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Aquel mismo día la puso a trabajar. Había que sacar tarros de los embalajes, pegar etiquetas, clasificar cajas de hierbas, pétalos de flores secas y semillas, afilar plumas de ave, llenar de aceite las lámparas y desempolvar los libros; y, al averiguar que Samantha sabía leer, el viejo le encomendó la tarea de ordenar alfabéticamente los montones de monografías sobre las características de cientos de plantas; al enterarse de que sabía escribir, le confió el cometido de escribir las etiquetas con los nombres botánicos, pues sus temblorosas y viejas manos le impedían a él hacerlo con pulcritud. Al término de la primera semana, Isaiah Hawksbill empezó a explicarle cosas a Samantha: por qué la regaliz se llamaba Glycyrrhiza glabra, de qué manera la semilla del melón provocaba la expulsión de la solitaria, lo maravilloso que resultaba como sedante el Centranthus ruber y en qué lugar del mundo se encontraba la dragontea. El deseo de aprender que mostraba la niña se intensificaba a medida que iba adquiriendo nuevos conocimientos; cuantas más cosas él le enseñaba, tanta más curiosidad experimentaba ella y, a pesar de que sus constantes preguntas hubieran tenido que irritar a Isaiah Hawksbill, a éste le sorprendió la paciencia de que estaba haciendo gala. En efecto, coincidiendo con el creciente deseo de aprender de la niña, nació en el petrificado espíritu de Isaiah Hawksbill un intenso deseo de enseñar.

Y, además, Isaiah descubrió otra cosa, algo acerca de sí mismo que hasta entonces ignoraba: que había estado solo, terriblemente solo…

Mentor y pupila acabaron formando un equipo muy unido; ella dedicaba cada vez menos tiempo a las labores domésticas y cada vez más tiempo a permanecer sentada a sus pies, escuchando, aprendiendo, haciendo preguntas y recordando. Al hablarle de los poderes medicinales del té de gingseng y descubrir que ella jamás había oído hablar de China, sacó un viejo atlas y le mostró la configuración del globo. Al averiguar que su padre no le había instruido en la aritmética, Hawksbill decidió enseñarle las decenas y las unidades, las sumas y las restas. Su afán de conocimiento le complacía; su rapidez de comprensión le inspiraba; y su extraordinaria capacidad de recordar sus lecciones le llenaban de orgullo.

Noviembre dio paso a diciembre y a éste sucedió un nevoso enero en cuyo transcurso Isaiah Hawksbill, sentado en compañía de Samantha Hargrave junto al rugiente fuego de una chimenea que no se utilizaba desde hacía muchos años, estuvo comunicando a la niña todos sus conocimientos y su sabiduría. Su obsesión por el libro de herboristería empezó a disminuir; le satisfacía enormemente transmitir su legado a aquella niña tan ávida de ilustración. Verla crecer intelectualmente le resultaba más satisfactorio que depositar sus vastos conocimientos en el efímero papel. Al llegar la primavera y cumplir ella los once años, la enseñanza se extendió a otros temas astronomía, zoología, historia clásica… y ambos se pasaban los días explorando juntos el mundo.

Si bien transcurría el tiempo, Samantha jamás le dijo nada de todo aquello a su padre.