El accidente se produjo en la confluencia de la calle Octava y la Segunda Avenida. Samantha estaba a punto de bajar de la acera cuando un joven pulcramente vestido, con atuendo de ciclista, apareció por entre el tráfico en su llamativo velocípedo Columbia. Al verla esbozó una sonrisa y se quitó su elegante gorra azul, de polo. Al pasar a toda prisa junto a ella, se volvió para mirarla sonriendo, sin dejar de pedalear. Samantha vio un carruaje que doblaba la esquina y abrió la boca para lanzar un grito de advertencia. Se quedó helada al ver que el ciclista se volvía demasiado tarde. Los caballos retrocedieron relinchando y el vehículo se desvió con un movimiento vertiginoso. Samantha contempló boquiabierta la colisión que se produjo entre el reluciente velocípedo y el faetón en una erupción de gritos y un chirriar de guarniciones. Los caballos corcovearon violentamente, tiraron de los avíos y el carruaje volcó de lado. Un cabriolé vacío que no pudo detenerse a tiempo, recibió todo el impacto del faetón, catapultando a su cochero por los aires.
Todo terminó en cuestión de segundos. El cruce de ambas calles se había convertido en un caótico escenario de piezas rotas y retorcidas; los caballos, caídos en la calzada, trataban de levantarse; las ruedas seguían girando sobre sus ejes rotos, otros vehículos se detuvieron bruscamente y patinaron, provocando un ensordecedor atasco. La gente echó a correr hacia el escenario del accidente y Samantha fue la primera en llegar.
Un rápido vistazo le bastó para percatarse del estado de las víctimas. El chófer del cabriolé había muerto, tras haberse golpeado la cabeza contra un poste del telégrafo; los cuatro ocupantes del faetón yacían en la calzada, uno de ellos inconsciente, dos lanzando gemidos y el cuarto intentando levantarse; el cochero estaba saliendo a gatas de bajo el vehículo, aturdido y lesionado. Pero la atención de Samantha se centró en el ciclista, que había quedado atrapado debajo del carruaje, con el brazo derecho formando un grotesco ángulo entre los radios de su Columbia.
Mientras varios hombres trataban de levantar el vehículo para liberar al joven, Samantha llegó junto al faetón, tomó de su interior un blanco chal de seda y lo ató rápida y fuertemente en torno a la parte superior del brazo del muchacho. Al moverse el cabriolé, también lo hizo el velocípedo, obligando al ciclista a lanzar un grito de dolor. La calle se había convertido de pronto en una barahúnda de gemidos y sollozos, de relinchos de caballos y de gritos humanos. Samantha examinó apresuradamente al joven, en busca de otras lesiones, observó el estado de sus pupilas y le tomó el pulso, comprobando que era muy rápido; su herida, a pesar del improvisado torniquete, estaba perdiendo abundante sangre.
—¡Una ambulancia! —gritó—. ¡Que alguien vaya por una ambulancia!
Se había formado a su alrededor un corrillo de mirones. Una joven se había desmayado en la acera y dos caballeros la estaban abanicando. Otros hombres estaban tratando de ayudar a los pasajeros del faetón. El ciclista, que sudaba a mares, acabó por perder el conocimiento.
Cuando por fin consiguieron enderezar ruidosamente el cabriolé, dos hombres empezaron a tirar del velocípedo.
—¡No! —gritó Samantha—. ¡Despacio! ¡De esa forma, perderá el brazo!
—Oiga, señorita…
—¿Ha ido alguien por una ambulancia?
—Creo que sí. ¿Quién es usted?
El joven lanzó un gemido y se hundió más profundamente en la inconsciencia. Samantha le habló suavemente en susurros, apoyándole una fría mano en la frente; una ininterrumpida cinta de sangre fluía desde el chal sobre la calzada.
Un hombre de levita negra y chistera se estaba abriendo paso por entre los destrozos, inclinándose sobre cada una de las víctimas y echándoles un rápido vistazo. Llegó junto a Samantha, dobló una rodilla, se inclinó sobre el ciclista y le examinó primero el brazo y después la cabeza y el cuello. Cuando abrió el maletín negro que llevaba y sacó un estetoscopio biauricular, Samantha le estudió con curiosidad.
Su perfil, por debajo de la chistera, resultaba muy atractivo: ojos negros como el carbón bajo pobladas cejas, nariz recta, boca fina, mejillas perfectamente esculpidas y una firme mandíbula cuadrada. Algunas hebras grises, por encima de las orejas, le situaban en los cuarenta y tantos años.
Al ver que se erguía y guardaba el estetoscopio en el maletín, Samantha le dijo:
—Los demás…
—Están bien. Sus lesiones pueden esperar a que llegue la ambulancia. Este chico, no. Hay que atenderle inmediatamente.
Un agente de policía se abrió paso por entre los mirones.
—El St. Brigid’s va a enviar un vehículo, doctor Masefield.
—Tengo que llevarme a este muchacho a mi consultorio. Necesitaré ayuda para transportarlo.
—¡Eh, vosotros dos! —gritó el policía—. ¡Venid aquí!
Finalmente el desconocido miró a Samantha. Su rostro, a pesar de su severidad, resultaba extraordinariamente hermoso.
—Sosténgale el brazo mientras yo tiro de la rueda. Si nota que se desplazan los extremos del hueso, dígamelo en seguida.
—Sí… —dijo ella sin aliento.
El agente de policía se arrodilló también y asió la rueda por el borde. Mientras él y el médico tiraban suavemente, Samantha procuró sostener con fuerza el brazo del muchacho. Éste emitió un leve gemido, pero no se despertó. Bajo el chal de seda, notaba la tibia sangre y los músculos contraídos; sus fuertes y finos dedos consiguieron mantener inmóviles los extremos del hueso fracturado, mientras la rueda retrocedía poco a poco.
El médico se levantó ágilmente.
—Procuren transportarle con cautela. Si se produce una sacudida violenta, los extremos fracturados del hueso cortarán los nervios y los vasos sanguíneos que aún se encuentran intactos. Con un poco de suerte, podremos salvarle el brazo.
Mientras ambos hombres levantaban con cuidado al ciclista e iniciaban la marcha, Samantha se levantó rígidamente y se apartó unos rizos de la sudorosa frente. El doctor Masefield ya estaba por alejarse, pero entonces se detuvo, se volvió a mirarla y le preguntó de improviso:
—¿Viene usted?
El consultorio se encontraba muy cerca de allí. Cruzaron un vestíbulo y entraron en un gabinete que olía a ácido fénico. Mientras los hombres colocaban al chico sobre la mesa, el doctor Masefield le dio unas rápidas órdenes a Samantha.
—Encontrará usted unas ligaduras en ese armario. Necesitaré hilo de tripa también y seda. Páselos primero por el ácido. Hay un delantal detrás de la puerta.
Mientras Samantha, con el corazón desbocado, tomaba los carretes de sutura, sin tener la menor idea de lo que había de hacer, el doctor Masefield se quitó la levita y la chistera y se arremangó.
—Vierta un poco de ácido fénico en esta palangana.
Samantha buscó rápidamente en los estantes y encontró un frasco ambarino de gran tamaño, rotulado «Solución fénica al 5%». Lo tomó, le quitó el tapón de corcho y vertió con torpeza un poco de líquido en la palangana esmaltada. Después volvió a dedicar su atención a los hilos de sutura. Dos años atrás, durante una de sus visitas a la doctora Blackwell, habían llevado a su consultorio a un deshollinador accidentado. La doctora Blackwell había cortado los hilos de seda en fragmentos de unos sesenta centímetros de largo. Samantha tomó unas tijeras que encontró en el armario y empezó a cortar con temblorosos dedos trozos de longitud similar.
—Tráigame aquella bandeja —pidió lacónicamente el médico.
Ella le miró con ojos inquisitivos.
—Allí arriba —le dijo él, indicando el lugar con un movimiento de cabeza—. Ésas han sido tratadas con ácido. Colóquela aquí, a mi derecha.
Samantha alcanzó la bandeja. Tras haber introducido las manos en la solución de ácido fénico y habérselas secado con una toalla, el doctor Masefield se dispuso a retirar el chal empapado de sangre que rodeaba el brazo del herido.
—Ahora deje eso y Venga a ayudarme. Introduzca los hilos de sutura en esta palangana.
Después de hacerlo, ella descolgó el delantal de la percha y se lo puso, atándose rápidamente las cintas a su espalda.
—¿Usted le aplicó esto? —preguntó él, retirando el chal y dejándolo caer en un cesto.
—Sí —musitó ella.
—Probablemente le ha salvado el brazo. Muy bien, acérqueme la lámpara y sosténgala de forma que ilumine la herida.
Trabajaron durante casi una hora. Sentado en un taburete como un joyero, el doctor Masefield limpió la herida, escarificó los bordes y ligó vasos sanguíneos. Samantha le ayudó a reducir la fractura, corrió al armario en busca de cuanto él le pedía, desplazó la lámpara cada vez que él cambiaba de posición y empapó en ácido los vendajes finales. En el transcurso de todo este tiempo, el doctor Masefield no la miró ni una sola vez.
—Ya está —dijo el médico, incorporándose y antes de secarse las ensangrentadas manos en una toalla—. Ahora ya se lo puede llevar la ambulancia.
Samantha se quedó allí, sin saber qué hacer, tirando de su delantal manchado de sangre.
El doctor Masefield se levantó y se inclinó hacia el muchacho. Mientras le tomaba el pulso en la garganta y le levantaba un párpado y después el otro, dijo:
—Haga sonar la campanilla.
Samantha dio media vuelta. El cordón colgaba en una esquina de la estancia. Tiró de él y casi instantáneamente apareció una anciana enfundada en un vestido de fustán marrón con el lanudo cabello blanco recogido en una cofia.
—Diga, doctor Masefield.
—Señora Wiggen, ¿tendría la bondad de pedir al chico Horowitz que vaya al St. Brigid’s y pida una ambulancia? Y después ponga a calentar agua para el té. —El médico se irguió y finalmente miró a Samantha—. ¿O prefiere usted café?
—El té me parece bien, sí… —contestó ella, mirándole asombrada.
La criada se retiró silenciosamente y el doctor Masefield lanzó un profundó suspiro.
—Bueno, creo que se repondrá. Estos ciclistas son un peligro para el tráfico.
Sin saber qué decir, Samantha contempló el cuerpo tendido en posición supina, con la elegante camisa blanca de franela y los bombachos azules ahora desgarrados y mugrientos.
El doctor Masefield se acercó a la palangana y se lavó las manos.
—Ha tenido suerte de que estuviera usted allí —dijo, de espaldas a ella—. Hizo usted un buen trabajo. ¿Puedo preguntarle dónde ha adquirido esos conocimientos?
Samantha se inquietó.
—Bueno, yo…
Él se volvió, secándose las manos.
—Perdone, no me he presentado. Joshua Masefield.
Ella se sintió ligeramente fuera de lugar allí, de pie, con el delantal ensangrentado y el sombrero de medio lado en la cabeza.
—Samantha Hargrave.
Él no sonrió; parecía que su boca no estuviera acostumbrada a ese gesto. Sus reflexivos ojos negros siguieron mirándola.
Samantha se desató las cintas del delantal.
—Siento haberlo ensuciado.
—La señora Wiggen se encargará de eso. Déjelo en el suelo y ella lo recogerá junto con todo lo demás. Parece que necesita usted sentarse un poco.
Samantha le siguió según cruzaba el vestíbulo hacia un salón muy bien amueblado, con un sofá forrado de terciopelo y sillones a juego, grabados en las paredes, un enorme helecho de Boston en la ventana y unas flores secas en la repisa de la chimenea. Pero a Samantha la estancia le produjo la impresión de no utilizarse muy a menudo.
Se sentó en el sofá. Él permanecía de pie. Al otro lado de la ventana, el ruidoso tráfico se había reanudado en la bulliciosa calle. Y del interior de la casa llegaba rumor de platos y del agua corriente de un grifo. Samantha entrelazó las manos sobre el regazo y descubrió con angustia una gran mancha de sangre en su falda, a la altura de las rodillas.
—La señora Wiggen lo arreglará —dijo el doctor Masefield, apoyándose en la repisa de la chimenea.
A pesar de que la desgracia ya había pasado, su seriedad no se desvanecía y Samantha empezó a preguntarse si ésta lo abandonaba alguna vez.
—Oh, no —dijo con un hilillo de voz—, puedo hacerlo yo.
—Tonterías. La señora Wiggen se encarga constantemente de estas cosas. Es una experta. No querrá usted salir a la calle de esa manera.
Samantha inclinó la cabeza, incapaz de mirarle a la cara. Su defecto infantil, la repentina incapacidad de hablar que creía haber vencido hacía mucho tiempo en la Academia Playell’s, volvía a mortificarla de pronto.
—Es usted inglesa, ¿verdad?
—Sí.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí?
—Diez días.
—Entonces habrá adquirido sus conocimientos allí. ¿En Londres?
Samantha no podía vencer su enloquecedora timidez ni tampoco soltar la lengua. Enojada consigo misma, contestó sin levantar la mirada:
—¿A qué se refiere usted, señor, al hablar de conocimientos?
—¿Dónde ha estudiado medicina?
Asombrada, Samantha levantó la cabeza.
—No he estudiado medicina en absoluto.
Aunque su expresión no se modificó, los ojos del doctor Masefield traslucían clara sorpresa.
—¡Pero tendrá usted sin duda alguna preparación! Como enfermera de sala, por lo menos.
Ella sacudió negativamente la cabeza en silencio.
—Santo cielo —exclamó él en tono pausado, estudiándola con creciente interés—. Cuando vi cómo se comportaba allí, dando órdenes, atendiendo en primer lugar las heridas más graves, supuse que era médico o, por lo menos enfermera. No le hubiera pedido que me acompañara aquí, de no ser así, y desde luego no le hubiera hecho pasar por este trance. —El médico hizo un ademán en dirección al consultorio—. Santo cielo —repitió suavemente—. ¿Qué habrá usted pensado de mí…?
Se miraron el uno al otro a través del salón, fijos los ojos, y todos los rumores de la mañana parecieron esfumarse. Por un instante, Samantha sólo oyó los fuertes latidos de su corazón; después, la cascada voz de la señora Wiggen rompió el hechizo del momento.
—El té está preparado, doctor —anunció desde la puerta.
—Lo tomaremos aquí, señora Wiggen.
La anciana se sorprendió fugazmente y le dirigió a Samantha una mirada de reproche. Mientras la anciana se alejaba arrastrando los pies, el doctor Masefield dijo:
—Recibo tan pocas visitas, que a veces la señora Wiggen se excede en sus atribuciones.
Tras haber servido el té, la sirvienta trajo una falda del piso de abajo. Samantha se cambió de ropa en el consultorio y le entregó su falda a la criada, que soltó un bufido de reproche. La que le había prestado, de lana de buena calidad, tenía una cintura muy fina; no podía pertenecer en modo alguno a la rechoncha señora Wiggen. ¿A quién entonces?
—Tiene usted que perdonar mi comportamiento, señorita Hargrave —dijo el doctor Masefield cuando volvió a reunirse con él—. Y debe creerme si le digo que, de haber sabido que actuaba usted por caridad y no por el hecho de tener conocimientos de medicina, ¡jamás hubiera insistido en que me ayudara! ¡Estoy consternado por mi vergonzosa falta de discernimiento!
Samantha mantenía los ojos clavados en la taza. Ahora que él se había sentado frente a ella y estaba un poco más cerca, no se atrevía a mirarle.
—En realidad, doctor Masefield —dijo en voz baja—, no estaba usted del todo equivocado.
Samantha le habló brevemente de los casos que había vivido en Inglaterra y de su amistad con la doctora Blackwell, y terminó explicándole el motivo de su traslado a Nueva York. Joshua Masefield la escuchó con profundo interés y, cuando ella hubo terminado, pareció haberse quitado un peso de encima. La estudió en silencio, turbándola con su atrevida mirada, hasta que un golpeteo de cascos de caballos delante de la casa rompió el silencio. Se oyeron presurosas pisadas en dirección a la puerta, seguidas de una llamada sincopada.
La ambulancia del St. Brigid’s. El doctor Masefield ayudó al camillero a trasladar al muchacho al carruaje, mientras Samantha permanecía en el salón, tomando tímidamente el té. Cuando él regresó y volvió a sentarse, Samantha hizo un esfuerzo por dominar su voz.
—Supongo que mi falda ya estará dispuesta.
—No hay que apremiar a los artistas. La señora Wiggen la habrá extendido sobre una tinaja y estará inundándola con una cocción mágica de su armario secreto.
—¿La señora Wiggen es su ayudante?
—En cierto modo. No tiene preparación, pero atiende a los pacientes en la sala de espera y después se encarga de la limpieza. De vez en cuando, le pido que me ayude, tal como hubiera hecho hoy, de no haber sido por usted.
Samantha le miró a los ojos haciendo un supremo esfuerzo.
—¿Ha pensado en la posibilidad de contratar a un ayudante?
—En realidad, sí.
La taza tintineó en el platillo; Samantha la posó en la mesa. Pero ¿qué le ocurría? Se había pasado toda la semana visitando con presencia de ánimo y seguridad a un considerable número de médicos. ¿Por qué se sentía tan violenta con aquél?
—Y empezará la semana que viene.
—¿Quién?
—El estudiante de medicina a quien he contratado.
Ella le miró un instante y después apartó rápidamente la mirada. ¡Sus esperanzas habían nacido y se habían esfumado en un minuto!
—¿He dicho algo que la turbe, señorita Hargrave?
Ella le explicó con voz entrecortada que llevaba siete días buscando un puesto como aquél, y después añadió a regañadientes que de pronto parecía no ver un rayo de luz.
—O sea que va usted a iniciar sus estudios en la Escuela de Enfermería Blackwell en enero. Es probable que ésa sea la razón de que la hayan rechazado en todas partes. A pocos médicos les puede interesar un ayudante para seis meses. Un año es el plazo habitual.
Samantha esbozó una sonrisa de gratitud y sacudió la cabeza.
—No sé por qué, doctor Masefield, pero no creo que sea ése el motivo. Sin embargo, es usted muy amable diciéndome eso.
La voluminosa señora Wiggen apareció en la puerta; llevaba la falda de Samantha.
—Aún está húmeda, pero la mancha ha desaparecido.
Samantha se cambió de ropa en el consultorio y observó que, entretanto, todo se había limpiado. Advirtió también que los instrumentos que utilizara el doctor Masefield se encontraban ahora en la palangana del ácido fénico.
Al volver al salón, se asentó mejor el sombrero, se apartó del rostro unos rizos y dijo:
—Ustedes los norteamericanos parecen muy modernos. Ésta es la primera vez que veo aplicar el listerismo.
El doctor Masefield se levantó.
—Me temo que no todos los norteamericanos, señorita Hargrave, sino únicamente unos pocos. Leí algo a ese respecto en diversas publicaciones y experimenté por mi cuenta. Quedé inmediatamente convencido. Pero me temo que la mayoría de los médicos norteamericanos siguen oponiéndose a la teoría microbiana.
—Ya. En fin…
Se alisó la falda y se ajustó los puños de la blusa. Joshua Masefield se dirigió hacia la puerta principal.
—¿Le aviso un coche?
—No, gracias, no vivo lejos. Justo en la calle Houston, en la pensión de la señora Chatham. Gracias por el té.
—Gracias a usted por su ayuda. Creo que el muchacho le debe la vida.
Samantha entornó los ojos para protegerse del sol que penetraba por la puerta abierta.
—De ninguna manera, en realidad, ha sido su… vaya por Dios.
—¿Qué ocurre?
—Mis guantes. Me los quité en el lugar del accidente. Ahora los he perdido, con toda seguridad. Y eran el único par que tenía. Él permaneció en silencio junto a la puerta, sosteniéndola abierta.
Samantha le miró tímidamente y murmuró:
—Buenos días, doctor Masefield.
Tras lo cual bajó apresuradamente los peldaños.
Aquella noche él no le concedió un momento de paz. Mientras Samantha permanecía tendida en la oscuridad, escuchando la suave respiración de Louisa, Joshua Masefield invadió sus pensamientos. ¿Qué había en él que tanto la intrigaba? Su impresionante aspecto, de eso no cabía duda: el alborotado cabello negro con algunas hebras grises, los anchos hombros y la espalda, tan erguida como la de un oficial del ejército. Pero también algo más: una especie de mística; Joshua Masefield producía una sensación de melancolía y sus ojos negros contenían abismos de tristeza. ¿Acaso no le habían parecido sus modales un poco afectados, como si no revelaran su verdadera personalidad sino que ocultaran algo? Y, además, aquel pequeño salón tan conmovedoramente a punto de recibir unas visitas que nunca llegaban.
Este último pensamiento indujo a Samantha a volverse sobre un costado, acurrucada, y parpadear mientras contemplaba ciegamente la oscura pared situada a escasos centímetros de su rostro. ¿Serían figuraciones suyas o era cierto que Joshua Masefield se había mostrado torpe e inseguro en aquel salón, como si no estuviera familiarizado con el inocente ritual de atender a una visita? Pero ¿cómo era posible? Un hombre como aquél debía tener sin duda muchos amigos y debía recibirlos a menudo en su casa.
Samantha le apartó de sus pensamientos haciendo un supremo esfuerzo. Tenía demasiadas cosas en que pensar: a dónde dirigirse, cómo alargar el dinero…