Samantha entró con una bandeja con té, panecillos y un tarro de mermelada de grosellas negras y la dejó en la mesa, junto a la chimenea. Freddy atizó el fuego y miró por el rabillo del ojo a la muchacha, que estaba poniendo azúcar en las dos tazas.
—¿Dónde está el viejo? —preguntó con indiferencia.
—Ha ido por hisopo. Lo gastamos todo con tu pierna y tiene que reponer las existencias. —Samantha se acomodó en el sillón que había desenfundado y colocado de cara a la chimenea hacía unas semanas, y apoyó los pies en un escabel—. Ven a tomar el té, Freddy.
El muchacho se apartó de la chimenea y se acercó renqueando al otro sillón. Ya le habían quitado las tablillas, pero tenía la pierna tan torcida, que caminaba haciendo eses, como un marinero cuando la mar está picada.
—Qué té tan bueno. Nunca lo había tomado así, hasta que el viejo me acogió en su casa. Me arrepiento de haber arrojado contra su puerta toda aquella basura.
Samantha sonrió con expresión soñadora y se acercó la taza a la nariz, para aspirar el rico aroma.
—Sam, tengo que decirte una cosa.
Ella siguió contemplando el fuego.
—Sam, ¿quieres mirarme?
La niña lo hizo. El hermoso y rudo rostro de Freddy iluminado por el oscilante resplandor del fuego, resaltaba en todos sus rasgos: mandíbula cuadrada, nariz fuerte y recta, pómulos salientes y rasgados ojos castaños. Todo ello enmarcado por alborotados rizos pardo oscuro que nunca se mantenían peinados mucho rato. El niño se había esfumado; Freddy era ya un hombre.
—¿Qué ocurre, Freddy?
—Sam, he de marcharme.
Ella le miró un momento como petrificada y después posó lentamente la taza.
—¿Por qué?
—Porque ya es hora. Llevo aquí cinco meses. Ya estoy mucho mejor y puedo cuidar de mí mismo. Es hora de dejar todo esto.
El rostro de Samantha se ensombreció.
—¿Dejar todo esto? ¿Qué quieres decir?
—Irme del Crescent, Sam.
—¡Pero no puedes! ¡No hay necesidad de que te marches, Freddy, puedes quedarte aquí todo el tiempo que te plazca! ¡Para siempre si quieres! ¡El señor Hawksbill te aprecia!
—Sí, pero yo no quiero quedarme aquí. Ha llegado el momento de que haga algo por mi cuenta, Sam.
—Es absurdo lo que dices…
—Mira, Sam. —Freddy hincó impulsivamente una rodilla delante de ella, manteniendo estirada la pierna enferma, y le tomó una mano—. La muerte me ha pasado rozando. He estado en la puerta y he visto lo que hay al otro lado. De no haber sido por ti, me hubiera muerto. Y eso me ha hecho comprender una cosa por primera vez. Que tengo que abrirme camino por mi cuenta, que tengo que ser algo. Sam, ya no soy un niño. Soy un hombre y tengo que comportarme como tal. No puedo pasarme la vida correteando por las calles y robando manzanas. Necesito un trabajo como es debido y una vida en condiciones.
Samantha hizo una mueca y el llanto nubló sus ojos.
—¡No quiero que te marches, Freddy! ¡Tú eres lo único que tengo!
—Tonterías, Sam. ¡Tú tienes a tu padre y al señor Hawksbill y a tu hermano, que será un médico estupendo! Y tampoco es que me vaya a ir para siempre, Sam. Volveré. ¡En un abrir y cerrar de ojos!
Las lágrimas empezaron a rodar por las mejillas de Samantha, trazando surcos plateados.
—¿A dónde irás?
—No lo sé, pero, cuando lo averigüe, te lo diré. Oh, Sam.
Freddy le acarició torpemente la mano con sus grandes dedos y experimentó aquella sensación que solía invadirle cuando contemplaba los ojos de Samantha: de que su endurecido corazón se ablandaba. Hubiera deseado decir muchas más cosas: que comprendía lo muy poca cosa que él era para ella, que deseaba verla orgullosa de él, que estaba enamorado de Samantha y quería cuidar de ella el resto de su vida… Pero no tuvo el valor ni supo encontrar las palabras, de modo que no dijo nada.
—Mira, Sam, eso es un don que tú tienes, curar a los enfermos. Como ocurrió con el gato. Yo soñaba que tú hablabas conmigo y que extendías la mano a través de una bruma sofocante y me sacabas de allí. Ahora sé que no fueron sueños sino que eso ocurrió realmente. Tú me has salvado la vida, Sam, y nunca lo olvidaré.
Ella soltó la taza, derramando el té por toda la descolorida alfombra turca del señor Hawksbill, y echó los delgados brazos en torno al cuello de Freddy.
—¡Tú eres mi único amigo, Freddy! ¡Te echaré de menos y rezaré por ti todos los días que estés lejos de mi lado!
Él la estrechó con fuerza y advirtió unas extrañas y nuevas sensaciones en lo hondo de las entrañas; el antiguo afecto fraternal había cedido paso a algo distinto y excitante. Ella aún no había cumplido los doce años, pero dentro de algún tiempo, cuando él hiciera fortuna y regresara convertido en un caballero en condiciones de ofrecerle una vida digna de ella, Samantha Hargrave, una belleza entre las bellezas, sería toda para él. Freddy hundió el rostro en su espesa mata de cabello negro y murmuró:
—Espérame, Sam. No te vayas de aquí hasta que yo venga a buscarte.