Cuatro días más tarde llegó el mozo de los recados. Mientras Samantha se encontraba en la calle buscando trabajo, la señora Chatham recibió el paquete y lo dejó en la habitación de Samantha; cuando ésta regresó a casa aquella noche tras una jornada desalentadora, encontró la caja y, dominada por la curiosidad, desgarró apresuradamente la envoltura. En el interior, protegido por papel de seda, había un par de guantes de gamuza color gris paloma junto con una nota que decía: «No podrá usted causar buena impresión sin guantes. Por sus excelentes servicios». La nota iba firmada con las iniciales J. M.
Se dijo para sus adentros qué le había olvidado, pero no era cierto, y a la mañana siguiente, mientras subía los peldaños de su escalinata, se enojó consigo misma por sentirse tan nerviosa. Se mostraría cortés, pero breve, quizá pudiera incluso entregarle la caja a la señora Wiggen sin necesidad de verle a él y decirle a la criada que apreciaba mucho la generosidad del doctor Masefield, pero no podía aceptar su regalo.
Para su consternación, el vestíbulo estaba lleno de pacientes y a la señora Wiggen no se la podía ver por ninguna parte.
Sintiéndose incómoda bajo las miradas de los demás porque su atuendo era mejor que el de cualquiera de ellos, Samantha trató de encontrar un sitio donde sentarse. Había dos bancos muy largos adosados a las paredes; era el sistema utilizado en los consultorios de todos los médicos: cuando salía el paciente que el médico acababa de visitar, el que se encontraba sentado más cerca de la puerta se levantaba y entraba. Entonces los demás se desplazaban en el banco y los que se encontraban de pie ocupaban el extremo vacío, por orden de llegada. Era un sistema basado en el honor y que raras veces fallaba.
Samantha permaneció de pie al lado de dos hombres y un niño. Para ser una sala tan abarrotada de gente, reinaba un curioso silencio. Una mujer de mejillas arreboladas se estaba abanicando con un pañuelo. Una joven madre estaba tratando de calmar a un niño que se agitaba en sus brazos. Una anciana con la cabeza cubierta por un chal de color negro y un pesado crucifijo sobre el pecho miraba con ojos empañados.
Cuando se abrió la puerta del consultorio, todas las cabezas se volvieron en su dirección y a Samantha le dio un vuelco el corazón. Joshua Masefield, en mangas de camisa, asomó la cabeza y, llamando por señas a uno de los hombres que se encontraban de pie, dijo:
—Signor Giovanni.
El inmigrante se quitó la gorra y entró apresuradamente, cerrando la puerta a su espalda. Si se había percatado de la presencia de Samantha, el doctor Masefield no lo dio a entender.
Los minutos fueron pasando. Se oía un amortiguado murmullo de voces al otro lado de la puerta. Los que aguardaban no parecían preocuparse. Samantha cambió nerviosamente de postura, manoseando la cajita sin cesar.
Cuando volvió a abrirse la puerta, experimentó un sobresalto. El italiano salió rodeando con el brazo a una joven que estaba llorando en silencio, cubierto el rostro con las manos. En el momento en que la pareja salía a la calle, los ojos de Samantha se cruzaron con los del doctor Masefield. Se miraron un instante.
—El siguiente, por favor —dijo él entrando de nuevo en el consultorio.
Cuando un joven que llevaba la muñeca vendada se levantó y entró cerrando la puerta a su espalda, Samantha advirtió que su nerviosismo se trocaba en disgusto.
Todo el mundo se avanzó en el banco, dejando un espacio vacío. El hombre que acompañaba al niño y que la precedía le indicó tímidamente el banco y murmuró algo en un idioma extranjero. Samantha sonrió con indecisión y tomó asiento.
Pasaron nuevos minutos. Samantha empezó a golpear el suelo con un pie. De vez en cuando, alguien la miraba con indiferencia, y después apartaba los ojos.
Cuando se abrió nuevamente la puerta, Samantha reprimió el impulso de levantarse de golpe. Observó cómo el joven estrechaba la mano del doctor Masefield, se encasquetaba su gorra de obrero y se alejaba presuroso.
—El siguiente —dijo enérgicamente la voz, y la anciana del crucifijo entró renqueando en el consultorio.
Samantha mudó de lugar en el banco, mientras su disgusto se convertía en indignación.
Estaba empezando a preguntarse si sería conveniente levantarse y marcharse, cuando oyó un crujir de faldas en el pasillo. La señora Wiggen se le acercó y dijo:
—¿Quiere acompañarme, por favor?
Samantha fue conducida a una estancia contigua al consultorio. Al igual que el salón del otro lado, la habitación daba a la calle y tenía una preciosa chimenea de mármol. Pero ahí terminaban todas las semejanzas. El estudio privado de Joshua Masefield no tenía ninguna pretensión y resultaba evidente que se utilizaba muy a menudo. Había un sofá de crin tapizado de terciopelo, una librería de roble tallado llena de libros a rebosar, unos sillones a juego, de cojines muy gastados, una mesita adornada con muchos tapetes junto a una ventana y con una planta de gran tamaño, y finalmente un escritorio de tapa corredera con papeles, libros, revistas, un tintero manchado y algunas polvorientas figurillas. El papel de la pared estaba descolorido, pero tenía un encantador dibujo de flores primaverales sobre un fondo de color crudo; la alfombra turca era vieja y estaba raída, pero resultaba evidente que era de buena calidad; y sobre un velador, en un rincón, se podía ver un servicio de cristal formado por una licorera y sus vasos. La atmósfera resultaba hogareña y denotaba la personalidad de un hombre amante de la intimidad y el sosiego. Pero no había fotografías en ninguna parte y eso era muy extraño.
—¿En qué puedo servirle, señorita Hargrave?
Samantha giró en redondo. Joshua Masefield había aparecido en la puerta que daba acceso al consultorio; antes de que ésta se cerrara, Samantha vio fugazmente, a su espalda, a la señorita Wiggen, que ayudaba a la anciana a descender de la mesa de exploración.
—He venido para devolverle esto —contestó ella, ofreciéndole la caja.
Él arqueó levemente las cejas, pero no hizo ademán alguno de tomarla.
—No puedo aceptar los guantes —dijo ella apresuradamente—. No tengo por costumbre aceptar regalos de caballeros que apenas conozco.
Él la siguió mirando con expresión enloquecedoramente neutra.
—Por consiguiente, tiene usted que quedarse con ellos —dijo Samantha, mirando a su alrededor y dejando a continuación la caja sobre el escritorio atestado de papeles—. Lamento haberle molestado. Buenos días, señor.
Dicho lo cual dio media vuelta para retirarse.
—Me temo que se engaña usted, señorita Hargrave.
Samantha se detuvo y volvió la cabeza.
—¿Y eso?
—Los guantes no fueron un regalo, sino un pago por su ayuda. Cuando visité al ciclista en el hospital, su padre me entregó un cheque por sus servicios. Sabiendo lo mucho que necesitaba usted unos guantes, me tomé la libertad de comprarlos en lugar de enviarle el dinero. Si quiere usted ser médico, señorita Hargrave, tendrá que aprender a aceptar pagos en especie; sus pacientes no siempre dispondrán de dinero en efectivo.
Los dedos de Samantha doblaron el asa de su bolso de punto.
—Jesús, yo pensé que…
—Ya sé lo que pensó usted, señorita Hargrave. Bien, pues —dijo él, tomando la caja y ofreciéndosela— acéptelos. Enmárquelos si quiere, por ser el primer pago de sus servicios médicos.
Samantha aceptó la caja y procuró sonreír.
—Me siento tan estúpida…
Se abrió la puerta y asomó la cofia de la señora Wiggen.
—¿Doctor? La señora Solomon está esperando.
—Un momento, señora Wiggen.
Una vez la puerta se hubo cerrado. Samantha dijo:
—No le gusto, ¿verdad?
Las comisuras de la boca del médico formaron una especie de sonrisa.
—La señora Wiggen me protege demasiado, es como una gallina. Dígame, señorita Hargrave, ¿ha conseguido por fin trabajo?
No lo había encontrado y la doctora Emily no le había dado muchas esperanzas.
—Me temo que las circunstancias me obligarán a buscar algo no relacionado con la medicina, hasta que la Enfermería pueda acogerme.
—No será fácil. Hay cientos de muchachas en su misma situación. Yo he pensado una cosa, señorita Hargrave. El joven a quien he contratado se va a matricular en la Universidad de Cornell. Procede de una familia acomodada y tiene muy buenas referencias. No tendrá ninguna dificultad en encontrar un puesto de ayudante en cualquier consultorio de medicina de Manhattan. Por consiguiente, se me ha ocurrido, señorita Hargrave, que podría contratarle a usted en su lugar. Al fin y al cabo, usted necesita el puesto más que él, ya me ha demostrado sus aptitudes y su amistad con las Blackwell significa mucho para mí. Además, he pensado que una auxiliar me podría ayudar muchísimo con muchas pacientes que a menudo se encuentran incómodas conmigo. ¿Querrá usted tomar en consideración mi ofrecimiento, señorita Hargrave?
Ella le miró con incredulidad.
—Tengo, sin embargo… —el doctor Masefield se volvió de espaldas y se acercó al velador, deteniéndose como un orador al tiempo que apoyaba las puntas de los dedos en la superficie taraceada—, otros motivos personales que debo exponerle pues no me cabe duda de que influirán en su decisión.
Samantha esperó sus siguientes palabras.
—He pensado que usted me podría ayudar en un asunto privado, señorita Hargrave. Verá, se refiere —el doctor Masefield apartó la mirada— a mi esposa.
Guardó silencio un instante y entonces se percibieron con más intensidad los rumores de la calle. Samantha aguardó.
—Está inválida, postrada en la cama y a veces requiere cuidados que la señora Wiggen no está en condiciones de prestarle. Había pensado en la posibilidad de contratar a una enfermera particular, pero la situación de mi esposa no exige atención las veinticuatro horas del día. Esta incapacitada… sólo en ocasiones. —Finalmente Joshua Masefield se volvió a mirarla—. Durante buena parte del tiempo, mi esposa está perfectamente en condiciones de cuidar de sí misma. Pero tiene… recaídas. Es allí donde me sería útil su ayuda. No obstante, me apresuro a añadir, señorita Hargrave, que tales ocasiones no son frecuentes y que el resto del tiempo trabajaría usted aquí, conmigo.
Ella siguió mirándole largo rato una vez él hubo terminado de hablar. Se sentía extrañamente conmovida. Las palabras habían surgido con tanto esfuerzo y dolor, sus maneras habían sido tan torpes, que era como si le hubiera hecho una gran confesión secreta.
—Querrá usted pensarlo con detenimiento, claro…
Qué incongruente resultaba que aquel hombre impresionante, por regla general tan seguro de sí mismo, tropezara con las palabras como un tímido enamorado.
—No necesito pensarlo, doctor Masefield. Será un honor para mí aceptar.