12

Una mañana de otoño en que la primera escarcha cubría los aleros de los tejados, Samantha encontró al señor Hawksbill postrado en la cama.

Le sorprendió, al entrar por la puerta trasera, encontrar la casa fría y a oscuras; en los cuatro años y medio que llevaba trabajando para él, el señor Hawksbill siempre había estado esperando su llegada levantado. Desde la cocina oyó unos gemidos y, siguiéndolos, subió al piso superior y encontró al viejo judío en la cama, todavía con el camisón y el gorro de dormir, encogido sobre un costado y jadeando como un perro…

—Necesito un médico, Liebchen… —consiguió decirle.

Había un médico dos calles más arriba, un tal doctor Pringle. Samantha corrió a su casa. El médico, en bata y zapatillas, escuchó el apresurado informe que Samantha le facilitó acerca del estado del señor Hawksbill, y dijo que le visitaría después del desayuno.

El doctor Pringle se presentó dos horas más tarde y, entretanto, Isaiah Hawksbill había empeorado. Al despertar, le dijo al médico con voz entrecortada, que había sentido un intenso dolor en la parte inferior derecha del abdomen y no se había podido levantar de la cama. Ahora tenía mucha fiebre; sus ojos verdes brillaban como cristales de peridoto.

El doctor Pringle apartó la sábana y palpó suavemente el abdomen de Hawksbill. Después sacudió la cabeza y dijo:

—Tiene usted la pasión ilíaca, señor: una inflamación de un pequeño apéndice que hay en el intestino. Haré lo que pueda.

Samantha permaneció a los pies de la cama y observó con creciente inquietud cómo el médico sacaba un tarro de sanguijuelas de su maletín, levantaba el camisón del señor Hawksbill y dejaba caer los viscosos bichos negros sobre su blanca piel. Mientras éstos succionaban hasta desprenderse, dejando unas pequeñas señales rojas, el doctor Pringle mezcló una dosis de estricnina y se la introdujo a Hawksbill en la boca. Casi inmediatamente el viejo judío empezó a vomitar; Samantha le acercó una palangana para recoger el vómito. El tratamiento se repitió a lo largo de todo el día, sangrando y purgando al paciente, con intermitentes ataques de explosiva diarrea, hasta que por último el viejo suplicó que se apiadaran de él. A las seis de la tarde el doctor Pringle anunció que ya no podía hacer nada más.

Isaiah Hawksbill mostraba un aspecto impresionante: deshidratado, marchito, apestando a excrementos, con la piel de una palidez cadavérica, pero con las mejillas enfermizamente arreboladas.

—Me muero, Liebchen —musitó.

Ella estaba sentada en el borde de la cama, sosteniéndole un lienzo sobre la frente.

—No es cierto, señor. ¡No diga eso!

—No dispongo de mucho… tiempo. He notado que se soltaba, he notado que reventaba. Ahora los venenos se han apoderado de mí, Liebchen. Hay algo que debo decirte.

—Ahorre fuerzas, señor Hawksbill. Ya hablaremos mañana.

—No habrá… mañana para mí…

Ella trató de hablar, pero se le hizo un nudo en la garganta, No era justo, gritó su mente. El médico hubiera tenido que ayudarle. Había sido un inútil. ¡Se había limitado a hacerle sufrir más!

Isaiah trató débilmente de levantar una mano, para acariciarle la mejilla, pero no lo consiguió.

—Tengo que decirte una cosa. —El pecho le chirriaba a cada inspiración—. Quiero que cuiden de ti. No quiero que estés a la merced de tu… familia. Tienes que ser independiente, Samantha…

Movió la cabeza de uno a otro lado, lacerado por el dolor. Tenía la boca tan reseca que la lengua se le pegaba al paladar.

—Tómalo —murmuró con aspereza—. Ahora es tuyo. No quiero que ellos lo encuentren, iría a parar al Estado. Tú eres lo único que tengo en este mundo, hija mía…

—¡Por favor, no se muera! —exclamó Samantha, hundiéndose los puños en los ojos.

Hawksbill tenía las pupilas tan dilatadas que el verde iris ni siquiera se veía. Por un instante pareció un loco.

—¡Mis libros! ¡Mis plantas! —gritó; después cerró los ojos y exhaló serenamente su último aliento.

Samantha permaneció sentada junto a él hasta bien entrada la noche, desgarrada entre la cólera y el dolor. Después permaneció en silencio mientras los dos hombres que habían llegado en un carruaje negro sacaban a la calle el cadáver envuelto en una manta.

La casa del viejo judío permaneció vacía varios años, hasta que el Estado la vendió y se convirtió en una taberna. Cuarenta años después de la muerte de Hawksbill, cuando se declaró en St. Agnes Crescent un incendio que no dejó más que los muros de las casas, el entarimado del vestíbulo quedó destruido y dejó al descubierto una caja fuerte calcinada. Al abrirla, encontraron una gran cantidad de dinero, reducido ahora a negras cenizas a causa del intenso calor. Era la fortuna acumulada por el anciano en toda su vida —casi cincuenta mil libras— y, en caso de que Hawksbill hubiera tenido tiempo de decírselo, hubiera convertido a Samantha en una mujer muy rica.

La segunda tragedia siguió tan de cerca a la primera, que Samantha apenas tuvo tiempo de llorar la muerte de su amigo.

Una semana antes del Día de Guy Fawkes de 1874, segundo aniversario del ataque de locura de Matthew; Samuel Hargrave dejó de comer. Ni la señora Scoggins ni Samantha pudieron disuadirle de la decisión que había adoptado. Cuando ya llevaba más de siete días sin comer ni pronunciar una palabra, enfermó de pulmonía, y la noche de los festejos, mientras el resplandor de las hogueras penetraba a través de su ventana, dejó de existir.

Samantha y James, sentados con aire solemne en el salón, escucharon al representante de Welby y Welby, que en tono suavemente modulado les enteró de que su padre no había muerto sin testar. James, como único heredero (puesto que Matthew había huido y no se le podía localizar), recibiría una asignación anual mientras duraran sus estudios de medicina, al término de los cuales, tras haber superado los correspondientes exámenes y haber puesto en la puerta una placa de latón, le sería entregado el resto de la herencia. La casa y todo lo que contenía pasaba también a la propiedad de James, con la disposición de que no se podría vender hasta que él se estableciera como médico.

Y Samantha tendría que ingresar en la Academia Playell’s de Señoritas, en Kent.