—No sé qué hacer, doctora Blackwell.
Elizabeth sonrió. En tres años y medio aún no había logrado convencer a su joven amiga de que la llamara por su nombre de pila.
—Yo sólo te puedo dar un consejo, querida amiga; pero la decisión la tendrás que adoptar tú.
Tras recibir el diploma de la Playell’s, a Samantha se le planteaba la cuestión de cuál había de ser su próximo paso. Aunque hubiera preferido quedarse en Londres y estudiar allí, las posibilidades de que una mujer ingresara en la Facultad de Medicina eran, como había señalado la doctora Blackwell, prácticamente nulas. La doctora le aconsejaba trasladarse a otro país. Pero todos sus amigos estaban en aquella ciudad, que amaba mucho y conocía muy bien, y además, estaba Freddy.
Samantha había alquilado la casa del Crescent, rogando a los inquilinos que facilitaran la dirección de la Academia Playell’s a cualquier persona que preguntara por ella. En caso de que abandonara Inglaterra, tendría que vender la casa y sus huellas se perderían.
Aunque tal vez su esperanza fuera desesperada. Lo más probable era que Freddy se hubiera casado, estuviera en Australia, se encontrara en la cárcel o quizás hubiera muerto. Al fin y al cabo, habían transcurrido casi siete años. Él había hecho su promesa cuando era un joven impetuoso; seguramente la había olvidado entretanto.
Lo malo, sin embargo, era que Samantha no le había olvidado.
La doctora Blackwell llenó dos tazas de té y le entregó una taza a Samantha.
—Casi te envidio, querida, porque vas a empezar ahora. La medicina está al borde de una gran revolución y me temo que yo no viviré para ver sus maravillosos triunfos. En cambio tú, Samantha, formarás parte de esa revolución.
Samantha agradeció con una sonrisa el cambio de tema.
—Hay un hombre nuevo en el King’s College que está causando mucho revuelo —prosiguió la doctora Blackwell—. El señor Lister afirma haber obrado milagros en la Royal Infirmary de Edimburgo. Dice que unas heridas que atendió, heridas que se hubieran gangrenado y provocado la muerte del paciente, han sanado en pocas semanas porque las lavó con ácido fénico.
»Me han comentado un caso sorprendente de un niño de diez años que se aplastó el brazo en el taller de un tornero. Tenía el brazo tan destrozado que lo único que se podía hacer, en opinión del equipo de médicos, era amputárselo a la altura del hombro. Pero Joseph Lister quiso experimentar. Hizo algo que jamás se había hecho. Colocó los huesos en su sitio, cosió la herida y envolvió todo aquel desastre en un emplasto de solución de ácido fénico. Todo el mundo dijo que era una locura porque, con la amputación inmediata, el chico tenía posibilidades de vivir, mientras que de esa manera, lo más seguro era que muriese de gangrena. Pero ocurrió el milagro. El señor Lister retiró el vendaje y descubrió que el brazo había sanado. Siete semanas después del accidente, el chico fue enviado a casa con su brazo en perfecto funcionamiento.
—Pero ¿cómo es posible? Usted siempre me ha dicho que el aire fresco es el único medio de curar una herida y que, si se aplican vendajes, éstos atrapan el aire impuro.
—Es posible que me equivocara. En Francia el señor Pasteur ha examinado bajo el microscopio vino y leche en mal estado y afirma haber descubierto unos diminutos organismos no visibles a simple vista que son los causantes de la corrupción. Y en Alemania el doctor Koch afirma haber descubierto el animal microscópico que produce el ántrax. El señor Lister los llama bacterias, insiste en que son ellos, y no el aire impuro, los causantes de la infección y dice que su solución de ácido fénico los destruye, permitiendo que la carne sane debidamente sin aparición de pus.
—¡Jamás había oído semejante cosa! Para sanar, es necesario que una herida tenga pus.
—Es posible que hayamos estado equivocados durante todos estos años. —En medio de un crujir de faldas, la doctora Blackwell se levantó y se detuvo frente a la chimenea. El sol de la tarde, que penetraba a raudales por la ventana del salón, arrancaba vivos reflejos a su cabello rubio—. La medicina está cambiando, amiga mía. Y estoy firmemente convencida de que una considerable parte de ese cambio consistirá en el futuro incremento del número de mujeres médicos. Ahora no somos muchas, Samantha. Actualmente, la doctora Garrett y yo somos las dos únicas mujeres del Registro Médico de Gran Bretaña, y conseguimos entrar a través de unos huecos legales que ahora ya se han cerrado. Pero estoy segura de que los hombres no seguirán combatiéndonos durante mucho tiempo. Las Facultades de medicina nos están vedadas de momento, pero algún día esas puertas se abrirán. —La doctora respiró hondo, y se oyó el crujido de las ballenas de su corsé—. ¡Y me temo que la nueva enfermería tampoco está favoreciendo nuestra causa!
Eso no constituía ninguna novedad para Samantha, que ya había oído hablar de ello con anterioridad. Se decía que la nueva y revolucionaria escuela de enfermería de Florence Nightingale estaba atrayendo a muchas mujeres que, de otro modo, hubieran luchado por su derecho a cursar estudios de medicina. La Escuela Nightingale de St. Thomas era el primer experimento que se llevaba a cabo con vistas a instruir profesionalmente a las mujeres solteras, y había alcanzado una enorme popularidad; sin embargo, también era objeto de muchas controversias y tenía que estar constantemente en guardia frente a sus muchos enemigos.
Teniendo en cuenta el escándalo y la conmoción que había causado en el campo de la medicina y en las mentes victorianas, hubiera podido decirse que Florence Nightingale era una feminista. Pero no lo era. Creía profundamente en la inferioridad de la mujer respecto del hombre, exigía a sus enfermeras docilidad y total sumisión, y tan opuesta a los comportamientos «impropios de una dama» como acérrimamente contraria a la idea de que las mujeres estudiaran medicina, señalaba que, las que lo habían conseguido, habían terminado convertidas en «hombres de tercera categoría». Además, decía la eminente dama, las mujeres no eran necesarias en el campo de la medicina.
Samantha conocía a Florence Nightingale. La doctora Blackwell la había acompañado el verano anterior a visitar el St. Thomas, Hospital en el Muelle de Alberto, frente a los nuevos edificios del Parlamento, y allí Samantha había podido observar la vergüenza mortal que experimentaban muchas mujeres al tener que someterse a un examen físico íntimo por parte de médicos varones. La doctora Blackwell le había comentado en aquella ocasión que muchas mujeres preferían quedarse en casa y sufrir sus dolencias femeninas antes que pasar por semejante bochorno.
Al salir del St. Thomas, se habían trasladado a la casa de la famosa «Jefa», que, convertida en una inválida debido a sus agotadores esfuerzos en Crimea, no podía abandonar el lecho. La dama concedió una audiencia a su querida amiga y a la joven protegida de ésta como una reina que dispensara favores. A Samantha le pareció que Florence Nightingale era una mujer contradictoria: diminuta de aspecto, pero con una personalidad que era un huracán. Se pasaron toda la tarde discutiendo animadamente acerca de la posibilidad de que las mujeres estudiaran medicina, y Samantha no tuvo reparos en expresar su opinión. Al finalizar la visita, la señorita Nightingale se despidió de ellas regalándoles un pastel.
La doctora Blackwell abandonó sus reflexiones y miró largamente a su joven amiga.
—La decisión tendrás que adoptarla muy pronto, mi querida amiga, porque ya no puedes quedarte en la academia por más tiempo.
—He pensado en todo lo que usted me ha dicho, doctora Blackwell —dijo Samantha, lanzando un suspiro—, y aunque estoy segura de que Norteamérica me ofrece mejores perspectivas, aborrezco la idea de abandonar Londres.
Elizabeth Blackwell había estudiado medicina en Estados Unidos (a eso se debía su extraño acento) y estaba profundamente convencida de que aquél era el mejor camino para Samantha. Los hermosos y rasgados ojos de la doctora, en uno de los cuales había perdido la visión mientras curaba a un niño enfermo, contemplaron a la joven con aire pensativo. Tras reflexionar un rato para sus adentros, preguntó:
—¿Acaso te retiene aquí un hombre, pequeña?
Samantha la miró con asombro.
—He visto esa expresión otras veces, Samantha —dijo la doctora, riéndose suavemente—. En mi propio espejo. Querida mía… —La doctora se sentó al lado de Samantha en el sofá y dijo atropelladamente—: Voy a contarte algo que jamás le he revelado a nadie. Cuando era joven, no sentía un ardiente deseo de ser médico.
En realidad, llegué a esa decisión a través de un razonamiento, y la decisión surgió del problema que yo tenía con los hombres.
Samantha se la quedó mirando, atónita, con sus bonitos ojos muy abiertos.
—Mira, querida, yo siempre he sido muy sensible a los hombres. Me he pasado la vida perpetuamente enamorada de algún representante del otro sexo, y comprendí muy pronto que eso podría ser mi ruina y que, a menos que me revistiera de una coraza, sería muy fácil que un hombre me manipulara a su antojo. Conocía mi instintiva dependencia respecto de ellos y sabía que, en caso de sucumbir, sería esclava suya para siempre.
Samantha vio mentalmente los rostros de los hombres a quienes había amado y perdido: su padre, su hermano James, Hawksbill, Freddy…
La voz de Elizabeth añadió:
—Necesitaba una fuerte barrera que me protegiera y me permitiera ser independiente. Decidí renunciar al matrimonio y abstenerme totalmente de los hombres como el alcohólico que tiene que rechazar el primer vaso porque las soluciones intermedias no son válidas. Necesitaba algo en que ocupar mis pensamientos, algún objetivo en la vida que llenara ese vacío y evitara que el corazón se me marchitara tristemente. Si no podía hallar satisfacción en un marido y unos hijos, la tendría que buscar en otra parte. Elegí muy bien el estudio de la medicina, Samantha, porque ningún hombre quiere a una doctora por esposa.
—¿De veras?
—En Norteamérica, que es un vasto continente de miles de kilómetros de extensión, hay menos de quinientas doctoras y, de ellas, sólo unas pocas están casadas. Y ésas lo están con médicos.
—¿Y por qué?
—Un prejuicio insuperable, pequeña. Vivimos en una era de dominio masculino. Las mujeres constituyen una amenaza para su reinado. Alguien lo ha llamado «tomar por asalto la ciudadela», como si estuviéramos luchando contra sus defensas. No sé por qué nos tienen miedo, sólo sé que, en los treinta años que llevo ejerciendo la medicina, aún no he conocido a un hombre que no mostrara alguna clase de temor en relación con nosotras. Se burlan de nosotras, Samantha. Un gran cirujano dijo una vez que el mundo se divide en tres grupos: los hombres, las mujeres y las doctoras. Oirás que nos llaman «médicos hembra». No saben cómo clasificarnos, no somos ni señoras ni rameras, sino una grotesca mutación intermedia. Por esa causa, querida, para que seas aceptada en pie de igualdad, tienes que hacer las cosas mucho mejor que ellos y, una vez les hayas usurpado el puesto, ¿qué hombre te querrá por esposa? El hecho de elegir el ejercicio de la medicina, Samantha, equivale a elegir la soltería de por vida.
Samantha se reclinó en el respaldo del sofá y permaneció largo rato con los ojos clavados en el té ya frío.
La señora Steptoe a duras penas pudo evitar que sus manos arrancaran los brazos de la silla. Procuró disimular su enojo. ¡Cómo se atrevía!, pensó con furia mal reprimida. ¡Cómo se atreve este animal a venir aquí para llevarse a mi Samantha!
—Como le digo, señor Hawksbill, Samantha abandonó la Academia hace una semana y no dejó ninguna dirección.
Las curtidas manos de Freddy seguían estrujando el gorro de vigía. Estaba sentado en el borde de la silla de brocado, como si temiera que sus toscas ropas pudieran mancillarlo.
—¿Y no volverá?
Junto a ti, desde luego que no; Samantha me pertenece.
—Lo dudo mucho, señor Hawksbill. Comentó que pensaba visitar Francia.
—¡Pero ella le escribirá sin duda!
La señora Steptoe comprimió sus finos labios hasta formar una línea blanca y pensó: ¡Lárgate de una vez, mastuerzo!
—Es posible que escriba.
Freddy se metió la mano en el bolsillo de su chaqueta color verde claro y sacó un sobre sellado. Se lo entregó a la señora Steptoe y dijo:
—Si tiene noticias suyas, ¿será tan amable de hacérselo llegar? Es mi dirección en Londres. He encontrado trabajo en el muelle y estaré allí seis meses. La estaré esperando.
La señora Steptoe tomó la carta con gesto afectado y se levantó muy envarada.
Comprendiendo la alusión, Freddy Hawksbill, que había tomado el apellido del hombre que le salvó la vida, se puso en pie torpemente y se llevó un dedo a la frente, a modo de saludo.
—Gracias, señora. Le agradezco mucho su ayuda.
Una vez cerrada la puerta y viendo su corpachón renqueando repulsivamente camino abajo, la señora Steptoe dio media vuelta, se deslizó hacia la chimenea y arrojó la carta a las llamas.