13

Estaba aturdida.

Enfundada en su vestido de los domingos al cual habían aplicado a toda prisa unos ribetes de encaje negro, se encontraba sentada en silencio en el banco del tren que la alejaba de Londres, mirando, sin verla, la hermosa arboleda esmaltada con los rojos y los amarillos del otoño. Había sido la señora Scoggins y no James (que comenzaba sus estudios en el Middlesex Hospital) quien la había acompañado a la estación Victoria, donde la abrazó sin afecto y le entregó, envueltos en un pañuelo, pan y queso para el viaje.

En la estación de Chislehurst la estaba esperando un cabriolé conducido por un viejo antipático llamado Humphrey. Recorrieron los caminos campestres sin hablar, mientras el sol del atardecer se filtraba a intervalos por entre las ramas de los árboles. En el aire flotaba el aroma de la fértil tierra, la jugosa hierba y las quebradizas hojas pardas; a ambos lados del camino, Samantha advirtió lujosas mansiones al final de largos senderos y entre espesuras de sauces. Luego, Humphrey se adentró en una de aquellas calzadas circulares engravilladas y Samantha vio una impresionante mansión de estilo Tudor.

Experimentando la sensación de que cientos de ojos invisibles la observaban desde las ventanas divididas por maineles, Samantha descendió del cabriolé y fue recibida por una cuarentona alta y severa, vestida de fustán negro. Era la señora Steptoe, la directora de la academia, y la mirada fulminante de sus ojos contraídos indujo a Samantha a preguntarse qué habría hecho, nada más llegar, para ganarse la censura de aquella temible mujer.

Samantha averiguó más tarde que no había nada que mereciese la aprobación de la señora Steptoe. Habiendo enviudado a la edad de veintidós años sin que su joven marido le dejara medios de subsistencia, la señora Steptoe se había visto en la humillante y desagradable situación de tener que ganarse la vida. Contratada como institutriz en la academia Playell’s hacía mucho tiempo, su astucia y las intrigas urdidas por ella a lo largo de los años, le habían conquistado el supremo cargo de directora. Los Playell habían fallecido hacía tiempo, la academia estaba regida por un consorcio y las alumnas pagaban las correspondientes cuotas; la señora Steptoe ostentaba un poder absoluto e ilimitado.

—Sígame —le dijo a Samantha, girando sobre un invisible tacón y deslizándose con tanta suavidad sobre el entarimado, que Samantha se preguntó si aquella mujer se desplazaría sobre ruedas.

El edificio, construido en tiempos de la reina Isabel, tenía su planta en forma de E. Un vestíbulo central daba acceso a los salones, las salas de recepción y la biblioteca, y una impresionante escalera curva conducía al primer piso, cuyas alas norte y sur albergaban las aulas y los dormitorios. La señora Steptoe la acompañó a un viejo y majestuoso dormitorio con paredes revestidas de madera oscura, mullidas alfombras y una enorme chimenea de piedra gris. Había cuatro camas, dos escritorios, dos sillas, un armario y un lavabo con jofaina y jarra. Asombrada al descubrir que aquél iba a ser su hogar durante los próximos años, Samantha dejó en el suelo su ajada cartera y corrió a la ventana, para mirar.

El manotazo que recibió en la nuca le hizo lanzar un grito. Frotándose el cuero cabelludo, Samantha levantó la vista hacia los gélidos ojos de la señora Steptoe y la oyó explicarle con voz seca que, según las normas de la academia, había de caminar siempre como una dama y guardar el debido respeto a los profesores. El castigo por tres infracciones del reglamento era limpiar los retretes durante una semana.

En los días siguientes, Samantha tuvo que limpiar los retretes muy a menudo y acabó detestando la academia, y más todavía a la señora Steptoe. A principios de primavera, Samantha empezó a forjar planes para escapar.

Por el hecho de ser torpe y de humilde origen y de hablar con un acento muy raro, Samantha era una proscrita entre aquellas refinadas muchachas, por lo cual nunca intervenía en los chismorreos nocturnos y los bisbiseos que se producían una vez apagadas las lámparas de gas. Sin embargo, prestaba atención. Sus tres compañeras de habitación centraban invariablemente su conversación en el mismo tema.

En la Playell’s sólo había un profesor de sexo masculino, el señor Roderick Newcastle, llegado allí apenas dos meses antes que Samantha. Todas las niñas estaban desesperadamente enamoradas del bajito y calvo profesor de matemáticas y éste gozaba del singular privilegio de sentarse a la mesa de la señora Steptoe, en la tarima del lóbrego refectorio. Una tarde, la señorita Tomlinson, la rechoncha profesora de higiene, dio a las niñas una clase sobre la preparación para el matrimonio y se refirió a algo que llamó «el deber».

—Recuerden, señoritas, que el deber no resulta agradable para ninguna dama virtuosa, pese a lo cual, la esposa virtuosa se somete a él. Puesto que los hombres tienen ciertos impulsos que nosotras no tenemos, no es posible que los comprendamos, y por eso tenemos que ponernos en manos de nuestro marido, más sabio en esa sagrada materia, y no complacernos en el acto en sí mismo, sino en el hecho de estar complaciéndole a él y trayendo al mundo a un nuevo britano. Deber para con el marido y la patria, señoritas, recuérdenlo siempre. Si el paso les resulta demasiado desagradable, cierren los ojos y piensen en Inglaterra.

Una vez apagadas las luces, las niñas empezaron a hablar en murmullos desde las camas.

—¡A mí no me importaría someterme al señor Newcastle!

—Entonces te crecería un niño en el vientre.

—¿Y cómo sale?

—Se abre el ombligo y el niño sale de golpe.

Escuchándolas, Samantha sintió deseos de echarse a reír. No se podía vivir en el Crescent sin saber en qué consistía la cuestión del sexo.

La mayor de las muchachas, de diecisiete años, resolvió la cuestión, afirmando categóricamente:

—No es nada. Es como si te hurgaran con un palito.

Las muchachas se sumieron en el silencio y Samantha, ladeándose en el lecho, se dedicó a pensar en su fantasía favorita: la huida.

Se marcharía mañana, tomaría el tren de Liverpool y se dedicaría a buscar a Freddy. Comprarían una bonita casa, se casarían y serían felices. O esperaría a que James obtuviera el título y después se iría a vivir con él a Harvey Street y consagraría toda su vida a ayudarle con sus pacientes. Pero la fantasía más consoladora era la visión de Freddy presentándose en la academia en un precioso carruaje, con sombrero de copa y bastón con puño de plata, y anunciando a la señora Steptoe y a todas las chicas que estaba allí para llevarse a Samantha a su mansión campestre de Cheshire.

Se oyó un ruido sordo y después algo así como un trueno lejano, seguido de un grito y de gran estrépito. Samantha se levantó de un salto.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó una de sus compañeras de habitación.

Siguió el rumor de unos pies descalzos que corrían por el pasillo. Samantha fue la primera en levantarse y llegar a la puerta. Asomando la cabeza por ella, vio a todas las chicas con sus camisones largos de franela asomadas a su vez y mirando hacia el extremo del oscuro pasillo. La rechoncha señorita Tomlinson llegaba presurosa, enfundada en una bata y con las trenzas agitándose al ritmo de sus pasos.

Las niñas empezaron a murmurar entre sí con aire expectante y, cuando la señorita Tomlinson lanzó un grito y se desplomó al suelo, algunas de las más atrevidas, Samantha entre ellas, se acercaron corriendo.

La profesora de higiene se había desmayado en lo alto de la escalera, desde donde se podía ver, al pie de la misma y bajo el débil resplandor de las lámparas de gas, la encogida forma de la señora Steptoe. Y una mancha escarlata que se extendía en la falda de su vestido.

Otra niña siguió el ejemplo de la señorita Tomlinson, desmayándose delicadamente, y las demás tuvieron que apoyarse en la barandilla. Samantha bajó rápidamente y llegó junto a la directora, inconsciente en el suelo, al mismo tiempo que la señorita Whittaker, la profesora de costura. Sin dudar ni un momento, Samantha se arrodilló y tomó la muñeca de la señora Steptoe entre el pulgar y los demás dedos, tal como le había visto hacer a James.

—Está viva —murmuró, y la señorita Whittaker empezó a sollozar ruidosamente.

—¡Un médico! —gritó alguien.

Otras alumnas se habían congregado entretanto en la parte superior de la escalera, donde la señorita Tomlinson estaba volviendo en sí. Entonces apareció Roderick Newcastle, en mangas de camisa y tirantes, y se abrió paso por entre las alumnas. Miró a la directora, blanco como una patata helada, y exclamó:

—¡Oh, Dios mío!

Alguien despertó a Humphrey y le envió por un médico a Chislehurst. El señor Newcastle y la señorita Whittaker transportaron a la señora Steptoe a su habitación, situada al final del pasillo del primer piso, y la acostaron cuidadosamente en su cama de dosel. Mientras la señorita Whittaker se hundía en un sillón y el señor Newcastle se secaba la calva con un pañuelo, Samantha le quitó las botas a la señora Steptoe y la cubrió con la colcha.

El médico tardó mucho en llegar. Derry Newcastle encendió la chimenea y la señorita Whittaker preparó té. Samantha permanecía junto a la cama, vigilando constantemente el pulso y la respiración de la señora Steptoe. En determinado momento, levantó el cubrecama y vio que la mancha de sangre se había extendido.

Llamaron con ritmo sincopado a la puerta y cuando la señorita Whittaker fue a abrir, se encontró con una mujer bajita, de cincuenta y tantos años, acompañada de Humphrey, que retorcía nerviosamente su gorra entre las manos. La señorita Whittaker se quedó perpleja.

La mujer entró en la habitación, se quitó la capa y se acercó a la cama.

—¿Quién es usted? —le preguntó Derry Newcastle.

—Éste no es un lugar para un caballero, señor —replicó enérgicamente la mujer, de espaldas a él.

Después tomó la floja muñeca de la señora Steptoe tal como había hecho Samantha.

Una vez el señor Newcastle hubo abandonado la habitación indeciso, y cerrado la puerta a su espalda, la mujer levantó el cubrecama, estudió la mancha un momento y después dijo:

—Necesitaré agua caliente y sábanas cortadas a tiras. —Levantó los ojos y miró directamente a Samantha—. Y que me ayuden.

La señorita Whittaker corrió hacia la puerta.

—¡Voy por el agua y las sábanas! —dijo, saliendo.

A la luz de las lámparas de aceite, la mujer miró a Samantha, situada al otro lado de la cama.

—Parece que te han elegido a ti. ¿Podrás soportarlo?

Samantha se percató de que el corazón le latía con fuerza.

—Sí, señora, tengo alguna experiencia.

—Muy bien. Remángate, que tenemos para un rato.

Mientras se introducía las largas trenzas negras bajo la espalda del camisón y se remangaba, Samantha clavó los ojos en la cincuentona situada al otro lado de la cama. Llevaba el cabello, rubio, con raya en medio y recogido a los lados en unas anticuadas ondas, era menuda y de carnes prietas y respiraba buena salud y juvenil vigor. Samantha observó fascinada cómo se remangaba los blancos puños de encaje de su vestido de sarga azul, levantaba sucesivamente los párpados de la señora Steptoe y se inclinaba para examinar atentamente su rostro.

—Soy la doctora Blackwell; tú ¿cómo te llamas? —preguntó la mujer, sin levantar los ojos.

Samantha se quedó boquiabierta.

—Samantha Hargrave, señora. —Sus mejillas se ruborizaron inmediatamente—. Quiero decir, señora Blackwell. Quiero decir, doctora…

Elizabeth Blackwell le dirigió una breve sonrisa.

—Basta con que me llames doctora, querida. Ayúdame a quitarle el vestido.

Mientras desabrochaban los numerosos botones y retiraban con cuidado el corsé de la señora Steptoe, la doctora Blackwell habló suavemente con un acento muy extraño; Samantha jamás lo había oído con anterioridad.

—Yo estaba en Chislehurst, visitando a una amiga. Cuando entró el hombre en la posada, buscando al médico de la ciudad, yo me ofrecí a venir. Pobre hombre, no sabía qué hacer. «Yo he venido por un médico —decía—. ¡No por una comadrona!».

Soltaron las cintas de las muchas enaguas de la señora Steptoe, todas ellas empapadas de sangre, y se las apartaron de las piernas.

—No es tan grave como parece —dijo la doctora en tono tranquilizador—. La sangre es muy escandalosa.

Samantha miró sin parpadear a la doctora Blackwell mientras ésta se dirigía al lavabo, vertía agua en la jofaina y se frotaba bien las manos. Al regresar junto a la cama, la mujer se secó las manos con una toalla y dijo:

—Casi todos los médicos se lavan las manos después. Yo pienso que no está de más hacerlo antes. Bueno, pues, veamos qué tenemos aquí.

Sus pequeñas y pulcras manos se desplazaron primero por el abdomen de la señora Steptoe, palpándolo en diversos lugares, y después separaron suavemente los muslos, blancos como la leche, y practicaron una profunda exploración interior. El hermoso rostro de la doctora Blackwell adoptó una concentrada expresión imposible de interpretar, mientras sus profundos ojos se perdían en la lejanía. Al terminar, se secó en la toalla y dijo:

—Me temo que la pobre mujer ha sufrido un aborto.

Samantha se quedó boquiabierta.

—¿Está embarazada la señora Steptoe?

—Lo estaba, querida —contestó la doctora Blackwell, extendiendo la mano hacia el maletín—. La caída le ha provocado el aborto. Estaba casi de cuatro meses, a juzgar por el tamaño de la matriz.

Samantha contempló el pálido rostro dormido y pensó que, por primera vez, la directora mostraba una expresión de serenidad.

—No sé cómo ha podido ocurrir —dijo Samantha con aire ausente—. Sube y baja por la escalera miles de veces…

Dirigiéndole una severa mirada, la doctora Blackwell dijo:

—Ahora tenemos que trabajar. Por favor, acerca esa lámpara y colócala entre sus piernas.

La señorita Whittaker entró de puntillas, dejó el agua y las tiras de sábanas junto a la cama y se retiró sin decir palabra. Una vez colocada la lámpara sobre la cama, Samantha ayudó a la doctora Blackwell a separar las piernas de la directora, doblándole las rodillas y sujetándoselas.

—¿Qué va usted a hacer?

—El niño no se puede salvar. Nuestra tarea consiste en completar el proceso que se ha iniciado con la caída por la escalera. Es la única posibilidad que tiene la pobre mujer.

La doctora Blackwell sacó del maletín un instrumento de plata, que recordaba el pico de un pato. Modificando la posición de la lámpara de aceite para recibir una mejor luz, la doctora dijo:

—Vigílale la cara, Samantha. Si da señales de despertar, dímelo y me detendré de inmediato. Tengo que trabajar con rapidez. Su desmayo me permitirá trabajar sin tener que recurrir a la anestesia, que puede ser peligrosa. Por favor, procura que no se muevan las piernas.

Samantha se hallaba inclinada sobre el cuerpo de la directora y tenía que empujar constantemente unas rodillas que se negaban a colaborar. Sus ojos no dejaban de desplazarse constantemente del sereno rostro de la directora a las rápidas manos de la doctora Blackwell y de nuevo al rostro de la directora. Aquélla colocó una palangana bajo el acanalado espéculo y después tomó un extraño instrumento. Era una púa de puercoespín, en uno de cuyos extremos había un afilado disco de plata.

—¿Para qué es eso? —preguntó Samantha en voz baja.

—Es una cureta. —La doctora Blackwell introdujo suavemente el disco de plata más allá del espéculo y cerró los ojos un instante, siguiendo mentalmente su camino—. Tengo que cerciorarme de que estoy en la matriz y no en la cavidad abdominal.

Samantha contuvo la respiración mientras la pequeña mano manipulaba con la púa, introduciéndola hasta dejar fuera sólo unos centímetros.

—Ya está —murmuró la doctora Blackwell, abriendo los ojos—. Está colocada. Vigila la cara, Samantha. ¿Alguna señal?

—No, aún está desmayada. Y respira suavemente.

La doctora Blackwell miró a la niña, sorprendida momentáneamente, y después dio comienzo al raspado.

Samantha oyó fascinada, en la quietud de la noche, un ruido como de rascar curiosamente amortiguado y vio, bajo su brazo extendido, las leves ondulaciones del abdomen de la señora Steptoe mientras la cureta efectuaba su trabajo. Samantha abrió la boca para hablar, pero se interrumpió y apartó el rostro.

—¿Cómo está? —preguntó la doctora Blackwell.

—Bien… —contestó Samantha con voz cascada.

—¿Te encuentras bien?

—Sí…

—Lo que estoy haciendo, Samantha, es retirar los restos de tejido fetal que quedan en la matriz. Si no lo hacemos, si no rascamos bien, tendrá complicaciones. Hemorragia, infección, dolor. Tenemos que hacerlo. ¿Lo entiendes, Samantha?

—Sí, señora.

Samantha volvió a mirar y contempló el austero rostro de la doctora, con sus hermosas y fuertes facciones realzadas por el resplandor amarillento de la lámpara.

—Ya está. —La doctora Blackwell dejó la cureta y tomó un fórceps de plata, con un anillo en su extremo, e introdujo en el mismo una torunda hecha con un trozo de sábana—. La matriz ya está limpia. Ahora vamos a secarla. ¿Sigue inconsciente?

—Está moviendo los párpados.

—Muy bien. Ya casi hemos terminado.

La doctora introdujo el anillo varias veces y las esponjas fueron saliendo cada vez más limpias. A continuación, la doctora aplicó el estíptico, otra púa de puercoespín empapada en pasta de alumbre.

—Esto evitará posibles hemorragias.

Por último, la mujer hundió en la vagina de la señora Steptoe una compresa hecha con tiras de sábana.

Media hora más tarde, se sentaron a beber una taza de té Oolong junto a la chimenea. Mientras la lavaban, la señora Steptoe se había despertado y le habían administrado una dosis de láudano; en ese momento dormía tranquilamente entre sábanas limpias.

—¿Piensa que se repondrá, señora doctora?

—Creo que sí. Lo has hecho muy bien, Samantha. Me hubiera sido mucho más difícil sin tu ayuda.

Samantha clavó tímidamente los ojos en su taza, en cuya superficie nadaban unas cuantas hojas de té. Agotada, pero al mismo tiempo extrañamente alborozada, Samantha trataba de analizar el motivo de la euforia que experimentaba. Lo que había hecho, trabajando en estrecha colaboración con la doctora Blackwell, le había producido una extraña y embarazosa sensación de intimidad con aquella mujer. No hubiera podido expresar con palabras aquella confusa emoción, pero, por primera vez en su vida, Samantha supo lo que significaba la camaradería con otra mujer. Un elogio de aquella mujer, a la que conocía hacía apenas un par de horas, significaba de repente, para ella, lo más importante del mundo.

La doctora Blackwell estudió a su silenciosa compañera y pensó que era una extraordinaria combinación de belleza y humildad. No recordaba haber conocido jamás a una muchacha tan encantadora y, sin embargo, tan ignorante, a todas luces, de su belleza. Elizabeth Blackwell sentía curiosidad por ella: su tosca manera de hablar, su sencillez, su modo de sostener la taza y sorber ruidosamente el té…

¿Qué estaba haciendo aquella niña de los barrios bajos en un lugar como la Academia Playell’s, entre todas aquellas elegantes señoritas de la clase adinerada? Acudió a la mente de la doctora una analogía: Samantha Hargrave era un diamante en bruto en una colección de pulidas piedras falsas.

—¿Te gusta estar aquí, Samantha?

—No, señora doctora.

—¿Por qué no?

—No sé qué estoy haciendo aquí. No tengo amigas. Todas me odian. Me propinan muchos coscorrones. Y por la mañana siempre me toca lavarme la última, cuando el agua ya está sucia.

—Tus padres habrán tenido una buena razón para enviarte aquí —dijo amablemente la doctora.

—No tengo padres. Mamá murió cuando yo nací, y mi padre…

La voz de Samantha se quebró.

—¿Qué vas a hacer con tu vida cuando salgas de la Playell’s? ¿Has pensado en ello?

Elizabeth Blackwell ejercía un extraño efecto tranquilizador, su voz era alentadora y sus modales, casi maternales.

Samantha comprendió instintivamente que podía confiar en aquella mujer.

—La verdad, doctora, es que estoy haciendo planes para escaparme.

—¿Y a dónde irías?

—No lo sé.

—Mira, Samantha —dijo la doctora Blackwell en tono cauteloso—, parece que te sientes muy a gusto cuidando enfermos. Esta noche me has causado una impresión muy favorable. Imagino que ya lo habrás hecho otras veces.

A Samantha se le iluminó el rostro.

—Oh, sí, señora doctora. Yo cuidé a Freddy, ¿sabe?, y después a mi padre, cuando se quemó.

—Ya… —La doctora pareció reflexionar, y después añadió—: ¿Has pensado alguna vez en la posibilidad de dedicar tu vida a esta clase de trabajo?

—¿Quiere decir ser enfermera, como esas nuevas Nightingales?

A la doctora Blackwell no le pasó inadvertido el súbito destello que iluminó los ojos de la muchacha.

—Tal vez, aunque estaba pensando más bien en la profesión médica. ¿Por qué no convertirte en doctora?

—¿Doctora? —preguntó Samantha, posando la taza de té—. ¡Las mujeres no pueden ser médicos!

—Pues claro que sí. ¡Fíjate en mí!

—Pero… usted no es una auténtico médico, ¿verdad?

—¡Te aseguro que sí! —contestó la doctora Blackwell, riendo de buena gana—. ¡Y podría decir incluso que tan buena como cualquier hombre!

—Pero, los médicos no cortan los cuerpos. Eso no es muy propio de una dama.

—Querida, no hay nada repulsivo ni impropio de una dama en el estudio de la naturaleza: cada músculo, tendón y hueso es como una estrofa de poesía.

Samantha la miró con expresión muy seria.

—¿Qué tal resulta ser doctora?

—Te lo explicaré con un ejemplo. El otro día acudió a mí un hombre con una dolencia que yo le pude curar. Cuando le indiqué mis honorarios, dijo: «¡Por ese dinero hubiera podido pagarme un médico de verdad!».

Samantha se agitó interiormente.

—Una mujer médico. Imagínese… —Se inclinó hacia adelante en su asiento—. ¿Cómo se consigue?

—Ante todo, hay que desearlo, como yo creo que tú lo deseas. Y después hay que tener una buena instrucción: Finalmente, tienes que tratar de refinarte y convertirte en una dama.

Samantha frunció el ceño.

—¿Quiere decir que tengo que quedarme aquí y aprender con qué mano he de sostener la taza y con qué mano tomar el pastel?

—Algo así. Para ingresar en una escuela de medicina, necesitas un título de bachiller, que podrás obtener en esta academia si no te escapas. También es importante aprender a hablar correctamente.

—Siempre tuve dificultades para hablar. Freddy decía que no pronuncié una palabra hasta el día en que él quiso despellejar a un gato viejo. Entonces yo tenía cuatro años, y ahora, siempre que me encuentro con una persona desconocida, ¡me quedo sin habla!

—¡Pues eso tienes que superarlo, porque los médicos necesitan hablar muy bien!

Mientras la niña de catorce años se enfrascaba en sus pensamientos personales, la doctora Blackwell se levantó y tomó su bolso de abalorios. Sacó de su interior una tarjeta de visita grabada y se la entregó a Samantha.

—Me encantaría que vinieras a visitarme alguna vez. Ésta es mi dirección de Londres. Piensa en lo que has hecho esta noche y, si quieres que hablemos, mi puerta estará siempre abierta.

Samantha se encontraba en la cama, demasiado nerviosa para poder dormir, con el cuerpo rebosante de una nueva y extraña vitalidad y el pensamiento fijo en una sola idea. Mientras percibía las suaves respiraciones de sus compañeras dormidas, las visiones empezaron a sucederse ante sus ojos: la señora Steptoe encogida al pie de la escalera; ella bajando a toda prisa para socorrerla; la llegada del extraño médico; las púas de erizo, la sangre, la impresionante presencia de la doctora Blackwell. Samantha trataba de comprender todo aquello. Estaba terriblemente asustada: su pánico no era inferior al de la señorita Whittaker, y le hubiera encantado escapar a toda prisa. Y sin embargo, no lo había hecho. ¿Por qué? ¿Qué la indujo a bajar, cuando las demás se habían desmayado? ¿Qué la indujo a permanecer inconmovible junto a la directora, cuando la señorita Whittaker había huido?

—¿De veras soy tan distinta?

Tenía que desenredar, alisar y volver a tejer muchos hilos para poder conseguir una trama identificable. Sí, Samantha sabía que era distinta. Pero ¿cómo? ¿Era verdad lo que la doctora Blackwell había dicho, que ella se encontraba «a gusto cuidando enfermos»? Aparecieron otras visiones: el rígido pellejo de un gato, la pierna herida de Freddy; su padre, incapacitado en la cama. ¿Era eso? Posiblemente sí…, era aquélla la escurridiza respuesta que había estado tratando de hallar desde la marcha de la doctora Blackwell. Aparte de la maravillosa y nueva turbación que experimentaba en relación con aquella mujer extraordinaria, Samantha se sentía invadida también por otra confusa emoción, vagamente familiar, cuya naturaleza conocía ahora por fin. Mientras trabajaba junto al cuerpo inconsciente de la señora Steptoe, Samantha se había sentido dominada por una cegadora resolución. Y le resultaba familiar porque era algo que ya había experimentado en otras ocasiones, si bien no con tanta fuerza como aquella noche: cuidando las heridas de Freddy y guiándole lentamente hacia su restablecimiento; y después con su padre, tomando a su cargo aquel pobre cuerpo quemado y acompañándole por el camino de la recuperación; y con anterioridad recordaba su intensa necesidad de devolver la salud a un gato inútil…

Samantha se llenó los pulmones de aire y contuvo el aliento hasta que empezó a experimentar dolores por todo el pecho.

¡Una doctora!, gritó su mente. ¡Ser como ella! ¡Hacer lo que ella había hecho aquella noche!

Samantha abrió los ojos, contemplando el negro techo en busca de la verdad oculta. Sentía un hormigueo en el cuerpo, todos sus nervios estaban en tensión. Hundió los dedos en el colchón para no salir disparada de la cama y lanzarse de cabeza hacia las estrellas.

Hoy, hace un rato, no era nadie, no iba a ninguna parte. Ahora sé quién soy y a dónde voy…