscar estas cosas, Samantha. No vas a ser soltera toda la vida, ¿sabes?, y tampoco vas a ser joven eternamente. ¡Cuando pasas de cierta edad, los hombres ya no te quieren! Nunca es demasiado temprano para empezar a buscar un posible marido. —Miró de soslayo a su amiga—. Supongo que tú no habrás pensado en nadie todavía, ¿verdad?

—No, en nadie en absoluto.

Samantha lo había discutido en su fuero interno muchas veces, apartando con vehemencia los pensamientos que se infiltraban subrepticiamente en su cabeza de día, cuando trabajaba a su lado, y de noche, cuando permanecía tendida en su cama, insomne. ¿Cómo podía enamorarse de un hombre como Joshua Masefield, un hombre que le doblaba con creces la edad, casado, inaccesible e intocable? Llevaba tres meses trabajando como ayudante suya y sabía de él lo mismo que el primer día. La escasa información que algunas veces le facilitaba la señora Wiggen no bastaba para completar el cuadro. Samantha sólo conocía al hombre exterior; el Joshua Masefield que había debajo era un perfecto desconocido.

Samantha se mostraba intrigada y desconcertada, pero, desde luego, no se había enamorado de él. Sobre todo teniendo en cuenta la existencia de Estelle.

A partir de aquella primera noche, Samantha empezó a atender cada vez con más frecuencia a la señora Masefield, acompañándola en el trabajoso camino desde la cama al vaso de noche, ayudándola a vestirse, a comer, leyéndole, explicándole lo que había visto en Washington Square.

—El polisón se lleva más grande y están empezando a ponerse de moda unas chaquetitas cortas.

Estelle Masefield, demasiado joven para estar postrada en una cama, estaba deseando que le contaran cosas de la vida social. Samantha le leía el Register, donde se publicaban las impresionantes listas de las personalidades que asistían a los famosos bailes de la señora Astor y se decía quién iba a veranear en Newport aquel año. Aunque tenían muy pocas cosas en común, Estelle y Samantha estaban unidas por una amable amistad. Samantha ansiaba a menudo pasar las tardes o las noches en aquella elegante habitación oyendo hablar a Estelle con suave voz de los días de esplendor de Filadelfia; y Estelle se encariñó muy pronto con aquella reposada joven inglesa que la escuchaba con paciencia, le prestaba su femenina atención y compartía sus puntos de vista acerca de la longitud de las faldas, los sombreros y las novelas románticas.

Pese a que ello debiera haber bastado para disipar cualquier idea de intimidad con Joshua Masefield, había otra cosa. Se trataba de la actitud de él para con su esposa, una actitud de la que Samantha había sido testigo con harta frecuencia para tener la absoluta certeza de que Joshua Masefield estaba desesperadamente enamorado de Estelle. La dulzura con que le hablaba, sus modales conmovedoramente afectuosos, el amor que llenaba sus ojos y, finalmente, su forma de sufrir en silencio recordando la brevedad de su vida en común.

Consideradas todas esas cosas, ¿cómo era posible que Samantha se enamorara de él?