10

Faltaban dos días para Pascua, era una triste mañana lluviosa y Samantha estaba pateando con fuerza las baldosas de la cocina, para calentarse los pies. Se echó aliento en las manos y dirigió una furiosa mirada a la tetera, instándola a que hirviera pronto.

Isaiah Hawksbill la estaba observando ocultamente desde la puerta.

Dentro de unas semanas, cumpliría doce años y ya estaba empezando a mostrar los indicios de la feminidad: la delgadez infantil estaba siendo sustituida por nuevas curvas y nueva carne. Al verla, su viejo corazón se estremeció y sus secos brazos experimentaron el deseo de abrazarla. Ella le había permitido hacerlo una vez, cuatro meses atrás, cuando Freddy se había marchado con rumbo desconocido. Entonces Samantha había llorado con desconsuelo y amenazado con seguir al muchacho, pero Hawksbill consiguió tranquilizarla acunándola en sus brazos y asegurándole que Freddy cumpliría su promesa y regresaría algún día.

Pero de eso hacía cuatro meses. Desde entonces ella se había vuelto muy retraída y silenciosa y ya no le había permitido más libertades físicas.

—¡El té ya casi está listo, señor Hawksbill! —gritó—. Ah, está usted ahí, señor. No le había visto.

Él entró en la cocina.

—Déjalo reposar un poco más, Liebchen, y añádele una onza de manzanilla, hoy me duelen las articulaciones.

Una vez él se hubo retirado, Samantha agitó los brazos. Hacía demasiado frío en la cocina (¡si su padre consintiera en comprarle una camiseta de lana…!) para quedarse esperando allí a que el té estuviera listo, de modo que decidió salir al jardín, para visitar el retrete.

Estaba adosado a la valla posterior de la casa, al final de un senderillo, y sus paredes aparecían cubiertas de zarzas y ortigas. El hedor no era tan terrible en invierno, pero en verano Samantha entraba rápidamente, conteniendo la respiración, y lo abandonaba jadeando. Aquella mañana le molestó comprobar la inutilidad del viaje; allí, en la cocina, le había parecido sentir la necesidad, pero ahora se le había pasado. Mientras se levantaba de la taza, volvió a notar el murmullo abdominal que antes la indujera a salir corriendo hacia allí y, mientras reflexionaba acerca de la posible causa —la manteca de la cena de la víspera le había parecido un poco «rancia»—, notó una cálida humedad entre los muslos. Perpleja, Samantha bajó la mirada y allí, a la acuosa luz que se filtraba por los intersticios de las tablas, vio en el suelo una mancha de sangre de encendido color carmesí.

Salió corriendo, tropezó en los peldaños de la puerta trasera y se despellejó las rodillas. Irrumpiendo en el estudio, gritó:

—¡Me estoy muriendo!

Sobresaltado, Hawksbill descendió de su taburete y le preguntó:

—¿Qué ha ocurrido?

—¡Me estoy muriendo, señor Hawksbill! —Se le echó encima y le rodeó con los brazos—. ¡Por favor, no me mande al hospital!

El anciano se quedó perplejo y por un instante no dijo nada. El repentino contacto con su cuerpo, el roce de los brazos de ella en su cintura, el movimiento de su joven pecho sacudido por los sollozos…, todo fue como lo de hacía cuatro meses…

Con un supremo esfuerzo, Hawksbill apoyó las manos en los hombros de la niña y se apartó un poco.

Liebchen, ¿qué sucede?

—Estoy sangrando —contestó ella, blanca como el papel.

—¿Que estás qué?

—Lo acabo de descubrir. En el retrete. Señor Hawksbill, deme una medicina. Las semillas de papaya detienen las hemorragias…

Él se volvió y apoyó las manos en su mesa de trabajo.

—¡No me envíe al hospital! ¡No me deje morir!

¡No era justo, pensó irritado, la niña aún no había podido disfrutar de su infancia!

—Tienes que irte a casa, Liebchen —le dijo Hawksbill con voz entrecortada.

—¿Por qué? —le preguntó ella entre sollozos.

Hawksbill notó que las rodillas se le doblaban y se apoyó en la mesa, mirándola con tristeza.

—Tienes una criada, ¿verdad? Ve a decírselo en seguida, Liebchen.

—¡Me mandará al hospital!

—No, Liebchen. Vete a casa, ella sabrá lo que hay que hacer. Confía en mí, hija mía, todo irá bien…

Aquella humillante experiencia había revivido un vergonzoso estigma. Hawksbill no era sordo, sabía lo que la gente de St. Agnes Crescent le llamaba: pervertidor de niñas. No podía existir un animal más bajo, y lo malo era que, aunque ello no fuera cierto, él no podía reprochárselo a la gente, teniendo en cuenta lo que había hecho.

Sentado junto a la chimenea de la cocina con una manta sobre las piernas y en las rodillas una taza de leche con un poco de pan, que no había probado, recordó aquel horrible día tan lejano.

Había salido a la calle; pese a que aún estaba llorando la muerte de su pequeña Ruth y de Rachel, había salido a las calles de Londres, para comprar libros y plantas. Era primavera y estaba paseando a lo largo del Serpentine, el lago artificial de Hyde Park, disfrutando del verdor y de la lozanía del mundo renacido. Eran las primeras horas de la mañana y Hawksbill estaba pensando en la clasificación de una nueva planta muy curiosa. Una joven con sombrero y polisón leía un libro sentada en un banco y una niña de no más de ocho años jugaba a la orilla del agua con una rama de haya.

No pudo entonces, ni tampoco años más tarde, comprender qué le ocurrió en aquel instante: al ver a la niña y contemplar su rostro, el frágil hilo de cordura que aún le quedaba se rompió e Isaiah Hawksbill, por aquel entonces más joven y más ágil, gritó: «¡Ruth!», y, acercándose a la niña, la tomó en brazos y se alejó corriendo.

No recordaba lo que había sucedido en aquel momento; sin saber cómo, un murmullo de voces y unas sombras negras se congregaron a su alrededor. Un agente de policía se abrió paso mientras la institutriz se arrodillaba para consolar a la llorosa niña. Desconcertado, Hawksbill se percató de lo que había hecho. Más tarde, en la comisaria, Hawksbill se inventó una mentira: «La niña estaba a punto de caerse al agua y yo no hice más que rescatarla». La avergonzada institutriz, prestando declaración bajo la mirada crítica de su amo, demasiado apocada para confesar que estaba leyendo y por tanto no había sido testigo del delito, decidió por fin, para salvarse, confirmar la historia de Hawksbill. El caso no pasó a mayores y hubiera caído en el olvido si no hubiera aparecido inoportunamente en el parque un habitante de St. Agnes Crescent —una ropavejera que se dirigía a los almacenes de Billingsgate—, la cual había interpretado los hechos de manera distinta. La niña no estaba tan cerca del agua y no corría el menor peligro cuando Hawksbill apareció, la tomó en brazos y escapó a toda prisa, y hubiera llegado corriendo hasta Surrey de no haber sido por los gritos de un caballero que pasaba.

Pese a que la ropavejera, culpable de muchos delitos y, por consiguiente, deseosa de evitar cualquier contacto con los representantes de la ley, no se adelantó para explicarle al agente lo que había visto, sí se dedicó, en cambio, a contar la historia por todo el Crescent, de modo que, cuando Hawksbill regresó, muy cansado, a su casa, sus vecinos ya habían dictado sentencia.

Por lo tanto, ¿cómo era posible que ahora pensara lo que estaba pensando, a no ser que hubiera perdido el juicio? Pedirle a Samuel Hargrave la mano de su hija.

Ella estuvo ausente cinco días, durante los cuales el viejo judío se murió de angustia. La amaría y la cuidaría, la protegería de los males del mundo y la rescataría del triste porvenir que la aguardaba: años y más años cuidando de su desconsiderado padre, convirtiéndose en una solterona, en una inútil y marchita mujer a la que ningún hombre querría cuando por fin muriera su padre. Isaiah Hawksbill la salvaría de aquella maldición, le daría su apellido y un hogar propio, le permitiría que ella lo arreglara a su gusto y que dejara entrar el sol, compraría un piano de cola y le enseñaría a tocar. Por las noches jugarían a las cartas junto al fuego de la chimenea, mantendrían interesantes conversaciones y él seguiría enseñándole cosas y revelándole los misterios del mundo. Y la inundaría con el amor que él tan desesperadamente necesitaba dar y que ella tan desesperadamente ansiaba recibir.

Cuando regresó, Samantha le habló en voz baja y, mirando a la alfombra, le explicó:

—Tenía usted razón, señor Hawksbill, no me enviaron al hospital. La señora Scoggins no me dijo ni una palabra, pero cortó un trozo de una sábana y me lo ató alrededor de la cintura y entre las piernas. Ahora ya ha terminado, pero dice que volverá dentro de un mes.

Hawksbill tabaleó en la mesa cubierta de hierbas.

—Samantha, hija mía, ¿recibe tu padre visitas alguna vez?

—¡Oh, no, señor, está demasiado ocupado con sus opúsculos! ¡Demasiado ocupado!

—Me gustaría… —el señor Hawksbill sacó un pañuelo y se enjugó el labio superior—, hablar con él.

—¿He hecho algo malo?

—Oh, no, Liebchen. Una cuestión de negocios, un asunto entre dos caballeros. Hace casi dos años que no hablo con tu padre y me estaba preguntado… No importa —añadió suavemente—. Ya encontraré el momento adecuado para dirigirme a él. Bueno, ¿qué vamos a leer mientras nos tomamos el té?

Alargó los dedos hacia un volumen de geología.

—¿Señor Hawksbill?

—Sí, Liebchen.

—Explíqueme, por favor, por qué tengo que sangrar todos los meses.

La mano de Hawksbill quedó petrificada.

—Tal vez cuando seas mayor.

—¿Por qué? Si es algo que le ocurre a mi cuerpo, ¿no tengo derecho a saberlo?

Hawksbill encorvó la espalda. Él tenía la culpa; él había estimulado su curiosidad y jamás le había negado una respuesta.

—Siéntate, hija mía, e intentaré…

Al terminar Hawksbill se sintió decepcionado. En 1872, la ciencia aún no había logrado desentrañar el misterio del ciclo femenino. Las numerosas teorías al respecto se hallaban envueltas en la magia y el esoterismo y los médicos coincidían en achacar a la luna al fenómeno de la menstruación, la cual, decían, era el medio que tenía la Naturaleza de compensar la ausencia de eyaculación en la mujer. Sospechaban que tenía algo que ver con la facultad procreadora, pues su aparición marcaba el comienzo de la fertilidad y su desaparición significaba la existencia de un embarazo, pero nadie sabía cómo explicarla. Se conocía la existencia de los ovarios, pero no cuál era su función, y el óvulo era un descubrimiento muy reciente: si desempeñaba algún papel en la reproducción humana, nadie había podido deducir aún de qué modo ello ocurría.

—¿Por qué no lo tienen los hombres? —preguntó Samantha, frunciendo el ceño con gesto dubitativo.

—Porque ellos… mmm… tienen otra cosa, algo parecido y que se produce durante la concepción de un hijo.

—Ah, ya.

Hawksbill notó que el rubor empezaba a subirle desde el cuello.

—Eso es algo que no habrá de preocuparte hasta dentro de varios años, Liebchen.

Mentalmente añadió: tal vez nunca.

Después Hawksbill experimentó un profundo dolor y pensó: ¡No hay peor insensato que un viejo insensato!

¿Qué demonios había estado pensando? ¿Qué locura transitoria se había apoderado de él, induciéndole a creer en serio que podría casarse con aquella chiquilla? Protegerla, cuidarla y amarla, sí; pero no podía darle el más preciado regalo que un marido puede hacer a su mujer: ¡unos hijos! Era demasiado viejo para eso; ¿qué derecho tenía él a negarle la experiencia de la maternidad? ¿Quién era él para decir que tal vez la niña no llegaría a casarse? ¡Hawksbill, viejo loco!

—¿Le ocurre algo, señor Hawksbill?

Él contempló tristemente sus húmedos ojos grises y pensó: ¿Cómo he podido ser tan egoísta, fingiendo preocuparme por su bienestar? ¿Con qué derecho puedo yo, en mi mezquina codicia, tenerla encerrada como una muñeca de porcelana demasiado frágil para que se pueda tocar?

Al oírle emitir un leve gemido, ella le rozó el brazo con su delicada mano.

—No se encuentra bien, ¿verdad? ¿Nota un poco la humedad? Lo que usted necesita es una buena infusión de bayas de acerolo.

Al retirarse ella de la estancia, Hawksbill permaneció inmóvil. Estaba reflexionando acerca de la crueldad de un destino que le arrebata a un hombre a su querida esposa cuando está en la flor de la edad, endurece su corazón contra todas las mujeres y después le permite enamorarse cuando ya es demasiado tarde.

Una sola lágrima cayó de unos ojos que no habían llorado desde hacía más de veinte años. El viejo judío se estremeció, respiró hondo e hizo un silencioso voto. La seguiría amando durante el resto de sus días, pero, por el bien de la niña, jamás hablaría de ello.