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Lo primero que advirtió Samantha fue el nauseabundo hedor que se escapaba a través de la puerta abierta; lo segundo fue la extrema fealdad del hombre. Mirándole boquiabierta, Samantha trató de disimular su sobresalto. Porque Freddy la había avisado de que, como demostrara tenerle miedo, caería en poder de Hawksbill.

—Pasa —le dijo él con aspereza—, eres la chica Hargrave.

Samantha tragó saliva y cruzó el umbral.

Se encontraban en el fregadero de la cocina y, una vez sus ojos se hubieron acostumbrado a la oscuridad, a Samantha se le cortó el aliento. El espectáculo era sorprendente, con platos y cacharros sucios por todas partes, restos de comida putrefacta, mugrientas jarras y trozos de pan florecido.

—Empezarás por aquí —le dijo él bruscamente y Samantha observó que tenía un defecto de pronunciación o bien un leve acento extranjero—. No tengo tiempo de ocuparme de este desorden, pero no me queda una cuchara limpia y estoy harto de prepararme la comida.

Sus ojillos verdes brillaban por debajo de unas pobladas cejas canas; el cabello, blanco como la nieve, estaba enmarañado y necesitaba un corte y su hirsuta barbilla, un buen afeitado. Llevaba una arrugada levita, una corbata torcida y una camisa blanca que había adquirido un tono grisáceo y estaba llena de lamparones. En conjunto, no era, en realidad, más que un anciano descuidado, pero a Samantha le pareció verdaderamente el monstruo sobre el cual Freddy la había prevenido.

Experimentó súbitamente el impulso de dar media vuelta y salir huyendo, pero entonces recordó que estaba allí por deseo de su padre (debido cualquiera sabía a qué misteriosa razón) y, recordándolo, se sintió dominada de inmediato por su perpetuo afán de complacerle. Por su padre, se quedaría.

—Esto te va a llevar todo el día —dijo Hawksbill con voz agria—. A las doce, me traerás pan remojado con leche. Hay una habitación al final del pasillo, al otro lado de la sala; la puerta estará cerrada con llave. Dejarás el plato en el suelo y regresarás aquí. En ningún caso debes llamar. Para la cena, hay pollo frío en aquella alacena. Toma un ala para ti y tráeme el resto en una escudilla. Déjalo frente a la puerta y márchate. Cuando hayas comido, vete. No volveré a hablar contigo hasta mañana por la mañana. ¡Si tienes alguna pregunta que hacer, guárdatela!

Isaiah Hawksbill se detuvo un momento y miró de hito en hito el tembloroso cuerpecito de la niña con sus perversos ojillos; después dio media vuelta y se alejó renqueando.

El trabajo equivalía a un esfuerzo hercúleo, pero la pequeña Samantha puso manos a la obra con todo su entusiasmo, esperando recibir del señor Hawksbill una alabanza de la cual pudiera hacer ofrenda a su padre. Se dedicó estoicamente a limpiar los estantes, los rincones, la pila y el suelo, arrojando la repugnante basura a un cubo de la trasera de la casa, y después lavó, fregó y frotó hasta que las manos se le quedaron en carne viva. A mediodía llevó el plato de pan remojado con leche hasta el fondo de un largo y oscuro pasillo, se detuvo ante la puerta cerrada y prestó atención. De dentro llegaba el débil rumor de las pisadas de alguien que caminaba arrastrando los pies. Más tarde, a la hora de cenar, regresó con el pollo rancio y encontró el plato vacío en el lugar en el que ella lo había dejado. Adentro, inquietante silencio.

La casa era oscura y polvorienta y los muebles aparecían cubiertos por sábanas; la escalera subía hacia una siniestra oscuridad. Al caer la noche, Samantha empezó a estremecerse de miedo y, puesto que no tenía apetito, arrojó el ala del pollo al cubo de la basura, cerró de golpe la puerta de atrás y regresó a casa corriendo.

A la mañana siguiente, Isaiah Hawksbill la estaba aguardando.

—Me tienes que cambiar la ropa de la cama. Hace casi un año que no se ha tocado. Tendrás que deshacer la cama, lavar las sábanas y tenderlas. Encontrarás sábanas limpias en algún armario de por ahí. Mi almuerzo será lo mismo de ayer y, para la cena, hay una lata de carne. Extiéndela en una capa delgada (delgada, he dicho) sobre unas cuantas rebanadas de pan y déjamelas delante de la puerta. Toma tú una rebanada.

El viejo extendió súbitamente la mano y le asió dolorosamente el brazo.

—Hay algo que tienes que meterte bien en tu cabeza de mocosa, y es que jamás debes intentar entrar en la habitación que tengo bajo llave. El resto de la casa me importa un bledo, pero esta habitación… —Se inclinó hacia adelante, casi rozándole el rostro con el suyo—. ¡Cómo te pille una vez, aunque sólo sea una, tocando el tirador de aquella puerta, desearás no haber nacido!

Al término de la semana, Samantha estaba agotada. Las tareas diarias en la sombría casa de dos pisos de Hawksbill hubieran sido suficientes para mantener ocupadas a dos robustas muchachas, por lo cual cabe imaginar lo que eso significaba para una endeble chiquilla de diez años: encender la lumbre por la mañana y poner el agua a calentar, limpiar y rascar la parrilla, sacudir las pesadas alfombras y volverlas a extender, quitar el polvo de los estantes, sacar la basura, y limpiar la chimenea hasta quedarle los brazos completamente negros. Hawksbill le daba nueve peniques y esperaba que comprara con ellos pan y empanadas de carne casi podrida y leche que era agua en un setenta por ciento. Pero, cuando depositaba en la palma de su mano los tres chelines (Samantha no sabía que casi todas las criadas ganaban seis o siete), todo su cansancio se desvanecía. Serían una ofrenda de amor a su padre.

—Bueno, ¿qué tal va eso? —le preguntó Freddy, acercándose a ella mientras regresaba a casa.

—Es una vivienda como otra.

—¿Hace cosas malas el viejo?

Samantha pensó en la habitación cerrada.

—Que yo sepa, no.

Freddy largó un puntapié a una piedra con su pie descalzo. Tenía casi quince años, era alto y desgarbado y se le estaba empezando a desarrollar la musculatura bajo su ajustada y sucia camisa.

—Harry Passwater dice que el viejo le hizo una vez una cosa fea a una niña pequeña. Estuvieron a punto de ahorcarle, pero embrujó a los testigos y nadie pudo demostrar nada.

—Harry Passwater no tendría que andar contando historias.

—¡Vamos, no te des aires conmigo, Samantha Hargrave! ¡Aunque seas una chica de servicio, no estás en casa de un miembro del Parlamento!

Al llegar a la puerta de su casa, Freddy se volvió de golpe y asió impulsivamente a Samantha por los hombros. Con una seriedad que ella jamás había conocido, dijo en tono grave:

—Si ese vejestorio te toca un pelo tan siquiera, ¡te juro que le machacaré los cochinos sesos!

Ella le vio alejarse corriendo. Y entró a toda prisa en la casa. Su padre tomó los chelines sin decir palabra.

Mientras el verano se trocaba en otoño y el otoño se transformaba en un húmedo y melancólico invierno, los días se fueron confundiendo en sucesiones de semanas, y una aburrida monotonía, con la excepción de alguna que otra carta ocasional de James desde Oxford, se apoderó de la vida de Samantha. Según pasaba los días entre las silenciosas y tristes paredes de la sombría casa de Hawksbill y las noches estudiando la Biblia junto a la chimenea, la curiosidad empezó a crecer en su interior.

¿Qué haría el señor Hawksbill al otro lado de la puerta cerrada?