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—Nuestra escuela surgió de una necesidad, señorita Hargrave. Por cada una o dos mujeres que consiguen ingresar en una universidad masculina, centenares de otras son rechazadas. Mi hermana fundó esta Enfermería en mil ochocientos cincuenta y cinco y, en mil ochocientos sesenta y cuatro se nos reconoció legalmente el derecho a expedir títulos de medicina. Hace nueve años, tuvo lugar nuestra primera ceremonia de graduación donde la obtuvieron cinco alumnas.

Se encontraban sentadas en el pequeño despacho de la doctora Emily. La mujer se parecía mucho a su hermana, agraciada y menuda, una eficiente y pequeña máquina de feminidad y fuerza. La doctora Emily había tenido la deferencia de mostrarle a Samantha las instalaciones: dos edificios anejos, de piedra arenisca, ubicados en la Segunda Avenida, que se habían habilitado como hospital con sus correspondientes salas, departamento de cirugía, farmacia, dispensario y aulas para las alumnas. Samantha visitó las impolutas salas y habló con las enfermeras, las doctoras y las alumnas, todas ellas entregadas a la tarea de atender a un elevado número de enfermos.

—La Escuela de Enfermería se puso en marcha para poder ofrecer cuidados médicos a mujeres pobres y para atender a las que no pueden soportar la perspectiva de ser tratadas por un médico varón. En nuestro primer año, señorita Hargrave, tratamos a tres mil pacientes. De eso hace veintitrés años. Ahora asistimos a un número diez veces superior. —La doctora Emily esbozó una orgullosa sonrisa—. De eso surgió la necesidad de fundar una escuela donde pudiéramos preparar personal femenino con el fin de que trabajara aquí. Nuestras estudiantes visitan a las pacientes en el dispensario, les dan consejos y las envían a casa con medicamentos e instrucciones higiénicas y sanitarias. Estamos en un barrio de inmigrantes, señorita Hargrave, y muchas de estas mujeres tienen una idea muy peculiar de lo que es la limpieza. Por eso hemos organizado un programa de visitas en el cual nuestras enfermeras acuden a las casas de las enfermas y, en la medida de lo posible, les enseñan higiene. Como ve, nuestras estudiantes adquieren una experiencia clínica muy completa.

Samantha le expresó su preocupación acerca de la validez del diploma femenino.

—No le negaré que hay muchos prejuicios contra nosotras y que las pocas mujeres que han conseguido un título en facultades de medicina masculinas tienen más posibilidades, pero pienso que, a su debido tiempo, cuando hayamos demostrado nuestra valía, nos aceptarán. A pesar de lo que la gente diga de nosotras, señorita Hargrave, la nuestra es una escuela en toda regla.

Samantha salió de allí desconcertada. Enfermería le había causado una impresión favorable, y el hecho de entrar a formar parte de aquella institución tan progresista y de colaborar con brillantes profesionales como la famosa doctora Mary Putnam Jacobi era una oportunidad no desdeñable. Y sin embargo, la mujer a quien ella más admiraba, la doctora Elizabeth Blackwell, había estudiado en una facultad masculina.

Por desgracia, Samantha dispondría de mucho tiempo para adoptar una decisión: la escuela estaba en aquellos momentos al completo y no podría aceptar nuevas alumnas hasta pasados seis meses.

No obstante, la doctora Emily le aseguró que podría ingresar en el mes de enero, añadiendo que entretanto sería aconsejable que Samantha empezara a trabajar como ayudante de un médico en ejercicio. Samantha se mostró de acuerdo, puesto que la doctora Elizabeth había trabajado como ayudante antes de matricularse en la escuela (ése era el camino que habitualmente solían seguir los estudiantes de medicina) y aceptó de buen grado la lista de médicos recomendados que la doctora le proporcionó.

En los días sucesivos, sin embargo, el optimismo de Samantha se trocó en inquietud: ninguno de los médicos propuestos por la doctora Emily le dio resultado. Algunos ya contaban con ayudantes y otros no tenían bastantes clientes para contratar a una auxiliar.

Aquella noche, sola en su habitación, a la luz de una solitaria lámpara, Samantha contó el dinero que le quedaba y calculó que, reduciendo gastos y sometiéndose a privaciones, le duraría tres meses. Después…

Lo primero que hizo fue leerse todos los periódicos, rodear con un círculo los anuncios de médicos que solicitaban ayudantes y llamar a todas las puertas a lo largo y lo ancho de Manhattan. Las reacciones variaron desde la diversión mal disimulada a la profunda indignación: casi todos se mostraron escandalizados ante su propuesta, calificándola de inmoral; algunos se echaron a reír de buena gana, seguros de que no hablaba en serio; tres se le insinuaron de forma incorrecta; y uno le hizo una proposición de matrimonio.

Empezó por las zonas elegantes de las avenidas, y poco a poco fue a regañadientes descendiendo hacia el Distrito Décimo, conocido también como el Mercado de los Cerdos o el Distrito del Tifus: el barrio bajo más densamente poblado de Manhattan. Avanzó por las sucias aceras de la Pequeña Italia, donde el llanto de los niños y la música de los organillos se mezclaban con los gritos de los vendedores callejeros. Bajó entre rabinos de negro sombrero por las calles Orchard y Hester, esquivando la basura esparcida por el suelo, ensordecida por los gritos de los barbudos ropavejeros. Inmigrantes de todas las edades se acercaban a ella para pedirle limosna, desde niños descarados a tímidas jóvenes que se cubrían púdicamente con el chal el vientre abultado por el embarazo. Allí los médicos no abundaban tanto y aquellos con quienes consiguió entrevistarse, o no hablaban inglés o le echaron un sermón estilo Viejo Mundo, sobre la necesidad de que regresara a casa junto a su madre, que era donde le correspondía estar.

Se pasó una semana subiendo escaleras, exponiendo su propuesta, recibiendo toda clase de desaires; regresando a casa agotada y con los pies doloridos, y experimentando cada noche el peso de la decepción. Pero Samantha no se desanimó. Su determinación aumentaba con cada negativa que recibía. En algún lugar de aquella ciudad de magníficas oportunidades habría un médico que la aceptase.