6

Isaiah Hawksbill tenía dos secretos muy bien guardados: el primero de ellos estaba enterrado bajo las tablas del suelo del recibidor, y el segundo era el hecho de ser judío.

Isaiah Rubinovich, nacido en la yerma franja de tierra que discurre a lo largo de la frontera occidental de Rusia y que se conoce como la Empalizada, era hijo de un pobre buhonero y de su mujer tuberculosa. Se había visto obligado a huir del ghetto cuando se habían presentado una noche los «hachas» en busca de jóvenes judíos con que completar el cupo militar: el zar Nicolás había ordenado que todos los muchachos judíos de entre doce y dieciocho años fueran reclutados al objeto de cumplir veinticinco años de servicio. Isaiah se había marchado con un pan en el bolsillo, prometiendo regresar algún día, cuando la situación fuera más segura. De eso hacía cuarenta y cinco años.

La casualidad y un agudo ingenio le habían permitido atravesar Polonia y llegar a Alemania, donde los judíos gozaban de mayor libertad y la atmósfera académica estaba en pleno apogeo. Tras ganarse la vida como aprendiz de botica, Isaiah Rubinovich se matriculó en la Universidad de Giessen, donde estudió farmacología bajo la guía del famoso barón Von Liebig. Aunque soñaba con regresar algún día a su patria, el solitario y joven Isaiah estaba convencido de que su sueño era una quimera porque, durante su ausencia, la extensión de la Empalizada se había reducido y casi todos los judíos rusos vivían al borde de la inanición y en la desesperanza. En la Europa occidental, aunque se sentía solo y echaba de menos a los suyos, Isaiah gozaba de libertad intelectual y tenía la seguridad de que podría abrirse camino y prosperar.

Después de destacarse como erudito y químico y recibir el espaldarazo de la comunidad científica, Isaiah inauguró una floreciente farmacia y se granjeó el aprecio de muchos médicos eminentes. Sin embargo, la viveza de su carácter y su temperamento apasionado le hicieron caer en desgracia ante los poderes públicos. Entonces abandonó el continente y se perdió entre la población en rápido desarrollo de Londres donde cambió de apellido (tomando el de una taberna de la zona) y logró abrir otra próspera farmacia, se casó con una bella judía inglesa llamada Rachel y disfrutó largos años de felicidad, hasta que estalló la epidemia de cólera de 1848, que se llevó a su mujer.

Cerró la tienda, condenó con tablas las ventanas de su casa y juró que jamás volvería a tener ningún trato con la sociedad.

Recibió a Samantha en la puerta trasera, como acostumbraba hacer, a las siete en punto. Aquella mañana, sin embargo, llevaba una polvorienta chistera sobre el enmarañado cabello y se había puesto un gabán.

—Tengo que salir, mocosa. Me fastidia mucho, Dios sabe el tiempo que hace que no piso la calle; pero se trata de una diligencia urgente.

Aunque se entregó inmediatamente a sus tareas con toda la vigorosa determinación de que pudo hacer acopio su frágil cuerpo y pese a estar acostumbrada a trabajar sola y a vagar por la casa sin la compañía de nadie, aquella mañana, y una vez las fuertes pisadas de Hawksbill se hubieron perdido camino abajo, Samantha no pudo evitar la estremecedora realidad de que, por primera vez, se encontraba auténticamente sola en la vivienda. En un intento de armarse de falso valor, empezó a canturrear mientras quitaba el polvo, habló en voz baja mientras barría y dio fuertes pisadas para meter ruido en la casa (observando una vez que, en el recibidor, las tablas del suelo sonaban extrañamente a hueco), hasta que por último se encontró inevitablemente frente a la habitación cerrada.

Se inclinó, tal como había hecho muchas veces, y pegó el oído a la madera de la puerta. En ocasiones había escuchado extraños ruidos, como de rascar, algún que otro golpe seco y, justamente la víspera, lo que parecía ser una cadena que arrastrasen por el suelo. Pero en ese momento reinaba allí un silencio sepulcral.

Retrocedió y estudió los paneles de roble.

Lo correcto hubiera sido dar media vuelta y retirarse. Pero la indecisión la había paralizado. Toda la obediencia que su padre le había enseñado se disipó ante su vehemente necesidad infantil de saber qué había al otro lado de aquella puerta. Samantha extendió la mano y tocó cautelosamente el tirador. Para gran sobresalto suyo, la puerta se abrió un par de centímetros.

Retiró la mano como si hubiera recibido un mordisco. ¡El viejo no había cerrado con llave!

Tragando saliva para armarse de valor, apoyó la palma de la mano en el bastidor y empujó suavemente; la puerta, girando sobre sus goznes, se abrió como unas enormes fauces negras que bostezaran, sin revelar más que una impresionante oscuridad al otro lado. Con los ojos muy abiertos, Samantha avanzó un paso, y otro, y otro más, hasta que se encontró en el interior de la habitación prohibida.

El aire era gélido. No había ninguna luz; la grisácea claridad matinal se filtraba a través de unos pesados cortinajes de terciopelo. Pero según se le adaptaban los ojos a la penumbra, la niña alcanzó a distinguir diversos objetos diseminados aquí y allá.

Era la habitación más desordenada que jamás hubiera visto.

Gruesos libros se elevaban formando retorcidas torres, amontonándose desde el suelo hasta el techo, en un precario equilibrio que el menor soplo de brisa hubiera podido romper; voluminosas cajas de madera, de algunas de las cuales se escapaba la paja de relleno, se hallaban adosadas a las paredes; grandes cantidades de papeles ocupaban la superficie de una mesa que parecía próxima a hundirse bajo el peso que soportaba; en las paredes se veían gráficos y diagramas; sobre la repisa de la chimenea había lechuzas y halcones disecados; en el interior de la chimenea destacaba una caja de madera sin abrir. Apenas quedaba espacio libre en el suelo, sólo un estrecho camino que el señor Hawksbill había abierto para poder moverse.

Adosada a una pared, una mesa de trabajo aparecía cubierta de frascos y tarros y de toda una serie de objetos de vidrio que Samantha no pudo identificar. Había un alto taburete, una lámpara de aceite, una pluma de ave y un tintero de asta. Por encima de la mesa, unos estantes de madera sostenían el peso de más libros, papeles, frascos y latas.

Y entonces lo vio. Un tarro con un hombrecillo atrapado en su interior.

Isaiah Hawksbill entró apresuradamente por la puerta trasera, sacudiéndose las gotas de lluvia de los hombros y las mangas. Quitándose la bufanda que le rodeaba el rostro, restregó los pies en la estera del interior. Llevaba bajo el brazo un paquete envuelto en papel.

Fascinada, Samantha se acercó un poco más al tarro, contemplando boquiabierta los diminutos brazos extendidos del pequeño prisionero. Estaba tratando de salir.

Hawksbill avanzó por el pasillo, inmerso en sus pensamientos, y se detuvo bruscamente al ver la puerta abierta de par en par.

Samantha se puso de puntillas y extendió la mano hacia el tarro. Tomándolo cuidadosamente para no lastimar al pequeño prisionero, lo acercó al borde del estante. Cuando lo estaba bajando, apretado entre sus deditos, captó un movimiento por el rabillo del ojo.

Se volvió. Él se encontraba de pie en la puerta. Samantha lanzó un grito y soltó el tarro. Éste se rompió en mil pedazos al estrellarse contra el suelo.

El viejo se le acercó como un enorme pájaro negro, con la capa volando a su espalda. Samantha lanzó un grito mientras las nudosas manos del viejo se abatían sobre ella; un intenso dolor recorrió sus brazos cuando él los agarró fuertemente.

—¡Por favor, señor, yo sólo quería soltarle! ¡No he tocado nada más! ¡Por favor, no me mate, señor Hawksbill!

—¡Te lo advertí, mocosa! —gritó él, sacudiéndola como si fuera una muñeca de trapo.

—¡Él deseaba salir de ahí! —chilló la niña—. ¡Yo sólo quería soltarlo!

—¡Te voy a dar una lección, mocosa!

Samantha consiguió liberar un brazo y protegerse el rostro con él.

—¡Por favor, no me mate, señor Hawksbill!

Él dejó de sacudirla, y cuando Samantha abrió cautelosamente un ojo y le miró, vio que una mueca de confusión torcía su grotesco rostro.

—¿De qué estás hablando? ¿Soltar a quién?

En una reacción tardía, Samantha se echó a llorar.

—Al hombrecito —contestó entre sollozos—. ¡Usted no tenía derecho a tenerle encerrado en una botella! ¡Él deseaba salir y yo sólo quería ayudarle!

Para su inmenso asombro, Hawksbill la soltó y se irguió cuan alto era.

—Deja de llorar —le dijo en tono perentorio.

Samantha resolló y empezó a hipar.

—¡He dicho que dejes de llorar! Y ahora dime, ¿de qué estás hablando?

—¡El hombrecito! —contestó ella, señalando el tarro roto.

Sacándose una cajita del bolsillo, Hawksbill encendió un fósforo y, aplicándolo a la lámpara de aceite, subió al máximo la llama. Después se agachó sobre el estropicio.

—Mi raíz de mandrágora —dijo con voz extrañamente distante—. Pero está bien, no le ha ocurrido nada. —Levantó los ojos para mirar a Samantha—. ¿Te he lastimado?

—N-no, señor —contestó ella, arqueando las cejas.

Él volvió a mirar el tarro; sus nudosos dedos acariciaron suavemente los trozos.

—Me va a dar mucho trabajo recoger todo eso. Era el tamaño adecuado, no sé dónde encontraré otro…

Samantha le miró, presa de estupor. Estudió la jorobada espalda, los encorvados hombros y la sonrosada calva en medio de la corona de cabello blanco. Después dijo con un hilillo de voz:

—Lo siento mucho, señor Hawksbill, lo siento de veras.

Él se levantó entre crujidos de articulaciones e hizo una mueca.

—No has podido vencer la curiosidad. Los niños sois así. —Su voz se suavizó—. ¿Estás segura de que no te he lastimado?

—Ni tanto así, señor Hawksbill.

—Mira, ella tenía aproximadamente tu edad…

—La raíz de mandrágora es muy curiosa. Por el hecho de parecerse a un hombre en miniatura, se creyó durante muchos siglos que tenía extraños y míticos poderes.

Estaban sentados en el desordenado estudio, bebiendo té de Darjeeling. Samantha había barrido los trozos de vidrio y el señor Hawksbill había encontrado un nuevo tarro para la raíz.

—Se creía que estaba tan firmemente adherida a la tierra que, cuando la arrancaban, gritaba como un ser humano torturado, y que quien oyera su grito moriría instantáneamente. Por eso la raíz de la mandrágora la arrancan siempre perros adiestrados.

Los ojos de Samantha se posaron una vez más en el tarro en que la raíz se encontraba nuevamente prisionera. Ahora estaba claro que no era más que una raíz. Pero antes hubiera jurado…

—Ella siempre la llamaba el hombrecito.

—¿Quién?

—Mi Ruth. Tenía aproximadamente tu edad cuando… —respiró hondo para serenarse—, cuando el cólera se la llevó. Lo intenté todo para salvar a mi chiquilla, pero, a pesar de todos mis conocimientos y de mi farmacia, no pude. Eso fue hace más de veinte años, y aún lloro su muerte.

Samantha contempló el desorden que la rodeaba.

—¿Esto es una farmacia?

—¡No, por Dios! —El rostro de Hawksbill se arrugó en una insólita sonrisa—. La abandoné cuando murieron mi Ruth y Rachel. Cuando vi lo impotente que era, decidí dejarlo todo.

—Entonces, ¿qué es todo esto?

—Sientes curiosidad, ¿verdad? Igual que mi Ruth, siempre haciendo preguntas… —El viejo miró a Samantha y su voz languideció—. ¿Dónde está tu madre, chiquilla?

—No lo sé.

—¿La recuerdas?

—No.

—¿Dices… oraciones por ella?

—Yo rezo todas las noches por las mujeres caídas del Haymarket.

—¿Por qué?

—Mi padre dice que debo hacerlo.

—¿Y nunca te ha dicho que rezaras por tu mamá? ¿Nunca has sentido curiosidad por ella?

—No he pensado en eso y supongo que no está bien, porque todo el mundo tiene madre, incluso Freddy. Me parece que siempre he pensado que no tenía madre, pero eso no puede ser, ¿verdad?

—No, desde luego que no…

Fue un nuevo motivo de curiosidad para Samantha, resuelto ya el misterio de la habitación cerrada del señor Hawksbill. Era botánico, le dijo él, y estaba escribiendo el libro más importante de cuantos existieran acerca de las medicinas orgánicas. Era una obra muy vasta y exigía mucha investigación y disciplina, razón por la cual tenía que concentrar todas sus energías en él. Sabiendo ya a qué se dedicaba Hawksbill a lo largo de todo el día, Samantha empezó a centrar su curiosidad en su madre.

Halló la respuesta una noche en la Biblia, en la página titulada Memoria Familiar. A la mañana siguiente, cuando llegó a la casa preguntó al señor Hawksbill:

—¿Qué significa «fallecida»?

Él se disponía en aquellos momentos a salir de la cocina.

—¿Por qué?

—Porque eso es lo que sé de mi madre. Lo leí después de su nombre.

Hawksbill hizo un gesto de irritación.

—Significa muerta.

—¿Mi madre ha muerto?

—Eso es lo que significa —contestó él, dando media vuelta.

—Murió el día de mi cumpleaños. ¿Cómo murió?

—¿Por qué no se lo preguntas a tu padre?

—Oh, no puedo molestarle.

—¡Pero puedes molestarme a mí! —gritó él.

—Lo siento, señor Hawks… —dijo Samantha acobardada.

—¡Se me hace tarde! ¡No soy joven, sabes! ¡Tengo que trabajar de firme para que el maldito libro se pueda publicar antes de que yo fallezca!

Al verle dar media vuelta, Samantha le preguntó rápidamente:

—¿Pues por qué no contrata a un ayudante?

Él se volvió a mirarla. Sus ojillos verdes relampagueaban.

—¿Qué es esto, mocosa impertinente? ¡Primero metes las narices en mis asuntos privados y ahora me dices cómo tengo que hacer las cosas! Yo no necesito ayuda en lo que sé hacer bien, ¿te enteras?

—Pero es una obra muy importante, señor Hawksbill, usted mismo lo ha dicho. Y sería una lástima que no la terminara antes de que falleciera. Me parece que conozco a un chico fuerte que podría levantar pesos y hacerle diligencias…

Himmel —musitó él, frotándose la hirsuta barbilla—. La mocosa tiene razón.

Pensando en Freddy, Samantha se apresuró a añadir:

—Un chico que podría salir a la calle a buscar tarros y ordenarle los libros para que a usted le fuera más fácil consultarlos, y hacer todas estas cosillas en las que usted pierde tanto tiempo en lugar de escribir…

—No necesito a ningún chico —contestó él bruscamente—. ¿Para qué iba a gastarme un cuarto de penique más, teniéndote a ti?

—¿Yo, señor? —dijo ella, abriendo mucho los ojos.