—No rompáis el círculo —dijo Louisa con voz gutural, echando dramáticamente la cabeza hacia atrás—. Y no abráis los ojos. Tenemos que concentrarnos. Tenemos que abrir nuestra conciencia al mundo espiritual. Todas tenemos que ser receptivas. Concentraos, concentraos…
Samantha resistió el impulso de abrir los ojos y mirar a su alrededor. Ya sabía lo que iba a ver. Cinco muchachas sentadas alrededor de la mesa del comedor y tomadas de la mano, con los ojos fuertemente cerrados y los rostros, de expresión solemne, iluminados por el parpadeo de la vela que había en el centro. Y más allá: la oscuridad.
Se habían reunido en el bien amueblado salón de la señora Chatham, aprovechando su tarde libre de aquella semana para zurcir ropa, escribir cartas o leer las más recientes y sensacionales noticias publicadas por el Illustrated Newspaper de Frank Leslie. Las cinco muchachas trabajaban muchas horas, algunas hasta catorce diariamente, como Louisa. La pálida Helen trabajaba en la biblioteca; las hermanas Wertz lo hacían de dependientas, en la Quinta Avenida; la rechoncha Naomi era aprendiza de sombrerera; y la bella Louisa, de ojos verdes, era la que tenía el puesto más prestigioso: de mecanógrafa en la nueva Compañía Bell.
Samantha notó que la mano de Louisa vibraba en la suya y oyó que su voz decía con un sonsonete:
—Siento que el Camino se abre… Las barreras se están disolviendo, los espíritus se acercan…
Media hora antes, Louisa había apartado su revista de modas y sugerido a las demás la celebración de una sesión, informando a Samantha de que justo el mes pasado el grupo había establecido contacto con el espíritu de Juana de Arco. La energía contagiosa de Louisa y sus brillantes ojos de malaquita no le permitieron negarse. Pero ahora, tomando las manos de sus compañeras y escuchando la monótona salmodia de Louisa, Samantha frunció el ceño: lo que menos le interesaba en su nuevo país era establecer contacto con los muertos.
—¡Noto una presencia! —gritó Louisa.
Una de las chicas emitió un jadeo y Samantha advirtió que los húmedos dedos de Naomi le comprimían la mano. Louisa habló, alargando las sílabas:
—¿Quién está ahí? ¿Quién ha venido entre nosotras? Danos una señal…
Samantha sintió que el corazón se le desbocaba muy a pesar suyo.
Había llegado dos días antes, en el buque Servia de la Cunard, y gracias a la sugerencia de la doctora Blackwell de que viajara en segunda clase, no había tenido que someterse a la humillante cuarentena y «desinfección» a que se veían sujetos los inmigrantes que viajaban en tercera. Le había costado mucho dinero —casi la mitad de lo obtenido por la venta de la casa del Crescent—, pero había valido la pena. Una rápida inspección de su equipaje en el muelle por parte de un cortés funcionario de aduanas, un apresurado vistazo a sus documentos, y Samantha había recibido vía libre. Al otro lado de la valla, se encontraba la apiñada masa de los inmigrantes, casi todos ellos portando sus efectos personales envueltos en papeles y tratados como si fueran ganado: alemanes con pantalones cortos, de cuero, y holandeses con zuecos se mezclaban con individuos enfundados en capas de Connemara en medio de una Babel de lenguas. El proceso de cuarentena duraba horas y a veces días, según tenía entendido Samantha. Y todo por el precio de un pasaje…
Desde el Battery Samantha se trasladó a aquella zona de la ciudad, situada entre el Greenwich Village y el East Side inferior, siguiendo las recomendaciones de Elizabeth Blackwell, la cual le había comentado que, aunque limpio y respetable, el barrio no resultaba muy caro; y mientras recorría Houston Street, descubrió el letrero en la ventana de la señora Chatham: SE ALQUILA HABITACIÓN, JUDÍOS E ITALIANOS ABSTENERSE.
La casa de piedra arenisca, de tres pisos, estaba ocupada por la señora Chatham, una sexagenaria viuda de busto exuberante, una ingenua niña de trece años que se encargaba de la limpieza y cinco jóvenes huéspedes. Samantha compartía una habitación con una muchacha de su edad llamada Louisa Binford.
Eso había sido el viernes. Aquel día Samantha cenó pollo asado con salsa de huevo en compañía de la señora Chatham y de las demás chicas y después se acostó porque estaba muy fatigada. Sin poder conciliar el sueño, oyó el rumor irregular del radiador y el rugido distante de algo que llamaban el «elevado» —es decir, el ferrocarril que atravesaba a cielo abierto una zona de la ciudad— y reprimió sus lágrimas de añoranza.
A la mañana siguiente las demás chicas, vestidas con faldas largas de color oscuro y blusas blancas, se presentaron a la hora del desayuno, le hicieron algunas preguntas de circunstancias, tomaron sus sombreros y sus chales y salieron a toda prisa hacia sus respectivos lugares de trabajo. Tras pasarse la mañana leyendo la prensa en el salón, Samantha salió hacia la Enfermería de Nueva York, que estaba muy cerca de la Segunda Avenida, y concertó allí una cita para entrevistarse el lunes con la doctora Emily Blackwell, la hermana de Elizabeth.
Adondequiera que fuera, Samantha recordaba dolorosamente que era una extraña en un país extraño, en voluntario exilio de la Inglaterra que tanto amaba. A cada nuevo espectáculo que se ofrecía a sus ojos en aquella impresionante ciudad, a cada sílaba que escuchaba con acento norteamericano, a cada nueva costumbre que observaba (los vehículos circulaban por las calles en sentido contrario), Samantha advertía que su valor y determinación iniciales se iban desvaneciendo. ¿Había hecho lo adecuado? ¿O aquella salvaje e indómita tierra iba a ser su ruina?
—¿Quién es? —preguntó Louisa con voz quejumbrosa—. ¿Quién ha venido entre nosotras?
Reinaba en el comedor un profundo silencio; Samantha creyó oír los latidos combinados de seis corazones ansiosos. ¡Absurdo!, pensó mientras comprimía la mano de Louisa. Los muertos no se pueden evocar…
—El espíritu ha venido para hablar con una de nosotras. Está intentando comunicarse con una de las personas sentadas alrededor de esta mesa.
La respiración de Samantha se aceleró.
—¡Danos una señal, oh, visitante del más allá! —exclamó Louisa con voz estridente—. ¿Con quién deseas comunicarte?
Samantha oyó un suave gemido. Echó la cabeza hacia atrás y entreabrió ligeramente los párpados. Al otro lado de la mesa, vio una extraña ilusión óptica. Era un resplandor de suave fulgor, suspendido en la oscuridad de la pared. Se quedó sin aliento.
—¿Qué es? —gritó Louisa mientras su esbelto cuerpo se balanceaba—. ¿Para quién has venido? Háblanos, oh, espíritu del mundo sin retorno…
Se oyó un repentino gemido, seguido de un estrépito.
Samantha echó la cabeza hacia adelante, abrió los ojos y vio a Edith Wertz inclinada sobre algo que había en el suelo. La aureola resplandeciente se había esfumado.
Todas se levantaron de golpe. Louisa encendió rápidamente las lámparas de gas mientras Samantha rodeaba la mesa. La frágil Helen yacía en el suelo, al lado de la silla volcada, y su cabello rubio platino formaba como un halo alrededor de su cabeza. Era la «aureola» que momentos antes había visto Samantha.
—Se ha desmayado. Traed las sales de la señora Chatham.
Minutos más tarde Helen se hallaba recostada en el sofá de terciopelo rojo, con un pañuelo húmedo sobre la frente. Contempló los rostros inclinados sobre ella con expresión asustada.
—¿Qué ha ocurrido?
—¡El espíritu estaba intentando establecer contacto contigo! —dijo Louisa, sentada en el borde del sofá—. Pero te ha faltado entereza para dejarle entrar.
Estudiando el ceniciento rostro de Helen, sus inmóviles pupilas y el extraño color de sus labios, Samantha pensó que su desmayo tenía que deberse a otra causa.
Louisa se levantó, se alisó la falda y manoseó nerviosamente los pliegues que cubrían su polisón.
—Bien, creo que el hechizo se ha roto. Es inútil que tratemos de reconstruir el círculo.
—Tal vez la semana que viene —dijo Naomi, con los ojos brillantes de emoción y con unas medias lunas de sudor en el vestido, bajo los rollizos brazos—. ¡No sé quién habrá tratado de comunicarse contigo, querida Helen!
La chica movió la cabeza de uno a otro lado.
—Yo no conozco a ningún muerto…
Samantha acompañó a Helen a su habitación y le hizo compañía mientras la muchacha recuperaba las fuerzas. Helen puso a hervir un poco de agua en el infiernillo que la señora Chatham les permitía tener en la habitación y echó una cucharadita de té en la desportillada tetera.
—Será flojo —dijo tímidamente—, pero bastará para dos.
Samantha se acomodó en el único sillón que había en la pequeña habitación y miró a su alrededor. La señora Chatham se enorgullecía de proporcionar a sus huéspedes un ambiente muy agradable; la habitación de Helen era como todas las demás: con una sola cama de latón y una colcha de felpilla, un armario de caoba y un tocador con una jofaina y una jarra de loza, una vistosa alfombra de nudo, unas litografías de los ríos Hudson y Mississipi, de Currier e Ives, y unas cortinas de volantes que ocultaban la pared de ladrillo que había al otro lado de la ventana.
Helen se encontraba sentada en el borde de su cama, retorciéndose nerviosamente los dedos.
—Es la segunda vez que me desmayo esta semana. Estaba colocando unos libros en los estantes y, sin darme cuenta, me encontré tendida en el suelo, mirando al techo. El señor Grant, el bibliotecario, se puso furioso. Pensó que fingía. Dijo que estaba holgazaneando y me acusó de simular una enfermedad.
Samantha esperó pacientemente mientras Helen pellizcaba la tela de su vestido.
—No quiero perder mi trabajo en la biblioteca. Tuve suerte de encontrarlo. No sé hacer otra cosa. No hay suficientes empleos en Nueva York. Hay cientos de chicas aguardando a ocupar mi puesto. Y no puedo volver con mi padre porque él… él…
Helen inclinó la cabeza.
Cuando el agua empezó a hervir, Samantha preparó el té. Era muy flojo y deseó haber podido añadir un poco del suyo, pero lo tomó cortésmente.
Helen miró a Samantha con ojos asustados.
—No tengo ahorros. Llevo apenas tres meses en Manhattan. Si se encuentra algún libro estropeado, me descuentan su importe del salario. Y tengo que vestir bien, y tú ya sabes lo cara que está la ropa.
Samantha estudió su rostro, blanco como la leche, y descubrió que le temblaban las comisuras de la boca. Al cabo de unos minutos, le preguntó suavemente:
—¿Qué te ocurre, Helen?
Ella clavó sus ojos en su taza de té, que no hacía juego con el platito resquebrajado, y sacudió en silencio la cabeza.
—No tienes por qué contármelo, claro, pero, a veces, hablar puede ser útil.
Transcurrieron algunos minutos, en la calle las ruedas metálicas de un carruaje chirriaron sobre la calzada. De lejos, desde los barrios bajos, llegaban las débiles y estridentes notas de una banda callejera alemana.
Por último Helen levantó el rostro y miró a Samantha con ojos atemorizados.
—Tengo un… un problema —dijo suavemente.
—¿Un problema femenino?
Helen se ruborizó y asintió con la cabeza.
—¿Qué es?
La joven comprimió los labios. La nuca se le había coloreado a causa de la turbación.
—El período, no para —musitó—. Se va prolongando.
Samantha posó la taza y se sentó al lado de la chica, en la cama.
—¿Cuántos días hace?
—Dos semanas. Normalmente, son cuatro días como máximo. Pero esta vez no para.
—¿Es muy abundante?
Samantha clavó los ojos en los raídos puños de la sencilla blusa de Helen.
—¿Qué medidas has tomado?
La chica se inclinó hacia adelante y sacó un frasco de detrás del quinqué que había junto a la cama. Samantha leyó la etiqueta: Compuesto vegetal de la Sra. Lydia E. Pinkham.
—Dice en el frasco que eso cura todas las dolencias femeninas —comentó Helen en actitud defensiva.
—¿Cuánto hace que lo tomas?
—Más de una semana, pero hasta ahora no me ha servido de nada.
Samantha posó el frasco.
—Helen, tienes que ir al médico.
—¡No!
Su reacción fue tan rápida y vehemente que sobresaltó a Samantha, que la miraba asombrada.
—¿Y por qué no?
—¡No lo podría soportar! No sé, un hombre… me daría tanta vergüenza…
—Pero los médicos no son hombres corrientes, Helen, están preparados para eso…
Helen sacudió la cabeza con violencia.
—No me importa que estén preparados; no es normal. Un hombre es un hombre, y no está bien, ni creo que pueda discutir los problemas íntimos de una joven sin pensar algo.
—Entonces tal vez puedas encontrar a una doctora.
—¿Y para qué la quiero? —preguntó Helen, mirando inexpresivamente a Samantha.
—Si te da vergüenza hablar con un hombre…
Helen volvió a sacudir la cabeza.
—No me fiaría de una doctora. La mayoría de ellas son unas matasanos.
Samantha se irguió y se frotó la nuca con la mano. Se sentía muy cansada; estaba empezando a notar los efectos de los diez días de viaje en barco.
—¿Puedes tú ayudarme? —preguntó Helen con un hilillo de voz.
—¿Yo? Yo no soy médico. —Samantha no había revelado a sus compañeras de pensión el motivo de su traslado a Norteamérica—. Pero lo que te ocurre no es normal, Helen, necesitas la ayuda de un profesional. Ese frasco no te va a resolver el problema.
—¡En la etiqueta lo asegura!
—Helen, las etiquetas pueden decir lo que les plazca, y tú lo sabes. Sólo te estás engañando a ti misma.
—Ya desaparecerá por sí mismo. Es cosa de la tensión. Me paso de pie doce horas al día y sólo dispongo de quince minutos para almorzar. Y tardo una hora en ir a la biblioteca y otra en volver en un tranvía de mulas, agarrada a una correa. Eso no tiene más remedio que trastornar mi delicado sistema femenino.
—Helen, tú no pones nada de tu parte…
—No pienso ir a un médico, Samantha, eso por descontado.
Louisa ya estaba en la cama, recostada en los almohadones, devorando ávidamente con sus ojos verdes una novela romántica. Samantha se lavó lánguidamente junto a la jofaina y después se puso el camisón.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Louisa, descansando el libro.
—Sí —contestó Samantha mientras se deslizaba entre las frías y limpias sábanas.
Louisa miró largo rato a su compañera de cuarto: Samantha Hargrave seguía siendo un misterio.
—¿Echas de menos tu casa? —le preguntó Louisa cautelosamente.
Samantha ahuecó la almohada y asintió con la cabeza. Pero había algo más que eso. Los fríos temores estaban empezando a socavar su confianza.
Dieciocho años, completamente sola en una ciudad abrumadora, sin amigos ni parientes y con el dinero severamente restringido: ¿qué locura se había apoderado de ella?
—Le ocurre a todo el mundo al principio —dijo Louisa en tono sosegado—. ¡Yo dejé Cincinnati hace un año y me pasé un mes temblando como un gorrión bajo las sábanas!
Samantha se volvió a mirarla. Louisa era lo que suele decirse una muchacha cautivadora. Su rostro poseía un misterioso atractivo: una belleza traviesa, enmarcada por unos rizos dorados como la miel. Sus ojos verdes brillaban siempre como por efecto de alguna diversión secreta.
—¡Pero al cabo de algún tiempo descubrí que esto era una aventura maravillosa! No había ningún padre severo que me mirara con el ceño fruncido y ninguna madre mojigata que me regañara. ¡Yo sola y dueña de mis actos!
Samantha sonrió. Louisa Binford gustaba de considerarse «descocada», una vez había jugado al tenis en Long Island y se jactaba de ello abiertamente.
—Mira, Samantha, aquí somos todas independientes, estamos lejos de casa y nos estamos abriendo paso en el mundo. ¿No te emociona?
Samantha reconocía que se había asombrado al llegar a la casa de huéspedes de la señora Chatham y encontrar allí a toda una serie de jóvenes independientes y respetables que se ganaban la vida por sus medios, sin un padre, un marido u otro pariente varón que las dominara. Semejante fenómeno era algo casi inaudito en Inglaterra, donde una mujer independiente era tachada de solterona o bien veía enjuiciada su virtud. Aunque se sentía fuera de lugar entre aquellas jóvenes tan valerosas, Samantha admiraba su ambición y su sentido de la independencia.
—Claro que Nueva York no es un sitio adecuado para todas las chicas —añadió Louisa—. A muchas les valdría más quedarse en casa.
—¿Por qué?
—Porque a las chicas que no tienen cuidado les ocurren cosas terribles y abominables. ¡Se les acaba el dinero en un santiamén y, antes de que sepan lo que está ocurriendo, se ven arrastradas al lascivo mundo de la vida airada, donde sufren toda clase de horribles destinos! La Police Gazette está llena de esas tristes historias. Pero yo soy una superviviente —dijo Louisa, agitando graciosamente los bucles de su cabeza—. Me casaré con un hombre rico y tendré un coche con cuatro caballos perfectamente iguales, tapizado de raso del mismo color que mi pelo.
Samantha estudió la descolorida cinta de los puños de su viejo camisón, profundamente inmersa en sus pensamientos.
Louisa calló un instante y después preguntó:
—¿Por qué has venido a Nueva York?
—Para estudiar.
—¿Estudiar qué?
—Quiero ser médico.
Tras una décima de segundo de silencio, Louisa exclamó:
—¡Médico! ¡Qué maravilla!
Samantha frunció ligeramente el ceño mientras Louisa añadía casi sin resuello:
—¡Se ha organizado una lucha terrible! Están intentando obligar a la Universidad de Harvard a aceptar estudiantes de medicina de sexo femenino, y hablan de ello todos los periódicos. ¡Te vas a ver metida de lleno en todo eso!
—Me temo que no voy a solicitar el ingreso en Harvard —dijo Samantha, sonriendo con aire de disculpa—. Tengo intención de ir a la Escuela de Enfermería de la Segunda Avenida.
—Ah —dijo Louisa en tono desencantado.
—¿Ocurre algo?
—Pensaba que ibas a ser un médico en toda regla.
—¿Qué quieres decir?
—Pues que no todo el mundo piensa que los graduados de Enfermería son médicos de verdad. Legalmente, supongo que lo son.
—No lo entiendo.
—A lo mejor en Inglaterra es distinto, Samantha, pero aquí, en Norteamérica, hay dos clases de médicos: los que lo son en toda regla y los que no. Mira, en Norteamérica cualquiera puede llamarse doctor, cualquiera puede poner una placa en su puerta. No es necesario un título en medicina. Los homeópatas, los curanderos, los grahamistas, los mesmeristas, los magnetizadores se llaman todos «doctores». Tienen sus bañeras de agua, sus imanes, sus cinturones eléctricos; el señor Graham tiene sus galletas curalotodo; y después están los médicos de verdad, los que han estudiado en verdaderas facultades de medicina, y ésos son los médicos en que tú y yo estamos pensando. ¡Pero todos compiten juntos, los de verdad y los otros, y la confusión es terrible!
—Pero los pacientes acuden a los auténticos médicos, ¿no?
—Claro, pero ¿cómo lo puede saber uno de antemano? Vas a un hombre que se hace llamar doctor y a mitad de tratamiento te das cuenta de que te han engañado. Si a eso se añaden las doctoras, ¡para qué te voy a contar…!
—El hecho de que sean mujeres no significa que no sean médicos como es debido.
—No importa. La gente lo cree así.
—¿Aunque tengan diplomas de una facultad?
—Eso no es posible. Las facultades no aceptan mujeres. Ya te he contado lo de la lucha de Harvard.
—Sin embargo, la doctora Blackwell me dijo que en Norteamérica hay muchas escuelas que nos aceptan.
—Sí, pero se trata de universidades femeninas y la gente supone automáticamente que, si una mujer ha obtenido un título en una de estas facultades, no puede ser muy buena, porque ello significa que se conformó con algo que es de segunda categoría. Y por esa razón se la considera de segunda categoría.
—Comprendo…
—Pero no hagas caso de lo que te he dicho, Samantha. Estoy segura de que en Enfermería te irá muy bien. Tiene muy buena fama. Aunque yo no me imagino cuidando enfermos. ¡Me gusta tanto mi trabajo!
Louisa le contó entonces a Samantha cómo se las había arreglado para conseguir hábilmente un puesto de mecanógrafa en la nueva central telefónica de Nassau Street.
—Habían pedido un chico en los anuncios, y les sorprendió verme entre ellos. Eramos muchos aspirantes. Yo diría que unos sesenta para un solo puesto. Sea como fuere, se asombraron al ver que presentaba mi solicitud y trataron de excluirme. ¡El supervisor llegó a decirme que no podía ser muy virtuosa, cuando quería trabajar con una máquina de escribir!
—¿Y cómo conseguiste el empleo?
—Oh, engatusé al viejo chivo. Le dije que los cuatro telefonistas eran hombres, que el encargado de los archivos era un hombre, que el secretario era un hombre y que el mozo de los recados también era varón. Le dije, mirándole a los ojos, que pensara en lo bonito que resultaría un toque femenino en la oficina. Como es natural, los demás se escandalizaron, pensando que mi presencia sería la causa de su ruina, pero el viejo señor Rutugers pareció ablandarse. Y después, cuando me ofrecí a trabajar por menos de lo que ellos ofrecían y les dije que aceptaría el empleo por la mitad del salario, saltó como un loco. ¡De eso hace seis meses y desde entonces he aprendido a escribir a máquina e incluso a hablar por teléfono!
Samantha asintió con aire ausente mirando a su compañera de habitación, y después, volviéndose de espaldas, se enfrascó de nuevo en sus pensamientos. Louisa le había revelado nuevas e inesperadas complicaciones. Aquella cuestión de Enfermería y de las universidades femeninas, ¿sería cierto? ¿Era posible que a las mujeres no se las considerara médicos de verdad? Elizabeth Blackwell no le había dicho nada al respecto. Y después estaba el problema del dinero y el empleo. En caso de que Enfermería no pudiera admitirla de inmediato, Samantha contaba con poder encontrar algún trabajo que le permitiera mantenerse entretanto.
Pero ¿y si no lo consigo? ¿Y si se me termina el dinero?…