8

El señor Hawksbill tomó un tarro de mayólica y lo hizo girar lentamente bajo la luz.

—Eso es Smilax officinalis, Samantha, una preciosa posesión.

Ella estudió la pequeña enredadera espinosa de largas y finas raíces y preguntó:

—¿De dónde viene?

—De muchos lugares. La gris, de México; la parda, de Honduras; y ésta —dio una cariñosa palmada al tarro—, la más difícil de encontrar, procede de las laderas occidentales de los Andes.

—¿Qué es?

—¿Qué es? Pues un remedio secular para aliviar los dolores del parto, Liebchen. También cura una dolencia que se llama angina pectoris. Y los salvajes de América del Norte creen que cura la impotencia.

Samantha trató de pronunciar la difícil palabra en latín.

—Los españoles le dan un nombre más sencillo, Liebchen —añadió el señor Hawksbill—. La llaman zarzaparrilla.

La calma de aquella mañana de junio quedó turbada por un repentino tumulto en la calle. Bajando de su alto taburete y apartando la cortina de la ventana, el señor Hawksbill pudo contemplar una caótica escena: un caballo de tiro desbocado bajaba por la angosta calle, derribando a su paso los tenderetes de verduras y obligando a la gente a escapar en todas direcciones; le seguía una alborotada muchedumbre vociferante. Dos audaces jornaleros se abalanzaron sobre el animal, consiguieron asir las riendas y forcejearon con la asustada yegua hasta lograr que se detuviera relinchando justo frente a la puerta de la casa de Hawksbill.

Dominada por la curiosidad, Samantha se acercó a la ventana y miró. Vio a un grupito de personas congregadas un poco más allá.

—¿Qué ocurre, señor Hawksbill?

—Parece que alguien se ha lastimado.

—¿No tendríamos que ayudar? —preguntó ella, levantando el rostro hacia él.

—No es asunto nuestro —contestó el anciano, soltando de pronto la cortina.

—¡Pero usted tiene todas esas medicinas maravillosas!

—Lo dejé hace años.

Samantha volvió a mirar y vio que dos hombres bajaban corriendo por la calle con una puerta que llevaban en posición horizontal. Dando media vuelta, echó a correr por el pasillo, salió por la puerta trasera, porque la principal estaba permanentemente cerrada, bajó por el callejón, dobló la esquina y se detuvo casi sin resuello junto al corrillo. El carretero, retorciéndose las manos, decía:

—¡El chico quería detener a la yegua él solo! ¡No he podido evitarlo!

La muchedumbre se apartó al paso de los que llevaban la puerta; al ver quién estaba tendido en el suelo, gimiendo de dolor, Samantha corrió hacia él y cayó a su lado de rodillas.

—¡Freddy!

Él ladeó la cabeza, pero no abrió los ojos.

—Retírate, niña, tenemos que colocarle sobre esta tabla.

Los hombres asieron rudamente al chico por las piernas y las axilas y le dejaron caer sobre la puerta. Samantha contempló aterrada la pierna derecha de Freddy: fracturados, ambos huesos habían atravesado la carne y ahora brillaban, junto con la sangre y el barro, bajo el sol del mediodía.

Una sombra cayó sobre ella y la muchedumbre se apartó: Samantha levantó los ojos y vio a Isaiah Hawksbill de pie a su lado.

—¿A dónde se lo llevan, señor Hawksbill?

—Al hospital —contestó él, contemplando a través de los párpados entreabiertos la pierna destrozada de Freddy.

Cruzaron por su mente las imágenes y los recuerdos de su visita de hacía dos años al North London Hospital.

—¡No pueden hacer eso! —gritó ella, volviéndose de repente y arrojándose sobre el cuerpo de Freddy.

—Vamos, vamos —dijo Hawksbill, inclinándose hacia ella.

—¡No! —volvió a gritar Samantha—. ¡A ese sitio no! ¡No les dejaré que se lo lleven!

—Por favor, señor —dijo uno de los hombres de la puerta—. Aparte a la chica de aquí. No disponemos de todo el día.

Isaiah Hawksbill miró a Samantha, vio sus delgados brazos alrededor de los musculosos hombros del muchacho de dieciséis años, contempló la arqueada espalda sacudida por los sollozos y el reluciente cabello negro que se derramaba sobre el cuerpo inmóvil, y se sintió invadido por una antigua emoción que creía muerta hacía mucho tiempo.

—Me encargaré del chico —se oyó decir a sí mismo—. Síganme.

Samantha levantó la cabeza, bañadas en llanto las mejillas, se irguió lentamente y, tomando en la suya una de las inertes manos de Freddy, echó a andar junto a los dos hombres que, cargados con la puerta, enfilaron el callejón hacia la entrada posterior de la casa de Hawksbill. Una vez dentro, los hombres siguieron al viejo en la penumbra, mirando a uno y otro lado con los ojos muy abiertos, hasta el salón delantero, donde Hawksbill retiró la polvorienta sábana que cubría el viejo sofá de crin.

—Pueden dejarlo aquí.

Los hombres inclinaron la puerta y, dejando caer a Freddy sobre el sofá como si fuera un saco de carbón, abandonaron seguidamente la estancia. Samantha arregló los cojines a su alrededor y se dispuso a atenderle.

—No sé si podré hacer mucho, Liebchen —dijo el viejo mientras bajaba por la escalera cargado con mantas y sábanas—. Toma, corta unas tiras de aquí y después tráeme un poco de agua caliente.

Las manos de Hawksbill estaban demasiado artríticas y temblorosas para que pudiera lavar la herida como era debido.

—Déjeme hacerlo a mí —pidió Samantha, y entonces él le entregó el lienzo y la vio arrodillarse al lado de Freddy y limpiar cuidadosamente la carne abierta.

Hawksbill trajo unos tarros del estudio, machucó unas hojas e hizo una tintura de raíces que Samantha aplicó amorosa y delicadamente sobre el hueso al descubierto y los músculos desgarrados. De pie junto a ella y contemplando cómo sus finos y largos dedos manipulaban los tejidos de la herida, Isaiah Hawksbill se maravilló de su infatigable dedicación. Cualquier otra mujer se hubiera puesto histérica o se hubiera desmayado. En cambio, con qué naturalidad lo estaba haciendo ella, como si se tratara simplemente de remover unas natillas.

Entre los dos, una frágil muchachilla de once años y un anciano artrítico, consiguieron colocar los huesos en su sitio, separar la pierna e inmovilizarla entre dos rígidas tablillas; después, siguiendo las indicaciones de Hawksbill, Samantha juntó la carne y aplicó unas tiras de esparadrapo sobre la piel. Al terminar, Hawksbill se dejó caer agotado en un sillón, con una copa de brandy en la mano, y Samantha se apartó unos rizos de la húmeda frente. Observaron que ya había oscurecido, y durante todo aquel tiempo Freddy no había recuperado ni una sola vez el conocimiento.

—Hemos hecho cuanto estaba en nuestra mano, Liebchen —dijo Hawksbill con voz cansada—. Ahora todo depende de Dios.

—Se repondrá, ¿verdad? —preguntó Samantha, tomando un sorbo de té.

—No te quiero engañar, hija mía —contestó Hawksbill, sacudiendo la enmarañada cabellera—. Su estado es grave. Pocos sobreviven a esta clase de fracturas.

—¿Porqué no? ¡Hemos colocado los huesos en su sitio y hemos cerrado la herida!

—Porque se producirá una sepsis, y todo el mundo sabe que no se puede hacer nada para combatir la sepsis.

—¿Qué es una sepsis?

—Veneno, Liebchen, infección. Nadie sabe cuál es la causa y por esa razón nadie sabe cómo combatirla.

Hawksbill hizo una pausa. Había oído decir últimamente que un joven cuáquero escocés llamado Joseph Lister afirmaba haber descubierto un remedio… El anciano sacudió la cabeza. Dudaba de que pudiera ser algo bueno, viniendo de Escocia.

Contemplando el cuerpo inmóvil tendido en el sofá, el tórax que apenas se movía y el caos de rizos castaños sobre la almohada, Samantha dijo suavemente:

—Yo le cuidaré.

Los días siguientes fueron una pesadilla. Una fiebre abrasadora se apoderó de Freddy y éste no hacía más que agitarse y moverse en medio de un violento delirio. De pie en el oscuro vano de la puerta, Hawksbill la observaba acariciar con sus fríos dedos la ardorosa frente del muchacho, hablarle en voz baja y tranquilizarle, a lo que parecía, con su sola presencia. La vio retirar las vendas llenas de pus, insistiendo en cambiarlas todos los días, pese a que él no veía la necesidad de hacerlo. Contemplaba cómo sus largos y ágiles dedos inspeccionaban diariamente la herida, aplicaban ungüento y moho, palpaban la pierna para comprobar la posición de los huesos…, todo con tal habilidad, que se hubiera dicho que aquella chiquilla de once años sabía muy bien lo que estaba haciendo.

Durante aquellas noches se quedó en la casa hasta muy tarde. Su padre ni lo advertía ni se preocupaba. Si Hawksbill hubiera tenido una hija tan bonita e inteligente, habría querido verla constantemente a su lado, para mimarla y regalarla. ¿Qué razones podían motivar la insensata conducta de Samuel Hargrave? A Hawksbill le gustaba tener a la niña en su casa. Aunque ello se debiera sólo a aquel desdichado muchacho del salón, con su pierna infectada e hinchada hasta casi el doble de su tamaño. Hawksbill sabía que todo aquello iba a terminar muy pronto.

Samantha estaba preparando unos bocadillos con substancia de carne, para la cena. En los últimos meses el viejo había abierto un poco el puño y permitido que Samantha comprara alimentos de mejor calidad. Ahora comían habitualmente repollo y patatas hervidas, pescado frito, pan con mermelada, leche sin aguar, queso de oveja y pastel de frutas.

—Hoy Freddy ha estado muy quieto, señor Hawksbill. Me asusta.

Mientras extendía unas hierbas secas sobre su mesa de trabajo, separando de los tallos las hojas de consuelda, Hawksbill dijo en voz baja:

—Tal vez hubiera sido mejor mandarle al hospital. Un cirujano es lo que necesita.

—No —dijo ella con suavidad no exenta de firmeza—. El hospital es un lugar sin esperanza. La gente va allí a morir.

Hawksbill no podía discutírselo. El St. Bartholomew’s Hospital, antes de aceptar a un paciente, exigía un anticipo por gastos de entierro que devolvía si el paciente se recuperaba. Posando el cuchillo y las pinzas sobre la mesa, el viejo se encaró a ella y dijo:

—Aquí tampoco hay esperanza, hija mía. El chico no puede sobrevivir. Lleva más de una semana sin comer y apenas hemos conseguido hacerle tragar un poco de agua. No ha recuperado el conocimiento ni una sola vez, ni un segundo tan siquiera…

Hawksbill se encorvó súbitamente; los huesos de su vieja columna vertebral tensaron la fina tela de su levita. ¿De qué servía tratar de hacérselo entender? Era más terca que una mula. Aferrándose a la ridícula idea de que…

Un estrépito desgarró el aire. Samantha se levantó de un salto y corrió al salón. Renqueando todo lo de prisa que pudo, Hawksbill llegó a la puerta y vio a Samantha de rodillas, tratando de tranquilizar a Freddy que, con los empañados ojos muy abiertos, agitaba violentamente los brazos. Una botella de agua y un vaso se habían hecho añicos en la alfombra.

—Ya basta, Freddy —estaba diciendo la niña, cuyo frágil cuerpo, mucho más liviano que el del muchacho, soportaba un doloroso zarandeo—. Estoy aquí, Freddy. Te vas a curar.

El viejo vio con asombro que la niña conseguía calmar al muchacho en su delirio, devolverle a la almohada y tranquilizarle con un beso en la frente. Cuando Freddy se hubo sosegado, Samantha miró a Hawksbill y murmuró, brillantes los ojos de lágrimas:

—Está despierto.

La recuperación de Freddy fue muy irregular, pero, a fuerza de caldos y huevos pasados por agua, y descansando plácidamente bajo los tiernos cuidados de Samantha, el muchacho mejoró por fin. Todas las noches, despierta en el lecho hasta las primeras luces del alba, ella pensaba incesantemente en el milagro de la recuperada salud de su querido amigo.

Un bochornoso verano se abatió sobre Londres mientras la contaminada y neblinosa atmósfera adquiría una tonalidad amarillenta a causa de las numerosas espirales de humo que lanzaban los miles de chimeneas de las fábricas y de los paquebotes y vapores que surcaban el río. Fue un verano insalubre para los dos millones de habitantes de Londres, un verano en el que la falta de limpieza de los recipientes de las vendedoras de leche en el barrio de Marylenda provocó una epidemia de fiebre tifoidea, matando a miles de personas ante la mirada impotente de los médicos. Pero el verano se transformó en un neblinoso otoño y, cuando la escarcha invernal, lavando gradualmente el cielo, le devolvió un brillante color azul, Freddy empezó a progresar rápidamente. En noviembre, ya podía apoyar el peso del cuerpo en la pierna y recorrer el salón arriba y abajo sin ayuda. Entretanto se había enamorado perdidamente de Samantha y, por coincidencia, lo mismo le había ocurrido a Isaiah Hawksbill.