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Nadie sospechaba, ni siquiera él mismo, que Matthew se encontraba al borde de un agotamiento nervioso.

Matthew Christopher Hargrave, de dieciocho años, llevaba casi cuatro años trabajando en una oficina y, durante todo aquel tiempo, ni un solo día había sido distinto de los demás. Con la excepción de las mañanas de los domingos, en que disponía de tiempo libre para ir a la iglesia, el muchacho trabajaba siete días por semana —setenta y seis horas en total— sin uno solo de asueto o de baja por enfermedad. La rutina era casi mortal: dirigirse a pie todas las mañanas hasta el río, para tomar el barco que le dejaba, Támesis abajo, en el Puente de la Torre, desde donde caminaba hasta los talleres del ferrocarril de Bermondsey. Tras colgar el sombrero y el gabán en un rincón del sofocante despacho, Matthew se unía a sus jóvenes compañeros de oficina, barría, quitaba el polvo de los muebles, llenaba las lámparas, afilaba las plumas de ave y, una vez a la semana, limpiaba los cristales. La oficina estaba abierta trece horas al día, con media hora para el almuerzo y media hora para tomar el té. A los jóvenes que tenían novia se les concedía una tarde libre por semana. El consumo de cigarros españoles y bebidas alcohólicas y la visita a los salones de billar y a las barberías eran motivo de despido. Se fomentaba el estudio de la Biblia y, si un empleado tenía un historial impecable durante cinco años seguidos, sin ningún día de ausencia o retraso, se le concedía un aumento salarial de cinco peniques al día.

A diferencia de sus compañeros, que trabajaban con diligencia y entusiasmo y ahorraban hasta el último penique con vistas a su matrimonio, Matthew Hargrave, a los dieciocho años, se sentía asfixiado y al límite de sus fuerzas.

Su vida hogareña era tan aburrida como la del despacho: James estaba en Oxford, su padre no constituía una compañía muy agradable y su hermanita era como una desconocida. Matthew no tenía amigos y las mujeres le producían un pánico mortal. Su único placer en la vida era el ritual nocturno de lo que su padre denominaba la autopolución.

Matthew intuía que no estaba en su sano juicio y que se estaba deteriorando poco a poco, y sabía también que la causa residía en la masturbación. Era un hecho sabido que con cada eyaculación un hombre perdía parte de su «esencia» más noble, y sin embargo, no podía evitarlo. Y, a modo de acompañamiento destinado a conseguir un orgasmo más intenso, Matthew evocaba unas fantasías tan vergonzosas, que después siempre se maldecía a sí mismo y se dormía entre sollozos.

Debajo de todo ello se ocultaban unos celos atroces de su hermano mayor.

Matthew trabajaba como una mula en aquel odioso despacho y entregaba a su padre todos los peniques que ganaba con el sudor de su frente, pero su padre no le dirigía ni una palabra de elogio mientras que James, maldita fuera su estampa, estaba recibiendo una educación de caballero y vivía en una universidad en compañía de magníficos camaradas. Los celos devoraban el alma de Matthew como una llaga enconada. Y ahora que James había obtenido el título de bachiller en Oxford y había cursado peticiones de ingreso a varias facultades de medicina de la zona de Londres, volvería a vivir en casa y sería un constante y doloroso recordatorio de que él, y no Matthew, era el objeto exclusivo de la atención de su padre.

Aunque todos los de la casa tenían ojos y oídos, nadie se percató de lo que se estaba avecinando, con excepción de la señora Scoggins, la criada, que había adquirido la costumbre de correr por las noches el pestillo de la puerta de su dormitorio.

Ocurrió la noche en que se conmemoraba el incendio del Parlamento por Guy Fawkes.

En todos los barrios de Londres se habían encendido hogueras y se quemaban efigies del infame personaje. Todo el mundo arrojaba algo al fuego y la cerveza corría libremente. Mientras Samuel se encontraba en los Dials pronunciando sermones y Samantha permanecía sentada junto al hogar ocupada con la aguja, Matthew se acercó a la ventana del salón para echar un vistazo a la bulliciosa calle.

La gente estaba como loca. Las prostitutas besaban libremente a todo el mundo, los jornaleros bailaban la jiga, los petardos estallaban como disparos de escopeta y la jarra iba pasando de mano en mano: Matthew se dirigió como hipnotizado a la puerta principal y la abrió. El calor de las llamas pareció hervirle la sangre. Bajó los peldaños, atraído como una mariposa nocturna hacia el fuego y, cuando le pusieron la jarra en las manos, bebió de buena gana, él que nunca había probado tan siquiera la cerveza floja. Entre las risas, los empujones y el desenfreno, Matthew se emborrachó.

Cuando el agotado Samuel regresó a casa y subió los peldaños, vio a Samantha en la puerta, contemplando a la muchedumbre que rodeaba la hoguera. Siguiendo la dirección de sus aterrados ojos, Samuel vio a su hijo menor en brazos de una prostituta, besuqueando su sucio cuello.

El muchacho de dieciocho años se reía, se tambaleaba y seguía bebiendo cerveza. Despojándose de la oscura levita, la volteó por encima de la cabeza y la arrojó a las llamas. Fue entonces cuando vio a su padre. Por un instante se quedó congelado en aquella actitud, con el brazo en alto y los labios estirados en una sonrisa, después Matthew captó los enfurecidos ojos negros de Samuel. Los rumores de la calle disminuyeron, las llamas se enfriaron, las sombras danzantes sobre las fachadas de las casas desaparecieron. Todo se disipó hasta que por último Matthew ya no percibió más que los dos fulminantes ojos negros.

Notó que en su interior empezaba a enroscarse una fría espiral metálica, como el muelle de un reloj, que se iba comprimiendo más y más, hasta que, liberándose con violencia, le catapultó contra aquellos aborrecibles ojos acusadores.

Alguien que no era Matthew Hargrave subió aquella noche como un rayo los peldaños, empujó a su padre a un lado e irrumpió como una furia en el salón; y unas manos que no eran las suyas tomaron el libro que se encontraba en el atril y se lo llevaron a la calle. Unos amortiguados sonidos ininteligibles trataron de penetrar en los oídos del muchacho; un pálido rostro aterrado, unos brazos extendidos, unos ojos acusadores, ahora petrificados… ¡oh, qué poder tenía aquello! Matthew echó la cabeza hacia atrás y aulló como un animal herido mientras la Biblia escapaba volando de sus manos, se elevaba por los aires y se hundía en las amarillas llamas.

Levantándose de los peldaños, Samuel se abalanzó sobre su hijo, le propinó un empujón y se lanzó hacia las llamas. Mientras unas manos aterradas le sujetaban y trataban de apartarlo, Samuel observó cómo el idolatrado libro se ennegrecía, se carbonizaba y se doblaba, desapareciendo en las entrañas de la hoguera.

Cesaron las risas. Los que antes bailaban corrían ahora tras el delirante Matthew, que zigzagueaba como un rayo entre la multitud. Fueron necesarios cuatro hombres para sujetarle y, cuando por fin le redujeron, Matthew se quedó como encogido sobre los adoquines, arrojando espuma por la boca. Sin prestar atención a las graves quemaduras que tenía en el rostro y en las manos, insensible al intenso dolor, Samuel se acercó tambaleándose al lugar en que su hijo yacía en el suelo. Habló con sus labios ensangrentados y cubiertos de ampollas y sus palabras resonaron en la noche sobre el silencio de la multitud y el crepitar del fuego:

—Estás condenado al infierno para la eternidad, Matthew Christopher y, desde esta noche, recuérdalo siempre, ya no eres mi hijo.

Samuel cayó desvanecido sobre los adoquines y le llevaron a su cama, donde un médico echó un vistazo a las quemaduras y predijo que no sobreviviría a aquella noche. Samantha permaneció a su lado, cuidándole, lavándole, introduciéndole té en la boca con una cucharilla y aplicando sobre sus heridas en carne viva unos emplastos de hojas trituradas de consuelda. James, que ya había empezado a trabajar en las salas del North London Hospital, también le atendió en parte. Aunque no se podía hacer gran cosa por sus quemaduras, que, al cabo de una semana, se empezaron a llenar de un verdoso pus, James conseguía aliviar el dolor y la angustia mental de su padre con frecuentes dosis de morfina. Por las noches, mientras Samuel se agitaba bajo el cobertor, Samantha permanecía a su lado, leyendo los libros de farmacia del señor Hawksbill a la luz de una vela de sebo de un cuarto de penique. Dormía en un colchón a los pies de la cama de su padre; de día le lavaba y le vendaba las heridas, le administraba caldo, vaciaba su orinal, le cambiaba las sábanas y rezaba por él.

Al llegar la primavera, muy débil y sin poder valerse por sí mismo, Samuel empezó a levantarse de la cama. Su recuperación había sido lenta e insegura y le había llevado varias veces al borde de la muerte, de la que siempre se había librado, y aunque ahora ya no cabía la menor duda de que lograría vivir, Samuel Hargrave había quedado completamente desfigurado.

Su cuerpo se recuperó, pero no su espíritu. Samuel ya no se interesaba por Dios. No hubo más opúsculos y sermones. Se pasaba el día sentado en su habitación, con la cabeza inclinada sobre el pecho a causa de unas gruesas franjas de blanco tejido cicatrizado que no le permitían abrocharse el cuello de la camisa, y con el labio inferior caído de tal modo que le obligaba a babear constantemente, mirando al vacío sin percatarse, a menudo, de la presencia de Samantha. Para evitarle mayores sufrimientos, ella no le contó lo de James.

Tras un breve período en el North London Hospital, James había sido expulsado y se había ido al Guy’s. Al cabo de medio año borrascoso, le habían despedido también de allí y había empezado a trabajar en el St. Bartholomew’s, que era donde estaba en ese momento. Pero peor que su desalentador historial académico era su escandalosa vida de juego, bebida y prostitutas.

A Samantha se le partía el corazón. Su familia se estaba alejando rápidamente de ella, y sospechaba que jamás volvería a tener noticias de Freddy. La única persona que le quedaba era Isaiah Hawksbill.