Lo hizo exactamente seis días más tarde. Era un sábado por la noche, a última hora, y Samantha estaba escribiendo una carta a la doctora Blackwell en Londres. Pese a que ya era casi medianoche, el doctor Masefield iba vestido con levita y pantalones gris oscuro, como si se dispusiera a salir. Su expresión era muy tensa.
—¿Tendría la bondad de acompañarme, señorita Hargrave?
Cubriéndose los hombros con un chal, Samantha tomó la lámpara y bajó la escalera con él, en silencio. El doctor Masefield se detuvo frente a una puerta; el resplandor de la lámpara le permitió observar la severidad de sus facciones.
—Tengo que salir y mi esposa necesita que la atiendan. De esta tarea se ha encargado siempre la señora Wiggen, pero tiene la costumbre de quedarse dormida. Confío en que usted permanecerá despierta.
Samantha no estaba preparada para el espectáculo que se ofreció a sus ojos al otro lado de la puerta. El dormitorio de la señora Masefield era tan elegante como el de una mansión de la Quinta Avenida y ofrecía un deslumbrador contraste con el resto de la lóbrega casa. La madera de ébano pulido, los querubines y las filigranas doradas, la pantalla de chimenea en lana de Berlín, las exquisitas sillas Luis XIV, las escenas prerrafaelistas de la mitología griega y romana y los destellos del cristal, hicieron que Samantha se creyese en el país de las hadas. El fuego crepitaba en la chimenea de mármol de Derby, arrancando reflejos a los bronces y las porcelanas, y unos jarrones de Wedgewood de color azul pálido, contenían unos ramilletes de flores estivales.
La atención de Samantha se centró en seguida en la cama, sobre cuya invisible ocupante se hallaba inclinado el doctor Masefield: del pabellón colgaban unas guirnaldas de borlas y flecos de terciopelo y raso color topacio. Se detuvo en seco, paralizada por el asombro.
—Señorita Hargrave.
Samantha se acercó, sosteniendo en alto la lámpara, y experimentó un segundo sobresalto. Estelle Masefield era la mujer más hermosa que jamás hubiera visto.
Una corona de sedoso cabello color maíz se derramaba sobre la almohada de raso, agitándose, como si fuera un líquido, a cada movimiento de la delicada cabeza. La piel era tan pálida como la de un niño y sus mejillas aparecían manchadas de carmesí: rosas sobre la nieve. Cuando se entreabrieron sus pestañas color azafrán, Samantha vislumbró unos ojos violeta, con motas doradas. Su nariz era fina y clásica y su rostro, en forma de corazón, se ahusaba hacia una barbilla perfecta; era, en conjunto, la viva imagen de las diosas representadas en el cuadro que colgaba sobre la chimenea.
El doctor Masefield tenía entre los dedos la frágil muñeca de su esposa.
—Tiene mucha fiebre. Hay que bajarla. Utilice esto; la temperatura no debe superar los treinta y ocho grados.
Tomó un termómetro que había en la mesilla de noche; era de metal, tenía veintiséis centímetros de longitud y había que mantenerlo en la axila de la paciente durante cinco minutos.
La señora Masefield gemía y movía la cabeza de uno a otro lado.
—Tendrá períodos de lucidez. Dígale quién es usted, ella ya sabe que está a mi servicio, y que he salido para asistir a un parto en Mulberry Street. Si la temperatura pasa de los treinta y ocho grados, frótela con esto —le indicó un frasco de alcohol que había sobre la mesa—. De la cabeza a los pies. Retire las mantas y quítele el camisón. Siga mojándola con la esponja hasta que le baje la fiebre. Procuraré no tardar mucho. —A punto de retirarse, se detuvo—. Mi mujer padece leucemia, señorita Hargrave. Tiene la sangre tan floja que es muy propensa a las infecciones, lo cual puede conducir fácilmente a una neumonía si no se vigila. Ya ha sufrido varios accesos de neumonía y ahora tiene tantas adherencias en la pleura y el pericardio, que tiene constantes dolores, y su circulación y respiración son tan deficientes que el menor esfuerzo la debilita. No debe usted apartarse de su lado ni un momento. En caso necesario, tire de aquel cordón. Suena en el cuarto de la señora Wiggen.
El doctor Masefield dio media vuelta y, sin decir nada más ni mirar a la mujer que yacía en la cama, abandonó la estancia.
Samantha acababa de acercar una silla a la cama cuando llamaron suavemente a la puerta. La señora Wiggen asomó la cabeza y preguntó en voz baja:
—¿Cómo está?
—Duerme.
La criada entró, con los hombros cubiertos por un chal de lana, y se acercó a la cama, arrastrando los pies. Su mofletudo rostro se suavizó mientras sacudía tristemente la cabeza.
—Pobre hombre, y encima tiene que cuidar a todo Manhattan. —Le dirigió a Samantha una sonrisa compasiva—. Yo la cuidé anoche. Supongo que por eso le ha llamado a usted: quería que yo descansara un poco. Pero ¿cómo puedo dormir si mi ángel está sufriendo tanto? Puede usted acostarse, señorita Hargrave. Yo cuidaré de ella.
—El doctor Masefield me la ha confiado, señora Wiggen, y he dado mi palabra de que no la dejaría.
Por un instante los ojillos oscuros de la criada se encendieron de furia y sus finos labios se movieron sobre la dentadura postiza. Después dejó caer sus hombros y dijo:
—En fin, supongo que tiene usted razón. Voy a preparar té; va a ser una noche muy larga.
Al salir la señora Wiggen, Samantha le tomó la temperatura a la señora Masefield y se alegró al ver que sólo era de treinta y siete grados y medio. Se sentó en el borde de la silla y estudió el delicado perfil, las rubias pestañas que rozaban las arreboladas mejillas, y la transparencia infantil de la piel sobre la trama de las azules venas. Estelle Masefield debía de tener menos de treinta años.
Regresó la señora Wiggen con una bandeja con té y torta escocesa de mantequilla y la colocó encima de una mesa baja con incrustaciones de marfil, entre dos sillones Reina Ana, delante de la chimenea.
—Venga, señorita Hargrave, no es necesario estar pegada a ella.
Samantha se reunió con la criada un poco a regañadientes, pero orientando la silla de modo que pudiera ver el rostro de la señora Masefield. Mientras llenaba las tazas, la señora Wiggen dijo:
—Qué triste es la vida.
—¿Hace tiempo que está enferma?
—No, se le declaró a comienzos del año pasado. Tiene sólo veintiocho años. Al principio no sabían lo que era. Se cansaba al menor esfuerzo y se desmayaba a menudo. Todos pensamos que estaba embarazada, lo cual hubiera sido muy bonito, porque deseaban desesperadamente tener hijos. Sólo llevan casados tres años, ¿sabe? Pero entonces le descubrieron unos bultos en el cuello y el doctor Washington hizo unos experimentos muy complicados, con un microscopio, y echó un vistazo a unas gotas de su sangre. Bueno, yo no tengo los conocimientos del doctor Masefield, pero es una cosa rara que le pasa en la sangre.
Samantha contempló a la espectral figura que yacía bajo la colcha de raso; Estelle Masefield parecía casi una niña.
—Fue poco después de que el doctor Masefield decidiera traerla a Nueva York.
Samantha parpadeó y le preguntó a la señora Wiggen:
—¿Dónde vivían antes?
—¡Pues en Filadelfia, naturalmente! ¡Y menuda vida aquélla! Tenían una mansión impresionante en Rittenhouse Square y alternaban con lo mejor de la sociedad. Había fiestas y bailes, no se conocía un momento de quietud en aquella casa, porque ese ángel mío estaba llena de vida y le encantaba verse rodeada de gente constantemente. Y el doctor Masefield era uno de los mejores médicos de la ciudad. Enseñaba en la Universidad y sus pacientes procedían de las mejores familias. No como ahora. —La señora Wiggen lanzó un suspiro entrecortado y tomó un sorbo de té—. ¡Qué tiempos aquéllos, madre mía, tan distintos!
—¿Por qué se marcharon?
El rostro de la criada se oscureció y ésta bajó la voz, pensando en la tercera ocupante de la estancia.
—La leucemia es muy curiosa, señorita Hargrave. Es una de esas enfermedades que no gustan a la gente, cosa que no consigo comprender. Algunos piensan que es contagiosa, supongo. Ya sabe usted cómo es la gente con el cáncer. Sus amigos desaparecieron inmediatamente, dando toda clase de excusas. Y puesto que se cansaba tanto y, además, estaba el problema de la neumonía, Estelle tuvo que quedarse en casa y eso fue como encerrar a un pájaro en una caja. Empezó a marchitarse como una flor falta de sol. El pobre doctor Masefield estaba loco de dolor. Más de una noche le oí llorar a solas…
Recordando súbitamente la situación, la señora Wiggen dirigió una rápida mirada a Samantha.
—Bueno, pero todo eso ya pertenece al pasado. Y supongo que, si él no le ha dicho nada, yo no debo contárselo.
—Pero podría usted decirme alguna cosa acerca de la enfermedad, para que pueda cuidarla como es debido —se apresuró a decir Samantha.
—Yo sólo sé lo que el doctor Masefield me ha dicho y lo que he visto con mis propios ojos. La leucemia no ataca a todo el mundo de la misma manera. Hay quien muere en seguida, otros duran y duran, como este pobre ángel mío. Algunos días parece la misma de siempre, feliz como una alondra y dispuesta a salir a pasear en coche; pero al día siguiente está más débil que un gatito recién nacido y yo se lo tengo que hacer todo.
Samantha clavó la mirada en la dorada cabeza que descansaba sobre la almohada.
—¿Cuál es la prognosis?
—¿La qué?
—El probable resultado. ¿Se repondrá?
La señora Wiggen inclinó la cabeza.
—Ésa es la tragedia. Nunca se repondrá mi pobre niña. Irá empeorando. Ése es el porvenir que aguarda al doctor Masefield y a su esposa. Ahora ya no hay esperanza de que puedan tener hijos. —La señora Wiggen levantó la cabeza y las lágrimas empezaron a rodar profusamente por sus mejillas—. Mire, señorita Hargrave, para eso la trajo a Manhattan. Para que muriera aquí.
—Pero ¿por qué lo hizo? —preguntó Samantha, rozando el brazo de la criada.
—Porque no soportaba tener cerca a los amigos y que ninguno viniera. Una vez le oí suplicar… —La señora Wiggen se sacó un pañuelo del delantal y se sonó ruidosamente—. No quería que Estelle muriera sabiendo que sus amigos la habían abandonado. Y entonces se inventó una historia y dijo que tenía que venir aquí por razones profesionales; ella no sabe la verdad.
—¡Pero no es posible que todos la hayan abandonado!
—No, había algunas damas que seguían viniendo, ¡pero iban tras el doctor! El doctor Masefield es un hombre muy guapo; pensaban que pronto se va a quedar viudo y… —Recordando nuevamente la situación, la señora Wiggen agitó una rechoncha mano—. Ya es hora de que le tomemos la temperatura.
El doctor Masefield regresó a casa poco antes del amanecer. Tras entrar a ver a su esposa y comprobar que la temperatura le había bajado y estaba durmiendo tranquilamente, al igual que la señora Wiggen, sentada en su sillón, el doctor Masefield bajó a su estudio, para tomar una copa de brandy. Samantha le siguió.
—Ha tenido una noche tranquila, doctor Masefield —dijo, ocultando los brazos bajo el calor del chal.
—Gracias.
—¿Ha sido niño o niña?
—Niño.
La estancia se encontraba a oscuras, pero las primeras luces del alba penetraban ya por entre las cortinas.
—Hábleme de la enfermedad de su esposa, doctor Masefield —dijo Samantha suavemente.
Él apuró su copa de brandy y la volvió a llenar.
—La leucemia se considera una forma de cáncer —dijo sin mirar a Samantha—: Causa, desconocida. Puede afectar a cualquier persona de cualquier edad, rica o pobre; a veces tiene un desenlace fatal en cuestión de días, otras veces no conduce a la muerte hasta pasados tres o más años. Los síntomas son: debilidad, anemia y hemorragias. Las complicaciones: neumonía y tumores. No hay cura y nadie sobrevive.
—Lo lamento —dijo ella en voz baja.
Él levantó la cabeza y la miró fija y largamente. Después dijo con voz cansada:
—Váyase a acostar, señorita Hargrave, la veo muy agotada.
Samantha se deslizó entre las sábanas y permaneció tendida perfectamente inmóvil, turbada por sus pensamientos. La fabulosa mansión de Rittenhouse Square, la brillante sociedad, el torbellino de bailes y fiestas, la fama y la notoriedad en el campo de la medicina. Joshua Masefield había abandonado todo eso a causa de la enfermedad de su mujer…
Samantha contempló en el techo la cinta de luz que se filtraba entre las cortinas. Aquello no cuadraba. No tenía sentido. Algo fallaba: faltaba una pieza del rompecabezas. Su esposa enferma no podía ser la única razón de que hubiera abandonado aquella vida tan fabulosa. Escondida en algún lugar bajo las capas protectoras, debía haber otra respuesta —Samantha estaba segura—, posiblemente la verdadera respuesta que explicaría el repentino deseo de Joshua Masefield de retirarse y de cortar todos sus lazos con el mundo. Cualquiera que fuera la razón, la enfermedad de su esposa le servía de pretexto…