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Se mudó aquella misma tarde, con la ayuda de Louisa. La habitación de Samantha se encontraba en el tercer piso, al lado de la que ocupaba la señora Wiggen; ambas compartían el cuarto de baño recién instalado junto a la escalera. La emoción de Samantha estaba empañada por una inquietante incertidumbre: había adoptado una decisión apresurada y ¿qué sabía ella al fin y al cabo de aquel hombre?

No tardó mucho en ordenar su habitación; seguidamente se puso a vestirse delante del espejo y a prepararse para el té. Para gran desencanto suyo, sin embargo, se enteró de que iba a comer en la cocina con la malhumorada señora Wiggen y con Filomena, una joven italiana que acudía a limpiar tres días por semana. La señora Wiggen, que no ocultó el desprecio que le inspiraba la intrusa, le dijo lacónicamente que los Masefield siempre comían en sus habitaciones. Le permitirían utilizar el salón para recibir visitas, pero jamás debería entrar en el estudio del doctor ni tampoco molestar a la señora Masefield más que cuando la llamaran. Los domingos serían sus días libres.

Samantha descubrió muy pronto que el doctor Masefield iba a seguir siendo un hombre distante y reservado. Ya no habrían nuevos momentos de intimidad; las pocas preguntas que le había formulado el día de su encuentro iban a ser las únicas. Joshua Masefield bajaba a las ocho en punto todas las mañanas, saludaba con un cordial «Buenos días» y pedía a la señora Wiggen que hiciera pasar al primer paciente. Se mostraba siempre rígido y profesional, sin preguntarle jamás a Samantha si había descansado bien o si deseaba algo; daba por sentado que la señora Wiggen se encargaba de todas esas cosas. Samantha no lograba introducirse: cuando preguntó inocentemente por la señora Masefield (a quien aún no había tenido ocasión de conocer), recibió un cortés pero frío desaire. Al principio Samantha se preguntó si podría soportar a la dispéptica señora Wiggen y al distante doctor Masefield, pero en cambio disfrutaba con sus maravillosas salidas con Louisa los domingos, y en el consultorio del doctor Masefield reinaba una actividad tan febril que bien pronto Samantha ya no tuvo tiempo de preocuparse por ninguna otra cosa.

Permanecía en el consultorio mientras él examinaba a los pacientes, les hacía preguntas, establecía el diagnóstico, les recetaba el remedio correspondiente, les tranquilizaba amablemente y después los despedía con algún medicamento de su armario de farmacia. Luego, mientras se lavaba las manos, le explicaba cada uno de los casos a Samantha:

—La rabia se puede transmitir a través de la mordedura de cualquier animal, incluso de un animal doméstico, como el gato del pobre Willie. El niño que usted acaba de ver, señorita Hargrave, sufrirá todas las torturas imaginables. Se asfixiará, tendrá dificultades respiratorias y lo peor de todo es que experimentará una sed infernal que no podrá saciar porque la sola contemplación de un vaso de agua o una taza de té le provocará un ataque de nervios. Las sangrías y el opio son el tratamiento habitual, pero no dan resultado.

—¿No hay cura?

—Ninguna. La rabia es más temible que la peste porque nadie sobrevive a ella. Dicen que la enfermedad se oculta en la saliva del animal y tengo entendido que el señor Pasteur está buscando actualmente una cura, pero no llegará a tiempo para salvar al pobre Willie.

Con las pacientes el doctor Masefield se mostraba excepcionalmente amable y cortés, nunca las apremiaba, y respetaba su pudor. Procuraba no herir su sensibilidad, recurriendo siempre al estetoscopio largo Laennec, para no turbarlas con su proximidad, y era extraordinariamente hábil en la tarea de hacerles preguntas de carácter íntimo, como quien no quiere la cosa. Puesto que, en el caso de las mujeres, el examen físico estaba excluido, el doctor Masefield se lo tomaba con calma, averiguando pacientemente el origen del trastorno, sin examinar de forma directa a la paciente, y después recetaba, aconsejaba y animaba.

—La señora Higginbotham sufre graves calambres —le explicó a Samantha—. Para los padecimientos mensuales de esa mujer existen alivios transitorios, pero no cura, y los sufrirá todos los meses hasta que cese la menstruación. Yo suelo recetar una dosis de arrurruz y láudano. A las mujeres embarazadas que sufren vómitos matinales, les puede ser útil la raíz de colombo y la menta cuatro veces al día.

Y después había algunas dolencias que Joshua Masefield no podía o no quería corregir.

—La señorita Sloan me ha pedido un remedio para recuperar el ciclo. Aunque ella no lo ha confesado, sospecho que está embarazada. Me ha pedido que le devuelva la menstruación.

—Pero eso significaría…

—Un embarazo no deseado es una cosa muy triste, señorita Hargrave. Los remedios abundan, pero dudo que puedan ser beneficiosos. Un té elaborado con la baya del muérdago. Las flores de crisantemos dan a veces resultado, o bien una infusión de poleo o de olmo norteamericano. Tengo entendido que algunas comadronas obtienen saneados ingresos con la práctica de abortos.

—¿Y qué hace usted con esas pacientes?

—Le he aconsejado a la señorita Sloan, si es ése su verdadero apellido, que hable con un sacerdote; pero estoy seguro de que acudirá a la botica de DeWinter y adquirirá uno de sus específicos.

—¿Eso se puede hacer?

—Los reguladores femeninos son un gran negocio, señorita Hargrave, pero no dan resultado. Las píldoras de James Clark. El regulador de Ford. El Remedio Femenino del doctor Kilmer. Cualquier mujer que disponga de cincuenta centavos puede adquirir un frasco de falsas esperanzas.

El doctor Masefield conocía lo bastante de los idiomas hablados en el barrio, para poder formular preguntas básicas a los inmigrantes que acudían a su consulta. Llamaba a menudo a Filomena para que hiciera de intérprete y a veces Samantha le ayudaba con el francés. Con los niños el doctor Masefield se mostraba extremadamente paciente, acariciándoles la frente febril y contándoles historias mientras les curaba los cortes y los rasguños. Samantha jamás dejaba de asombrarse de aquella transformación: sólo con ella y con la señora Wiggen, Joshua Masefield adoptaba una rígida actitud ceremoniosa, sin quitarse en ningún momento la máscara. Pero con los enfermos cambiaba, se ablandaba y se convertía en un amigo y confidente.

Sola en su habitación por las noches, tras una agotadora jornada dedicada a observar, a aprender de memoria, a cortar vendas, y tras una triste cena con la silenciosa señora Wiggen, Samantha se sentaba frente a la pequeña chimenea y pensaba en el médico, se hacía preguntas acerca de él y trataba de resolver el misterio de por qué un profesional maravilloso como Joshua Masefield, tan experto y hábil en tranquilizar al más inquieto de los pacientes, no era más que aquello, un desconocido médico de barrio. Además estaba claro que Joshua Masefield no tenía amigos ni vida social. Aparte de los pacientes, de Filomena y del joven que semanalmente le llevaba los suministros de la botica de DeWinter, nadie llamaba jamás a su puerta. Samantha se preguntaba por qué un hombre tan brillante, tan apuesto y distinguido, se retiraba todas las noches a su estudio, cerrando la puerta al mundo (exceptuadas sus ocasionales visitas a algún enfermo), sin acudir siquiera alguna noche a los clubs de caballeros. ¿Por qué se había convertido en un exiliado en aquella sombría casa?

Tal vez ello tuviera algo que ver con la invisible señora Masefield.

—Pero ¿qué tiene ella? —preguntó Louisa mientras almorzaban en el nuevo salón de té de Macy’s.

—No lo sé.

A Samantha no le gustaba hablar de los Masefield y respetaba su deseo de intimidad, pero Louisa sabía ser muy convincente.

Era un caluroso día estival y ambas jóvenes tenían previsto acudir, después del almuerzo, a los Campos Elíseos de Hoboken, para ver jugar al béisbol a los Knickerbockers de Nueva York contra los Red Stockings de Cincinnati. En el mes que llevaba trabajando con el doctor Masefield, Samantha había empezado a explorar Nueva York en compañía de Louisa. Sus paseos eran siempre muy divertidos, pero, por desgracia, Louisa no podía refrenar la intensa curiosidad que le inspiraban los Masefield.

—¿Quieres decir que has de cuidarla y él ni siquiera te ha dicho todavía de qué? —preguntó su amiga, mirándola con sus brillantes ojos verdes—. Samantha Hargrave, ¿cómo puedes soportarlo?

Samantha miró a su alrededor, temerosa de que alguien hubiera podido oír las palabras de Louisa.

—Me lo dirá cuando esté preparado.

—Pero ¿y si fuera algo francamente espantoso?

—Lees demasiadas novelas, Louisa.

—¿No te parece romántico? Tan guapo y tan desdichado.

—¡Vamos, Louisa!

Samantha no quería reconocerlo, pero Louisa había expresado todo lo que ella sentía. Había ciertamente algo trágico en aquel hombre… Sin embargo, Samantha no quería entregarse a chismorreos con su amiga. El doctor Masefield tenía derecho a proteger su intimidad y, además, Samantha estaba en deuda con él: la había rescatado de unas circunstancias quizá terribles, le había ofrecido un trabajo envidiable (ocho dólares a la semana, además de la comida y el alojamiento) y le estaba proporcionando la mejor preparación médica que ella pudiera obtener. Sería una lástima tener que dejarle al cabo de cinco meses.

—¿Cómo sabes que existe siquiera la tal señora Masefield?

El bocadillo de Samantha quedó detenido junto a los labios de ésta.

—¿Cómo dices?

Louisa se inclinó sobre la mesa y le dijo con aliento que olía a comida:

—Al fin y al cabo, es de todo punto incorrecto que una joven viva bajo el mismo techo que su patrón. ¿Qué pensarían sus pacientes? Por eso ha buscado un pretexto y se ha inventado una esposa.

—¡Me escandalizas, Louisa Binford! El doctor Masefield es la corrección personificada. Y, además, la señora Wiggen vive también en la casa.

—Y probablemente se queda dormida como un tronco en cuanto cierra los ojos. —Louisa se reclinó en el respaldo de su silla y ladeó la cabeza—. Le he visto, Samantha, y pienso que toda esa frialdad es falsa. Se trata simplemente de un hombre que vive solo. Y ahí estás tú, tan bonita, tan inocente, ¿cómo puede resistirlo?

—Louisa Binford, ¿qué estás diciendo?

—Que cualquiera de estas noches llamará a tu puerta. Recuerda mis palabras.